P O R FRANCISCO
FAJARDO SPÍNOLA
EN ANUARIO DE
ESTUDIOS ATLÁNTICOS
Una R.C.
de 9 de octubre de
1558 ordenaba a las Justicias
y a los comisarios del Santo Oficio reconocer las mercancías traídas por
los barcos que llegasen a
puerto, para ver si venían libros prohibidos1. Éste fue el
principio de la puesta en
marcha de uno de los
mecanismos de control con que
la Inquisición contó hasta el
final del Antiguo Régimen, que le permitió conocer los
movimientos de los extranjeros, su procedencia, la carga de los
navíos, quiénes venían a bordo,
etc. Su
conexión con el descubrimiento
de los
núcleos protestantes de
Valladolid y Sevilla, lo mismo que
con todas las medidas de
cierre y «tibetanización» del
país parece evidente, aunque Pardo Tomás afirma que desde 1553
ya había el Consejo establecido el modo de realizar «la
Visita de los Vajeles que
vienen a los puertos»2.
Las visitas realizadas por la Inquisición a los navíos han sido muchas veces nombradas, en
obras generales y particularmente en
las que tratan de
la Inquisición, especialmente
cuando se habla de la impermeabilización
de las
fronteras frente a las ideas
foráneas y a su
principal vehículo de transmisión, los libros. Pero han sido, sin embargo, muy poco estudiadas. Apenas podemos
encontrar algunas páginas dedicadas a
esta materia en autores como Lea,
Contreras y el mencionado Pardo Tomás3. Posiblemente
sea en
Canarias donde se haya prestado
mayor atención a este tema, sin
duda porque se ha conservado una documentación —singularmente, las actas de
las visitas— que parece haber
desaparecido de otros lugares4. No obstante lo cual creo que no
está todo dicho, sino que cabe, y
hasta es necesario, intentar una mirada de conjunto, desde el XVI
al XIX, una sistematización del modo en
que las visitas se hicieron, a lo largo del
tiempo, una profundización en
los conflictos y reacciones que
suscitaron, así como una
reflexión acerca de las fuentes
mismas y sus posibilidades
de utilización.
Inquisidores, comisarios y
testigos diversos repetirán en Canarias,
en diferentes momentos, que las
visitas de navíos se realizaban
«desde que se fundó esta Inquisición», lo que
es cierto si se
toma como referencia la plena
organización de la misma a
partir de 1568. La primera acta conservada de una visita de navío es de
15705, aunque sin duda las
hubo anteriores, y la última
de 1798, aunque sabemos que continuaron realizándose en años posteriores. En contra de
lo que se ha afirmado o insinuado para otros tribunales,
aquí podemos asegurar que las visitas duraron
hasta el final del Antiguo Régimen.
Como suele suceder a
menudo, también en este tema nos encontramos con que
son los roces y conflictos con otras jurisdicciones, o las protestas de
los perjudicados, los que nos hacen conocer el sistema establecido, así como los
eventuales abusos o irregularidades. De ese modo, parece que el obispo de
las islas pretendió tener en sus
manos las visitas de navíos, como se desprende de dos
cartas del Tribunal de Canarias, en
1570, en las que pide al Consejo el envío de una Real
Cédula «para que —se lee en
la respuesta de la
Suprema— el obispo ni su provisor ni vicario no se
entremetan a visitar los navios
de estranjeros que vinieren a esas
yslas sino que libremente vos y los
comisarios que para ello nombraredes los visiteis»6. No parece que
el obispo cediera fácilmente,
pues fue necesaria su reiteración7.
No volvería a haber problemas con la
autoridad eclesiástica por las visitas de
navíos. Pero sí con otras, y
muchos, lo que se enmarca en la continua, y a menudo mencionada,
conflictividad interjurisdiccional característica del Antiguo Régimen, nacida tanto del encabalgamiento de competencias como de la
disputa de espacios de poder, del
corporativismo y del modo
puntilloso en que cada uno defendía su terreno y su
imagen. En el asunto que nos
ocupa, resulta enteramente comprensible que surgieran frecuentes litigios, si
atendemos a la circunstancia de que
el control de los barcos que
llegaban a puerto incumbía de modo
coincidente a distintas instituciones, por
razones diferentes: salud,
guerra, contrabando y fe.
Ya en 1569
el gobernador de Gran Canaria,
Pedro Rodríguez de Herrera, debió hacer
valer sus competencias en lo
que se refería a
las visitas de navíos8. Pero fue en
1575 cuando surgió el primer incidente serio, que conozcamos,
al chocar, en el
puerto de las Isletas, el
gobernador de Gran
Canaria, Diego Melgarejo, y el
fiscal del Santo Oficio, Joseph
de Armas, de armas tomar como es sabido9. Habiendo
coincidido en la playa, el
gobernador invitó al fiscal a que fuesen juntos a visitar un
barco que había llegado, lo que Armas rechazó. Melgarejo visitó entonces, él
solo, la nave, y respondió a las amenazas e increpaciones del fiscal llevándoselo preso10. El caso llegó
a la Corte, donde por una R.C.
de 8 de agosto de
1576 se resolvió que
las visitas se hiciesen al
mismo tiempo por el gobernador y por la
Inquisición, «y que en caso de
no estar prontos —los ministros del
Santo Oficio— visitase el Gobernador por
lo tocante a las armas y cosas
de contrabando, sin entrometerse en la
visita de fe»11. El
Consejo de la Inquisición no había visto
en ello inconvenientes:
«antes entendemos se hará con
más autoridad la visita, y si os
parece que de hacerse así
pueden resultar algunos nos avisareis dellos, porque aquí no se representa ninguno, entrando todos juntos
y no dando lugar a que
el dicho gobernador entre primero
que los
oficiales de ese Santo Oficio,
porque desto podrían resultar algunos»12.
Los inquisidores de Canarias respondían que no
se podía mantener el secreto necesario, tanto más cuanto que el
gobernador entraba en los barcos con
escribano, alguacil y criados, para hacer la visita en forma, y, siendo los navíos por
lo común pequeños, sería inevitable estorbarse y llegar a roces.
Les parecía mejor que
el gobernador esperase en tierra a
que el Santo Oficio concluyese, y mantener las visitas separadas, porque, si los oficiales de
la Justicia tomasen algo de las
arcas y baúles del capitán y tripulación, «publicarían no solo
aquí, sino en sus tierras» que
habían sido los ministros de
la Inquisición13.
No quedaba claro si habían de preceder las
visitas de salud, es decir, la
comprobación, realizada por la justicia
y regimiento de cada isla, acerca de
si los tripulantes de los
barcos estaban sanos y venían de
zonas limpias de pestes. Una disputa surgida en Garachico nos
informa tanto de esas diferencias como del procedimiento prescrito
para la realización de las
visitas. Por mandato del Tribunal
se había advertido, mediante pregón, que ninguna persona tratase ni contratase con las
gente de los navíos
ni ellos saltasen a
tierra antes de la vista de
fe. Pero en
1580 Fabián Viña
Negrón, alcalde de Daute,
intentó, en su calidad de
diputado de la salud, visitar
un navío antes que Gaspar de
Fonte, familiar del Santo Oficio
encargado de tal cometido en
Garachico. El alcalde insistía
en que
la visita de salud debía hacerse primero, y hasta amenazó
al comisario con que, si
en traba en el navío y éste venía de
partes sospechosas en cuanto
a la
salud, podía ser que no
lo dejase volver a tierra. Aceptaba el alcalde que fuesen juntos, pero Fonte insistía,
cumpliendo órdenes, en hacer la visita primero. La Inquisión canaria se empeñaba en
mantener su prelación14.
En la
comisión dada a Gaspar de Fonte para que visitase cuantos navíos llegaran, nacionales
o extranjeros, «como no sean de entre
estas yslas», se establecía el modo
de hacer la visita:
«... entrando en los
dhos navios llevando con vos los
familiares y personas que
vos parecieren y uno con vara deste Santo Oficio y notario ante quien
pase la dha visita, aveis de hacer abrir y ver todas las
caxas de maestres y marineros y
de qualesquiera otras personas que se pudieren abrir, y las que
vinieren liadas y cofres y fardos de
mercaderias q. se desembarcaren no
se an de abrir en
casa del almoxarife ni
en otra parte sin que
vos o persona (...)
se halle presente».
La Instrucción que se
insertaba junto con la comisión recogía las
preguntas que debían hacerse
a los
que viniesen en los barcos: de dónde eran, cuántos, quiénes, adónde iban;
a los extranjeros, si en
el lugar de procedencia eran católicos, si lo eran los
que venían a bordo, si
traían libros, y si habían visto
algo contra la fe mientras estuviesen en puerto. Debía llamarse a declarar a
tres o cuatro personas, a ser
posible las principales. Con
los navíos de naturales no
se harían las preguntas «tan
es profeso», sino que, sabido de qué
lugares habían partido, se les
preguntaría si venía en el navío alguna persona sospechosa o
forastera. Si los libros fuesen buenos, se devolverían; pero si se hallasen libros
prohibidos, o dudosos, se les tomaría, y
si fuese necesario, para proceder contra
herejes, se incautarían las velas y pondría guardia a bordo15.
Desde arriba seguía insistiéndose en el
mantenimiento del sistema de las visitas conjuntas, que parecía no
satisfacer, en Canarias, a
ninguna de las partes. Si
el gobernador de Gran Canaria escribía al rey, en
1580, manifestando los inconvenientes que se seguían de
tener que esperar a que
los inquisidores enviasen a hacer
la visita, éstos exponían de nuevo sus
diferencias con la autoridad civil, pero el Consejo reiteró que cumpliesen
lo dispuesto por el Rey16.
Esas visitas conjuntas
posiblemente eran las de fe,
de una parte, y de guerra y contrabando, por otra; pues parece que las visitas de salud, al
menos en algunos puertos, se hacían antes que las
del Santo Oficio, a juzgar por
un auto del Tribunal, de 28-V-1583, para que
se notificase a don Martín de
Benavides, gobernador de Gran
Canaria, y a los regidores y diputados de la salud, alcaides y guardas, que no
detuvieran ni abrieran los
papeles que viniesen para el Tribunal,
so pretexto de salud, y que si hubiese sospecha se pasasen por
vinagre y se entregasen17.
En una coyuntura
de presión militar sobre las islas y de
te-
mor por la posibilidad de ataques enemigos se produjo la llega- da al
Archipiélago del primer Capitán
General, don Luís de la Cueva y Benavides, quien intentó, por razones de
seguridad, que la visita de la
guerra se hiciese antes que la
del Santo Oficio, «por ser de
tanta sospecha y el peligro que
podria aver en aguardar que
el S.O. visitase primero, sin ser
visto ante todas cosas los pasaportes y
gente que en los
dhos navios viene..», pues «podria suceder alguna traicion en
los puertos y fortalezas debaxo de las
quales dan fondo los dhos navios»18.
Así lo practicó, al parecer, en
Gran Canaria, y así ordenó hacer
al corregidor de
Tenerife, lo que dio lugar en
1594 a un nuevo conflicto, pues el inquisidor, don
Claudio de la Cueva, respondió ordenando a
los comisarios de Tenerife que
visitasen los navíos antes
que «el
ordinario y la guerra». Una vez
más, el Consejo exigió al inquisidor de
Canarias que cumpliese lo que
repetidamente se le había ordenado19.
En una Instrucción enviada por el
inquisidor Pedro de Camino,
en noviembre de 1600, al
comisario de Garachico, se indicaba que
la visita de Inquisición debía
hacerse, en cuanto llegasen los navíos a
puerto, antes de que la
justicia ordinaria hiciese la suya,
pero después de la que
hacían los diputados de la salud para saber si el
barco venía de partes apestadas,
pues lo contrario sería peligroso para los
ministros del Santo Oficio. Como
el alcalde del lugar solía hacer la visita junto a la
de los diputados de salud, se le advertía por el Tribunal, en carta dirigida a él,
que no había de
hacer la visita ordinaria en ese
momento20. Pero ni siquiera esta
cuestión estaba ya resuelta. El Concejo
de Gran Canaria presentó en la
Corte en 1605, a través
de procurador, una queja y
petición relativa a que el Santo Oficio,
de un
año a esa parte, hacía su visita antes de que
se hiciese la de la
salud, tratando para ello
con las tripulaciones, lo que resultaba peligroso, «de suerte que
después de mesclados y comunicados
es de poca consideracion el hacer la
dicha visita de salud», y era contrario a
lo ordenado y acostumbrado: que
después de la visita de
salud se hiciese la del
Santo Oficio, «el Audiencia para las
ropas de contrabando y el
governador por la guerra». Según añadía
el concejo, por haber dado licencia los jueces de la Audiencia a un navío apestado, sin las
debidas precauciones, en el año de
1600 se había introducido la enferme- dad que había asolado la ciudad21.
En realidad, las
cosas empezaban a quedar claras
sobre el papel, pero en la práctica surgían disputas, muy a menudo por
la confusión que nacía de
que, a veces, quienes hacían la
visita de salud eran los mismos que
hacían la de contrabando, e incluso la
de la guerra. Así,
en 1620 hubo en
La Palma una contienda entre el
teniente de gobernador de la
isla y el comisario del Santo Oficio, porque éste pretendió realizar la visita de
fe antes que la de
salud. De las informaciones hechas se desprende
que el comisario manipuló
las instrucciones recibidas,
pretendiendo «que el Teniente guardase en
las visitas de salud lo mandado para las de la guerra, sin
advertir la disparidad entre
ellas»22. La costumbre era que, una vez
hecha la visita de salud por
el teniente de gobernador, o
por los
regidores diputados para ese
cometido, se realizaba la visita de
fe, y después «le toca otra vez a
smrd. como tal teniente general el
visitar segunda vez por si se
traen cosas prohibidas (...) y
que después desta segunda visita entra
la de
la guerra siendo también el navio
estranjero». La visita de salud consistía en tomar declaración al maestre, piloto y algunos marineros «para
averiguar e inquirir coxido el viento según se
acostumbra y se debe hacer»,
si venían de partes
sanas, pidiéndoles los pasaportes
que lo probasen. «Coger el viento»
o «tomarles el barlovento» consistía, obviamente, en
colocarse de modo tal que el
viento soplase hacia los visitantes, y
no al
revés, de modo que no se recibiesen sus efluvios eventualmente contaminantes23.
Resultaría prolijo referir todos los
conflictos, choques y diatribas que en
relación con este asunto hubo, y que prueban que
el Santo Oficio, aunque había obtenido el privilegio de visitar en
primer lugar, después de la visita de
salud, hubo de defenderlo
con actitud vigilante y con la fuerza
y la amenaza de procesos y excomuniones.
En 1606
se quejaban los inquisidores de que el
gobernador de Gran Canaria, Gerónimo
de Valderra- ma Tobar, no
cumplía lo ordenado, «lo q.
resulta tanto más necesº por
la nueva comunicación con ingleses y escoceses»24.
«Donde yo estoy (...),
Inqn. se ha de
poner conmigo ni con mi ojo
del culo», parece que
dijo don Gerónimo Boquín Pardo
(1631), corregidor de Tenerife,
disputándole al comisario de La Orotava quién tomaba primero declaración
a unos marinos25. Dos años más tarde, es el
juez de contrabandos, don Gaspar Martínez de Castro, quien, así en
Santa Cruz como en Las Palmas, sube a bordo de
un navío y le pone guardas antes de la visita de
fe26. En Las
Palmas, en 1649, se produjo un
nuevo choque con el escribano y
alguacil que hacían la visita de
con trabando en ombre de la
Audiencia. El Tribunal del Santo Oficio los encarceló a ambos, por haberla realizado antes27. Todavía en los
años 1669-1670 hubo una larga y agria contienda entre el comisario de
Garachico y el maestre de
campo don Cristóbal del Hoyo
Solórzano, a quien tocaban en ese puerto las visitas de la
guerra, en razón de la
precedencia. El Tribunal debió
convencer al Capitán General de que lo establecido y acostumbrado era que se hiciesen primero las visitas de
fe, en contra de
lo que al parecer creía el
militar28. En ocasiones la disputa tenía
como base la discusión acerca de si
formalmente había habido o no visita,
cuando no se había puesto por escrito. Así, las visitas de
salud eran a veces «in voce
sin escribir a la orilla del
agua»29, y otras con los diputados, médico y cirujano, levantándose
acta; e incluso en la casa del corregidor en
Las Palmas, de modo que
los marinos tenían que desplazarse hasta la ciudad y gozaban de la posibilidad de tratar
con los naturales antes de la visita de
fe30. Del mismo modo, desde las fortalezas se gritaba a los
barcos preguntando por la procedencia y por las
armas y municiones que traían, y
sólo más tarde se tomaban las declaraciones y pasaportes y
se escribía la visita de
la guerra31.
Los conflictos por la
precedencia desaparecieron en
el siglo XVIII,
posiblemente como consecuencia del
fortalecimiento in- discutido de
la autoridad militar, que va
tomando en sus manos de
modo creciente competencias en
materia de aduanas y de licencias para el tráfico marítimo y anclaje. Sin que
podamos establecer con precisión
el momento, la visita de
fe pasa a hacerse «luego que estan visitados de salud y por
la guerra»32. En 1802, después
de la
visita de sanidad eran conducidos
los capitanes a la
casa del Comandante General
o Gobernador de Armas, y sólo
después ante el Tribunal o los
comisarios33.
Ya en tierra las
mercancías, no fueron menos
las diligencias y actuaciones contra
los almojarifes, administradores y
guardas de las aduanas, por
haber abierto fardos, cajas y bultos sin
la presencia del Santo Oficio,
por haber dejado sacar mercancías
sin que
hubiesen sido visitadas por la
Inquisición, o por haber usurpado
su autoridad 34. Y contra marinos o
comerciantes que habían saltado a tierra o que
habían vendido mercancías antes de
la visita de la Inquisición35.
La pugna por
la precedencia en las
visitas, y en general por el
control de todas las operaciones de inspección y de concesión de
licencias podían tener como uno de
sus objetivos el acceso privilegiado a los bienes que
traían los navíos. Desde el
comienzo mismo de las visitas tropezamos con las
corruptelas. En 1571 se abrieron
diligencias para averiguar si las
personas que visitaban los navíos extranjeros en Santa Cruz recibían mercancías sin pagarlas, como se había denunciado36. Fr.
Gaspar de Armas, hermano del fiscal del
Santo Oficio y comisario del
mismo en La Palma, aprovechaba
las visitas para forzar a los mercaderes a
cederle a bajo precio mercancías,
que luego revendía37. Uno de los
frecuentes enfrentamientos entre la
Real Audiencia y el Tribunal
de la
Inquisición tuvo como centro, en
1653, una información realizada por
los oidores, y enviada al
Consejo de Castilla, por la que
se acusaba a los
inquisidores de hacer molestias
en los
navíos cuando los visitaban, de dañar el comercio deteniendo en la
aduana las mercancías y de comprar mercancías en
la aduana al precio del
aforo. Los inquisidores, que rechazaban las acusaciones como fruto de
la inquina de los oidores y del obispo, sólo
reconocían que a veces
tomaban las mercancías por el
precio de aforamiento38.
Las visitas por
parte de la Inquisición no se
limitaban, en principio, a
los barcos extranjeros, aunque
éstos fuesen, desde luego, el objeto principal de las
mismas. Hemos visto que en la
Instrucción enviada en 1580 al
comisario de Garachico se indicaba que
a los barcos españoles se
les hiciese una visita mucho más
ligera39. En una nueva Instrucción
de 1600
dirigida al comisario del mismo puerto se decía que, por lo
que se refería a los
navíos que venían de España, bastaría con revisar las
cajas y baúles para ver si traían
libros o pinturas, y que incluso estas
diligencias se hacían en Las
Palmas «muy pocas veces»: «pare- ce necesario» hacerlas —se añadía— si los barcos que
venían de España los «navegan y
traen» extranjeros, «y no de otra manera»40. Según un informe de
1604 enviado al Consejo, se
visitaban sólo los navíos extranjeros41.
A requerimiento del Consejo, por
carta acordada de 10 de enero de
1667 dirigida a los tribunales costeros, el Tribunal pidió a los
comisarios informes acerca de
algunos extremos concernientes a las
visitas de navíos. De las
respuestas resultó que no se visitaban por el
Santo Oficio los navíos que
venían de Indias, «ni los que
vienen de España siendo los capitanes españoles»; y tampoco se visitaban los
barcos extranjeros que aportaban
empujados por las tormentas, o que sólo
venían a tomar agua o a hacer alguna reparación. Tampoco los navíos corsarios —se supone que
de países amigos—, «aunque salten
en tierra capitán y demás gente».
El comisario de La
Palma apuntó una observación que
habría que tener en cuenta a
la hora de utilizar
las actas de las
visitas como fuente para el
comercio: si el barco que llegaba había pasado antes por Tenerife, donde habría dejado parte de la
carga, y sufrido allí la
visita, no se le hacía en
La Palma, a diferencia de
«el que viene en
derechura del norte». Habían
de mostrar, en el primero de
los supuestos, testimonio de estar visitado. Se inspeccionaban en la aduana las mercancías desembarcadas
en La
Palma, pero no se redactaba escrito alguno. Los navíos de
Génova, al igual que los
españoles, sólo daban cuenta al comisario de
su llegada, pero no eran visitados42. Antes de la
sublevación portuguesa no se visitaban sus
barcos, «reputándose como los
naturales de Castilla», pero
después sí, se escribe en
166843. Los navíos que llegaban a
Las Palmas, si habían sido visitados en
Tenerife, recibían licencia para descargar, sin que
hubiese una nueva visita44.
La prohibición de volver a
cobrar derechos a los navíos ya visitados en otro puerto se repite en distintas ocasiones45; en alguna de
ellas, con el fin
de atajar los abusos de
algún comisario. En 1715
el comisario de Lanzarote
pretendió visitar el barco francés «San
Luis», que desde Tenerife, donde había
sido ya visitado por la
Inquisición, había ido a cargar trigo. Aunque el capitán exhibió
la certificación de la
visita de fe realizada en Santa Cruz, el comisario
visitó el navío, en el
que halló unos Cristos con dos
clavos en los pies, y unos santos que dijo
que «eran contra nra. sta.
fee», pero que «no
los rompían por no les
hazer mala obra», a cambio
de lo
cual «le había de hacer algún regalo». Como el capitán y
mercader se resistieron, escogieron el
comisario y notario más de 500 reales de
varios géneros. El cónsul, don Esteban Porlier, y el embajador francés en Madrid dieron quejas al
Tribunal, quien hizo causa a sus
ministros por haber «estafado
y llevado derechos indebidos, con el pretexto de visita»46.
El comisario de
Santa Cruz de Tenerife, don
Amador González Cabrera, envió en 1743
una representación al Tribunal
manifestándole que, siendo el de Santa
Cruz el puerto más importante de
las islas, adonde acudían todo
género de embarcaciones consignadas a
mercaderes vecinos en él, tocaban a
veces en puertos de otras islas, en los
que eran visitados y pagaban
derechos. Se quejaba de que él
tenía que ir a
la aduana y examinar los bultos, mientras que otros comisarios cobraban los derechos sin ningún esfuerzo. El caso afectaba sobre todo a barcos que,
procedentes de Indias, recalaban en La
Palma, y a aquellos que, viniendo de
Cádiz, tocaban en Lanzarote,
aunque en unos y otros casos el destino final fuera Tenerife47. Pedía además,
y obtuvo, que pudiera visitar las presas inglesas que eran conducidas a puerto,
lo que hasta entonces no se hacía por el Santo
Oficio, y cobrar los correspondientes derechos.
Los inquisidores fueron sensibles a los
argumentos del comisario de Santa
Cruz, y en consecuencia cursaron una
circular a los comisarios ordenando «que no visiten (...)
los navios que por
alguna casualidad o necesidad llegaren
a ellos
sin animo de parar, ni
descargar, reservando siempre esta acción y derecho a aquel comisario en cuyo puerto lo executare»; pero otros
comisarios defendieron la continuidad del
viejo sistema, como sucedió con
el de La
Palma, que aducía que, de cualquier modo, había reciprocidad, porque
los barcos ingleses que llegaban a La Palma a cargar el
malvasía solían tocar antes en
Santa Cruz o en el Puerto de
la Orotava, y no pasaban visita en La
Palma. En 1757, y de
nuevo en 1765, el comisario de
Santa Cruz de Tenerife, sucesor de
González Cabrera, volvía a representar lo mismo, lo que prueba que
la reforma no se aplicó. En todo caso, la
discusión sirve para advertirnos
de que
el hecho de que un
barco fuese visitado en un puerto no
significa que estuviera
destinado a él, pudiendo resultar engañoso, por tanto, el
cua- dro que se
hiciese sobre esa base. Así, es
notorio que un buen número de barcos visitados en Las
Palmas iban para el Puerto de
la Orotava, como nos indica la
lectura del nombre de los comerciantes a los
que estababan consignados.
En 1717
el Tribunal instruyó a los
comisarios del distrito para
que se notificase a los capitanes de
los navíos que llegasen a
puerto que no salieran de
ellos, fuera para España, para
Indias o para otros destinos, sin sacar antes licencia del Santo Oficio, de modo que
así pudieran remitirse los documentos que éste precisara enviar, y que de
ellos dieran los correspondientes recibos48. Esa orden
dio lugar al inicio de una información acerca de qué práctica se
seguía con los barco de
Indias, de la cual resultó que éstos no
pedían licencia para salir de
los puertos insulares, aunque a
veces lo comunicaban, «por cortesía», y
llevaban documentos para la Inquisición americana; que en
los puertos indianos eran visitados por los
comisarios del Santo Oficio,
que subían a bordo; que
a su regreso debían solicitar licencia escrita
a los
mismos comisarios (así sucedía
en Campeche, Veracruz y La Habana); y, finalmente, que al
llegar a Canarias eran visitados
por el
Tribunal o sus oficiales49. Respecto a las licencias de salida, tampoco se exigían para otros
puertos50, y así se continuó al parecer51.
Hemos visto que, a
pesar de que la
Inquisición tuvo encomendado también, desde el comienzo del sistema de
las visitas, el control de lo que
pudiesen traer los barcos
españoles que llegasen a puerto, éstos raramente eran visitados: sólo cuando había alguna sospecha o concurría alguna circunstancia particular,
como la de tener tripulantes
extranjeros. Sin embargo, las cosas
comenzaron a cambiar hacia mediados
del siglo XVIII.
El comisario de La Palma hablaba en 1744
de «la inconcusa cos- tumbre de visitar todos los barcos», tanto nacionales como ex-
tranjeros52; pero no tenemos pruebas
de que
tal práctica fuese corriente
por esas fechas. Quizás las nuevas Instrucciones da- das en
1746, más estrictas, y a las que
nos referiremos, fuesen el punto de
partida de la generalización de las
visitas. En ese año se procedió contra el capitán don Pedro Casanova, canario, por querer excusarse de que
se visitase su embarcación. Casanova —se escribía— «no
ha cumplido con ella
(con la obligación de dar cuenta
de su
llegada) en todos los viajes que
ha dado de España, desde el
último que hizo de Indias», por
lo que fue llamado y debió
prometer que en lo sucesivo pasaría las visitas. El
armador envió 12 ducados, correspondientes a las cuatro
visitas que no se
hicieron en otros tantos viajes
de su
embarcación53. Lo cierto es que
parece que los navíos nacionales fueron visitados
sistemáticamente en la segunda mitad del Setecientos, lo que
explica que en un
tercio de las visitas conservadas de esa
parte de la centuria los
barcos fueran españoles. Desconocer los
cambios en la organización y la práctica de
las visitas puede llevar a
conclusiones erróneas acerca del
tráfico marítimo, como podría ser
la de suponer, sin
otra prueba, que hubo un
incremento relativo de la presencia de
barcos españoles. En relación con
los barcos procedentes de la América española, se conservan también,
aunque sean pocas, actas de visitas
inquisitoriales de la segunda mitad del siglo
XVIII, a diferencia de
lo que ocurre con períodos anteriores.
Un asunto muy poco conocido es el de las
licencias que la Inquisición
debía dar a los barcos que se
desplazaban entre las islas. También a
este respecto la información nos viene, sobre todo, a través de
las infracciones de esa
norma, y de las medidas
tomadas en orden a exigir su
cumplimiento. Desde 1525
encontramos causas y diligencias diversas en
razón de que algunas embarcaciones habían ido de una
isla a otra sin solicitar la obligada licencia del Santo Oficio, o, habiéndola pedido para
ir a
una isla, habían ido a
otra54. Y en repetidas ocasiones
se dirá que era costumbre, desde que la
Inquisición se fundó, el dar y
obtener tales licencias55. Naturalmente, las
infracciones no las cometían
sólo maestres y arraeces, sino también
los encargados de impedir su
salida sin licencia del Tribunal, como es el caso de guardas de
los puertos, alcaides o
castellanos; y, como puede suponerse, éste
fue otro motivo de conflicto con otras autoridades, singularmente
alcaldes, regidores diputados,
corregidores y gobernadores
de las
armas, por dejar partir las
embarcaciones sin licencia del Santo Oficio o por retener a
algunas que llevaban documentos
del Tribunal56. Argumento frecuentemente
esgrimido, aunque no el fundamento
mismo de estas licencias, era
el de que
para el rápido y eficaz funciona-
miento de la Inquisición era preciso que
ésta pudiese disponer con
agilidad de los medios para enviar sus despachos; exigencia que se
tradujo en detenciones y retrasos de
las salidas de los barcos, con las
correspondiente molestias y quejas57. El
incum plimiento fue frecuente, y el Santo Oficio debió esforzarse por hacer
cumplir una norma que no sólo
le permitía ejercer un control
de los
movimientos entre las islas, sino
que, y quizás sobre todo, constituía una
expresión de su preeminencia58. Se reiteran autos y órdenes
para que no salieran barcos sin licencia
de los comisarios, se amenaza con
sanciones y se imponen multas59.
Mal que
bien, el Santo Oficio no perdió
ese poder, que retuvo hasta el final
del Antiguo Régimen. El Comandante General lo reforzó en
1782 al ordenar a
los gobernadores de las armas de
todas las islas que no
permitiesen la salida de ningún
barco hasta que no presentase permiso escrito de la
Inquisición60. Algunas tensiones y malentendidos con los
gobernadores militares de
Lanzarote y de La Gomera nos
indican que la práctica seguía
vigente en 180861.
No sabemos cuándo y cómo se
implantó el uso de
cobrar tasas por las visitas de
navíos. El Consejo pidió al Tribunal canario en 1604
un informe acerca de qué
derechos se llevaban, y por orden de
quién. En la respuesta se
describía pormenorizadamente el
sistema: en Las Palmas, al
llegar un navío, el alcaide de
la fortaleza del puerto enviaba un billete comunicándolo, y en seguida se
enviaba a un consultor o
calificador del Santo Oficio nombrado al
efecto, junto con notario,
alguacil e intérprete, que hacían
la visita en el
puerto. Luego se desembarcaba la carga y se
llevaba a la aduana, donde, al tiempo de abrir los fardos o cajas, estaban también presentes
los ministros inquisitoriales. Lo mismo
se hacía por los comisarios en
las demás islas. «Y ni los
unos ni los otros no
han llevado ni llevan derechos
algunos (...), antes habemos vivido
con particular cuidado de que
no se lleven». Pero se añadía que, aunque no se cobraban «derechos», tanto en Las
Palmas como en La Laguna se
iba a hacer las
visitas en cabalgaduras de alquiler, que el intérprete había de procurar y el maestre del navío pagar, y que suponían ocho o diez
reales. Insistían los
inquisidores en que nunca había
habido quejas, y que si
alguna había llegado al Consejo podría ser que
fuese porque en Tenerife había
habido «muy grandes excesos y demasías» y muchas quejas acerca de las visitas de
la justicia real, y podría
ser que
algunos generalizaran62. En
1606 volvió el
Consejo a preguntar por este
asunto63, contestando el
inquisidor Hurtado de Gaviria lo mismo
que en la ocasión anterior, que no
se cobraban derechos. Y aprovechaba
para decir que a veces no
se encontraba personas a
propósito que quisiesen acompañar
al secretario, pues habían de embarcarse
casi media legua dentro del mar; por
lo que estimaba que, si en
Sevilla se cobraba por las visitas que
se hacían en el río, a la puerta del
Tribunal, según se decía, debería
establecerse en Canarias, donde eran más
difíciles, algún premio para los
ministros del Santo Oficio. A
los comisarios se les había comunicado la orden del
Consejo de que no
llevaran a las visitas a
familiares o notarios que fueran mercaderes, y que ninguno «atravesara» mercancías de las
que vinieran en los
navíos64.
En 1608 repetía el Tribunal el mismo informe y
petición. En marzo de 1612
las cosas seguían igual:
contestando a una carta del Consejo del año anterior, en que
insistía en que no
se llevasen derechos por las
visitas —«por cuanto SMd generalmente ha mandado que en
ningunos puertos de sus reinos les
lleven estos derechos ni los ministros inquisitoriales ni los
reales»—, el inquisidor, ahora
Franco de Monroy, repetía que, aunque se
había
solicitado a la Suprema que se
admitiera alguna «recompensa» por el trabajo que se
tenía, no se cobraba nada más que el alquiler de los
caballos. Se reiteraba que los
excesos de las jus ticias reales los pagaba el
Santo Oficio: «pécanlo ellos y
pagámoslo nosotros, muestras muy
evidentes de las buenas ganas que nos
tienen»65.
En 1636
un grupo de seis
mercaderes ingleses residentes en Tenerife elevaron al Consejo de
la Inquisición una protesta por los derechos exigidos por los
ministros del Santo Oficio
en las visitas de navíos y por
el modo en que éstas se hacían. Encabezaba el escrito Henry
Isham, dirigente de facto de la comunidad británica en la
isla, y era
uno de los firmantes Marmaduke Rawdon, quien, de hecho también, le sucedería en esa
función. Exponían que los oficiales inquisitoriales de La
Laguna, cuando eran llamados para
visitar en la aduana de
Santa Cruz las mercancías
desembarcadas, sólo querían visitar
de cada vez las de un
mercader, dándose el caso de que a veces
venían en un navío efectos
de siete u ocho mercaderes. Que esto lo
hacían porque cobraban ocho ducados cada vez que
bajaban, y así a cada barco
le sacaban hasta
ochenta. Además del gasto que suponía,
esto se traducía en retrasos en el poder disponer de las mercancías; por todo lo
cual pedían que se visitasen el
mismo día todas las que
estuviesen en la aduana. El
Tribunal ordenó hacer una información sobre la materia, de
la que resultó que bajaban el comisario, el
alguacil y el notario, y que pedían 38 reales por el gasto de
los caballos y la comida, aunque a veces iban después de comer. Visitaban primero el navío y
luego la ropa, y por cada una de las
dos visitas cobraban los 38
reales; y, aunque hubiera varios
barcos, visitaban uno y dejaban los
otros para otro día. Los de
La Orotava cobraban 24 reales por bajar al Puerto. Alguno dijo que
era cierto que pedían a
veces quesos, o bacalao. El Tribunal ordenó, por auto de
9 de junio de
1636, que el día que
fuesen llamados, si el tiempo lo permitía, bajasen los
tres ministros a hacer la visita
y visitasen todos los barcos que hubiera; y
que cuando se les
llamase para la aduana visitasen todas las mercancías que hubiera, y no
sólo las del mercader que
los hubiese llamado. Que llevaran 36
reales,12 por cada ministro, y que pagara el que
hubiera solicitado la visita, cobrando
luego de los demás mercaderes lo que
les correspondiese. El auto debía hacerse público y comunicarse en
particular a los firmantes66. En 1643
el Tribunal notificó al comisario
de La
Orotava un auto similar67.
En 1648, en
que volvía el Consejo a pedir informes, la situación
prácticamente no había cambiado: en Las
Palmas cobraban un ducado cada
uno el comisario, alguacil, notario e intérprete por la visita al puerto, pero no cobraban al hacer la visita en la
aduana; en Santa Cruz de Tenerife, 12
reales cada ministro; en el Puerto de
La Orotava, 8 reales cada uno, y
lo mismo por la visita
de las
mercancías cada vez que los
llamaban. Los derechos se justificaban por la distancia a la que estaba el puerto, y por
ello no se cobraba nada en Garachico ni
en La Palma, «porque está en el
lugar». Respecto a las islas de
señorío, se decía que llegaban
muy pocos barcos, «y hasta hoy no se han
llevado derechos ni tenemos noticia
dello»68.
El Tribunal, ciertamente, no sabía bien cómo se llevaban estos asuntos en las
islas periféricas, donde los
comisarios pare- cían estar poco controlados. En 1640
dirigió a Lanzarote y a Fuerteventura un cuestionario para averiguar si se
hacían, y cómo, las visitas de
navíos. Las respuestas de Lanzarote eran, unas, que no se
visitaban los barcos extranjeros ni lo que
traían, y otras que algunas
veces, pero que no con
el comisario que a la
sazón estaba, que no tenía salud para ello. Las
declaraciones acerca del
comisario de Fuerteventura, don Diego de
Cabrera Mateos, eran mucho peores: visitaba barcos y mercancías cuan-
do le
parecía, y generalmente
atravesaba las mercancías, que revendía
luego en varias tiendas que tenía69.
Finalizado ya el
conflicto de los tiempos de
Cromwell, las paces firmadas en
1660 abrieron una nueva etapa,
en la
que la seguridad de los
ingleses en tierras españolas, y
su desparpajo, aumentaron. Pero no se
trataba ya de controversias religiosas, sino del comercio. En
ese año, varios comerciantes y
maestres ingleses se negaron en el
puerto de La Orotava, con
ruidosas protestas, a pagar los
derechos de las visitas. Cuando el comisario llegó
a la casa del
guarda del Santo Oficio, donde
estaban los maestres de cuatro barcos que habían llegado, aquéllos «comenzaron con desentonadas voces a dezir no
quiero Inquisicion no quiero
visita no quiero pagar nada a la
Inquisicion». Encabezaba la
oposición Leonardo Clerque, cónsul de
los ingleses, quien sostenía
al comisario que en
España no se cobraba por las visitas, y que no
pagarían. Una parte, al menos, de
los navíos no
pagaron la visita, o entregaron el
dinero a Richard Anthony,
que hacía de cónsul en
las ausencias de Clerque y que se negó a
dárselo al comisario. Seguía
cobrando cada ministro 8 reales, aunque
ahora sabemos que los cobraban también el intérprete y el guarda, lo
que venían a ser
40 por cada barco. El comisario manifestaba,
displicente, que los suyos los
solía dar a los pobres o
a un convento, y que los
demás ministros eran «tan sobrados» que
no los necesitaban; pero en un
puerto como lo era el de La
Orotava por entonces las sumas que
podía obtener no eran
desdeñables. El Tribunal acordó
traer preso a Clerque, pero antes consultar al
Consejo, pues aún no habían
recibido las condiciones de las
paces con Inglaterra70. El cónsul no
fue detenido, pero los barcos ingleses siguieron pagando las
visitas, no sin protestas al
principio, y no sin otros alborotos.
El comisario de
La Orotava escribió en 1674
que desde hacía dos o
tres años algunos maestres ingleses que
sabían castellano rechazaban
pagar intérprete, y que esta actitud había nacido del cónsul Clerque. El Tribunal había ordenado que no se hiciesen excepciones, y así habían quedado las cosas. El
cónsul «y demás hombres de negocios de
la nación inglesa que residen y comercializan en las
Islas de Canaria» se dirigieron al Consejo de la
Inquisición en 1675 quejándose del perjuicio que les causaban los
ministros del Tribunal, al
llevarles los cuarenta reales de plata (cinco reales de a ocho) por
cada navío, además de tres reales
de a
ocho de cada mercader por la
visita de la aduana. Sostenían que esto iba
contra los capítulos de paces, y denunciaban que para su
percepción se había llegado
en el Archipiélago a prender a algún
maestre inglés, lo que era cierto71. El
Consejo ordenó al Tribunal cuidar
de que
los ministros no llevasen «más
derechos de los justos en
que hubiese costumbre antigua y
asentada», lo que significa que
todo siguió igual72.
El reparto de
los derechos entre los distintos ministros dio lugar a algunas diferencias, de las
que el Tribunal resultaba informado por las
quejas de los que se
consideraban perjudicados. En 1743
se produjo una disputa entre
el comisario titular de La
Orotava y el comisario de
ausencias, este último residente en
el Puerto de la
Cruz, porque, al parecer, el
primero incumplía el acuerdo
de repartirse el dinero de
las visitas, y porque se quedaba para sí la parte
correspondiente a los oficia- les que
estuviesen ausentes, en lugar
de dividirla entre los que asistiesen a la
visita, como finalmente ordenó el
Tribunal que se hiciese. Los
inquisidores se opusieron a la elevación de derechos que
el comisario, por su
cuenta, había introducido, manteniendo las vigentes tasas de 40
reales por la visita del
navío y otros 24 por la
de la aduana73.
Al parecer, aún por entonces (1743) se hacían las
visitas en otros puertos —supuestamente, todos, menos los tres citados hasta ahora— «de oficio», sin
cobrar nada. Pero caben ciertas dudas. En el acta de
una visita realizada en el puerto
de Naos, en Lanzarote, en
1674, se hizo constar que se
habían pagado «los cuatro ducados
de la visita»74. En 1772, en
la misma isla, el comisario
escribía que «ha sido
práctica inmemorial», añadiendo
que los cobraba el escribano de la
guerra, junto con los demás derechos de visita, y luego entregaba a cada
uno su parte75. Desde luego,
en fechas que no
podemos determinar, el cobro
de tales derechos se
extendió también a las
islas de Lanzarote y La Palma,
de modo tal que
en 1802 se
percibían tres ducados antiguos de
las islas (49 1/2
reales de vellón corrientes) en Las
Palmas, cuatro ducados (66
reales) en Santa Cruz de Tenerife, seis pesos (90
reales) en La Orotava, tres ducados en La
Palma y cuatro en Lanzarote. En Fuerteventura, Gomera y Hierro no había comisarios ni, en
consecuencia, visitas.
En el seno mismo de la Inquisición se era sensible a las quejas
que se recibían y a
la imagen de codicia que
podía transmitirse. El fiscal del
Tribunal sostenía en 1687 que, si cobrar por el alquiler de
los caballos cuando se iba a un
puerto distante podía tener justificación, no la
tenían otras «sacalinas», como hacer que
se pagara por la
visita a la aduana, por ser
algo anejo al
oficio. Pedía que no se
cobrase ni en Las
Palmas ni en la de
Santa Cruz de Tenerife, pues
la distancia a los
puertos era corta y a la sazón
había comisarios en ellos, además de
que, al cobrar por las visitas en
la aduana, «se manifiesta que la
distancia no es causa (...), sino la ambición y corruptela»,
comportamientos que «hacen odiosos y
mal vistos a los ministros»76. El Tribunal, por auto de
25 de septiembre de 1688
rechazó la petición del fiscal,
aunque sí reformó los derechos cobrados en la aduanas de
Las Palmas y Santa Cruz, donde
había ya comisario. Éste, el presbítero Matheo Perdomo, se quejó
inmediatamente a los
inquisidores, exponiendo cómo «los
costos que al presente tiene el comisario son
exorbitantes, en tal manera que hace a su costa» la fiesta de San Pedro Mártir, todos los sermones
de los edictos («alquilando caballos y pagando
negros que tocan las caxas y al
pregonero»), cuidando y a veces
alimentando a los presos que
de toda la isla
se enviaban al Tribunal; por lo que
pidió seguir cobrando los cuatro
ducados que percibía, que según aducía no gravaban a
los mercaderes, puesto que
estaban incluidos en el flete y los
pagaban los maestres.
La inexistencia de otro tipo de
retribuciones para comisarios, notarios o alguaciles del Santo Oficio obligó a mantener el cobro de
derechos por las visitas de
navíos, a pesar de todo. En 1768
se examinó la cuestión en
una Junta compuesta por ministros
de varios Consejos, pero, aunque se reconocía «que sería conveniente hacer de valde (...),
pª q. a
los ojos de
los protestantes no se
equivocase el celo de la
religión con el interés», no se dio
con ninguna fórmula alternativa,
acordándose que, en tanto que se
estudiaba y fijaba «la moderada
dotación, que puedan merecer los ministros por
estas diligencias, para consignarlas
en fondos destinados para la
Inquisición», se continuaría con los
derechos establecidos77. «La
exacción de estos derechos es la
piedra del escándalo para los comerciantes y sería muy útil el que
se quitase, si por
otra parte se pudiera dotar
a los
minis tros», se repetía en 1802, pero nunca se estableció otro sistema de remuneración78.
La resistencia a
pagar los derechos de la
visita inquisitorial se había
generalizado, quejándose los
inquisidores de que los comerciantes protestasen de tener que
satisfacer lo correspondiente a
las visitas de fe,
mientras que pagaban tranquilamente
la visita de la
Junta de Sanidad y los derechos del
Juzgado de Guerra, del Consulado
y los
de Puerto o Anclaje, pagados al capitán de
mar. Desde el puerto de Santa Cruz de
Tenerife escribía su comisario
en 1794
cómo «cada día tenían más
repugnancia estos naturales a la visita de
Inquisición»79; y a esa carta
antecedían, y sucedían, otras en
las que se
referían numerosos incidentes con
barcos españoles, procedentes tanto de
la Península como de América,
que se
negaban a pasar la visita o
a pagar los derechos, invocando
el Reglamento de 1778
sobre libertad de comercio
con Indias y aduciendo que ya
no se pagaba
en otras partes, lo que
desde luego no era cierto, al
menos de modo general80. Según
los inquisidores, la oposición a
las visitas había comenzado en
1787 en el Puerto de
la Cruz, donde, por
instancias de varios
comerciantes, los oficiales de
la aduana quisieron impedir que
el comisario visitase las
mercancías que a ella
se llevaban; y después había continuado en Santa Cruz, de modo que, habiendo recurrido al rey los
comerciantes o el
Administrador General de aduanas,
se dispuso que la Inquisición no registrase los géneros desembarcados, sino que se le avisase solamente en caso de
que llegasen estampas, pinturas
o cosas contra la religión. El
momento, sin embargo, era muy delicado, por los
sucesos de Francia y el temor a
su contagio, de modo tal
que el Santo Oficio logró en 1790
un real decreto que
volvía las cosas a
la situación anterior, previniéndose al Administrador General
de Canarias que no
impidiese los registros, y
haciéndose extensiva tal providencia
a las
aduanas peninsulares81. Según
los inquisidores, los administradores de aduanas protegían a los
comerciantes y se oponían a los
registros «porque de este modo no
se podían componer con los contrabandistas». El Consejo reiteró al Tribunal la
advertencia de que se extremase el celo en
las visitas, a la
búsqueda de libros prohibidos, y
el Tribunal circulaba las instrucciones
a sus comisarios, sin que
cesase la resistencia de los
comerciantes, siempre con el apoyo de
los administradores de rentas «y ministros de la
Comandancia General, que todos
tienen en esto su utilidad». En el
último lustro del siglo XVIII,
la resistencia de los cónsules y de los
capitanes de los buques corsarios franceses a que la Inquisición registrase los efectos de
las presas mercantes que traían iba
más allá de las
conveniencias materiales, para adoptar la forma de
una repugnancia de raíz
ideológica. Su negativa, en Santa Cruz
de La
Palma, la acompañaron «con befa y escándalo, de que
se rieron, y gustaron mucho
algunos libertinos de aquella ciudad»82.
La última indicación que tenemos sobre el cobro de los
derechos de las visitas de
navíos es de 1810, de
La Palma y de Santa Cruz de Tenerife. Aunque no sin
problemas, las visitas se seguían
haciendo, percibiéndose las tasas correspondientes83. No sabemos si después
de la restauración de la Inquisición, en 1814, continuaron las visitas. La
más tardía referencia a las mismas es de
1819: el comisario de Lanzarote escribía «que en esta isla no
está en práctica que el Santo Oficio visite los buques extranjeros o que no
siéndolo vengan aquí»84.
Las actas de
las visitas de navíos constituyen, sin duda, una fuente valiosa para la historia del
comercio y de la navegación (dimensiones éstas que no
vamos a desarrollar aquí). El
conocimiento de los puertos de
salida y de llegada de los
barcos, y en su caso de los
días de navegación, resulta
fundamental, aunque hay que hacer la
reserva de que a
veces, como se ha indicado, las embarcaciones se dirigen a un puerto distinto del de la
visita. La indicación de
los consignatarios a quienes van
destinados es otro dato
importante, que debe ser puesto en
relación con informaciones de
otra naturaleza, singularmente la
procedente de documentos
notariales. Gracias a aquellas
indicaciones, y a otras varias fuentes, pudo Steckley —el primero que
utilizó las visitas de navíos
canarias— hacer una relación de
comerciantes ingleses que
operaban en el Archipiélago,
aunque él mismo ad- vierte que en algunos casos no resulta claro si los consignatarios eran efectivamente residentes
en las
islas o se trataba de sobre-
cargos que venían a bordo85. A partir de esa
base documental puede conjeturarse la
importancia relativa de unos
u otros comerciantes, así como establecer años de estancia de
los mismos en las
Islas, lo que sirve
para el estudio de las
comunidades extranjeras. Naturalmente, es necesario no
confundir el número de
extranjeros que pueden llegar a
aparecer mencionados en un período
de tiempo largo (la relación de
Steckley abarca los años 1600-1730) con
los existentes en un
momento dado. Los nombres de
los capitanes de los
barcos llevan aparejada a menudo,
además de su nacionalidad, la indicación de
su relación con determinados armadores que han enviado los cargamentos embarcados, cuando no son
ellos mismos propietarios o
copropietarios del barco, e incluso encargados de la venta de
las mercancías, que en ocasiones les
pertenecen, en todo o en parte.
La repetición, en años sucesivos, de los
mismos nombres indica una vinculación con la
ruta de las islas, con
el consiguiente conocimiento de vientos, puertos y contactos.
Normalmente es genérica la
indicación de la carga de
los navíos, sin que se
precisen cantidades o valores;
pero en algunas ocasiones se
detalla, lo que puede dar una idea del cargamento medio de los
navíos, siempre teniendo en
cuenta su tonelaje y la naturaleza de
su carga. Desde luego, la información de tipo cualitativo —de la que
otros autores se han ocupado86— es por
sí misma valiosa y significativa, lo que
podría complementarse con la
distinción entre la carga llevada a uno u otro puerto y la
evolución del tipo de carga, según las coyunturas.
Lo que
no puede hacerse es intentar reconstruir el tráfico marítimo de Canarias con
el exterior a partir sólo de las visitas
de navíos. En primer lugar, por las
pérdidas documentales. Aunque
las visitas que se
conservan en el archivo de El
Museo Canario son casi el doble de
las que se
habían ofrecido en trabajos anteriores
—hemos leído 1421, frente a
las 731 que
suman las cifras de Torres Santana, González de Chávez y Brito87—, las lagunas siguen siendo
enormes. Tenemos la evidencia de que hubo visitas que no se
conservan a partir de las referencias que a ellas se hacen en
un buen número de documentos, sobre todo los que
tratan de los conflictos jurisdiccionales de que
se ha hecho mención88. Pero
hay indicaciones más directas y
precisas: en 1796 manifestaba al Tribunal el comisario de Santa Cruz que el más antiguo libro de visitas de
navíos que había en la
comisaría comenzaba en 1756, y
que desde entonces hasta la fecha del
informe habían sido visitadas
197 embarcaciones89. Tal comunicación resulta para nosotros de un
enorme interés, por los datos que contiene y por lo
que de ella
se desprende. Viene a decirnos, en primer lugar, que las
visitas se registraban en libros
existentes a tal efecto, pero que ya
no se conservaban en la comisaría los de
épocas anteriores, si es que
los hubo (los comisarios disponían, realmente, de pocos papeles, que heredaban sus sucesores en
el cargo). La cifra de 197
visitas en unos cuarenta años
—una media de cinco por año— constituye la única estimación presuntamente exacta de las
realizadas en un determinado puerto en un
período de tiempo algo largo. Si
consideramos que hoy sólo
se conserva el acta de
una visita realizada en Santa
Cruz en la segunda mitad del siglo
XVIII, queda más que de
manifiesto la distancia que media entre las que
hubo y las que conocemos. Podemos preguntarnos si las actas continua- ban enviándose por entonces al
Tribunal, y allí se perdieron, o se quedaban en
la comisaría. Lo probable es
que no fuesen remitidas, pues sólo esta hipótesis permite explicar que se conserven
las de Las
Palmas, y no las realizadas en
otros puertos (de144 visitas
conservadas de la segunda mitad del Setecientos, 140 se hicieron en Las
Palmas). No parece que las
actas fuesen para el Santo Oficio una documentación valiosa, que importara mucho guardar después del acto mismo de
la visita, si las
comparamos con otro tipo de documentos inquisitoriales. Y, si bien los
comisarios —al menos, antes de mediados del
XVIII— las enviaban a
Las Palmas, no conocemos instrucciones al respecto. Si alguna anotación sugiere
que se debían enviar al final del año90, y
algunas aparecen agrupadas en
cuadernos, otras muchas se remitían
—según consta de las cartas— sin
una periodicidad determinada, y hasta hay momentos en
que el Tribunal no
parece haber recibido las visitas
realizadas91.
Aún sin
contar con evidencias de la
pérdida de documentos tan claras
como las más arriba expuestas, es necesario rechazar las
cifras que se desprenden de
las actas conservadas cuando vienen a resultar inverosímiles, por cuanto chocan con otro tipo de
datos o de hechos. De
ese modo, si sabemos que
un número determinado de pipas de vino
fueron exportadas desde Tenerife en
ciertos años, al menos como
media, no es posible aceptar que el
número de barcos recibidos fuese
tan reducido que su capacidad de
carga estuviese muy por debajo de la necesaria para exportar tales cantidades
de caldos. Así, la
disminución —aparente— de
las visitas en períodos como el de la década
de 1680 hay
que atribuirla a las pérdidas documentales, y no a fluctuaciones en el
tráfico, que otras fuentes
desmienten.
Podemos decir de las
visitas conservadas que lo
son todas las que están, pero no están todas las que
fueron. ¿Se puede hacer una
estimación de la proporción de
las pérdidas?. Desde luego,
no, ni
siquiera con aproximación, para
el conjunto de los años estudiados y para el total de los
puertos. Sólo podríamos
aventurar, para algunos años —muy pocos— y algunos lugares, que las actas conservadas corresponden a todas o
casi todas las visitas
efectivamente realizadas. Por
ejemplo, podemos suponer eso de
las veintinueve actas de visitas hechas en 1722
en el Puerto de la Orotava, porque están registradas en orden cronológico en un cuadernillo enviado al Tribunal al
finalizar el año92, y no en hojas
sueltas como la inmensa mayoría. Y,
sensu contrario, nos es dado conocer
el alcance de las
visitas perdidas cuando contrastamos las
relaciones de barcos que salieron de
Inglaterra rumbo a Canarias,
en la
flota del vino, con las
de los que
aparecen como visitados por el Santo Oficio. Así, nos
es conocida la lista de
los 31 barcos que
zarparon de Gran Bretaña a finales
de 1693, que sumaban algo
más de 4.000 toneladas y traían 412 hombres de
tripulación93; pero sólo tenemos
once actas de visitas realizadas en
Tenerife en enero de 1694, cuando esa flota arribó. De igual manera, conocemos la
composición de los 33 barcos de
la flota de 1692, que
llevaron a Inglaterra 8.097 pipas
de vino94; 19 de
los cuales aparecen como
visitados en el Puerto de La
Orotava en enero de ese
año. En un Memorial de los Canary Merchants al Board of
Trade and Plantation, posiblemente de
comienzos de la década de
1690, se solicitaban cuatro
barcos de guerra para la protección del convoy que
había de zarpar hacia Canarias con un
número de barcos de entre
30 y 40 y con unos 600 hombres95. Ésa debió de ser la
magnitud de la flota del
vino en los
buenos tiempos, como se recordaba por
el comisario de La
Orotava muchos años después96; y como exigía el volumen de la
cosecha exportada97.
Para la primera mitad del siglo
XVII, en que
el número de visitas conservadas
es muy inferior, resulta tanto más
arriesgado extraer conclusiones a partir de
las mismas. La posibilidad, rara en Canarias, de
utilizar fuentes de carácter
fiscal, las más fiables cuando existen, nos
permitió establecer una relación, indudablemente no exhaustiva, de 69 barcos llegados a Tenerife en los
años de 1625 a 1630, cuando las actas conservadas para esa isla y
ese período son sólo
cuatro98.
La existencia, para algunos años, de un
número relativamente elevado de actas conservadas permite estudiar —lo
que no
se había observado— su
estacionalidad. En ese sentido, el
Puerto de La Orotava ofrece un tráfico concentrado en determinados meses del año, los
de finales de otoño y principios del invierno. No
es de despreciar ese hecho, por
cuanto verosímilmente marcaba unos ritmos en la actividad de distintos sectores económicos y profesionales: barqueros, toneleros,
taberneros, transportistas de distinto
tipo, comerciantes, tenderos... La
llegada de la flota del vino
debió de animar la vida
del Puerto de la
Cruz de un modo comparable,
salvando las distancias, a lo que
sucedía con las de
Indias en los puertos americanos.
A la pérdida documental tendríamos que añadir el
encubrimiento y el fraude, en
momentos de guerra, a la hora de consignar la procedencia y la nacionalidad de barcos y tripulaciones, así como otros extremos. No nos extenderemos en esta cuestión, sobre lo
que se ha escrito y a cuyo estudio
nosotros mismos hemos contribuido. En
las últimas décadas del siglo
XVI venían barcos holandeses e
ingleses bajo las fingidas identidades
de bretones, flamencos, escoceses o
alemanes99; los holandeses continuaban
en 1606
su comercio con Canarias «en
voz y nombre de alemanes
y ingleses», según los
inquisidores, quienes expresaban su escepticismo acerca de las
visitas que debían hacer las justicias ordinarias, e incluso dudaban
de la
eficacia de las visitas de
la Inquisición, «por venir tan prevenidos de lo que
han de responder y decir»100; en los
años de 1625-1630, decenas
de navíos ingleses y holandeses vinieron
haciéndose pasar por alemanes, flamencos
o franceses; después de 1648 llegaron barcos franceses bajo pabellón
holandés101; y durante la Guerra de Sucesión española, y otra vez en 1719, los
ingleses se presentaban —es lo
que recogen las actas de las
visitas— como suecos o daneses102.
Otra cuestión que hay
que tener en cuenta además del número de
barcos, si queremos aproximarnos a una evaluación de la magnitud de
los intercambios, es el tonelaje
medio de los mismos, que parece evidente que disminuye desde las primeras décadas del siglo
XVIII, al hundirse la exportación
vinícola. Como muestra singular, 27
barcos llegados en 1691 al
Puerto de La Orotava cuyo porte
consta sumaban 3415 toneladas (126 de media), mientras que un
número idéntico, en el mismo
puerto, en 1722, totalizaban 1803
(una media de 66).
¿Fueron las visitas realmente eficaces, en orden a impedir la entrada de libros, imágenes u objetos prohibidos, lo
que constituía el objeto y la
justificación de su existencia? A juzgar por la pobrísima cosecha recogida, hay que
decir que no; aunque siempre es
posible considerar los efectos
disuasorios, imposibles de medir, que
podía tener la existencia de una barrera de control. Conviene repasar el
modo en que las
inspecciones se hacían, para
juzgar cómo funcionó de hecho el sistema.
El primer reconocimiento debía hacerse a bordo del
navío, como hemos dicho, registrando
a fondo baúles y equipajes. Nada prohibido se encontró nunca, pues los libros registrados fueron obras religiosas
ortodoxas, alguna lectura de placer
lícita y los libros propios de la navegación. Pero hay que
decir que las visitas a bordo
de los
barcos empezaron a hacerse raras desde
principios del siglo XVII. En
los puertos de Garachico y de La Orotava, desde al menos 1606
se hacían en tierra, «por nueva orden de la sala del
Santo Oficio», por estar los navíos lejos,
en el surgidero103. En otros puertos también dejaron de hacerse a bordo, al menos con
regularidad, por diferentes
motivos y pretextos104. En 1653,
en ocasión de un
choque con los oidores, negaban los inquisidores causar molestias a los
navíos, porque nunca se entraba
en ellos, «sino que
en una iglesia que está en el
puerto hacen la visita examinando
tres personas del dicho navío, y sin
hacer otra diligencia ni ver mercadería se
vuelven»105.
El Tribunal se
quejó en varias ocasiones de que
gobernadores o corregidores
permitían que los extranjeros tuviesen trato y comercio
con los
vecinos antes de que se
hubiese realizado la visita de
fe, con el consiguiente riesgo
de introducción de cosas prohibidas. Pero estas protestas
hay que
situarlas en el marco de
los conflictos mencionados.
En un
informe de 1667, dando respuesta
a un
requerimiento del Consejo
dirigido a los tribunales costeros, los inquisidores exponían tranquilamente cómo
en Santa Cruz de Tenerife los
capitanes y sus tripulaciones
circulaban libremente por el pueblo,
mientras esperaban que bajasen de
La Laguna para las diversas visitas; y que «no
les registran las faltriqueras ni los senos,
porque no está en estilo
y fuera de grande escándalo»106.
A mediados del siglo
XVIII se intentó por la Inquisición volver al procedimiento primitivo, supuestamente vigente. Una
carta acordada del Consejo de 26 de
noviembre de 1746 exigía que
las visitas se hiciesen con todo rigor, y así lo comunicó el Tribunal a los comisarios de
todos los puertos, advirtiéndoles
de que
tomaría medidas, «de no executarlo como se manda, valiéndose para ello de
la corruptela que han practicado hasta aquí por huir del trabajo»107. Pero en seguida comenzaron las quejas de los
comisarios, exponiendo lo
peligroso que resultaban las visitas
a bordo, las dificultades para
realizarlas, por la falta de
colaboración de los capitanes, y finalmente la oposición del
Comandante General y de los cónsules. En
1755, a la vista de ello, el Tribunal ordenó suspender la ejecución de
las nuevas órdenes108.
Ya en
1687 el fiscal del
Tribunal había pedido la
supresión de las visitas, pues, «como al presente se hacen
(...), no sirve
para el fin de
este Santo Oficio (...) conservando las de las aduanas sin
estipendio alguno, que es donde se
reconoce con certeza si se
introducen o no cosas prohibidas»109.
La visita en
la aduana de las mercancías desembarcadas era, en efecto, el
otro filtro, éste sí que
duradero, pues se mantuvo hasta
finales del Antiguo Régimen, por el que
había que pasar. No sólo
los oficiales inquisitoriales
vigilaban para evitar la introducción
de lo prohibido, sino que los
ministros de las distintas
jurisdicciones, lo mismo que los
almojarifes, tenían la obligación
de estar atentos y de dar
cuenta, si algo hallaban, al Santo Oficio. Algunos datos
tenemos acerca de libros u otros objetos interceptados, pero en conjunto son
muy pocos110. Desde luego, hay
que tener en cuenta que, cuando se encontraban libros que decían los
extranjeros que eran para
su uso, lo normal, al
menos después de 1604, es que
se les devolviera111, y quizás de
esto no quedaba siempre
constancia documental, a pesar de
la obligación de registrarlos ante el Santo Oficio112.
La visita de
las mercancías en la aduana era
a menudo poco rigurosa. Según un
informe del inquisidor del año 1600, la ropa se acostumbraba inspeccionar abriendo los fardos «por las cabezas», por
lo que, para que no creyeran los
extranjeros que ésa era «regla infalible», indicaba a los
comisarios que se podría a veces hacer que
se abrieran
«más extendidamente», sin hacer
molestia a los extranjeros113. Los inquisidores se quejaban en 1620 de
que era imposible controlar la entrada de
libros y papeles mientras las
visitas se hicieran como se estaban haciendo por «los
gobiernos destas islas», por
no hacerse las visitas dentro de
los barcos «y a un
mismo tiempo por los ministros del Santo Oficio y diputados
de la
salud y la guerra y abrirles de
cuando en cuando los baúles y
fardos en la aduana». Parece, pues, que esto no
se hacía114.
Otra cosa a añadir era
la entrada frecuente de mercancías de
contrabando, sin pasar por las
aduanas; y, aunque pasasen por la
aduana, esto no significa
que se
registrasen, o que se registrasen bien115. Por más que
el objetivo de esas acciones no fuese otro, en la
inmensa mayoría de los casos, que
el del beneficio económico, el Santo Oficio las perseguía con
el argumento de que
podían dar lugar a la introducción de libros prohi- bidos116.
En 1677
daban cuenta los inquisidores
canarios de la introducción en las
islas, por los ingleses, de
gran número de cajetillas de
acero para tabaco, algunas de
las cuales tenían inscripta por
orden del Tribunal, en las
casas de los mercaderes extranjeros del lugar
se encontró un buen número
de libros, algunos de los
cuales habían sido registrados, y
ciones en inglés o en
latín contrarias al Papa117. Los
inquisidores manifestaban sus
temores y su impotencia, porque los ingleses tenían arrendadas, aunque por personas interpuestas, las aduanas
de las Islas, y por
ello no se
podía confiar en los guardas de
las mismas; pues, «viviendo estas personas
de los gajes que
llevan de los ingleses por
su ocupación, se hace muy creíble que
con orden suya pasarán sin visitarse los
fardos, cajones, cajas y baúles
en que
quieran introducir libros herejes y otras cualesquier cosas perjudiciales a nuestra santa fee cathólica».
Un caso, ciertamente singular, nos permitirá concluir que la eficacia
de las medidas de
control era poca. En 1680
los inquisidores amonestaron al
comisario de La Orotava porque, sin él
saberlo, John Pendarby, mercader
inglés en el Puerto, había ido trayendo libros hasta formar una biblioteca
de más de 500
volúmenes, entre ellos Biblias en romance, que
algunos canarios habían visto118. Le
ordenaron visitar la casa y
recoger todos los libros que en
ella hallase y llevarlos al
convento de Santo Domingo, para
examinarlos. La biblioteca,
realmente magnífica, contenía clásicos griegos y latinos, y libros de muy variadas materias en inglés, francés, holandés, italiano y
español, incluyendo de literatura
(Lope, Guzmán de Alfarache, Saavedra, Quevedo, Góngora,
Santa Teresa). Había obras de Erasmo, libros de filosofía, medicina, cirugía, matemáticas, naútica, mapas,
comercio, de historia, de viajes, gramáticas y vocabularios, de arte militar, etc. De
todos ellos, el comisario y los
religiosos que los examinaron sólo marcaron quince como peligrosos, mandándose señalarlos y
devolvérselos todos a su
propietario. John Pendarby, que era socio de
Samuel Swan, murió en las Islas. Quizás su biblioteca, o parte de ella,
la heredara Swan, quien quince años más tarde, y ya muerto Pendarby,
poseía la mayor colección de libros del
Puerto de la Cruz, según
las fuentes inquisitoriales.
Las actas de
las visitas experimentan una
evolución formal, que expresa los cambios en
las preocupaciones y objetivos
del Santo Oficio. En el siglo
XVI y principios del XVII
dominan las preguntas de carácter
religioso, de modo tal que a
menudo fal tan tras indicaciones como la carga de los
navíos, su armamento y el tiempo de navegación. Se atiende más, por el contrario, a quiénes son sus
tripulantes, incluso dando sus
nombres, o al menos los de una parte de
ellos, y desde luego
preguntándose por sus creencias, sus prácticas y su comportamiento en asuntos de
religión. No faltan, con todo, respuestas estereotipadas a preguntas estereotipadas, inverosímiles en ocasiones, como cuando se dice que
todos son católicos en el lugar de
procedencia, contra toda
evidencia. Las cuestiones de contenido religioso van disminuyendo después, hasta el punto de que
se reducen a la pregunta,
mecánica, de si traen imágenes o libros
prohibidos, y a advertir que al saltar a tierra se comporten con
corrección. Finalmente, en el
siglo XVIII se reducirá todo a preguntar por los libros, imágenes o estampas. El
procedimiento se simplificó también, pues, de
hacer comparecer a tres personas —normalmente— de
cada navío, en el siglo XVIII
se pasa a tomar declaración sólo
a una, generalmente el capitán.
El control de
los puertos y de las
relaciones marítimas constituyó para la
Inquisición un asunto de tanta importancia, que creemos poder afirmar
que la
red de sus
ministros se fue constituyendo,
en buena medida, respondiendo a la
necesidad de tener agentes autorizados en los
puertos principales. En el caso
de Las
Palmas, los visitadores eran
religiosos, por lo general de los que
servían de algún modo a la
Inquisición, que recibían una
comisión temporal. En otros puertos también
hubo oficiales nombrados ex profeso para
las visitas de navíos. En
Tenerife, hacia 1580 realizaban
las visitas en el puerto de
Garachico personas comisionadas a
ese solo efecto, en
un momento en que la
isla tenía un único comisario, residente en La
Laguna. Poco más tarde se nombró
ya en
aquel puerto un comisario
permanente del Santo Oficio, antes
de que
lo tuviese La Orotava. El comisario y otros oficiales
de La
Laguna bajaban a Santa Cruz para realizar las visitas de
navíos, cuando eran avisados. Ello exigía la existencia de
personas encargadas de
reconocer los navíos extranjeros
que llegasen al puerto e
impedir que nadie comunicase con ellos
hasta que fuesen visitados
por el comisa- rio119. Más tarde se nombró un visitador de
los navíos, no siempre
en buenas relaciones con el comisario de La Laguna, del que dependía120. Finalmente, desde el último
cuarto del siglo XVII
tendrá Santa Cruz un comisario,
como correspondía a un lugar cuya importancia iba a
en seguida a crecer, en
detrimento de La Laguna. Por lo
que respecta al Puerto de
la Cruz, siempre dependió
del lugar y luego villa de La Orotava, no
sin que se extendiesen sus deseos de
independencia a la aspiración de tener
un comisario propio. En varios momentos del siglo
XVIII hubo quejas por parte
de los
comerciantes del Puerto por los supuestos perjuicios que les causaba, para el rápido despacho de
sus mercancías, el hecho de que el
comisario residiese en la villa.
En 1765 recurrieron al Consejo de
la Inquisición, y éste ordenó al Tribunal nombrar a D. Joseph Peraza
y Socas, presbítero residente en el Puerto, para que, en ausencia del
comisario, D. Ignacio Hernández
del Alamo, hiciese las visitas de
navíos, sin la obligación de
que a este
fin le pasase aviso alguno. Sin duda los comerciantes habían sugerido al Consejo el
nombre de Peraza. El comisario titular
reaccionó exponiendo al Tribunal, con abundancia de
argumentos y de testimonios,
tomados casi todos a notables vecinos
de la
Villa, cómo no se
seguía ningún daño para el
comercio del hecho de que
el comisario residiese en La
Orotava. Peraza, que al parecer era
bastante condescendiente a
la hora de las
visitas, estaba emparentado con
la casa Commins, cuyo apoyo
tenía, lo mismo que el
de los Cologan, Madan y otros. En un
Memorial dirigido al Consejo, los
comerciantes no se contentaban ya con
la providencia del sustituto, sino que aspiraban a
que se pusiera en
el Puerto un comisario en propiedad. Pero el asunto se había convertido en un
problema «constitucional».
Los de
La Orotava invocaban la R.C. de 28
de noviembre de 1648, «que es
la de la
creacion de dha villa», por cuanto, a su
tenor, debía haber en ella, entre otros cargos y magistraturas, un comisario del
Santo Oficio. El Tribunal
recomendó al Consejo retirar la comisión dada a Peraza, por cuanto
convenía fortalecer la autoridad
y dignidad del comisario, y a
la muerte de éste
en 1767 propuso una solución salomónica: atendiendo
la petición de los
comerciantes, y al mismo tiempo
a que
«los vecinos de la
Villa no se
resientan de que se
les dismembra aquella comisaria»,
el comisario sería de la
Villa, pero residiría en el
Puerto121.
Notas:
1 Archivo Histórico
Nacional (A.H.N.), Inquisición (Inq.),
lib. 248, f. 88.
Acerca de su envío a
las autoridades canarias, ver A.
RUMEU DE ARMAS, Canarias y el Atlántico. Piraterías y
ataques navales contra las islas Canarias, Madrid, 19912, t.
I, p. 318.
2 J. PARDO
TOMÁS, Ciencia y
censura. La Inquisición española y
los libros científicos en los
siglos XVI y
XVII, Madrid, C.S.I.C., 1991, p. 30.
En el Apéndice reproduce (pp.
370-372) la Instrucción (A.H.N., Inq.
lib. 1259, ff. 194v-195v),
cuyo original no
hemos consultado, pero que
nos suscita ciertas dudas, por
cuanto en la misma aparecen algunos puntos que
no pueden ser anteriores al
siglo XVII: «vajeles de
ingleses y escoceses vasallos del
Rey de Inglaterra...».
3 H. Ch.
LEA, Historia de la
Inquisición española,
Madrid, F.U.E., 1983, t. III, pp. 320-330;
J. CONTRERAS, El Santo Oficio de la Inquisición de Galicia
(poder, sociedad y cultura). 1560-1700,
Madrid, Akal, 1982, pp.
151-156, y de nuevo en
J. PÉREZ VILLANUEVA
y B. ESCANDELL BONNET (dirs.), Historia de
la Inquisición en España y
América, Madrid, B.A.C., 1984, t.
I, pp. 760-
763; J. PARDO
TOMÁS, op. cit.,
pp. 29-33.
4 E. TORRES SANTANA, «Visitas de
navíos extranjeros en Canarias
duran- te el siglo
XVII», V C.H.C.A. (1980), Las
Palmas, 1982, t. IV,
pp. 427-454; J. GONZÁLEZ
DE CHÁVEZ MENÉNDEZ, «Las visitas de
navíos en el tribunal de la Inquisición de Canarias.
Siglo XVIII», VII C.H.C.A. (1984), Las
Palmas,
1986, t. II, pp.
713-732; A. BRITO GONZÁLEZ,
«Visitas de navío en
el Tribu- nal de la Inquisición de Canarias en
el siglo XVI»,
Vegueta, núm. 3 (1997-
1998), pp. 89-100.
5 Santa Cruz de
La Palma, 9-X-1570, Archivo del
Museo Canario
(A.M.C.), Inquisición
(Inq.), CLXIX-28. A. BRITO
GONZÁLEZ, op. cit., p.
90, escribe que la primera
visita de la que
hay constancia en Canarias es
la realizada en Santa Cruz de
Tenerife el 17-VI-1564, pero creemos
que esa visita tuvo lugar,
en realidad, en 1574, A.M.C., Inq., 12-33.
6 A.H.N., Inq.,
lib. 577, carta del
Consejo al Tribunal (C/T) de
23-I-1571.
7 Por R.C.
de 15-I-1576 se recordaba al
obispo de Canarias que tocaba al
inquisidor de Canarias y a
sus comisarios visitar los navíos extranjeros, como estaba ordenado, «e aora somos informados (...) se
lo aveis impedido y impedis, sobre lo qual
aveis procedido con censuras contra los que
ve- nían en los dichos navíos, mandándoles so graves penas que no
obedescan el mandamiento de dicho Inquisidor...», en A.H.N., Inq., leg. 2367, carta de T/C 7-IV-1620.
8 RUMEU, op. cit.,
t. I, p.
319.
9 L. A. ANAYA HERNÁNDEZ y F.
FAJARDO SPÍNOLA, «Oposición a
la Inqui- sición, conflictos y
abusos de poder a fines del
siglo XVI (las
visitas de ins- pección a la
Inquisición canaria)», en El
Museo Canario, 1985-1987, Ho- menaje a
don José Miguel Alzola, pp. 217-235.
10 A.M.C., Inq., CLXXI-17.
11 A.H.N.,
Inq., leg. 1833-30,
f. 69.
12 A.H.N., Inq., lib.
578, f. 377,
carta C/T de 10-III-1576.
13 A.H.N., Inq., leg.
2363, carta T/C de
4-VIII-1576.
14 A.M.C.,
Inq., CXXXVIII-7 y 26.
15 Ibidem.
16 A.H.N., Inq., lib. 580, carta C/T
de 7 de
junio de 1581.
17 A.H.N., Inq., leg.
2364.
18 A.M.C.,
Inq., CLXVIII-47.
19 La Suprema reiteraba la R.C.
de 8 de
agosto de 1576, y lo que se había ordenado por cartas de 7-VI-1581,
23-IX-1593 y 26-I-1594.
A.H.N., Inq., lib. 582, carta C/T
de 8 de
agosto de 1594.
20 A.M.C., Inq., IX-18.
21 A.H.N.,
Inq., leg. 2366.
22 A.M.C., Inq., hojas sueltas núm. 4, 16.
«Autos hechos para informar a la
magd. del Rey nro. Sor. y SSrs. de sus
supremos consejos Rl. y de la Sta
Inquon. en la razon de
la costumbre de visitar por la salud los
navíos y de lo sucedido en la
visita del navío francés...».
23 Ibidem.
24 A.M.C., Inq., hojas sueltas núm. 4.
25 A.M.C., Inq.,
XIII-24. Proceso criminal.
26 A.M.C.,
Inq., CXXXI-29 y LXXVI-14.
27 A.M.C.,
Inq., LXXV-2.
28 A.M.C., Inq., CVIII-24. Ciertamente, había precedentes
de lo contrario,
pero, por lo que sabemos, tal práctica
siempre había sido contestada por
el Santo
Oficio: así, en Garachico, en
1655, en la visita de
un navío holandés. A.M.C., Inq.,
LII-6.
29 A.M.C., Inq., XIII-24.
30 Auto del
Tribunal notificando al
corregidor de Gran Canaria, don
Miguel de Chaporta Meseta, «q. en
adelante las visitas de salud q.
le toca hacer como a tal
corregidor las haga, como sus predecesores, en el
Puerto, sin dar lugar ni consentir q.
los q. han de
ser visitados vengan a aserlo a
la ciudad». 29-VIII-1669. A.M.C., Inq., CLXII-12.
31 A.M.C.,
Inq., LXXV-2.
32 A.M.C., Inq.,
CXXVIII-12 A. Así era
en 1744.
33 A.H.N., Inq., leg.
2391.
34 A.M.C.,
Inq., CVI-34 (1596), VII-3 (1608),
CXXXVI-11, LII-1 (1631);
prisión del
almojarife de La Palma (1632), hojas sueltas núm. 4; CLXXVII-
66 (1681);
CLXI-25 (1706); XLVIII-1 (1728).
35 A.M.C.,
Inq., XI-33 (1650), CXLVIII-26 (1651), CLXXVII-66 (1668), CLXVI-1 (1681).
36 A.M.C.,
Inq., XXXVIII-38.
37 Según se probó en
la visita de inspección del Dr.
Claudio de la Cue- va,
en 1596, A.H.N., Inq., leg.
1832 núm. 7.
38 A.M.C., LXXVIII-2, carta T/C
de 4-VII-1653, f. 33
y ss.
39 Vid. nota 15.
40 A.M.C., Inq., IX-18.
41 A.H.N.,
Inq., leg. 2366, carta
T/C de 18-IX-1604.
42 A.H.N.,
Inq., leg. 2374, carta
T/C de 3-VI-1667.
43 A.H.N.,
Inq., leg. 2374, año
1668.
44 A.M.C., Inq., doc. no catalogado, auto de 10-V-1669.
45 Por carta orden del Tribunal de
16-V-1707, por ejemplo, se
recordaba que, si el barco había sido ya visitado en otra isla,
«no deve, ni puede el comi- ssario llevarles derechos
por haverlos ya pagado», A.M.C., Inq., CLXXI-10.
46 El asunto
generó una considerable
documentación: A.M.C., Inq.,
CLXXVIII-76, CXVI-7, XXIII-10,
CLXXIV-71, CLXXV-117, CLXXVI-127,
CLXXVI-199.
47 A.M.C.,
Inq., CXXVIII-12 A.
48 A.M.C.,
Inq., CXXIX-11, circular de
3-IX-1717.
49 Ibidem. Esa
fue la
respuesta unánime de seis capitanes de
barcos de la Carrera de Indias: Cayetano Espinosa, Silvestre de
León, Pedro Milán, Ildefonso
García, Matías Carta y Simón Ravelo.
50 No se
pedían en Santa Cruz de Tenerife «aun cuando vayan para Cádiz u otros
puertos de España, para donde
ordinariamente se ofrece remitir pliegos
del Tribunal», A.M.C., Inq., IX-7
(1717).
51 En
1739 informaba el comisario de
Santa Cruz de que
ninguno de los navíos que zarpaban, cualquiera que fuese su
destino, sacaba licencia ni daba cuenta de su
viaje. Lo mismo decían el comisario de
La Palma y el de
La Orotava, añadiendo este último que
no tenía noticias de que
sus predecesores las hubiesen dado. Ibidem.
52 A.M.C.,
Inq., CXXVIII-12 A.
53 A.M.C.,
Inq., CLI-4.
54 A.M.C.,
Inq., CXXX-7 (1525); CLXXIX-75
(1551); II-55 (1734); CLXI-
42 (1756).
55 «...costumbre
inmemorial en Canaria de q.
todos los navíos y barcas q.
salgan (...) sea pª
otra isla o pª
España, lleven licencia del Santo
Oficio», A.M.C., Inq., CLXVIII-71 (1603).
56 A.M.C., Inq., CXXXV-12: proceso contra Luis Hernández
Borrallo, por haber partido sin licencia
del S.O., y contra Bernardino de San Juan, alcai- de de
la fortaleza de las
Isletas, por haberlo
dejado salir; CXLVI-33: con-
troversias en La Palma entre el comisario del
S.O. y el
teniente de gober- nador, sobre
despacho de una barca
para Tenerife (1591); CLXVI-31:
contra el alcaide de la
fortaleza de La Luz
(1626); CLXXIII-35: contra
el sargento mayor de Canaria (1666); XCI-19: contra el castellano
del castillo del Puer- to
de la Cruz (1738).
57 A.M.C., Inq.,
XXXI-8 (1593); 9-8 (1629); LXXV-34 (1737); CLIV-46 (1765).
58 «la demasía q.
ay en irse
los barcos sin licencia es
grande y si no se remedia con justas demostraciones la autoridad del
Tribunal quedará muy menoscabada», escribía en 1652
el comisario de La
Laguna, A.M.C., Inq., hojas
sueltas.
59 A.M.C.,
Inq., CLVII-31 (1655); CLXXVIII-177 (1655).
60 A.M.C.,
Inq., CLXXVII-77 y 78.
61 A.M.C.,
Inq., 5-78.
62 A.H.N., Inq., leg.
2366, carta T/C de 18-IX-1604.
63 A.H.N., Inq., lib.
585, carta C/T de
10-XI-1606.
64 A.H.N., Inq., leg. 2366,
carta T/C de
26-II-1607.
65 A.H.N., Inq., leg.
2366, carta T/C de
2-III-1612.
66 A.M.C.,
Inq., CLXIII-22. Los
ingleses debieron pagar al
comisario de La Laguna los 105
reales en que estaba tasada la información hecha por el comisario y escribano.
67 A.M.C., Inq., CLXXVI-32.
68 A.H.N.,
Inq., leg. 2371,
carta T/C de
11-XI-1648.
69 A.M.C.,
Inq., CXXX-12.
70 A.M.C., Inq., CXIX-15.
71 En efecto, en
1674 se puso preso en
el Puerto de la
Cruz a Juan
Theatton, hasta que
pagó. A.M.C., Inq., CLXXIV-70.
72 El Tribunal respaldó a su
comisario y defendió el cobro. A.H.N., Inq., leg. 2376, carta
T/C de 10-IX-1675.
73 A.M.C.,
Inq., I-2.
74 A.M.C.,
Inq., 5-75.
75 A.M.C.,
Inq., 5-79.
76 A.H.N., Inq., leg. 2377.
77 A.H.N., Inq., leg.
1833-30.
78 A.H.N., Inq., leg.
2391.
79 A.H.N., Inq., leg.
1833-30.
80 A.H.N., Inq., leg. 3735-45.
81 A.H.N., Inq., leg.
1833-30, fs. 70-71.
82 A.H.N., Inq., leg.
2391.
83 A.M.C.,
Inq., 5-78.
84 A.M.C.,
Inq., LXXV-9.
85 G.
STECKLEY, Trade at the
Canary Islands in the
Seventeenth Century, Chicago, 1972, pp.
238-251.
86 Particularmente,
E. TORRES SANTANA y J. GONZÁLEZ DE CHÁVEZ,
op. cit.
87 Ver nota 4.
88 En 1660
el comisario de
La Orotava amenazaba al
cónsul inglés Clerque, que se
oponía a las visitas, con
cobrarle a él los
derechos de «los doce o trece navíos que oy han
entrado». De ese año no
se conserva ningu- na visita.
A.M.C., Inq., CXIX-15.
89 A.H.N.,
Inq., 1833-30.
90 Así se supone
que se hace en La Orotava, hacia 1750. A.M.C., Inq., I-2.
91 Ante
una queja formulada por el
embajador inglés al Consejo
de Es- tado, por supuestos abusos
en el
curso de una visita, los inquisidores
debieron mandar a los comisarios de
Garachico y La Laguna que buscaran
y le enviaran el acta correspondiente, realizada un año antes.
A.H.N., Inq., leg. 2366, carta
T/C de 21-V-1607.
92 A.M.C.,
Inq., CLXV-40.
93 Public Record Office (P.R.O.),
Correspondence of the
Board of Trade, Colonial Office (C.O.) 388/2, f. 347.
La relación inglesa indica
el nombre de cada barco, su capitán, tonelaje y número de
tripulantes.
94 P.R.O.,
C.O., 388/2 f.
55; y C.O.
388/6, respectivamente.
95 P.R.O., C.O. 388/1, f.
267.
96 «En aquellos
tiempos (...) hasta quarenta llegaban a dicho puerto a un tiempo, con dos
convoyes», y había veinte o más casas de
mercaderes, A.H.N., Inq.,
leg. 2387, año 1767.
97 Vid. G.
STECKLEY, Tabla de importación
de vinos en Londres, op.
cit., p. 236.
98 Aparte de
los traslados hechos por
el Santo Oficio de
libros de almojarifazgo, hicimos
uso de
las visitas de salud realizadas por la Justicia y
Regimiento, conservadas en el Archivo Municipal de
La Laguna. F. FAJARDO
SPÍNOLA, «Comerciar con el
enemigo. Canarias y la guerra contra Inglaterra (1625-1630)», XIII C.H.C.-A. (1998), Las Palmas, 2000, pp. 1927-
1944 (edición
en CD-ROM).
99 W. THOMAS, «Contrabandistas flamencos en Canarias (1593-1597)», IX Coloquio de Historia Canario-Americana, Las Palmas, 1990, t. II,
pp. 55-92; F. FAJARDO
SPÍNOLA, «La Inquisición de las
Islas Canarias bajo Felipe II: contrabando, corso y herejía», V Reunión
Científica de la Asociación Espa-
ñola de
Historia Moderna (1998), Cádiz, 1999, vol. I,
pp. 447-453.
100 A.H.N.,
Inq., leg. 2366-1, carta
T/C de 30-V-1606.
101 F. FAJARDO
SPÍNOLA, «Guerra y contrabando
en las
islas Canarias en el siglo XVII»,
VII Reunión Científica de
la Fundación Española de Historia Moderna (3-6
de junio de 2002). En
prensa.
102 F. FAJARDO
SPÍNOLA, «La Guerra de Sucesión española y la
comuni- dad británica en
Canarias, el final de una
época», en A. BÉTHENCOURT MASSIEU, Felipe
V y el
Atlántico. III Centenario
del advenimiento de los
Borbones, Las Palmas,
2002, pp. 49-88.
103 A.H.N., Inq., leg.
2366.
104 En
Santa Cruz de Tenerife, en 1594, el
guarda del puerto conducía a una casa al
capitán, piloto y un pasajero,
y allí
los retenía, incomunicados, hasta
que llegaba desde La Laguna el
comisario, quien realizaba allí
la visita, A.M.C., Inq.,
CLXVIII-42; en el mismo lugar, en 1614, se
dice que se hará la
visita «si la mar
diese lugar», CLXXI-31; en
La Palma, hacia 1620, se hacían en
tierra, hojas sueltas, núm. 4,
16; en Las
Palmas, en 1624, el Dr. Baltasar
Fernández Castellanos, visitador, defendía haber desempeñado con celo
su oficio, embarcándose en
los navíos para hacer la visita, lo
que otros no hacían por temor
a marearse, A.H.N., Inq., leg. 2367.
105 A.M.C., Inq., LXXVIII-2, carta T/C
de 4-VII-1653, f. 33.
106 A.H.N., Inq., leg.
2374, carta T/C de
3-VI-1667.
107 A.M.C.,
Inq., CLXXVIII-77.
108 A.M.C., Inq., XLVI-5 y
XLV-33.
109 A.H.N.,
Inq., leg. 2377.
110 Libros en inglés en
Garachico en 1605 y 1606, A.M.C., Inq., CLXXV-
62 y CLI-35; espejos procedentes
de Holanda con imágenes obscenas, en Santa Cruz de
Tenerife, en 1723, Inq., 4-48;
libros ingleses en el
mismo puerto en 1725, uno de
ellos con estampas «injuriosas para el
Papa y la Iglesia católica»,
Inq., CXXIII-19.
111 A.H.N., Inq.,
leg. 2366, carta T/C de
27 de octubre de
1605, y A.M.C., Inq., CLXXV-62. otros no, A.M.C.,
Inq., vol. XX, 20
serie.
113 A.M.C., Inq., IX-18.
114 A.H.N.,
Inq., leg. 2367, carta
T/C de 26-VIII-1620.
115 F. FAJARDO
SPÍNOLA, «Comerciar con el
enemigo. Canarias y la gue- rra
contra Inglaterra (1625-1630)», op. cit.
116 Contra el almojarife del Puerto de
La Orotava, porque habiendo lle- gado dos barcas cargadas de ropa se
desembarcaron sin que nada entrase en la
aduana, 1631, A.M.C., Inq.,
CLXXVII-192; desembarco
nocturno, en Las Palmas, de
mercancías, 1637, Inq., CV-39;
mercancías entradas por Garachico
y desviadas al Puerto de
La Orotava sin pasar por la
aduana,
1643, Inq., XXIII-13;
en 1673
en Las Palmas, y
en 1676 en
Garachico, se dejaban pasar y
entregaban «a las partes» mercancías sin que
fuesen visitadas, Inq., CLXII-13.
112 En la
inspección que el comisario de
La Orotava realizó en 1645, 117
En una de ellas, recogida por el Santo Oficio, estaba grabada la figura del
papa, con su tiara, y,
vuelta la caja, el pontífice era un demonio, con una inscripción que rezaba: «Aeccletia perversa tenet faciem
diaboli». A.H.N., Inq., leg. 2376.
118 A.M.C., Inq.,
CXLVI-27, fs. 321 y ss.
119 Comisión
dada en
1616 a Juan de
Rocha, vecino de Santa Cruz, A.M.C., Inq., CLIV-42.
120 A.M.C., Inq., 9-15.
El Dr. D.
Cristóbal Bandama, comisario de La
Laguna, pide al Tribunal que el
Dr. Luis González Guirola,
beneficiado de Santa Cruz, no visite los navíos. 1673.
121 A.M.C., Inq.,
CXXXIV-16; A.H.N., Inq.,
leg. 2387.
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