A menudo me encuentro con gente que se vuelve casi poética cuando
habla de las maravillas únicas de mi terruño, la Península o
Cordillera [“chiquita y humilde” de Anaga, o Naga [Ambos nombres
castellanizados], y no es que exageren o dejen de hacerlo, no es que
ello me enorgullezca o me desagrade; Claro que “me gusta que guste” mi
terruño y me satisface, es solo que muy pocos saben lo que quiero
decir cuando afirmo que “los que vivimos y sufrimos Anaga, no podemos
tener una imagen tan idílica de la realidad como la que puede mostrar
una foto de cualquier rincón, de cualquier Valle o Barranco, desde
cualquier Pico, Roque, o Playa. Eso lógicamente solo puede saberlo
quien haya nacido y vivido en el campo, el monte o la montaña y sea
más o menos de mi quinta, o de quienes por alguna razón “transitaran
mucho aquellos andurriales...”
A pesar del medio siglo sobre mis costillas, todavía puedo reconocerme
en los paisajes de mi niñez, tal vez no en todos, pero si en la
mayoría, por lo que tengo el privilegio, no siendo viejo, de haber
nacido a lomos de un cambio de época, era o generación, o de tiempos,
entre la “tradición y la modernidad”, que supuso para la vida de las
comunidades rurales de Anaga, “las carreteras, el transporte público
en aquellas guaguas que mejor no hablar, la luz eléctrica, el agua
corriente, aquel único teléfono público para cada caserío y
alrededores [Lógicamente en una venta o bar, generalmente venta- bar-
centro de reunión “cívico”], aquella televisión en blanco y negro que,
además de rayas y una nube de lluvia de puntitos emitía imágenes,
películas, “el parte y el tiempo•” y otras novedades con todas las
posibilidades que todo ello traía aparejadas. ¡¡Coño...!! Entonces fui
consciente a mis seis o siete años, que había estado viviendo “como un
salvajito para unos, como un privilegiado para otros, simplemente
viviendo incomunicado del resto del mundo, que para mí hasta aquel
momento, no había existido”.
en los paisajes de mi niñez, tal vez no en todos, pero si en la
mayoría, por lo que tengo el privilegio, no siendo viejo, de haber
nacido a lomos de un cambio de época, era o generación, o de tiempos,
entre la “tradición y la modernidad”, que supuso para la vida de las
comunidades rurales de Anaga, “las carreteras, el transporte público
en aquellas guaguas que mejor no hablar, la luz eléctrica, el agua
corriente, aquel único teléfono público para cada caserío y
alrededores [Lógicamente en una venta o bar, generalmente venta- bar-
centro de reunión “cívico”], aquella televisión en blanco y negro que,
además de rayas y una nube de lluvia de puntitos emitía imágenes,
películas, “el parte y el tiempo•” y otras novedades con todas las
posibilidades que todo ello traía aparejadas. ¡¡Coño...!! Entonces fui
consciente a mis seis o siete años, que había estado viviendo “como un
salvajito para unos, como un privilegiado para otros, simplemente
viviendo incomunicado del resto del mundo, que para mí hasta aquel
momento, no había existido”.
Cuando yo comencé a ir a la escuela, con siete años, lo hacía en la
más cercana, en Roque Negro, donde solo había el curso de los chicos y
el curso de los más grandes y gracias...; Allí tenía que ir caminando,
cosa de dos kilómetros por senderos que atravesaban el monte, en una
época donde el otoño era otoño, el invierno era invierno y la
primavera, pues también era lluviosa..., todo ello bajo la influencia
del mar de nubes y el “goterío de los árboles”. Teníamos que llevar la
comida como cualquier trabajador y regresábamos de tarde, generalmente
resolviendo algunas querellas “con los de otros barrios”, pues
coincidíamos con la gente de Catalanes también. Íbamos con aquella
sana alegría más por lo que nos sacaba de lo cotidiano que otra cosa,
a pesar de las caminatas, el frío, o aquellos verdugos que estaban en
aquel tipo de escuelas por algún castigo administrativo y
“administraban más leña a ambas manos que conocimientos, o lo que
fuera, íbamos, porque bien lo sabíamos nosotros, “la vieja chola en
mano era peor que todo eso...”
Para nosotros, que no salíamos de novedad en novedad, fue todo un
espectáculo ver llegar la carretera a Roque Negro y mirábamos con
interés las máquinas que no habíamos visto nunca, el trasiego de
gente, etc. Especialmente nos llamó la atención lo que creímos un
camión chico con el volante en la parte de atrás [El de nuestros
juguetes estaba donde tiene que estar...] y llevaba el volquete
delante y no tenía cabina; Nos maravilló y no le quitábamos ojo.
El caso es que el “dumper” era conocido por un muchacho del pueblo, y
le encantaba estar todo el día para arriba y para abajo, abierta ya la
carretera y siendo la primera vez que desempeñaba ese trabajo. Y raro
era el día que él no se las ingeniara a escondidas, para esperarnos al
principio de la entonces pista, llenar el volquete de chiquillos y
llevarlo hasta casi el final, donde, siempre a escondidas de
encargados y demás, nos dejaba y se iba a sus obligaciones, algo que
repetía por la tarde, sobre todo cuando hacía mal tiempo, haciendo el
recorrido contrario, con el volquete de aquella máquina infernal
traqueteando entre los baches, lleno de chiquillos amontonados unos
sobre otros, pero más privaos que un tonto con un pito. Ese fue el
primer transporte escolar que funcionó regularmente en las Montañas de
Anaga, al menos por un tiempo, “el Dumper de Torres [“era de él no de
la empresa Dragados...”]”
Desde la Vieja Fortaleza, Rukaden Ait Anaga
15 Octubre 2015
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