Aranda Mendías, Manuel, El Tribunal de la
Inquisición de Canarias durante el reinado de Carlos III (Universidad de
Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 2000), 414 págs.
En los primeros años de Felipe V, la Santa
Inquisición siguió la tradición del s. XVII, período en el que estaba
considerada como una forma de control de la sociedad. Esta misma valoración
tuvo con Fernando VI y Carlos III, agudizándose la crisis a comienzos del s.
XVIII.
El primer capítulo, de lo que en su momento fue
la tesis doctoral de Aranda Mendíaz, Vicedecano de la Facultad de Derecho de la
Universidad de Las Palmas, está dedicado a la organización institucional. En
Canarias el acceso al Santo Oficio podía tener lugar por la transmisión del
cargo, la misma compra, la concesión real o incluso por pertenecer a un grupo
con influencias económicas (p. 27). Los oficiales tenían establecidas seis
horas de trabajo, salvo que fuera festivo, lo que paralizaba enormemente la
labor de este Tribunal. En 1644 el Tribunal de Canarias estaba conformado por
tres inquisidores y dos secretarios del secreto. Estos secretarios debían
registrar por escrito todos los procedimientos procesales y todo tipo de expedientes,
al igual que su correspondencia. Otros cargos menores a partir del s. XVII eran
los alcaides, nuncios o porteros, que sustituirían al antiguo personal civil.
Entre los oficiales estaban los alguaciles que tenían como función principal la
captura de los reos. Por otro lado, existían miembros colaboradores sin salario
como los comisarios, entre cuyas funciones estaban investigar en las
localidades que se encontraban alejadas de la sede del Tribunal, dar audiencia
a los testigos, así como registrar sus declaraciones. Los comisarios
interrogaban a una docena de testigos ancianos del lugar, cristianos viejos y
que gozasen de una buena situación económica. Presente estaba también el
familiar, que denunciaba a aquellos que hacían actos contra la fe, así como
capturar a los reos con la ayuda del alguacil. Estaban presentes, por otro
lado, los calificadores y consultores, que debían tener el título que les
habilitaba como tales, y colaboraban de forma directa con los inquisidores.
Para la pertenencia a esta institución era requisito imprescindible demostrar,
por otro lado, la limpieza de sangre del candidato.
La hacienda del Tribunal inquisitorial es el tema
del segundo capítulo. Para la pertenencia al mismo se exigía capacidad
económica holgada de sus oficiales, si bien con el tiempo existiría un menor
control en este requisito. Felipe V adoptó las medidas para sanear su economía
y para ello se redujo el personal del Santo Oficio. Paralelamente asistimos a
su pérdida de poder social y político. De otro lado, se adoptaron las medidas
necesarias para limitar sus gastos. En el reinado de Fernando VI se acentuó la
crisis y se instó a la Suprema a que llevase mejor su contabilidad. La mayoría
de los ingresos se debían a la confiscación de bienes de los reos, así como a
las penas, penitencias, los juros, los censos, las canonjías, las capellanías
propias, los alquileres de las casas, la explotación de la agricultura y el
agua, la depositaría de pretendientes, etc. Entre los acreedores de la Suprema
estaban, en este orden de prelación: el obispo y el cabildo catedral; la Real
Hacienda; el conde del Sacro Imperio; la manda pía que fue fundada por Luis de
Betancourt. Las finanzas estaban encargadas a la junta de hacienda, y entre los
gastos más importantes se encontraban los sueldos de sus miembros (pp. 142 y
ss.).
El tercero de los capítulos está dedicado a la
actuación del Santo Oficio en materias referentes a la herejía (protestantes y
judíos), contra los prisioneros de guerra por atentar contra el catolicismo o
los delitos contra la moral sexual. En el primer tercio del s. XVIII los
procesos contra judíos casi desaparecieron. Se consideraba la bigamia como un
delito contra la moral para defender, de este modo, el matrimonio cristiano,
siendo competencia de los jueces seculares y bastante frecuente entre los
colonos. También la poligamia tenía la calificación de crimen por la
Inquisición. Por otro lado, la hechicería y la brujería, al igual que las
proposiciones y blasfemias entraban dentro de sus competencias. Para erradicar
la comisión de esos delitos se adoptó, junto a otras medidas, la censura
inquisitorial.
Las relaciones y los conflictos de competencias
de la inquisición con la misma Iglesia o con las instituciones políticas de la
Monarquía son los temas abordados en el cuarto de los capítulos. La Suprema
tenía la pretensión de extender sus prerrogativas a todos sus colaboradores,
incluidos los familiares y criados. Para evitar conflictos hubo de hacerse la
Concordia de Castilla de 1553, que siguió manteniendo, sin embargo, los
privilegios de los oficiales, si bien modificaba el de los familiares. De todos
modos, los conflictos con la Corona se mantuvieron hasta su misma supresión,
agravándose en el reinado de Carlos III. Aranda Mendíaz estudia los conflictos
surgidos entre el Santo Oficio y los Ayuntamientos de Canarias, la Real
Audiencia y los militares de las islas, e incluso las relaciones con otras
autoridades eclesiásticas, así como otras instancias insulares. No faltaron
enfrentamientos con los mismos oficiales (pp. 283-312).
El último de los capítulos está dedicado a la
vida cotidiana de este Tribunal canario (pp. 313 y ss.): la asistencia a actos
públicos, ceremonias, celebraciones religiosas solemnes, los testamentos de los
oficiales, etc. La Suprema no tuvo buen reconocimiento popular en Canarias ni
en el resto de España en cuanto que, al no responder ante ningún otro poder,
había abusado antaño de las prerrogativas otorgadas y en especial sus
oficiales. Se les prohibía a los miembros de esta institución formar parte de
cualquier negocio. En la mayoría de las ocasiones los castigados eran herejes,
extranjeros o desviacionistas, pero también serían penados los que por uno u
otro motivo contradijeran los derechos de la institución o de uno de sus
miembros. Algunos de los conflictos se debieron a las aguas, otros al derecho
de propiedad por los daños causados por perros a las cabezas del ganado y en
determinada ocasión por injuriar al comisario Miguel Guadarrama. También se
denunció al vicario por hacer tratos con comerciantes isleños.
Este estudio sobre la Suprema de las Canarias en
el reinado de Carlos III viene a sumarse a los intentos de los últimos años por
suplir la falta de un análisis completo sobre esta institución, a la que con
elegancia y fino sentido histórico ha contribuido Manuel Aranda Mendíaz,
iniciado en esta tarea por el mentor máximo de los temas inquisitoriales en
España, el catedrático de Historia del Derecho y de las Instituciones,
académico de Jurisprudencia y Legislación y de la Historia José Antonio
Escudero López.
Guillermo Hierrezuelo Conde
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