Transcurría el siglo XIV. Una
tormenta hizo embarrancar al navío del español Martín Ruiz de Avendaño en la
costa de Lanzarote. El marino tuvo la suerte de que Zonzamas, el gran rey, le
diera la bienvenida. Permaneció en la isla durante seis meses, disfrutando de
la hospitalidad de los aborígenes. Pero también hubo otra razón para quedarse
tanto tiempo allí. Fayna, la sublime esposa de Zonzamas, había conquistado su
corazón.
Cuando Zonzamas murió, le sucedió su hijo Tinguafaya. Sin embargo, no ejerció el poder durante mucho tiempo, porque a poco de ser nombrado rey, unos piratas españoles lo raptaron, junto con su esposa y otros setenta aborígenes que fueron vendidos como esclavos.
Después del corto reinado de
Tiguafaya, le siguió en el poder Guanareme, otro hijo de Zonzamas. El nuevo rey
se casó con su hermana Ico. En aquellos tiempos, esta costumbre resulta común
entre los aborígenes de varias hijas del archipiélago. No obstante, tampoco a
este monarca le esperaba un reinado muy largo. Perdió su vida luchando contra
unos piratas que visitaron Lanzarote en busca de esclavos.
Guanareme tenía un hijo, Guadarfía, al que ahora le tocaba reinar. Pero Atchen, un pariente cercano, también reclamaba el trono. Éste administraba una dilatada región de Lanzarote y tenía tantas relaciones importantes como poder entre los guerreros. Además, Atchen sostenía que Ico no era hija de Zonzamas, sino fruto de la relación de la reina con aquel extranjero. Por tanto, su hijo Guadarfía tampoco descendía directamente de Zonzamas y no le correspondía subir al trono de madera legítima.
El consejo o tagoror de ancianos
se reunió y, como suelen hacer los sabios para salvar sus espaldas cuando no
saben qué decisión tomar, dejaron la resolución del problema en manos de la
suerte o de sus divinidades. El consejo decidió, pues, que Ico debía someterse
a una prueba sobrenatural, para comprobar su ascendencia real.
El día fijado para la prueba llegó. Llevaron a Ico y a sus tres damas de compañía a una cueva. Cientos de lanzaroteños acudieron a contemplar el macabro espectáculo. Cuando la reina estuvo en la entrada de la gruta, miró al gentío y pudo distinguir algunos rostros queridos, cubiertos de lágrimas, como el de su hijo Guadarfía. Solo su vieja matrona se atrevió a contravenir las normas y acercarse a ella para abrazarla. Un anciano hizo una seña y un par de hombres apartaron suavemente a la vieja para que el acto continuara. Aparentemente fuerte y segura de si misma, Ico entro en la cueva, seguida de sus compañeras. Delante de la gruta, se amontonaban ramas verdes. Las cuatro mujeres penetraron en aquel agujero y un guerrero encendió una hoguera sobre la que fue depositando el ramaje verde. Se produjo una gran humareda. Con hojas de palmera, dos hombres abanicaban el humo hacia el interior de la cueva.
Las mujeres encerradas comenzaron
a sentir que les picaban los ojos y la garganta. Por fuera, el pueblo esperaba
con expectación el resultado de la prueba: si Ico no muriera asfixiada, sería
la demostración de que la sangre que fluía por sus venas era sangre real.
Después de poco tiempo, se oyeron los gritos de las mujeres. Luego, una tos
ahogada. Al final, los sonidos que provenían de la cueva se debilitaron y se
extinguieron. Sin embargo, todavía la hoguera continuó encendida y los verdugos
siguieron enviando humo hacia el interior.
Mucho rato más tarde, apagaron el
fuego y los ancianos del consejo penetraron en la gruta. Delante de ellos, en
el suelo, se encontraban tumbados los cuerpos sin vida de las tres compañeras
de Ico. Su postura era retorcida y sus ojos continuaban muy abiertos por el
terror y la agonía. Más adentro, apoyada en la pared de la cueva, se hallaba
Ico, ennegrecida por el humo. Sus ojos eran dos ascuas que miraban a los
viejos. Sin pronunciar una palabra, dio algunos pasos tambaleantes. Rechazó
cualquier ayuda y, lentamente, salió de la cueva con la cabeza levantada,
parpadeando. Atardecía y la luz de la puesta de sol bañó su figura renegrida.
Se acercó a su hijo Guadarfía, el nuevo rey de la Isla, y lo abrazó. La
multitud, reunida delante de la cueva, estaba delirante de júbilo ante el
prodigio que acababa de realizarse ante sus propios ojos.
Como suele suceder en las
historias mágicas, sólo unas pocas personas se enteraron de qué manera se había
realizado aquel milagro. El resto, nunca supo cuál fue la verdadera razón por
la que una de las viejas curanderas se había abierto paso hasta la princesa, a
través de los asistentes a la prueba. Esa anciana mujer había ejercido durante
muchos años como matrona. Ya cuando Ico nació ella había prestado sus manos
sabias y hábiles para que la niña llegara sana a este mundo. Después, ayudó a
Ico a tener a su hijo Guadarfía y curó a éste de no pocas heridas en sus
correrías de niño y de adolescente. Para muchos aborígenes, la anciana no era
sólo matrona sino también una inteligente curandera.
A nadie extrañó que la vieja
abrazara a Ico, pero lo que ninguno de los presentes observó fue cómo,
subrepticiamente, la matrona le entregaba una esponja marina, mojada en agua, y
le rogaba que se la pusiera en la boca para respirar a través de ella cuando
comenzara a entrar el humo.
Así, Ico pudo salvar su vida y el
trono de su hijo.
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