lunes, 5 de octubre de 2015

LA VIGILANCIA DEL MAR: LA INQUISICIÓN CANARIA Y LAS VISITAS DE NAVÍOS






P O R FRANCISCO  FAJARDO  SPÍNOLA

EN  ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS

Una  R.C.  de  9 de  octubre de  1558  ordenaba a las  Justicias  y a los  comisarios del  Santo Oficio reconocer las  mercancías traídas  por  los  barcos que  llegasen a  puerto, para ver  si  venían libros prohibidos1. Éste fue  el  principio de  la  puesta en  marcha de  uno de  los  mecanismos de  control con   que   la  Inquisición contó hasta el final del  Antiguo Régimen, que  le permitió conocer  los  movimientos de  los  extranjeros, su  procedencia, la carga de  los  navíos, quiénes venían a  bordo, etc.  Su  conexión con  el descubrimiento de  los  núcleos protestantes de  Valladolid y Sevilla,  lo  mismo que  con  todas las  medidas de  cierre y «tibetanización» del  país parece evidente, aunque Pardo Tomás afirma que  desde 1553  ya había el Consejo establecido el modo de  realizar «la  Visita de  los  Vajeles que  vienen a los  puertos»2.

Las  visitas realizadas por  la Inquisición a los  navíos han sido muchas veces  nombradas, en  obras generales y particularmente en  las  que   tratan de  la  Inquisición, especialmente cuando se habla de  la impermeabilización de  las  fronteras frente a las  ideas foráneas y  a  su  principal  vehículo de  transmisión, los  libros. Pero han sido, sin  embargo, muy poco estudiadas. Apenas podemos encontrar algunas páginas dedicadas a  esta materia en autores como Lea,   Contreras y  el  mencionado Pardo Tomás3. Posiblemente sea  en  Canarias donde se  haya prestado mayor atención a  este   tema, sin  duda porque se  ha  conservado una documentación  —singularmente, las  actas de  las  visitas— que parece haber desaparecido de  otros lugares4. No  obstante lo cual creo que  no  está todo dicho, sino que  cabe, y hasta es  necesario,  intentar una mirada de  conjunto, desde el  XVI   al  XIX,  una sistematización del  modo en  que  las  visitas se hicieron, a lo largo  del  tiempo, una profundización en  los  conflictos y reacciones  que  suscitaron, así  como una reflexión acerca de  las  fuentes  mismas y sus  posibilidades de  utilización.

Inquisidores, comisarios y testigos diversos repetirán en  Canarias, en  diferentes momentos, que  las  visitas de  navíos se realizaban «desde que  se  fundó esta Inquisición», lo  que  es  cierto si  se  toma como referencia la  plena organización de  la  misma a  partir de  1568. La  primera acta conservada de  una visita de navío es  de  15705, aunque  sin  duda las  hubo anteriores, y  la última de  1798, aunque sabemos que  continuaron realizándose en  años posteriores. En  contra de  lo que  se ha  afirmado o insinuado para otros tribunales, aquí podemos asegurar que   las visitas duraron hasta el final del  Antiguo Régimen.

Como suele suceder  a  menudo, también en  este   tema nos encontramos con  que  son  los  roces y conflictos con  otras jurisdicciones, o las  protestas de  los  perjudicados, los  que  nos  hacen conocer el  sistema establecido, así  como los  eventuales abusos o irregularidades. De ese  modo, parece que  el obispo de  las  islas pretendió tener en  sus  manos las  visitas de  navíos, como se desprende de  dos  cartas del  Tribunal de  Canarias, en  1570, en  las que  pide al Consejo el envío de  una Real  Cédula «para que  —se lee  en  la  respuesta de  la  Suprema— el obispo ni  su  provisor ni vicario no  se  entremetan a visitar los  navios de  estranjeros que vinieren a  esas  yslas  sino que  libremente vos  y los  comisarios que  para ello  nombraredes los  visiteis»6. No  parece que  el obispo  cediera fácilmente, pues fue  necesaria su  reiteración7.

No  volvería a haber problemas con  la  autoridad eclesiástica por  las  visitas de  navíos. Pero sí con  otras, y muchos, lo que  se enmarca en  la continua, y a menudo mencionada, conflictividad interjurisdiccional característica del  Antiguo Régimen, nacida tanto del  encabalgamiento de  competencias como de  la  disputa de  espacios de  poder, del  corporativismo y del  modo puntilloso en  que  cada uno defendía su  terreno y su  imagen. En  el asunto que  nos  ocupa, resulta enteramente comprensible que  surgieran frecuentes  litigios, si  atendemos a  la  circunstancia de  que   el control de  los  barcos que  llegaban a puerto incumbía de  modo coincidente a distintas instituciones, por  razones diferentes: salud,   guerra, contrabando  y  fe.  Ya  en  1569   el  gobernador de Gran Canaria, Pedro Rodríguez de  Herrera, debió hacer valer sus  competencias en  lo  que   se  refería a  las  visitas de  navíos8. Pero fue  en  1575  cuando surgió el  primer incidente serio, que conozcamos, al  chocar, en  el  puerto de  las  Isletas, el  gobernador   de  Gran  Canaria,  Diego Melgarejo, y  el  fiscal del  Santo Oficio, Joseph de  Armas, de  armas tomar como es sabido9. Habiendo coincidido en  la  playa, el  gobernador invitó al  fiscal a que  fuesen juntos a  visitar un  barco que  había llegado, lo  que Armas rechazó.  Melgarejo visitó entonces,  él  solo, la  nave,  y respondió a las  amenazas e increpaciones del  fiscal llevándoselo preso10. El  caso llegó  a  la  Corte, donde por   una R.C.  de  8  de agosto de  1576  se  resolvió que  las  visitas se  hiciesen al  mismo tiempo por  el  gobernador y por  la  Inquisición, «y que  en  caso de  no  estar prontos —los  ministros del  Santo Oficio— visitase el Gobernador por  lo tocante a las  armas y cosas de  contrabando, sin  entrometerse en  la  visita de  fe»11.  El  Consejo de  la  Inquisición no  había visto  en  ello  inconvenientes:

«antes entendemos se  hará con  más autoridad la  visita, y si os parece que  de  hacerse así  pueden resultar algunos nos avisareis dellos, porque aquí no  se representa ninguno, entrando todos juntos y no  dando lugar a  que  el  dicho gobernador entre primero que  los  oficiales de  ese  Santo Oficio,  porque desto podrían resultar algunos»12.

Los  inquisidores de  Canarias respondían que   no  se  podía mantener el  secreto necesario, tanto más cuanto que  el  gobernador entraba en  los  barcos con  escribano, alguacil y criados, para hacer la visita en  forma, y, siendo los  navíos por  lo común pequeños, sería inevitable estorbarse y llegar a roces. Les  parecía  mejor que  el  gobernador esperase en  tierra a  que  el  Santo Oficio concluyese, y mantener las  visitas separadas, porque, si los  oficiales de  la Justicia tomasen algo  de  las  arcas y baúles del capitán y tripulación, «publicarían no  solo  aquí, sino en  sus  tierras» que  habían sido  los  ministros de  la Inquisición13.

No  quedaba claro si habían de  preceder las  visitas de  salud, es decir, la comprobación, realizada por  la justicia y regimiento de  cada isla,  acerca de  si  los  tripulantes de  los  barcos estaban sanos y venían de  zonas limpias de  pestes. Una  disputa surgida en  Garachico nos  informa tanto de  esas   diferencias como del procedimiento prescrito para la  realización de  las  visitas. Por mandato del  Tribunal se había advertido, mediante pregón, que ninguna persona tratase ni  contratase con  las  gente de  los  navíos  ni  ellos   saltasen a  tierra antes de  la  vista de  fe.  Pero en
1580  Fabián Viña  Negrón, alcalde de  Daute, intentó, en  su  calidad de  diputado de  la salud, visitar un  navío antes que  Gaspar de  Fonte, familiar del  Santo Oficio encargado de  tal  cometido en  Garachico. El  alcalde insistía en  que  la  visita de  salud debía hacerse primero, y hasta amenazó al  comisario con  que, si  en traba en  el navío y éste  venía de  partes sospechosas en  cuanto a  la  salud, podía ser  que  no  lo  dejase volver a  tierra. Aceptaba el alcalde que  fuesen juntos, pero Fonte insistía, cumpliendo órdenes, en  hacer la  visita primero. La  Inquisión canaria se  empeñaba en  mantener su  prelación14.

En   la  comisión dada a  Gaspar de  Fonte para que   visitase cuantos navíos llegaran, nacionales o extranjeros, «como no sean de  entre estas yslas», se  establecía el modo de  hacer la  visita:

«... entrando en  los  dhos navios llevando con  vos  los  familiares y personas que  vos  parecieren y uno con  vara deste Santo Oficio y notario ante quien pase la  dha visita, aveis de  hacer abrir y ver  todas las  caxas de  maestres y marineros y de  qualesquiera otras personas que  se pudieren abrir, y las  que  vinieren liadas y cofres y fardos de  mercaderias q. se desembarcaren no  se an  de  abrir en  casa del  almoxarife  ni  en  otra parte sin  que   vos  o  persona (...)  se  halle presente».

La  Instrucción que  se  insertaba junto con  la  comisión recogía  las  preguntas que  debían hacerse a  los  que  viniesen en  los barcos: de  dónde eran, cuántos, quiénes, adónde iban; a  los extranjeros, si  en  el  lugar de  procedencia eran católicos, si  lo eran los  que  venían a  bordo, si  traían libros, y si  habían visto algo  contra la  fe mientras estuviesen en  puerto. Debía llamarse a  declarar a  tres o  cuatro personas, a  ser  posible las  principales.  Con  los  navíos de  naturales no  se harían las  preguntas «tan es  profeso», sino que, sabido de  qué  lugares habían partido, se les  preguntaría si  venía en  el navío alguna persona sospechosa o forastera. Si  los  libros fuesen buenos, se  devolverían; pero si se hallasen libros prohibidos, o dudosos, se les  tomaría, y si fuese  necesario, para proceder contra herejes, se  incautarían las velas  y pondría guardia a bordo15.

Desde arriba  seguía insistiéndose en  el  mantenimiento del sistema de  las  visitas conjuntas, que   parecía no  satisfacer, en Canarias, a  ninguna de  las  partes. Si  el  gobernador de  Gran Canaria escribía al  rey, en  1580, manifestando  los  inconvenientes  que  se  seguían de  tener que  esperar a  que  los  inquisidores enviasen a hacer la  visita, éstos exponían de  nuevo sus  diferencias  con  la autoridad civil,  pero el Consejo reiteró que  cumpliesen  lo dispuesto por  el Rey16.

Esas visitas conjuntas posiblemente eran las  de  fe,  de  una parte, y de  guerra y contrabando, por  otra; pues parece que  las visitas de  salud, al  menos en  algunos puertos, se  hacían antes que  las  del  Santo Oficio, a  juzgar por  un  auto del  Tribunal, de 28-V-1583, para  que   se  notificase a  don Martín de  Benavides, gobernador de  Gran Canaria, y a  los  regidores y diputados de la  salud, alcaides y guardas, que  no  detuvieran ni  abrieran los papeles que  viniesen para el Tribunal, so pretexto de  salud, y que si  hubiese sospecha se  pasasen por  vinagre y se  entregasen17.

En  una coyuntura de  presión militar sobre las  islas y de  te-
mor por  la posibilidad de  ataques enemigos se produjo la llega- da  al  Archipiélago del  primer Capitán General, don Luís  de  la Cueva y Benavides, quien intentó, por  razones de  seguridad, que la  visita de  la  guerra se  hiciese antes que  la  del  Santo Oficio, «por ser  de  tanta sospecha y el peligro que  podria aver  en  aguardar que  el  S.O.  visitase primero, sin  ser  visto  ante todas cosas los  pasaportes y  gente que   en  los  dhos navios viene..», pues «podria suceder alguna traicion  en  los  puertos y  fortalezas debaxo de  las  quales dan fondo los  dhos navios»18. Así lo practicó,  al  parecer, en  Gran Canaria, y así  ordenó hacer al  corregidor  de  Tenerife, lo que  dio  lugar en  1594  a un  nuevo conflicto, pues el inquisidor, don Claudio de  la Cueva, respondió ordenando  a  los  comisarios de  Tenerife que   visitasen los  navíos antes que  «el  ordinario y la  guerra». Una  vez  más, el  Consejo exigió al  inquisidor de  Canarias que  cumpliese lo  que  repetidamente se le había ordenado19.

En  una Instrucción enviada por  el  inquisidor Pedro de  Camino, en  noviembre de  1600, al  comisario de  Garachico, se  indicaba que  la visita de  Inquisición debía hacerse, en  cuanto llegasen los  navíos a  puerto, antes de  que   la  justicia ordinaria hiciese la  suya, pero después de  la  que  hacían los  diputados de la  salud para saber si  el  barco venía de  partes apestadas, pues lo contrario sería peligroso para los  ministros del  Santo Oficio. Como el alcalde del  lugar solía hacer la  visita junto a  la  de  los diputados de  salud, se le advertía por  el Tribunal, en  carta dirigida a  él,  que  no  había de  hacer la  visita ordinaria en  ese  momento20. Pero ni  siquiera esta cuestión estaba ya  resuelta. El Concejo de  Gran Canaria presentó en  la  Corte en  1605, a  través  de  procurador, una queja y petición relativa a que  el Santo Oficio, de  un  año a  esa  parte, hacía su  visita antes de  que   se hiciese la  de  la  salud, tratando para ello  con  las  tripulaciones, lo que  resultaba peligroso, «de  suerte que  después de  mesclados y comunicados es de  poca consideracion el hacer la dicha visita de  salud», y era  contrario a  lo  ordenado y acostumbrado: que después de  la  visita de  salud se  hiciese la  del  Santo Oficio, «el Audiencia para las  ropas de  contrabando y el governador por  la guerra». Según añadía el  concejo, por   haber dado licencia los jueces de  la Audiencia a un  navío apestado, sin  las  debidas precauciones, en  el  año de  1600  se  había introducido la  enferme- dad que  había asolado la  ciudad21.

En  realidad, las  cosas empezaban a  quedar claras sobre el papel, pero en  la  práctica surgían disputas, muy a menudo por la  confusión que  nacía de  que, a veces, quienes hacían la  visita de  salud eran los  mismos que  hacían la  de  contrabando, e  incluso la  de  la  guerra. Así,  en  1620  hubo en  La  Palma una contienda entre el teniente de  gobernador de  la  isla  y el comisario del  Santo Oficio, porque éste  pretendió realizar la  visita de  fe antes que  la  de  salud. De  las  informaciones hechas se  desprende  que  el comisario manipuló las  instrucciones recibidas, pretendiendo «que el Teniente guardase en  las  visitas de  salud lo mandado para las  de  la  guerra, sin   advertir la  disparidad entre ellas»22. La  costumbre era  que, una vez  hecha la  visita de  salud por  el teniente de  gobernador, o por  los  regidores diputados para ese  cometido, se realizaba la visita de  fe, y después «le toca otra vez  a smrd. como tal  teniente general el visitar segunda vez  por si  se  traen cosas prohibidas (...)  y que   después desta segunda visita entra la  de  la  guerra siendo también el navio estranjero». La  visita de  salud consistía en  tomar declaración al  maestre, piloto y algunos marineros «para averiguar e inquirir coxido el viento según se  acostumbra y se  debe hacer», si  venían de  partes  sanas, pidiéndoles los  pasaportes que  lo probasen. «Coger el viento» o  «tomarles el  barlovento» consistía, obviamente, en colocarse de  modo tal  que  el viento soplase hacia los  visitantes, y no  al  revés, de  modo que  no  se  recibiesen sus  efluvios eventualmente contaminantes23.
Resultaría  prolijo referir  todos los  conflictos,  choques  y diatribas que  en  relación con  este  asunto hubo, y que  prueban que  el Santo Oficio, aunque había obtenido el privilegio de  visitar en  primer lugar, después de  la  visita de  salud, hubo de  defenderlo con  actitud vigilante y con  la  fuerza y la  amenaza de procesos y excomuniones. En  1606  se quejaban los  inquisidores de  que  el gobernador de  Gran Canaria, Gerónimo de  Valderra- ma   Tobar, no  cumplía lo  ordenado, «lo  q.  resulta tanto más necesº por   la  nueva comunicación con  ingleses y escoceses»24.

«Donde yo  estoy (...),  Inqn. se  ha  de  poner conmigo ni  con  mi ojo  del  culo», parece  que   dijo   don Gerónimo Boquín Pardo (1631), corregidor de  Tenerife, disputándole al  comisario de  La Orotava quién tomaba primero declaración a  unos marinos25. Dos  años más tarde, es  el  juez   de  contrabandos, don Gaspar Martínez de  Castro, quien, así  en  Santa Cruz como en  Las  Palmas, sube a  bordo de  un  navío y le  pone guardas antes de  la visita de  fe26.  En   Las  Palmas, en  1649, se  produjo un   nuevo choque con  el escribano y alguacil que  hacían la  visita de  con trabando en  ombre de  la  Audiencia. El  Tribunal del  Santo Oficio los  encarceló a ambos, por  haberla realizado antes27. Todavía en  los  años 1669-1670 hubo una larga y agria contienda entre el  comisario de  Garachico y  el  maestre de  campo don Cristóbal del  Hoyo Solórzano, a quien tocaban en  ese  puerto las visitas de  la  guerra, en  razón de  la  precedencia. El  Tribunal debió convencer al Capitán General de  que  lo establecido y acostumbrado era  que  se  hiciesen primero las  visitas de  fe,  en  contra de  lo que  al parecer creía el militar28. En  ocasiones la disputa tenía como base la discusión acerca de  si formalmente había habido o no  visita, cuando no  se  había puesto por  escrito. Así, las  visitas de  salud eran a veces  «in  voce  sin  escribir a la  orilla del  agua»29, y otras con  los  diputados, médico y cirujano, levantándose acta; e incluso en  la casa del  corregidor en  Las  Palmas, de  modo que  los  marinos tenían que  desplazarse hasta la  ciudad y gozaban de la posibilidad de tratar con  los naturales antes de  la visita de  fe30.  Del mismo modo, desde las  fortalezas se gritaba a  los  barcos preguntando por  la  procedencia y por  las  armas y municiones que  traían, y sólo  más tarde se  tomaban las declaraciones y pasaportes y se  escribía la  visita de  la  guerra31.

Los  conflictos por   la  precedencia desaparecieron en  el  siglo  XVIII,  posiblemente como consecuencia del  fortalecimiento in- discutido de  la autoridad militar, que  va tomando en  sus  manos de  modo creciente competencias en  materia de  aduanas y  de licencias para el  tráfico marítimo y anclaje. Sin  que   podamos establecer con  precisión el  momento, la  visita de  fe  pasa a  hacerse «luego que  estan visitados de  salud y por  la  guerra»32. En 1802, después de  la  visita de  sanidad eran conducidos los  capitanes a  la  casa del  Comandante General o  Gobernador de  Armas, y sólo  después ante el Tribunal o los  comisarios33.

Ya en  tierra las  mercancías, no  fueron menos las  diligencias y actuaciones contra los  almojarifes, administradores y guardas de  las  aduanas, por  haber abierto fardos, cajas y bultos sin  la presencia del  Santo Oficio, por  haber dejado sacar mercancías sin  que  hubiesen sido  visitadas por  la  Inquisición, o por  haber usurpado su  autoridad 34. Y contra marinos o comerciantes que habían saltado a tierra o que  habían vendido mercancías antes de  la visita de  la Inquisición35.

La  pugna por  la  precedencia en  las  visitas, y en  general por el control de  todas las  operaciones de  inspección y de  concesión de  licencias podían tener como uno de  sus  objetivos el  acceso privilegiado a los  bienes que  traían los  navíos. Desde el comienzo mismo de  las  visitas tropezamos con  las  corruptelas. En  1571 se abrieron diligencias para averiguar si las  personas que  visitaban los  navíos extranjeros en  Santa Cruz recibían mercancías sin  pagarlas, como se había denunciado36. Fr. Gaspar de  Armas, hermano del  fiscal del  Santo Oficio y comisario del  mismo en La  Palma, aprovechaba las  visitas para forzar a los  mercaderes a  cederle a  bajo precio mercancías, que  luego revendía37. Uno de  los  frecuentes enfrentamientos entre la  Real  Audiencia y el Tribunal de  la  Inquisición tuvo como centro, en  1653, una información realizada por   los  oidores, y  enviada al  Consejo de Castilla, por  la  que  se  acusaba a  los  inquisidores de  hacer molestias en  los  navíos cuando los  visitaban, de  dañar el comercio deteniendo en  la  aduana las  mercancías y de  comprar mercancías  en  la  aduana al  precio del  aforo. Los  inquisidores, que  rechazaban las   acusaciones como fruto  de  la  inquina de  los oidores y del  obispo, sólo  reconocían que  a  veces  tomaban las mercancías por  el precio de  aforamiento38.

Las  visitas por   parte de  la  Inquisición no  se  limitaban, en principio, a  los  barcos extranjeros, aunque éstos fuesen, desde luego, el objeto principal de  las  mismas. Hemos visto  que  en  la Instrucción enviada en  1580  al  comisario de  Garachico se  indicaba que  a los  barcos españoles se les  hiciese una visita mucho más ligera39. En  una nueva Instrucción de  1600  dirigida al  comisario del  mismo puerto se  decía que, por  lo  que  se  refería a los  navíos que  venían de  España, bastaría con  revisar las  cajas y baúles para ver  si traían libros o pinturas, y que  incluso estas diligencias se  hacían en  Las  Palmas «muy pocas veces»: «pare- ce necesario» hacerlas —se  añadía— si los  barcos que  venían de España los  «navegan y traen» extranjeros, «y no  de  otra manera»40. Según un  informe de  1604  enviado al  Consejo, se  visitaban sólo  los  navíos extranjeros41.

A requerimiento del  Consejo, por   carta acordada de  10  de enero de  1667  dirigida a los  tribunales costeros, el Tribunal pidió  a los  comisarios informes acerca de  algunos extremos concernientes a las  visitas de  navíos. De  las  respuestas resultó que no  se  visitaban por   el  Santo  Oficio los  navíos que   venían de Indias, «ni  los  que  vienen de  España siendo los  capitanes españoles»; y tampoco se  visitaban los  barcos extranjeros que  aportaban empujados por  las  tormentas, o que  sólo  venían a tomar agua o a hacer alguna reparación. Tampoco los  navíos corsarios —se  supone que   de  países amigos—, «aunque salten en  tierra capitán y demás gente». El  comisario de  La  Palma apuntó una observación que  habría que  tener en  cuenta a  la  hora de  utilizar  las  actas de  las  visitas como fuente para el  comercio: si  el barco que  llegaba había pasado antes por   Tenerife, donde habría dejado parte de  la  carga, y  sufrido allí  la  visita, no  se  le hacía en  La  Palma, a  diferencia de  «el  que  viene en  derechura del  norte». Habían de  mostrar, en  el primero de  los  supuestos, testimonio de  estar visitado. Se  inspeccionaban en  la aduana las mercancías desembarcadas en  La  Palma, pero no  se  redactaba escrito alguno. Los  navíos de  Génova, al  igual que  los  españoles,  sólo  daban cuenta al  comisario de  su  llegada, pero no  eran visitados42. Antes de  la  sublevación portuguesa no  se  visitaban sus  barcos, «reputándose como los  naturales de  Castilla», pero después sí,  se  escribe en  166843. Los  navíos que  llegaban a  Las Palmas, si  habían sido   visitados en  Tenerife, recibían licencia para descargar, sin  que  hubiese una nueva visita44.

La  prohibición de  volver a  cobrar derechos a  los  navíos ya visitados en  otro puerto se repite en  distintas ocasiones45; en  alguna de  ellas, con  el  fin  de  atajar los  abusos de  algún comisario.  En  1715  el comisario de  Lanzarote pretendió visitar el barco  francés «San Luis», que  desde Tenerife, donde había sido  ya visitado por  la  Inquisición, había ido  a  cargar trigo. Aunque el capitán exhibió la  certificación de  la  visita de  fe  realizada en Santa Cruz, el  comisario  visitó el  navío, en  el  que   halló unos Cristos con  dos  clavos en  los  pies, y unos santos que  dijo  que «eran contra nra. sta.   fee»,  pero que   «no  los  rompían por   no les  hazer mala obra», a  cambio de  lo  cual «le  había de  hacer algún regalo». Como el capitán y mercader se  resistieron, escogieron el comisario y notario más de  500  reales de  varios géneros.  El  cónsul, don Esteban Porlier, y el  embajador francés en Madrid dieron quejas al Tribunal, quien hizo causa a sus  ministros por   haber «estafado y  llevado derechos indebidos, con   el pretexto de  visita»46.

El  comisario de  Santa Cruz de  Tenerife, don Amador González Cabrera,  envió en  1743   una representación al  Tribunal manifestándole que, siendo el de  Santa Cruz el puerto más importante de  las  islas, adonde acudían todo género de  embarcaciones consignadas a mercaderes vecinos en  él, tocaban a veces en  puertos de  otras islas, en  los  que  eran visitados y pagaban derechos. Se  quejaba de  que  él tenía que  ir  a  la  aduana y examinar los  bultos, mientras que   otros comisarios cobraban los derechos sin  ningún esfuerzo. El  caso afectaba sobre todo a barcos que, procedentes de  Indias, recalaban en  La  Palma, y a aquellos que, viniendo de  Cádiz, tocaban en  Lanzarote, aunque en  unos y  otros casos el  destino final fuera Tenerife47. Pedía además, y  obtuvo, que   pudiera visitar las  presas inglesas que eran conducidas a puerto, lo que  hasta entonces no  se hacía por el  Santo  Oficio, y  cobrar los  correspondientes  derechos.  Los inquisidores fueron sensibles a los  argumentos del  comisario de Santa Cruz, y en  consecuencia cursaron una circular a  los  comisarios ordenando «que no  visiten (...)  los  navios que  por  alguna casualidad o  necesidad llegaren a  ellos  sin  animo de  parar, ni  descargar, reservando siempre esta acción y  derecho a aquel comisario en  cuyo puerto lo executare»; pero otros comisarios defendieron la continuidad del  viejo  sistema, como sucedió  con   el  de  La  Palma, que   aducía que, de  cualquier modo, había reciprocidad, porque los  barcos ingleses que  llegaban a La Palma a  cargar el  malvasía solían tocar antes en  Santa Cruz o en  el  Puerto de  la  Orotava, y no  pasaban visita en  La  Palma. En  1757, y  de  nuevo en  1765, el  comisario de  Santa Cruz de Tenerife, sucesor de  González Cabrera, volvía   a  representar lo mismo, lo que  prueba que  la reforma no  se aplicó. En  todo caso, la  discusión sirve  para advertirnos de  que  el  hecho de  que  un barco fuese visitado en  un   puerto no  significa que   estuviera destinado a  él,  pudiendo resultar engañoso, por   tanto, el  cua- dro  que  se  hiciese sobre esa  base. Así,  es  notorio que  un  buen número de  barcos visitados en  Las  Palmas iban para el Puerto de  la  Orotava, como nos   indica la  lectura del  nombre de  los comerciantes a  los  que  estababan consignados.

En   1717   el  Tribunal instruyó a  los  comisarios del  distrito para que  se notificase a los  capitanes de  los  navíos que  llegasen a  puerto que  no  salieran de  ellos,  fuera para España, para Indias o  para otros destinos, sin  sacar antes licencia del  Santo Oficio, de  modo que  así  pudieran remitirse los  documentos que éste  precisara enviar, y que  de  ellos  dieran los  correspondientes recibos48. Esa orden dio  lugar al inicio de  una información acerca  de  qué  práctica se  seguía con  los  barco de  Indias, de  la  cual resultó que  éstos no  pedían licencia para salir de  los  puertos insulares, aunque a veces  lo comunicaban, «por cortesía», y llevaban documentos para la Inquisición americana; que  en  los  puertos  indianos eran visitados por  los  comisarios del  Santo Oficio, que  subían a  bordo; que  a  su  regreso debían solicitar licencia escrita a  los  mismos comisarios (así   sucedía en  Campeche, Veracruz y La  Habana); y, finalmente, que  al  llegar a  Canarias eran visitados por   el  Tribunal o  sus  oficiales49. Respecto a  las licencias de  salida, tampoco se exigían para otros puertos50, y así se  continuó al  parecer51.

Hemos visto   que, a  pesar de  que   la  Inquisición tuvo encomendado también, desde el comienzo del  sistema de  las  visitas, el control de  lo que  pudiesen traer los  barcos españoles que  llegasen a  puerto, éstos raramente  eran visitados: sólo   cuando había alguna sospecha o  concurría alguna circunstancia particular, como la de  tener tripulantes extranjeros. Sin  embargo, las cosas comenzaron a  cambiar hacia mediados del  siglo  XVIII.  El comisario de  La  Palma hablaba en  1744  de  «la  inconcusa cos- tumbre de  visitar todos los  barcos», tanto nacionales como ex- tranjeros52; pero no  tenemos pruebas de  que  tal  práctica fuese corriente por   esas   fechas. Quizás las  nuevas Instrucciones da- das  en  1746, más estrictas, y a  las  que  nos  referiremos, fuesen el  punto de  partida de  la  generalización de  las  visitas. En  ese año se  procedió contra el  capitán don Pedro Casanova, canario,   por   querer excusarse de  que   se  visitase su  embarcación. Casanova —se  escribía— «no  ha  cumplido con  ella  (con la obligación de  dar cuenta de  su  llegada) en  todos los  viajes que  ha dado de  España, desde el último que  hizo de  Indias», por  lo que fue  llamado y debió prometer que  en  lo sucesivo pasaría las  visitas. El  armador envió 12 ducados, correspondientes a las  cuatro  visitas que  no  se  hicieron en  otros tantos viajes de  su  embarcación53. Lo  cierto es  que  parece que  los  navíos nacionales fueron visitados sistemáticamente en  la  segunda mitad del  Setecientos, lo  que  explica que  en  un  tercio de  las  visitas conservadas de  esa  parte de  la  centuria los  barcos fueran españoles. Desconocer los  cambios en  la  organización y la  práctica de  las visitas puede llevar a  conclusiones erróneas acerca del  tráfico marítimo, como podría ser  la  de  suponer, sin  otra prueba, que hubo un  incremento relativo de  la  presencia de  barcos españoles.  En  relación con  los  barcos procedentes de  la América española, se conservan también, aunque sean pocas, actas de  visitas inquisitoriales de  la  segunda mitad del  siglo  XVIII,  a  diferencia de  lo que  ocurre con  períodos anteriores.

Un  asunto muy poco conocido es  el  de  las  licencias que  la Inquisición debía dar a los  barcos que  se  desplazaban entre las islas. También a  este  respecto la  información nos  viene, sobre todo, a  través de  las  infracciones de  esa  norma, y de  las  medidas   tomadas en  orden a  exigir su  cumplimiento.  Desde 1525 encontramos causas y diligencias diversas en  razón de  que  algunas embarcaciones habían ido  de  una isla  a otra sin  solicitar la obligada licencia del  Santo Oficio, o, habiéndola pedido para ir  a  una isla,  habían ido  a  otra54. Y en  repetidas ocasiones se dirá que   era  costumbre, desde que   la  Inquisición se  fundó, el dar y obtener tales licencias55. Naturalmente, las  infracciones no las  cometían sólo  maestres y arraeces, sino también los  encargados de  impedir su  salida sin  licencia del  Tribunal, como es el caso de  guardas de  los  puertos, alcaides o castellanos; y, como puede suponerse, éste   fue  otro motivo de  conflicto con   otras autoridades,  singularmente  alcaldes, regidores diputados,  corregidores y  gobernadores de  las  armas, por   dejar partir las embarcaciones sin  licencia del  Santo Oficio o por  retener a  algunas que  llevaban documentos del  Tribunal56. Argumento frecuentemente esgrimido, aunque no  el  fundamento  mismo de estas licencias, era  el  de  que  para el  rápido y eficaz funciona- miento de  la  Inquisición era  preciso que  ésta pudiese disponer con  agilidad de  los  medios para enviar sus  despachos; exigencia que   se  tradujo en  detenciones y  retrasos de  las  salidas de  los barcos, con  las  correspondiente molestias y quejas57. El  incum  plimiento fue  frecuente, y el  Santo Oficio debió esforzarse por hacer cumplir una norma que   no  sólo   le  permitía ejercer un control de  los  movimientos entre las  islas, sino que, y  quizás sobre todo, constituía una expresión de  su  preeminencia58. Se reiteran autos y órdenes para que  no  salieran barcos sin  licencia  de  los  comisarios, se  amenaza con  sanciones y se  imponen multas59. Mal  que  bien, el Santo Oficio no  perdió ese  poder, que retuvo hasta el final del  Antiguo Régimen. El  Comandante General lo  reforzó en  1782  al  ordenar a  los  gobernadores de  las armas de  todas las  islas que  no  permitiesen la salida de  ningún barco hasta que   no  presentase permiso escrito de  la  Inquisición60. Algunas tensiones y malentendidos con  los  gobernadores militares de  Lanzarote y de  La  Gomera nos  indican que  la práctica seguía vigente en  180861.

No  sabemos cuándo y  cómo se  implantó el  uso   de  cobrar tasas por  las  visitas de  navíos. El  Consejo pidió al  Tribunal canario en  1604  un  informe acerca de  qué  derechos se  llevaban, y por  orden de  quién. En  la  respuesta se  describía pormenorizadamente el  sistema: en  Las  Palmas, al  llegar un  navío, el  alcaide de  la  fortaleza del  puerto enviaba un  billete comunicándolo, y en  seguida se  enviaba a  un  consultor o  calificador del Santo Oficio nombrado al  efecto, junto con  notario, alguacil e intérprete, que   hacían la  visita en  el  puerto.  Luego se  desembarcaba la  carga y se  llevaba a  la  aduana, donde, al  tiempo de abrir los  fardos o cajas, estaban también presentes los  ministros inquisitoriales. Lo mismo se hacía por  los  comisarios en  las  demás islas. «Y ni  los  unos ni  los  otros no  han llevado ni  llevan derechos algunos (...),  antes habemos vivido con  particular cuidado de  que   no  se  lleven». Pero se  añadía que, aunque no  se cobraban «derechos», tanto en  Las  Palmas como en  La  Laguna se  iba   a  hacer las  visitas en  cabalgaduras de  alquiler, que   el intérprete había de  procurar y el maestre del  navío pagar, y que suponían ocho o  diez   reales. Insistían los  inquisidores en  que nunca había habido quejas, y  que   si  alguna había llegado al Consejo podría ser  que  fuese porque en  Tenerife había habido «muy grandes excesos y demasías» y muchas quejas acerca de las  visitas de  la  justicia real, y podría ser  que  algunos generalizaran62. En  1606  volvió  el  Consejo a  preguntar por   este   asunto63,  contestando el inquisidor Hurtado de  Gaviria lo mismo que en  la  ocasión anterior, que  no  se  cobraban derechos. Y aprovechaba para decir que  a veces  no  se  encontraba personas a propósito que   quisiesen acompañar al  secretario, pues habían de embarcarse casi  media legua dentro del  mar; por  lo que  estimaba  que, si en  Sevilla se cobraba por  las  visitas que  se hacían en el río,  a la  puerta del  Tribunal, según se  decía, debería establecerse en  Canarias, donde eran más difíciles, algún premio para los  ministros del  Santo Oficio. A los  comisarios se les  había comunicado la  orden del  Consejo de  que  no  llevaran a  las  visitas a  familiares o  notarios que  fueran mercaderes, y que  ninguno «atravesara» mercancías de  las  que  vinieran en  los  navíos64.

En 1608  repetía el Tribunal el mismo informe y petición. En  marzo de  1612   las  cosas seguían igual: contestando  a  una carta del Consejo del  año anterior, en  que  insistía en  que  no  se  llevasen derechos por   las  visitas —«por cuanto  SMd   generalmente ha mandado que  en  ningunos puertos de  sus  reinos les  lleven estos derechos ni  los  ministros inquisitoriales ni  los  reales»—, el  inquisidor, ahora Franco de  Monroy, repetía que, aunque se  había  solicitado a la Suprema que  se admitiera alguna «recompensa»  por  el trabajo que  se  tenía, no  se  cobraba nada más que  el alquiler de  los  caballos. Se  reiteraba que  los  excesos de  las  jus ticias reales los  pagaba el  Santo Oficio: «pécanlo ellos  y pagámoslo nosotros, muestras  muy evidentes de  las  buenas ganas que  nos  tienen»65.

En  1636  un  grupo de  seis  mercaderes ingleses residentes en Tenerife elevaron al  Consejo de  la  Inquisición una protesta por los  derechos exigidos por  los  ministros del  Santo Oficio en  las visitas de  navíos y por  el modo en  que  éstas se hacían. Encabezaba el escrito Henry Isham, dirigente de facto  de  la comunidad británica en  la  isla,   y  era   uno de  los  firmantes Marmaduke Rawdon, quien, de  hecho también, le sucedería en  esa  función. Exponían que  los  oficiales inquisitoriales de  La  Laguna, cuando eran llamados para  visitar en  la  aduana de  Santa  Cruz las mercancías desembarcadas, sólo  querían visitar de  cada vez  las de  un  mercader, dándose el  caso de  que  a  veces  venían en  un navío efectos de  siete u  ocho mercaderes. Que  esto lo  hacían porque cobraban ocho ducados cada vez  que  bajaban, y así  a cada barco le  sacaban  hasta  ochenta. Además del  gasto que suponía, esto se traducía en  retrasos en  el poder disponer de  las mercancías; por  todo lo  cual pedían que  se  visitasen el  mismo día  todas las  que  estuviesen en  la  aduana. El  Tribunal ordenó hacer una información sobre la  materia, de  la  que  resultó que bajaban el  comisario, el  alguacil y el  notario, y que  pedían 38 reales por  el gasto de  los  caballos y la  comida, aunque a  veces iban después de  comer. Visitaban primero el  navío y  luego la ropa, y por  cada una de  las  dos  visitas cobraban los  38  reales; y,  aunque hubiera varios barcos, visitaban uno y  dejaban los otros para otro día.  Los  de  La  Orotava cobraban 24  reales por bajar al  Puerto. Alguno dijo  que  era  cierto que  pedían a  veces quesos, o  bacalao. El  Tribunal ordenó, por  auto de  9  de  junio de  1636, que  el día  que  fuesen llamados, si el tiempo lo permitía,  bajasen los  tres ministros a hacer la  visita y visitasen todos los  barcos que   hubiera; y  que   cuando se  les  llamase para la aduana visitasen todas las  mercancías que  hubiera, y no  sólo  las del  mercader que  los  hubiese llamado. Que  llevaran 36  reales,12  por  cada ministro, y que  pagara el que  hubiera solicitado la visita, cobrando  luego de  los  demás mercaderes lo  que  les  correspondiese. El  auto debía hacerse público y comunicarse en particular a  los  firmantes66. En  1643  el Tribunal notificó al  comisario de  La  Orotava un  auto similar67.

En  1648, en  que  volvía  el Consejo a pedir informes, la situación prácticamente no  había cambiado: en  Las  Palmas cobraban un  ducado cada uno el comisario, alguacil, notario e intérprete por  la visita al puerto, pero no  cobraban al hacer la visita en  la  aduana; en  Santa Cruz de  Tenerife, 12  reales cada ministro;  en  el Puerto de  La  Orotava, 8 reales cada uno, y lo  mismo por  la  visita de  las  mercancías cada vez  que  los  llamaban. Los derechos se justificaban por  la distancia a la que  estaba el puerto,  y por  ello  no  se cobraba nada en  Garachico ni  en  La  Palma, «porque está en  el  lugar». Respecto a  las  islas de  señorío, se decía que  llegaban muy pocos barcos, «y hasta hoy  no  se  han llevado derechos ni  tenemos noticia dello»68.

El  Tribunal, ciertamente, no  sabía bien cómo se  llevaban estos asuntos en  las  islas periféricas, donde los  comisarios pare- cían estar poco controlados. En  1640   dirigió a  Lanzarote y  a Fuerteventura un   cuestionario para averiguar si  se  hacían,  y cómo, las  visitas de  navíos. Las  respuestas de  Lanzarote eran, unas, que  no  se visitaban los  barcos extranjeros ni  lo que  traían, y otras que  algunas veces, pero que  no  con  el  comisario que  a la  sazón estaba, que  no  tenía salud para ello.  Las  declaraciones acerca del  comisario de  Fuerteventura,  don Diego de  Cabrera Mateos, eran mucho peores: visitaba barcos y mercancías cuan- do  le  parecía, y  generalmente atravesaba las  mercancías, que revendía luego en  varias tiendas que  tenía69.

Finalizado ya  el  conflicto de  los  tiempos de  Cromwell, las paces firmadas en  1660  abrieron una nueva etapa, en  la  que  la seguridad de  los  ingleses en  tierras españolas, y su  desparpajo, aumentaron. Pero no  se  trataba ya  de  controversias religiosas, sino del  comercio. En  ese  año, varios comerciantes y maestres ingleses se  negaron en  el  puerto de  La  Orotava, con   ruidosas protestas, a pagar los  derechos de  las  visitas. Cuando el comisario  llegó  a  la  casa del  guarda del  Santo Oficio, donde estaban los  maestres de  cuatro barcos que  habían llegado, aquéllos «comenzaron con  desentonadas voces  a dezir no  quiero Inquisicion no  quiero visita no  quiero pagar nada a  la  Inquisicion». Encabezaba la  oposición Leonardo Clerque, cónsul de  los  ingleses, quien sostenía al  comisario que  en  España no  se  cobraba por las  visitas, y que  no  pagarían. Una  parte, al  menos, de  los  navíos  no  pagaron la  visita, o  entregaron el  dinero a  Richard Anthony, que  hacía de  cónsul en  las  ausencias de  Clerque y que se  negó a  dárselo al  comisario. Seguía cobrando cada ministro 8  reales, aunque ahora sabemos que   los  cobraban también el intérprete y el  guarda, lo  que  venían a  ser  40  por  cada barco. El comisario manifestaba, displicente, que  los  suyos los  solía dar a  los  pobres o  a  un  convento, y que  los  demás ministros eran «tan sobrados» que  no  los  necesitaban; pero en  un  puerto como lo era  el de  La  Orotava por  entonces las  sumas que  podía obtener   no   eran  desdeñables. El  Tribunal acordó traer preso a Clerque, pero antes consultar al  Consejo, pues aún no  habían recibido las  condiciones de  las  paces con  Inglaterra70. El  cónsul no  fue  detenido, pero los  barcos ingleses siguieron pagando las visitas, no  sin  protestas al  principio, y no  sin  otros alborotos.

El  comisario de  La  Orotava escribió en  1674  que  desde hacía  dos  o tres años algunos maestres ingleses que  sabían castellano rechazaban  pagar intérprete, y  que   esta actitud había nacido del  cónsul Clerque. El  Tribunal había ordenado que  no se hiciesen excepciones, y así  habían quedado las  cosas. El  cónsul  «y demás hombres de  negocios de  la  nación inglesa que  residen y comercializan en  las  Islas de  Canaria» se  dirigieron al Consejo de  la  Inquisición en  1675  quejándose del  perjuicio que les  causaban los  ministros del  Tribunal, al llevarles los  cuarenta reales de  plata (cinco reales de  a ocho) por  cada navío, además de  tres reales de  a  ocho de  cada mercader por   la  visita de  la aduana. Sostenían que  esto iba  contra los  capítulos de  paces, y denunciaban que  para su  percepción se  había llegado en  el Archipiélago a prender a algún maestre inglés, lo que  era  cierto71. El  Consejo ordenó al  Tribunal cuidar de  que  los  ministros no llevasen «más derechos de  los  justos en  que  hubiese costumbre antigua y asentada», lo  que  significa que  todo siguió igual72.

El  reparto de  los  derechos entre los  distintos ministros dio lugar a  algunas diferencias, de  las  que   el  Tribunal resultaba informado por  las  quejas de  los  que  se consideraban perjudicados.  En  1743  se  produjo una disputa entre el  comisario titular de  La  Orotava y el comisario de  ausencias, este  último residente  en   el  Puerto de  la  Cruz, porque,  al  parecer, el  primero incumplía el  acuerdo de  repartirse el  dinero de  las  visitas,  y porque se quedaba para sí la parte correspondiente a los  oficia- les  que  estuviesen ausentes, en  lugar de  dividirla entre los  que asistiesen a  la  visita, como finalmente ordenó el  Tribunal que se hiciese. Los  inquisidores se opusieron a la elevación de  derechos que  el  comisario, por  su  cuenta, había introducido, manteniendo las  vigentes tasas de  40  reales por  la  visita del  navío y otros 24  por  la  de  la  aduana73.

Al parecer, aún por  entonces (1743) se  hacían las  visitas en otros puertos —supuestamente, todos, menos los  tres citados hasta ahora— «de  oficio», sin  cobrar nada. Pero caben ciertas dudas. En  el acta de  una visita realizada en  el puerto de  Naos, en  Lanzarote, en  1674, se  hizo constar que   se  habían pagado «los  cuatro ducados de  la visita»74. En  1772, en  la misma isla,  el comisario escribía que  «ha  sido  práctica inmemorial», añadiendo  que  los  cobraba el escribano de  la  guerra, junto con  los  demás derechos de  visita, y luego entregaba  a  cada uno su  parte75.   Desde luego,  en  fechas que   no  podemos determinar,  el cobro de  tales derechos  se  extendió también  a  las  islas de Lanzarote y La  Palma, de  modo tal  que   en  1802  se  percibían tres ducados antiguos de  las  islas (49  1/2  reales de  vellón corrientes) en  Las  Palmas, cuatro ducados (66  reales) en  Santa Cruz de  Tenerife, seis   pesos (90  reales) en  La  Orotava, tres ducados en  La  Palma y  cuatro en  Lanzarote. En   Fuerteventura, Gomera y Hierro no  había comisarios ni,  en  consecuencia,  visitas.

En  el seno mismo de  la Inquisición se era  sensible a las  quejas  que   se  recibían y a  la  imagen de  codicia que   podía transmitirse. El fiscal del  Tribunal sostenía en  1687  que, si cobrar por el  alquiler de  los  caballos cuando se  iba  a  un  puerto distante podía tener justificación, no  la  tenían otras «sacalinas», como hacer que  se  pagara por  la  visita a la  aduana, por  ser  algo  anejo  al  oficio. Pedía que  no  se  cobrase ni  en  Las  Palmas ni  en  la de  Santa Cruz de  Tenerife, pues la  distancia a  los  puertos era corta y a la  sazón había comisarios en  ellos,  además de  que, al cobrar por  las  visitas en  la  aduana, «se  manifiesta que  la  distancia no  es causa (...),  sino la ambición y corruptela», comportamientos que  «hacen odiosos y mal  vistos a los  ministros»76. El Tribunal, por  auto de  25 de  septiembre de  1688  rechazó la petición del  fiscal, aunque sí  reformó los  derechos cobrados en  la aduanas de  Las  Palmas y Santa Cruz, donde había ya  comisario.  Éste, el presbítero Matheo Perdomo, se quejó inmediatamente  a  los  inquisidores, exponiendo cómo «los  costos que  al  presente tiene el  comisario son   exorbitantes, en  tal  manera que hace a su  costa» la fiesta de  San Pedro Mártir, todos los  sermones  de  los  edictos («alquilando caballos y pagando negros que tocan las  caxas y al pregonero»), cuidando y a veces  alimentando  a los  presos que  de  toda la  isla  se  enviaban al  Tribunal; por lo  que  pidió seguir cobrando los  cuatro ducados que  percibía, que   según aducía no  gravaban a  los  mercaderes, puesto que estaban incluidos en  el flete  y los  pagaban los  maestres.

La inexistencia de  otro tipo de  retribuciones para comisarios, notarios o alguaciles del  Santo Oficio obligó a  mantener el cobro  de  derechos por  las  visitas de  navíos, a  pesar de  todo. En 1768  se  examinó la  cuestión en  una Junta compuesta por  ministros de  varios Consejos, pero, aunque se  reconocía «que sería  conveniente hacer de  valde (...),    q.  a  los  ojos  de  los  protestantes no  se  equivocase el celo  de  la  religión con  el interés», no  se dio  con  ninguna fórmula alternativa, acordándose que, en tanto que  se estudiaba y fijaba «la  moderada dotación, que  puedan merecer los  ministros por  estas diligencias, para consignarlas  en  fondos destinados para la Inquisición», se continuaría con los  derechos establecidos77. «La  exacción de  estos derechos es la piedra del  escándalo para los  comerciantes y sería muy útil  el que  se  quitase, si  por  otra parte se  pudiera dotar a  los  minis tros», se  repetía en  1802, pero nunca se  estableció otro sistema de  remuneración78.
La  resistencia a  pagar los  derechos de  la  visita inquisitorial se  había generalizado, quejándose los  inquisidores de  que   los comerciantes protestasen de  tener que  satisfacer lo  correspondiente a las  visitas de  fe,  mientras que  pagaban tranquilamente la  visita de  la  Junta de  Sanidad y los  derechos del  Juzgado de Guerra, del  Consulado y  los  de  Puerto o  Anclaje, pagados  al capitán de  mar. Desde el  puerto de  Santa Cruz de  Tenerife escribía su  comisario en  1794  cómo «cada día  tenían más repugnancia estos naturales a la visita de  Inquisición»79; y a esa  carta antecedían, y sucedían, otras en  las  que  se  referían numerosos incidentes con  barcos españoles, procedentes tanto de  la Península como de  América, que   se  negaban a  pasar la  visita o  a pagar los  derechos, invocando el  Reglamento de  1778  sobre libertad de  comercio con  Indias y aduciendo que  ya  no  se  pagaba  en  otras partes, lo  que  desde luego no  era  cierto, al  menos de  modo general80. Según los  inquisidores, la  oposición a  las visitas había comenzado en  1787  en  el Puerto de  la  Cruz, donde,  por   instancias de  varios comerciantes,  los  oficiales de  la aduana quisieron impedir que  el comisario visitase las  mercancías  que  a ella  se llevaban; y después había continuado en  Santa Cruz, de  modo que, habiendo recurrido al rey  los  comerciantes  o  el  Administrador General de  aduanas, se  dispuso que   la Inquisición no  registrase los  géneros desembarcados, sino que  se le avisase solamente en  caso de  que  llegasen estampas, pinturas o  cosas contra la  religión. El  momento, sin  embargo, era  muy delicado, por  los  sucesos de  Francia y el  temor a  su  contagio, de  modo tal  que  el Santo Oficio logró en  1790  un  real  decreto que   volvía   las  cosas a  la  situación anterior,  previniéndose al Administrador General de  Canarias que  no  impidiese los  registros, y haciéndose extensiva tal  providencia a  las  aduanas peninsulares81.  Según los  inquisidores, los  administradores de aduanas protegían a  los  comerciantes y se  oponían a  los  registros «porque de  este  modo no  se podían componer con  los  contrabandistas». El  Consejo reiteró al  Tribunal la  advertencia de que  se  extremase el celo  en  las  visitas, a  la  búsqueda de  libros prohibidos, y el Tribunal circulaba las  instrucciones a sus  comisarios, sin  que  cesase la  resistencia de  los  comerciantes, siempre  con  el apoyo de  los  administradores de  rentas «y ministros de  la  Comandancia General, que  todos tienen en  esto su  utilidad». En   el  último lustro del  siglo   XVIII,  la  resistencia de  los cónsules y de  los  capitanes de  los  buques corsarios franceses a que  la Inquisición registrase los  efectos de  las  presas mercantes que   traían iba   más allá   de  las  conveniencias materiales, para adoptar la  forma de  una repugnancia de  raíz ideológica. Su negativa, en  Santa Cruz de  La  Palma, la  acompañaron  «con befa y escándalo, de  que  se  rieron, y gustaron mucho algunos libertinos de  aquella ciudad»82.

La  última indicación que  tenemos sobre el cobro de  los  derechos de  las  visitas de  navíos es  de  1810, de  La  Palma y  de Santa Cruz de  Tenerife. Aunque no  sin  problemas, las  visitas se seguían haciendo, percibiéndose las tasas correspondientes83. No sabemos si después de  la restauración de  la Inquisición, en  1814, continuaron las  visitas. La  más tardía referencia a  las  mismas es de  1819:  el comisario de  Lanzarote escribía «que en  esta isla no  está en  práctica que  el Santo Oficio visite los  buques extranjeros o que  no  siéndolo vengan aquí»84.

Las  actas de  las  visitas de  navíos constituyen, sin  duda, una fuente valiosa para la  historia del  comercio y de  la  navegación (dimensiones éstas que  no  vamos a desarrollar aquí). El  conocimiento de  los  puertos de  salida y de  llegada de  los  barcos, y en su  caso de  los  días de  navegación, resulta fundamental, aunque hay  que  hacer la  reserva de  que  a  veces, como se  ha  indicado, las  embarcaciones se dirigen a un  puerto distinto del  de  la visita.  La  indicación de  los  consignatarios a  quienes van  destinados  es otro dato importante, que  debe ser  puesto en  relación con informaciones de  otra naturaleza, singularmente la  procedente de  documentos notariales. Gracias a  aquellas indicaciones, y a otras varias fuentes, pudo Steckley —el  primero que  utilizó las visitas de  navíos canarias— hacer una relación de  comerciantes ingleses que  operaban en  el Archipiélago, aunque él mismo ad- vierte que  en  algunos casos no  resulta claro si los  consignatarios eran efectivamente residentes en  las  islas o se trataba de  sobre- cargos que  venían a  bordo85. A partir de  esa  base documental puede conjeturarse la  importancia relativa de  unos u  otros comerciantes, así  como establecer años de  estancia de  los  mismos en  las  Islas, lo  que   sirve   para el  estudio de  las  comunidades extranjeras. Naturalmente, es  necesario no  confundir el  número  de  extranjeros que  pueden llegar a aparecer mencionados en un  período de  tiempo largo (la  relación de  Steckley abarca los años 1600-1730) con  los  existentes en  un  momento dado. Los nombres de  los  capitanes de  los  barcos llevan aparejada a  menudo, además de  su  nacionalidad, la  indicación de  su  relación con  determinados armadores que  han enviado los  cargamentos embarcados, cuando no  son  ellos  mismos propietarios o copropietarios del  barco, e  incluso encargados  de  la  venta de  las mercancías, que  en  ocasiones les  pertenecen, en  todo o en  parte.  La  repetición, en  años sucesivos, de  los  mismos nombres indica una vinculación con  la  ruta de  las  islas, con  el consiguiente  conocimiento de  vientos, puertos y contactos.

Normalmente es  genérica la  indicación de  la  carga de  los navíos, sin  que  se  precisen cantidades o  valores; pero en  algunas  ocasiones se  detalla, lo  que  puede dar una idea del  cargamento medio de  los  navíos, siempre teniendo en  cuenta su  tonelaje y la  naturaleza de  su  carga. Desde luego, la  información de  tipo cualitativo —de  la que  otros autores se han ocupado86— es por  sí misma valiosa y significativa, lo que  podría complementarse con  la distinción entre la carga llevada a uno u otro puerto  y la  evolución del  tipo de  carga, según las  coyunturas.

Lo  que   no  puede hacerse es  intentar reconstruir el  tráfico marítimo de  Canarias con  el exterior a partir sólo  de  las  visitas de  navíos. En  primer lugar, por  las  pérdidas documentales. Aunque  las  visitas que  se  conservan en  el archivo de  El  Museo Canario son  casi  el doble de  las  que  se  habían ofrecido en  trabajos  anteriores  —hemos leído 1421, frente a  las  731  que  suman las  cifras de  Torres Santana, González de  Chávez y Brito87—, las lagunas siguen siendo enormes. Tenemos la  evidencia de  que hubo visitas que  no  se conservan a partir de  las  referencias que a ellas  se hacen en  un  buen número de  documentos, sobre todo los  que   tratan de  los  conflictos jurisdiccionales de  que   se  ha hecho mención88. Pero hay  indicaciones más directas y precisas: en  1796  manifestaba al Tribunal el comisario de  Santa Cruz que el más antiguo libro de  visitas de  navíos que  había en  la  comisaría comenzaba en  1756, y que  desde entonces hasta la  fecha del  informe habían sido  visitadas 197  embarcaciones89. Tal  comunicación resulta para nosotros de  un  enorme interés, por  los datos que  contiene y por  lo  que  de  ella  se  desprende.  Viene a decirnos, en  primer lugar, que  las  visitas se registraban en  libros existentes a  tal  efecto, pero que   ya  no  se  conservaban en  la comisaría los  de  épocas anteriores, si es que  los  hubo (los  comisarios disponían, realmente, de  pocos papeles, que   heredaban sus  sucesores en  el cargo). La  cifra de  197  visitas en  unos cuarenta años —una media de  cinco por  año— constituye la  única estimación presuntamente exacta de  las  realizadas en  un  determinado puerto en  un  período de  tiempo algo  largo. Si  consideramos que  hoy  sólo  se  conserva el  acta de  una visita realizada en  Santa Cruz en  la  segunda mitad del  siglo  XVIII,  queda más que  de  manifiesto la  distancia que  media entre las  que  hubo y las  que  conocemos. Podemos preguntarnos si las  actas continua- ban enviándose por  entonces al  Tribunal, y allí  se  perdieron, o se  quedaban en  la  comisaría. Lo  probable es  que  no  fuesen remitidas, pues sólo  esta hipótesis permite explicar que  se conserven  las  de  Las  Palmas, y no  las  realizadas en  otros puertos (de144  visitas conservadas de  la segunda mitad del  Setecientos, 140 se hicieron en  Las  Palmas). No  parece que  las  actas fuesen para el Santo Oficio una documentación valiosa, que  importara mucho  guardar después del  acto mismo de  la  visita, si  las  comparamos con  otro tipo de  documentos inquisitoriales. Y, si bien los comisarios —al  menos, antes de  mediados del  XVIII—  las  enviaban a  Las  Palmas, no  conocemos instrucciones al  respecto. Si alguna anotación sugiere que  se debían enviar al final del  año90, y  algunas aparecen agrupadas en  cuadernos, otras muchas se remitían  —según consta de  las  cartas— sin  una periodicidad determinada, y hasta hay  momentos en  que  el  Tribunal no  parece haber recibido las  visitas realizadas91.

Aún  sin  contar con  evidencias de  la  pérdida de  documentos tan claras como las  más arriba expuestas, es  necesario rechazar  las  cifras que  se  desprenden de  las  actas conservadas cuando  vienen a resultar inverosímiles, por  cuanto chocan con  otro tipo de  datos o  de  hechos. De  ese  modo, si  sabemos que   un número determinado de  pipas de  vino  fueron exportadas desde Tenerife en  ciertos años, al  menos como media, no  es  posible aceptar que  el  número de  barcos recibidos fuese tan reducido que  su  capacidad de  carga estuviese muy por  debajo de  la necesaria para exportar tales cantidades de  caldos. Así,  la  disminución —aparente— de  las  visitas en  períodos como el de  la década  de  1680  hay  que  atribuirla a las  pérdidas documentales, y no a  fluctuaciones en  el  tráfico, que  otras fuentes desmienten.
Podemos decir de  las  visitas conservadas que  lo son  todas las que  están, pero no  están todas las  que  fueron. ¿Se  puede hacer una estimación de  la  proporción de  las  pérdidas?. Desde luego, no,  ni  siquiera con  aproximación, para el conjunto de  los  años estudiados y para el total de  los  puertos. Sólo  podríamos aventurar, para algunos años —muy pocos— y algunos lugares, que las  actas conservadas corresponden a todas o casi  todas las  visitas  efectivamente realizadas. Por  ejemplo, podemos suponer eso de  las  veintinueve actas de  visitas hechas en  1722  en  el Puerto de  la Orotava, porque están registradas en  orden cronológico en un  cuadernillo enviado al  Tribunal al  finalizar el año92, y no  en hojas sueltas como la  inmensa mayoría. Y, sensu contrario, nos es  dado conocer el  alcance de  las  visitas perdidas cuando contrastamos las  relaciones de  barcos que   salieron de  Inglaterra rumbo a  Canarias, en  la  flota del  vino, con  las  de  los  que  aparecen como visitados por  el  Santo Oficio. Así,  nos  es  conocida la  lista de  los  31  barcos que  zarparon de  Gran Bretaña a  finales  de  1693, que  sumaban algo  más de  4.000 toneladas y traían 412  hombres de  tripulación93; pero sólo  tenemos once actas de visitas realizadas en  Tenerife en  enero de  1694, cuando esa  flota arribó. De igual manera, conocemos la composición de  los  33 barcos de  la  flota de  1692, que  llevaron a  Inglaterra  8.097 pipas   de  vino94; 19  de  los  cuales aparecen como visitados en  el Puerto de  La  Orotava en  enero de  ese  año. En  un  Memorial de los  Canary Merchants al  Board of  Trade and Plantation, posiblemente de  comienzos de  la  década de  1690, se  solicitaban cuatro barcos de  guerra para la  protección del  convoy que  había  de  zarpar hacia Canarias con  un  número de  barcos de  entre  30 y 40 y con  unos 600  hombres95. Ésa debió de  ser  la magnitud de  la  flota del   vino   en  los  buenos tiempos, como se recordaba por   el  comisario de  La  Orotava muchos años después96; y como exigía el volumen de  la  cosecha exportada97.
Para la  primera mitad del  siglo   XVII,  en  que   el  número de visitas conservadas es  muy inferior, resulta tanto más arriesgado  extraer conclusiones a  partir de  las  mismas. La  posibilidad, rara en  Canarias, de  utilizar fuentes de  carácter fiscal, las  más fiables cuando  existen, nos   permitió establecer una relación, indudablemente no  exhaustiva, de  69 barcos llegados a Tenerife en  los  años de  1625  a 1630, cuando las  actas conservadas para esa  isla  y ese  período son  sólo  cuatro98.

La  existencia, para algunos años, de  un  número relativamente  elevado de  actas conservadas permite estudiar —lo que  no  se había observado— su  estacionalidad. En  ese  sentido, el  Puerto de  La  Orotava ofrece un  tráfico concentrado en  determinados meses del  año, los  de  finales de  otoño y principios del  invierno. No  es de  despreciar ese  hecho, por  cuanto verosímilmente marcaba unos ritmos en  la actividad de  distintos sectores económicos  y profesionales: barqueros, toneleros, taberneros, transportistas de  distinto tipo, comerciantes, tenderos... La  llegada de  la flota del  vino  debió de  animar la  vida  del  Puerto de  la  Cruz de un  modo comparable, salvando las  distancias, a lo  que  sucedía con  las  de  Indias en  los  puertos americanos.

A la  pérdida documental tendríamos que  añadir el  encubrimiento y el fraude, en  momentos de guerra, a la hora de consignar la  procedencia y la  nacionalidad de  barcos y tripulaciones, así  como otros extremos. No nos  extenderemos en esta cuestión, sobre lo que  se ha escrito y a cuyo estudio nosotros mismos hemos contribuido. En  las  últimas décadas del  siglo  XVI  venían barcos holandeses e ingleses bajo las  fingidas identidades de  bretones, flamencos, escoceses o alemanes99; los  holandeses continuaban en  1606  su  comercio con  Canarias «en  voz  y nombre de  alemanes  y ingleses», según los  inquisidores, quienes expresaban su escepticismo acerca de  las  visitas que  debían hacer las  justicias ordinarias, e incluso dudaban de  la  eficacia de  las  visitas de  la Inquisición, «por venir tan prevenidos de  lo que  han de  responder  y decir»100; en  los  años de  1625-1630, decenas de  navíos ingleses y holandeses vinieron haciéndose pasar por  alemanes, flamencos o franceses; después de  1648  llegaron barcos franceses bajo pabellón holandés101; y durante la Guerra de Sucesión española, y otra vez en  1719, los  ingleses se presentaban —es  lo que recogen las  actas de  las  visitas— como suecos o daneses102.

Otra cuestión que  hay  que  tener en  cuenta además del  número de  barcos, si queremos aproximarnos a una evaluación de la  magnitud de  los  intercambios, es  el  tonelaje medio de  los mismos, que  parece evidente que  disminuye desde las  primeras décadas del  siglo  XVIII,  al hundirse la exportación vinícola. Como muestra singular, 27  barcos llegados en  1691   al  Puerto de  La Orotava cuyo porte consta sumaban  3415   toneladas (126   de media), mientras que  un  número idéntico, en  el mismo puerto, en  1722, totalizaban  1803  (una media de  66).

¿Fueron las  visitas realmente eficaces, en  orden a impedir la entrada de  libros, imágenes u objetos prohibidos, lo que  constituía el objeto y la justificación de  su  existencia? A juzgar por  la pobrísima cosecha recogida, hay  que  decir que  no;  aunque siempre  es  posible considerar los  efectos disuasorios, imposibles de medir, que  podía tener la  existencia de  una barrera de  control. Conviene repasar  el  modo en  que   las  inspecciones se  hacían, para juzgar cómo funcionó de  hecho el  sistema.

El  primer reconocimiento debía hacerse a  bordo del  navío, como hemos dicho, registrando  a  fondo baúles y  equipajes. Nada prohibido se  encontró nunca, pues los  libros registrados fueron obras religiosas ortodoxas, alguna lectura de  placer lícita y los  libros propios de  la navegación. Pero hay  que  decir que las  visitas a bordo de  los  barcos empezaron a hacerse raras desde  principios del  siglo  XVII. En  los  puertos de  Garachico y de  La Orotava, desde al  menos 1606  se  hacían en  tierra, «por nueva orden de  la sala del  Santo Oficio», por  estar los  navíos lejos,  en el  surgidero103. En  otros puertos también dejaron de  hacerse a bordo, al  menos con  regularidad, por  diferentes motivos y pretextos104. En   1653, en  ocasión de  un   choque con   los  oidores, negaban los  inquisidores causar molestias a  los  navíos, porque nunca se  entraba en  ellos,  «sino que  en  una iglesia que  está en el  puerto hacen la  visita examinando tres personas del  dicho navío, y  sin  hacer otra diligencia ni  ver  mercadería se  vuelven»105.

El  Tribunal se  quejó en  varias ocasiones de  que  gobernadores  o corregidores permitían que  los  extranjeros tuviesen trato y comercio con  los  vecinos antes de  que  se  hubiese realizado la visita de  fe, con  el consiguiente riesgo de  introducción de  cosas prohibidas. Pero estas protestas hay  que  situarlas en  el  marco de  los  conflictos mencionados. En  un  informe de  1667, dando respuesta a  un  requerimiento del  Consejo dirigido a  los  tribunales costeros, los  inquisidores exponían tranquilamente cómo en  Santa Cruz de  Tenerife los  capitanes y sus  tripulaciones circulaban libremente por  el pueblo, mientras esperaban que  bajasen  de  La  Laguna para las  diversas visitas; y que  «no  les  registran las  faltriqueras ni  los  senos, porque no  está en  estilo  y fuera de  grande escándalo»106.

A mediados del  siglo  XVIII  se intentó por  la Inquisición volver al  procedimiento primitivo, supuestamente  vigente. Una   carta acordada del  Consejo de  26 de  noviembre de  1746  exigía que  las visitas se  hiciesen con  todo rigor, y así  lo comunicó el Tribunal a los  comisarios de  todos los  puertos, advirtiéndoles de  que  tomaría medidas, «de  no  executarlo como se  manda, valiéndose para ello  de  la  corruptela que   han practicado hasta aquí por huir del  trabajo»107. Pero en  seguida comenzaron las  quejas de los  comisarios, exponiendo lo  peligroso que  resultaban las  visitas  a bordo, las  dificultades para realizarlas, por  la  falta de  colaboración de  los  capitanes, y finalmente la  oposición del  Comandante General y de  los  cónsules. En  1755, a la vista de  ello, el  Tribunal ordenó suspender la  ejecución de  las  nuevas órdenes108.

Ya  en  1687  el  fiscal del  Tribunal había pedido la  supresión de  las  visitas, pues, «como al presente se hacen (...),  no  sirve  para el  fin  de  este  Santo Oficio (...)  conservando las  de  las  aduanas sin  estipendio alguno, que  es  donde se  reconoce con  certeza si se introducen o no  cosas prohibidas»109.

La  visita en  la aduana de  las  mercancías desembarcadas era, en  efecto, el  otro filtro, éste    que  duradero, pues se  mantuvo hasta finales del  Antiguo Régimen, por  el que  había que  pasar. No  sólo  los  oficiales inquisitoriales vigilaban para evitar la  introducción de  lo prohibido, sino que  los  ministros de  las  distintas  jurisdicciones, lo  mismo que  los  almojarifes, tenían la  obligación de  estar atentos y  de  dar cuenta, si  algo   hallaban, al Santo Oficio. Algunos datos tenemos acerca de  libros u  otros objetos interceptados, pero en  conjunto son  muy pocos110. Desde luego, hay  que  tener en  cuenta que, cuando se  encontraban libros que   decían los  extranjeros que   eran para su  uso, lo  normal, al  menos después de  1604, es  que   se  les  devolviera111,  y quizás de  esto no  quedaba siempre constancia documental, a pesar de  la  obligación de  registrarlos ante el Santo Oficio112.

La  visita de  las  mercancías en  la aduana era  a menudo poco rigurosa. Según un  informe del  inquisidor del  año 1600, la ropa se  acostumbraba inspeccionar abriendo los  fardos «por las  cabezas», por  lo que, para que  no  creyeran los  extranjeros que  ésa era  «regla infalible», indicaba a  los  comisarios que  se  podría a veces   hacer que   se  abrieran  «más extendidamente», sin  hacer molestia a  los  extranjeros113. Los  inquisidores se  quejaban en 1620  de  que  era  imposible controlar la  entrada de  libros y papeles mientras las  visitas se hicieran como se estaban haciendo por  «los  gobiernos destas islas», por  no  hacerse las  visitas dentro  de  los  barcos «y a  un  mismo tiempo por  los  ministros del Santo Oficio y diputados de  la  salud y la  guerra y abrirles de cuando en  cuando los  baúles y  fardos en  la  aduana». Parece, pues, que  esto no  se  hacía114.

Otra cosa a  añadir era  la  entrada frecuente de  mercancías de  contrabando, sin  pasar por  las  aduanas; y,  aunque pasasen por   la  aduana, esto no  significa que   se  registrasen, o  que   se registrasen bien115. Por  más que  el objetivo de  esas  acciones no fuese otro, en  la  inmensa mayoría de  los  casos, que  el  del  beneficio económico, el Santo Oficio las  perseguía con  el argumento  de  que   podían dar lugar a  la  introducción de  libros prohi- bidos116.

En  1677  daban cuenta los  inquisidores canarios de  la  introducción en  las  islas, por  los  ingleses, de  gran número de  cajetillas  de  acero para tabaco, algunas de  las  cuales tenían inscripta por orden del  Tribunal, en  las  casas de  los  mercaderes extranjeros del  lugar   se  encontró un buen número de  libros, algunos de  los  cuales habían sido registrados, y   ciones en  inglés o en  latín contrarias al Papa117. Los  inquisidores manifestaban sus  temores y su  impotencia, porque los  ingleses tenían arrendadas, aunque por  personas interpuestas, las  aduanas  de  las  Islas, y por  ello  no  se  podía confiar en  los  guardas de  las  mismas;  pues, «viviendo estas  personas  de  los  gajes que  llevan de  los  ingleses por  su  ocupación, se  hace muy creíble  que   con   orden suya pasarán sin  visitarse los  fardos, cajones, cajas y  baúles en  que   quieran  introducir  libros herejes y otras  cualesquier cosas perjudiciales a  nuestra santa fee  cathólica».

Un  caso, ciertamente singular, nos  permitirá concluir que  la eficacia  de  las   medidas de  control era   poca. En   1680   los inquisidores amonestaron al  comisario de  La  Orotava porque, sin  él  saberlo, John Pendarby, mercader  inglés en  el  Puerto, había ido  trayendo libros hasta formar una biblioteca de  más de  500  volúmenes, entre ellos  Biblias en  romance, que  algunos canarios habían visto118. Le  ordenaron visitar la  casa y recoger todos los  libros que   en  ella  hallase y  llevarlos al  convento de Santo Domingo, para  examinarlos. La  biblioteca, realmente magnífica, contenía clásicos griegos y latinos, y libros de  muy variadas materias en  inglés, francés, holandés, italiano y español,   incluyendo de  literatura  (Lope, Guzmán  de  Alfarache, Saavedra, Quevedo, Góngora, Santa  Teresa). Había obras  de Erasmo, libros de  filosofía, medicina,  cirugía, matemáticas, naútica, mapas, comercio, de  historia, de  viajes, gramáticas  y vocabularios, de  arte militar, etc.  De  todos ellos,  el comisario  y los  religiosos que  los  examinaron sólo  marcaron quince como peligrosos, mandándose  señalarlos y  devolvérselos todos a  su propietario. John Pendarby, que   era   socio de  Samuel Swan, murió en  las  Islas. Quizás su  biblioteca, o parte de  ella,  la heredara Swan, quien quince años más tarde, y ya muerto Pendarby, poseía la  mayor colección de  libros del  Puerto de  la  Cruz, según  las  fuentes inquisitoriales.

Las  actas de  las  visitas experimentan una evolución formal, que  expresa los  cambios en  las  preocupaciones y objetivos del Santo Oficio. En  el  siglo  XVI  y principios del  XVII   dominan las preguntas de  carácter religioso, de  modo tal  que  a menudo fal tan tras indicaciones como la carga de  los  navíos, su  armamento  y el tiempo de  navegación. Se  atiende más, por  el contrario, a quiénes son  sus  tripulantes, incluso dando sus  nombres, o al menos los  de  una parte de  ellos,  y desde luego preguntándose por  sus  creencias, sus  prácticas y su  comportamiento en  asuntos  de  religión. No  faltan, con  todo, respuestas estereotipadas a preguntas  estereotipadas,  inverosímiles en  ocasiones, como cuando se dice  que  todos son  católicos en  el lugar de  procedencia,  contra toda evidencia. Las  cuestiones de  contenido religioso van  disminuyendo después, hasta el punto de  que  se  reducen a la pregunta, mecánica, de  si traen imágenes o libros prohibidos, y a advertir que  al  saltar a tierra se  comporten con  corrección. Finalmente, en  el siglo  XVIII  se reducirá todo a preguntar por  los libros, imágenes o estampas. El procedimiento se simplificó también, pues, de  hacer comparecer a tres personas —normalmente—  de  cada navío, en  el siglo  XVIII  se pasa a tomar declaración sólo  a  una, generalmente el  capitán.

El  control de  los  puertos y de  las  relaciones marítimas constituyó para la  Inquisición un  asunto de  tanta importancia, que creemos poder afirmar que  la  red  de  sus  ministros se fue  constituyendo, en  buena medida, respondiendo a  la  necesidad de tener agentes autorizados en  los  puertos principales. En  el caso de  Las  Palmas, los  visitadores eran religiosos, por  lo general de los  que   servían de  algún modo a  la  Inquisición, que   recibían una comisión temporal. En  otros puertos también hubo oficiales  nombrados ex profeso para las  visitas de  navíos. En  Tenerife, hacia 1580  realizaban las  visitas en  el puerto de  Garachico personas comisionadas a  ese  solo  efecto, en  un  momento en  que la  isla  tenía un  único comisario, residente en  La  Laguna. Poco más tarde se  nombró ya  en  aquel puerto un  comisario permanente del  Santo Oficio, antes de  que  lo  tuviese La  Orotava. El comisario y otros oficiales de  La  Laguna bajaban a Santa Cruz para realizar las  visitas de  navíos, cuando eran avisados. Ello exigía la  existencia de  personas encargadas de  reconocer  los navíos extranjeros que   llegasen al  puerto e  impedir que   nadie comunicase con  ellos  hasta que  fuesen visitados por  el comisa- rio119. Más  tarde se nombró un  visitador de  los  navíos, no  siempre  en  buenas relaciones con  el comisario de  La Laguna, del  que dependía120. Finalmente, desde el último cuarto del  siglo  XVII  tendrá Santa Cruz un   comisario, como correspondía a  un   lugar cuya importancia iba  a  en  seguida a  crecer, en  detrimento de La  Laguna. Por  lo  que  respecta al  Puerto de  la  Cruz, siempre dependió del  lugar y luego villa  de  La  Orotava, no  sin  que   se extendiesen sus  deseos de  independencia a  la  aspiración de  tener   un   comisario propio. En   varios momentos del  siglo   XVIII hubo quejas por   parte de  los  comerciantes del  Puerto por   los supuestos perjuicios que  les causaba, para el rápido despacho de sus  mercancías, el hecho de  que  el comisario residiese en  la  villa.  En  1765  recurrieron al  Consejo de  la  Inquisición, y éste  ordenó al Tribunal nombrar a D. Joseph Peraza y Socas, presbítero  residente en  el Puerto, para que, en  ausencia del  comisario, D.  Ignacio Hernández del  Alamo, hiciese las  visitas de  navíos, sin  la  obligación de  que  a  este  fin  le  pasase aviso alguno. Sin duda los  comerciantes habían sugerido al Consejo el nombre de Peraza. El  comisario titular reaccionó exponiendo al  Tribunal, con  abundancia de  argumentos y de  testimonios, tomados casi todos a  notables vecinos de  la  Villa,  cómo no  se  seguía ningún daño para el  comercio del  hecho de  que  el  comisario residiese en  La  Orotava. Peraza, que  al  parecer era  bastante condescendiente a  la  hora de  las  visitas, estaba emparentado con  la  casa Commins, cuyo apoyo tenía, lo  mismo que   el  de  los  Cologan, Madan y otros. En  un  Memorial dirigido al Consejo, los  comerciantes no  se  contentaban ya  con  la  providencia del  sustituto, sino que  aspiraban a  que  se  pusiera en  el Puerto un  comisario en  propiedad. Pero el asunto se  había convertido en  un  problema  «constitucional». Los  de  La  Orotava invocaban la R.C.  de  28 de  noviembre de  1648, «que es  la  de  la  creacion de  dha villa», por  cuanto, a su  tenor, debía haber en  ella,  entre otros cargos y magistraturas, un  comisario del  Santo Oficio. El  Tribunal recomendó al  Consejo retirar la  comisión dada a Peraza, por  cuanto  convenía fortalecer la  autoridad y dignidad del  comisario,  y a  la  muerte de  éste  en  1767  propuso una solución salomónica: atendiendo la  petición de  los  comerciantes, y al  mismo tiempo a  que   «los  vecinos de  la  Villa  no  se  resientan de  que   se  les dismembra  aquella comisaria», el  comisario sería de  la  Villa, pero residiría en  el Puerto121.


Notas:

1   Archivo Histórico Nacional (A.H.N.), Inquisición  (Inq.), lib.  248,  f.  88. Acerca de  su  envío a  las   autoridades canarias, ver  A.  RUMEU  DE   ARMAS, Canarias y el Atlántico. Piraterías y ataques navales contra las  islas  Canarias, Madrid,  19912, t.  I,  p.  318.
2   J.  PARDO   TOMÁS,  Ciencia  y  censura. La  Inquisición  española y  los  libros  científicos en  los  siglos  XVI   y  XVII,  Madrid,  C.S.I.C., 1991, p.  30.  En  el Apéndice reproduce  (pp.  370-372) la  Instrucción  (A.H.N., Inq.  lib.   1259, ff. 194v-195v), cuyo  original  no   hemos consultado, pero que   nos   suscita ciertas dudas, por cuanto en  la  misma aparecen algunos puntos  que   no  pueden ser  anteriores al  siglo   XVII:  «vajeles de  ingleses y escoceses vasallos del  Rey  de  Inglaterra...».
3   H.  Ch.  LEA,  Historia de  la  Inquisición  española, Madrid,  F.U.E., 1983, t. III,  pp.  320-330; J.  CONTRERAS, El  Santo Oficio de la Inquisición de Galicia (poder, sociedad y  cultura). 1560-1700, Madrid,  Akal,  1982, pp.   151-156,  y de  nuevo en  J.  PÉREZ  VILLANUEVA   y  B.  ESCANDELL BONNET (dirs.),  Historia de  la  Inquisición en  España y  América, Madrid,  B.A.C.,  1984, t.  I,  pp.   760-
763;  J.  PARDO   TOMÁS,  op.  cit.,   pp.   29-33.
4   E.  TORRES SANTANA,  «Visitas de  navíos extranjeros en  Canarias duran- te  el  siglo   XVII»,  V  C.H.C.A. (1980),  Las   Palmas,  1982, t.  IV,  pp.   427-454; J.  GONZÁLEZ  DE  CHÁVEZ  MENÉNDEZ, «Las  visitas de  navíos en  el  tribunal de la  Inquisición de  Canarias.  Siglo XVIII»,   VII   C.H.C.A. (1984),  Las   Palmas,
1986, t.  II,  pp.  713-732; A. BRITO  GONZÁLEZ, «Visitas  de  navío en  el  Tribu- nal   de  la  Inquisición de  Canarias en  el  siglo   XVI»,  Vegueta, núm.  3  (1997-
1998), pp.   89-100.
5    Santa  Cruz de   La   Palma,  9-X-1570, Archivo  del   Museo  Canario
(A.M.C.), Inquisición  (Inq.),  CLXIX-28. A.  BRITO  GONZÁLEZ, op.  cit.,   p.  90, escribe que   la  primera  visita de  la  que   hay   constancia en  Canarias es  la realizada en  Santa  Cruz de  Tenerife el  17-VI-1564, pero  creemos  que   esa visita tuvo lugar, en  realidad, en  1574, A.M.C.,   Inq., 12-33.
6   A.H.N., Inq., lib.  577,  carta del  Consejo al  Tribunal (C/T)  de  23-I-1571.
7   Por   R.C.  de  15-I-1576 se  recordaba al  obispo de  Canarias que   tocaba al  inquisidor de  Canarias y  a  sus   comisarios visitar los  navíos extranjeros, como estaba ordenado, «e  aora somos informados (...)  se  lo  aveis impedido y  impedis, sobre lo  qual  aveis procedido  con   censuras contra los  que   ve- nían en  los  dichos navíos, mandándoles so  graves penas que  no  obedescan el  mandamiento de  dicho Inquisidor...», en  A.H.N., Inq., leg.  2367, carta de T/C  7-IV-1620.
8   RUMEU, op.  cit.,  t.  I,  p.  319.
9   L.  A. ANAYA HERNÁNDEZ  y F.  FAJARDO   SPÍNOLA, «Oposición  a  la  Inqui- sición, conflictos y abusos de  poder a  fines del  siglo   XVI  (las  visitas de  ins- pección a  la  Inquisición  canaria)», en  El  Museo  Canario, 1985-1987,  Ho- menaje a  don   José  Miguel Alzola, pp.   217-235.
10    A.M.C.,   Inq., CLXXI-17.
11    A.H.N., Inq.,  leg.  1833-30, f.  69.
12    A.H.N., Inq.,  lib.  578,   f.  377,   carta C/T  de  10-III-1576.
13    A.H.N., Inq.,  leg.  2363, carta  T/C  de  4-VIII-1576.
14    A.M.C.,   Inq.,  CXXXVIII-7 y  26.
15    Ibidem.
16    A.H.N., Inq.,  lib.  580,   carta C/T  de  7  de  junio de  1581.
17    A.H.N., Inq.,  leg.  2364.
18    A.M.C.,   Inq., CLXVIII-47.
19    La  Suprema reiteraba la  R.C.   de  8  de  agosto de  1576, y  lo  que   se había ordenado por cartas de  7-VI-1581,  23-IX-1593  y  26-I-1594.  A.H.N., Inq., lib.  582,   carta C/T  de  8  de  agosto de  1594.
20    A.M.C.,   Inq., IX-18.
21    A.H.N., Inq.,  leg.  2366.
22   A.M.C.,  Inq., hojas sueltas núm. 4,  16.  «Autos hechos para informar a la  magd. del  Rey  nro. Sor. y SSrs. de  sus  supremos consejos Rl.  y de  la  Sta Inquon. en  la  razon de  la  costumbre de  visitar por la  salud los  navíos y de lo  sucedido en  la  visita del  navío francés...».
23    Ibidem.
24   A.M.C.,  Inq., hojas sueltas núm. 4.
25    A.M.C.,   Inq.,  XIII-24. Proceso  criminal.
26    A.M.C.,   Inq.,  CXXXI-29 y  LXXVI-14.
27    A.M.C.,   Inq., LXXV-2.
28    A.M.C.,   Inq., CVIII-24. Ciertamente, había  precedentes  de  lo  contrario,   pero, por lo  que   sabemos, tal   práctica  siempre había  sido contestada por el  Santo  Oficio: así,   en  Garachico, en  1655, en  la  visita de  un navío holandés. A.M.C.,   Inq., LII-6.
29    A.M.C.,   Inq., XIII-24.
30    Auto   del   Tribunal notificando al  corregidor de  Gran Canaria, don Miguel de  Chaporta Meseta, «q.  en  adelante las  visitas de  salud q.  le  toca hacer como a  tal  corregidor las  haga, como sus  predecesores, en  el  Puerto, sin  dar lugar ni  consentir q.  los  q.  han de  ser  visitados vengan a  aserlo a  la ciudad».  29-VIII-1669. A.M.C.,   Inq., CLXII-12.
31    A.M.C.,   Inq., LXXV-2.
32    A.M.C.,   Inq.,  CXXVIII-12 A.  Así  era   en  1744.
33    A.H.N., Inq.,  leg.  2391.
34    A.M.C.,   Inq., CVI-34   (1596), VII-3   (1608),  CXXXVI-11, LII-1   (1631);
prisión del  almojarife de  La  Palma (1632), hojas sueltas núm. 4;  CLXXVII-
66  (1681);  CLXI-25 (1706);  XLVIII-1 (1728).
35    A.M.C.,   Inq., XI-33   (1650),  CXLVIII-26 (1651),  CLXXVII-66 (1668), CLXVI-1  (1681).
36    A.M.C.,   Inq., XXXVIII-38.
37   Según se  probó en  la  visita de  inspección del  Dr.  Claudio de  la  Cue- va,  en  1596, A.H.N., Inq.,  leg.  1832   núm. 7.
38    A.M.C.,   LXXVIII-2, carta  T/C  de  4-VII-1653, f.  33  y  ss.
39   Vid.  nota 15.
40    A.M.C.,   Inq., IX-18.
41    A.H.N., Inq.,  leg.  2366, carta  T/C  de  18-IX-1604.
42    A.H.N., Inq.,  leg.  2374, carta  T/C  de  3-VI-1667.
43    A.H.N., Inq.,  leg.  2374, año  1668.
44    A.M.C.,   Inq., doc. no  catalogado, auto de  10-V-1669.
45   Por  carta orden del  Tribunal de  16-V-1707, por ejemplo, se  recordaba que, si el barco había sido ya visitado en  otra isla,  «no  deve,  ni puede el comi- ssario llevarles derechos por haverlos ya  pagado», A.M.C.,  Inq., CLXXI-10.
46    El  asunto  generó una  considerable documentación: A.M.C.,   Inq., CLXXVIII-76,  CXVI-7,   XXIII-10,  CLXXIV-71,  CLXXV-117, CLXXVI-127, CLXXVI-199.
47    A.M.C.,   Inq.,  CXXVIII-12 A.
48    A.M.C.,   Inq.,  CXXIX-11, circular  de  3-IX-1717.
49   Ibidem. Esa fue  la  respuesta unánime de  seis  capitanes de  barcos de la  Carrera de  Indias: Cayetano Espinosa,  Silvestre de  León, Pedro  Milán, Ildefonso García, Matías Carta y  Simón  Ravelo.
50  No  se  pedían en  Santa Cruz de  Tenerife «aun cuando vayan para Cádiz u otros puertos de  España, para donde ordinariamente se  ofrece remitir pliegos del  Tribunal», A.M.C.,   Inq., IX-7  (1717).
51    En   1739   informaba el  comisario de  Santa  Cruz de  que   ninguno de los  navíos que  zarpaban, cualquiera que  fuese su  destino, sacaba licencia ni daba cuenta de  su  viaje. Lo  mismo decían el  comisario de  La  Palma y  el de  La  Orotava, añadiendo este  último que  no  tenía noticias de  que  sus  predecesores las  hubiesen dado. Ibidem.
52    A.M.C.,   Inq.,  CXXVIII-12 A.
53    A.M.C.,   Inq., CLI-4.

54   A.M.C.,  Inq., CXXX-7   (1525); CLXXIX-75 (1551); II-55   (1734);  CLXI-
42  (1756).
55   «...costumbre inmemorial en  Canaria de  q.  todos los  navíos y  barcas q.  salgan (...)  sea    otra isla  o    España, lleven licencia del  Santo Oficio», A.M.C.,   Inq.,  CLXVIII-71 (1603).
56   A.M.C.,  Inq., CXXXV-12: proceso contra Luis Hernández Borrallo, por haber partido sin  licencia del  S.O.,  y contra Bernardino de  San Juan, alcai- de  de  la  fortaleza de  las  Isletas,  por  haberlo  dejado  salir; CXLVI-33: con- troversias en  La  Palma entre el  comisario del  S.O.  y  el  teniente de  gober- nador, sobre despacho de  una  barca  para  Tenerife (1591); CLXVI-31: contra el  alcaide de  la  fortaleza de  La  Luz  (1626); CLXXIII-35: contra  el  sargento mayor de  Canaria (1666); XCI-19: contra  el  castellano del  castillo del  Puer- to  de  la  Cruz (1738).
57    A.M.C.,   Inq.,  XXXI-8 (1593); 9-8  (1629);  LXXV-34 (1737);  CLIV-46 (1765).
58   «la  demasía q.  ay  en  irse  los  barcos sin  licencia es  grande y si  no  se remedia con   justas demostraciones la  autoridad del  Tribunal quedará muy menoscabada», escribía en  1652   el  comisario de  La  Laguna, A.M.C.,   Inq., hojas sueltas.
59    A.M.C.,   Inq.,  CLVII-31 (1655);  CLXXVIII-177 (1655).
60    A.M.C.,   Inq.,  CLXXVII-77 y  78.
61    A.M.C.,   Inq., 5-78.
62    A.H.N., Inq.,  leg.  2366, carta  T/C  de  18-IX-1604.
63    A.H.N., Inq.,  lib.  585,   carta C/T  de  10-XI-1606.
64    A.H.N., Inq.,  leg.  2366, carta  T/C  de  26-II-1607.
65    A.H.N., Inq.,  leg.  2366, carta  T/C  de  2-III-1612.
66   A.M.C.,  Inq., CLXIII-22. Los  ingleses debieron pagar al  comisario de La  Laguna los  105  reales en  que  estaba tasada la  información hecha por el comisario y  escribano.
67    A.M.C.,   Inq., CLXXVI-32.
68    A.H.N., Inq.,  leg.  2371, carta  T/C  de  11-XI-1648.
69    A.M.C.,   Inq., CXXX-12.
70    A.M.C.,   Inq., CXIX-15.
71    En   efecto, en  1674   se  puso preso en  el  Puerto de  la  Cruz a  Juan
Theatton, hasta que   pagó. A.M.C.,   Inq., CLXXIV-70.
72   El  Tribunal respaldó a  su  comisario y defendió el  cobro. A.H.N., Inq., leg.  2376, carta  T/C  de  10-IX-1675.
73    A.M.C.,   Inq., I-2.
74    A.M.C.,   Inq., 5-75.
75    A.M.C.,   Inq., 5-79.
76    A.H.N., Inq.,  leg.  2377.
77    A.H.N., Inq.,  leg.  1833-30.
78    A.H.N., Inq.,  leg.  2391.
79    A.H.N., Inq.,  leg.  1833-30.
80    A.H.N., Inq.,  leg.  3735-45.
81    A.H.N., Inq.,  leg.  1833-30, fs.  70-71.
82    A.H.N., Inq.,  leg.  2391.
83    A.M.C.,   Inq., 5-78.
84    A.M.C.,   Inq., LXXV-9.
85   G.  STECKLEY, Trade  at  the  Canary Islands  in  the  Seventeenth Century, Chicago,  1972, pp.   238-251.
86   Particularmente, E.  TORRES SANTANA  y J. GONZÁLEZ DE  CHÁVEZ,  op.  cit.
87   Ver  nota 4.
88    En   1660   el  comisario  de  La  Orotava amenazaba  al  cónsul  inglés Clerque, que   se  oponía a  las  visitas, con   cobrarle a  él  los  derechos de  «los doce o  trece navíos que  oy  han entrado». De  ese  año no  se  conserva ningu- na visita. A.M.C.,   Inq.,  CXIX-15.
89    A.H.N., Inq.,  1833-30.
90    Así se supone que  se hace en  La Orotava, hacia 1750. A.M.C.,  Inq., I-2.
91    Ante  una queja formulada por el  embajador inglés al  Consejo de  Es- tado, por supuestos abusos en  el  curso de  una visita, los  inquisidores  debieron mandar a  los  comisarios de  Garachico y La  Laguna que  buscaran  y le  enviaran el  acta correspondiente, realizada un año antes. A.H.N., Inq., leg.  2366, carta  T/C  de  21-V-1607.
92    A.M.C.,   Inq., CLXV-40.
93   Public Record Office (P.R.O.), Correspondence  of  the  Board of  Trade, Colonial  Office (C.O.)   388/2, f.  347.   La  relación inglesa indica el  nombre de  cada barco, su  capitán, tonelaje y  número de  tripulantes.
94   P.R.O., C.O.,  388/2   f.  55;  y  C.O.  388/6, respectivamente.
95   P.R.O., C.O.  388/1, f.  267.
96    «En aquellos tiempos  (...)  hasta quarenta  llegaban a  dicho puerto a un tiempo, con   dos   convoyes», y  había veinte o  más casas de  mercaderes, A.H.N., Inq.,  leg.  2387, año  1767.
97   Vid.  G.  STECKLEY, Tabla de  importación de  vinos en  Londres, op.  cit., p.  236.
98    Aparte  de   los   traslados  hechos por  el  Santo  Oficio de   libros  de almojarifazgo, hicimos uso  de  las  visitas de  salud realizadas por la  Justicia y  Regimiento,  conservadas  en   el  Archivo Municipal  de   La   Laguna.  F. FAJARDO   SPÍNOLA, «Comerciar  con   el  enemigo. Canarias y  la  guerra contra Inglaterra  (1625-1630)», XIII C.H.C.-A. (1998), Las  Palmas, 2000, pp.  1927-
1944   (edición en  CD-ROM).
99   W.  THOMAS, «Contrabandistas flamencos en  Canarias (1593-1597)», IX Coloquio de  Historia Canario-Americana, Las  Palmas, 1990, t.  II,  pp.  55-92; F.  FAJARDO   SPÍNOLA, «La  Inquisición de  las  Islas Canarias bajo Felipe II: contrabando, corso y herejía», V  Reunión  Científica de  la Asociación Espa- ñola  de  Historia Moderna (1998), Cádiz, 1999, vol.  I,  pp.  447-453.
100    A.H.N., Inq.,  leg.  2366-1, carta  T/C  de  30-V-1606.
101   F.  FAJARDO   SPÍNOLA, «Guerra  y contrabando en  las  islas Canarias en el  siglo   XVII»,  VII   Reunión  Científica de  la  Fundación Española de  Historia Moderna  (3-6  de  junio de  2002). En   prensa.
102    F.  FAJARDO   SPÍNOLA, «La  Guerra de  Sucesión española y  la  comuni- dad británica en   Canarias, el  final de  una  época», en   A.  BÉTHENCOURT MASSIEU,  Felipe  V  y  el  Atlántico. III  Centenario del  advenimiento  de  los Borbones,  Las   Palmas,  2002, pp.   49-88.
103    A.H.N., Inq.,  leg.  2366.
104    En   Santa Cruz de  Tenerife, en  1594, el  guarda del  puerto conducía a  una casa al  capitán, piloto y  un pasajero, y  allí  los  retenía, incomunicados, hasta que  llegaba desde La  Laguna el  comisario, quien realizaba allí  la visita, A.M.C.,  Inq., CLXVIII-42; en  el  mismo lugar, en  1614, se  dice  que  se hará la  visita «si  la  mar  diese lugar», CLXXI-31; en  La  Palma, hacia 1620, se  hacían en  tierra, hojas sueltas, núm. 4,  16;  en  Las  Palmas, en  1624, el Dr. Baltasar Fernández Castellanos, visitador, defendía haber desempeñado con  celo  su  oficio, embarcándose  en  los  navíos para hacer la  visita, lo  que otros no  hacían por temor a  marearse,  A.H.N., Inq., leg.  2367.
105    A.M.C.,   Inq., LXXVIII-2, carta  T/C  de  4-VII-1653,  f.  33.
106    A.H.N., Inq.,  leg.  2374, carta  T/C  de  3-VI-1667.
107    A.M.C.,   Inq., CLXXVIII-77.
108    A.M.C.,   Inq., XLVI-5   y  XLV-33.
109    A.H.N., Inq.,  leg.  2377.
110   Libros en  inglés en  Garachico en  1605  y 1606, A.M.C.,  Inq., CLXXV-
62  y  CLI-35; espejos  procedentes  de  Holanda con   imágenes obscenas, en Santa  Cruz de  Tenerife, en  1723, Inq.,  4-48;   libros  ingleses en  el  mismo puerto en  1725, uno  de  ellos   con   estampas «injuriosas para  el  Papa y  la Iglesia católica», Inq., CXXIII-19.
111   A.H.N., Inq., leg.  2366, carta T/C  de  27  de  octubre de  1605, y A.M.C., Inq., CLXXV-62. otros no,   A.M.C.,   Inq., vol.  XX,  20  serie.
113    A.M.C.,   Inq., IX-18.
114    A.H.N., Inq.,  leg.  2367, carta  T/C  de  26-VIII-1620.
115    F.  FAJARDO   SPÍNOLA, «Comerciar  con   el  enemigo. Canarias y  la  gue- rra  contra  Inglaterra  (1625-1630)», op.  cit.
116    Contra el  almojarife del  Puerto de  La  Orotava, porque habiendo  lle- gado dos   barcas cargadas de  ropa se  desembarcaron sin  que   nada entrase en  la  aduana,  1631, A.M.C.,   Inq.,  CLXXVII-192; desembarco  nocturno,  en Las   Palmas, de  mercancías,  1637, Inq.,  CV-39;   mercancías entradas  por Garachico y  desviadas al  Puerto de  La  Orotava sin   pasar por la  aduana,
1643, Inq.,  XXIII-13; en  1673   en  Las  Palmas, y  en  1676   en  Garachico,  se dejaban pasar y entregaban «a  las  partes» mercancías sin  que  fuesen visitadas, Inq., CLXII-13.
112    En   la  inspección que   el  comisario de  La  Orotava realizó en  1645, 117    En   una de  ellas, recogida por el  Santo Oficio, estaba grabada la  figura del  papa, con   su  tiara, y,  vuelta la  caja, el  pontífice era   un demonio, con   una inscripción que   rezaba: «Aeccletia perversa tenet faciem diaboli». A.H.N., Inq.,  leg.  2376.
118    A.M.C.,   Inq.,  CXLVI-27, fs.  321  y  ss.
119    Comisión dada  en   1616   a  Juan de  Rocha,  vecino de  Santa Cruz, A.M.C.,   Inq., CLIV-42.
120    A.M.C.,   Inq., 9-15.   El  Dr.   D.  Cristóbal Bandama,  comisario  de  La Laguna, pide al  Tribunal que   el  Dr.  Luis González Guirola, beneficiado de Santa Cruz, no  visite los  navíos. 1673.
121    A.M.C.,   Inq.,  CXXXIV-16; A.H.N., Inq.,  leg.  2387.

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