miércoles, 7 de octubre de 2015

EFEMERIDES CANARIAS






UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
PERIODO COLONIAL 1501-1600
DECADA 1551-1560

CAPITULO IX-LXXV



Eduardo Pedro García Rodríguez


1570 Julio 18.
Era señor de La Gomera entonces don Diego de Ayala y Rojas, hijo último del conde don Guillén Peraza de Ayala, y casado con doña Ana de Monteverde, sobrina del capitán general de la isla de La Palma.

Aunque legalmente es indudable que a don Diego no le correspondía el uso de la dignidad condal, no es menos indudable que así se intituló y fue intitulado en su correspondencia con los reyes y en  el ejercicio diario de su autoridad, aun en vida de su hermano don Luís, “favorecido entre otras conjeturables concausas por la distancia y el aislamiento ultramarino de las Canarias, por la misma dilatada ausencia de su indicado hermano y quizá por el hecho, erróneo desde luego en tal aspecto, de tener jurisdicción señorial sobre parte de la Gomera, su habitual residencia".

Así, pues, de esta manera y por obra de las circunstancias tocó al conde don Diego de Ayala resolver sobre la actitud de sus vasallos y la suya propia con respecto a la flota que se divisaba a lo lejos en la línea del horizonte, y que todos supusieron ser la de los hugonotes que Bontemps había anunciado próxima a zarpar de Francia con designio de visitar la isla.

En efecto, Jacques de Sores, recorrida la corta distancia que separaba el escenario de la tragedia de la isla de La Gomera, se dejaba ver por sus aguas el 18 de julio de 1570, en medio de una fuerte borrasca que impedía a los navíos acercarse cómodamente a tierra.

Durante tres días consecutivos los cinco navíos franceses anduvieron "barloventeando" a media legua de la costa sin que pudiesen vencer el temporal y hacer su entrada en el puerto. Con ello dieron tiempo a que todos los hombres útiles de la isla encuadrados en las milicias se concentrasen en San Sebastián para impedir el desembarque a1 enemigo, ya que desde distintos lugares de la misma acudiesen los regidores y personas más destacadas para aconsejar al conde sobre la conducta a seguir. Eran éstos, entre otros, el gobernador Juan de Ocampo, los regidores Martín Manrique, Diego de Zamora, Pedro de Almonte, Antón de la Peña y Hernán Sánchez Moreno y los paisanos Miguel de Monteverde, Alonso Ramos, Baltasar Zamora, Melchor Dumpierrez, etc., etc.

Mientras, tanto, crecía la intriga y la curiosidad de don Diego de Ayala, que al mismo tiempo que temía al enemigo andaba preocupado por no dejar escapar incautamente la ocasión de redondearse magníficos negocios, máxime cuando en sus bodegas se apiñaban las barricas de olorosos vinos a los que convenía dar provechosa salida. Para sacarle de dudas se ofreció valeroso el mismo gobernador Juan de Ocampo, y en la tarde del día 21 de julio embarcaba con el mayor misterio en una barca conducida por Simón Díaz y tripulada por varios mareantes, dirigiéndose al encuentro de las embarcaciones francesas. Sin embargo, lo violento de la mar retrasó más de lo calculado la travesía, y sobreviniendo la noche, Ocampo tuvo que emprender el regreso sin poder rasgar el misterio que envolvía a la obstinada escuadra que se debatía en el horizonte por forzar la entrada del puerto gomero.

Al día siguiente, 22 de julio, Juan de Ocampo repitió la intentona acompañado de los pilotos Juan López y Amador Alvarez. La embarcación se fue acercando cuidadosamente a los navíos, y aunque las olas impidieron el contacto, pudieron entrar en comunicación. Ocampo les interrogó sobre su patria y procedencia, y respondieron que eran franceses; luego demandó el nombre de su jefe y contestaron-ocúltndo la personalidad de Sore que mandaba la flota monsieur Xixeles ; por tercera vez preguntó Ocampo qué era 1o que pretendían, respondiéndole de los navíos que hacer aguada y cargar 30 pipas de vino "y que se las diesen por bien porque si no que las tomarían por fuerza ya que trayan poder muy bastante". Xixeles hizo señas a Ocampo para que se acercase y le condujese a tierra con objeto de parlamentar con el conde de La Gomera; pero el gobernador, cumplida su misión, optó por regresar a San Sebastián para dar cuenta de todo a su señor.

Desembarcó Juan de Ocampo más optimista que atemorizado y dio cuenta al conde de las aspiraciones de los franceses. Puesta a discusión la demanda se inclinaron por facilitar la entrada a los piratas la mayor parte de los reunidos, que eran el conde, Ocampo, Monteverde y Alonso Ramos, no sin vacilar levemente cuando supieron por boca de Amador Alvarez que en el navío almirante Le Prince se veía dibujada en la popa "la señal de almagre", que había dado como prueba de identidad "Juan Buentiempo" al prevenir a los gomeros. En vano el vicario de la isla, bachiller Alonso Delgado y Diego de Zamora trataron de disuadir al conde de su descabellado propósito; mas en vano fueron aún las imprecaciones y las protestas del regidor Martín Manrique y sus gritos de " ¡Señor, mal hacéis!", porque por toda respuesta don Diego de Ayala "le volvió las espaldas".

Obstinado en su propósito, por impotencia para resistir a Soreg o atraído por el lucro y la granjería, el conde de La Gomera planeó un ingenuo y cándido proyecto: se obstaculizaría a los franceses la entrada en San Sebastián de La Gomera conduciéndolos hábilmente al cercano desembarcadero de Machial [El Machal], y una vez allí se les facilitaría, en desierto lugar, el abastecimiento de agua y vino que solicitaban. Para cumplir esta misión escogió don Diego de Ayala al piloto Amador Alvarez, no sin advertirle previamente "que si le preguntasen por el balor del vino dixese que balía a diez y seis ducados la bota". Como puede apreciarse el conde, más que un valeroso soldado, era un habilísimo comerciante.

Pero sus cálculos pecaban de ingenuos. Amador Alvarez cumplió puntualmente sus instrucciones y en realización de las mismas volvió a cruzar el espacio que separaba a los navíos de tierra enarbolando bandera blanca como símbolo de paz; los franceses izaron también igual enseña, y viéronle tranquilamente acercarse a la flota con la sonrisa del que ve caer a su presa en la trampa. Puesto el pie en el navío almirante, Amador Alvarez, en compañía de sus hijos, conversó con Xixeles, y éste repitió la misma demanda que acababa de hacer horas antes y las mismas amenazas de tomar por la fuerza lo que necesitaban si no les era facilitado en corto espacio de tiempo. Álvarez entonces se ofreció a conducirlos a El Machal, pero el francés opuso la más absoluta de las resistencias, insistiendo en su propósito de que las operaciones de abastecimiento y las compras se llevasen acabo en San Sebastián de La Gomera.

Desconfiando entonces Xixeles de los propósitos del piloto gomero optó por retenerlo por la fuerza, y mientras él con sus hombres tomaba posesión de la lancha y obligaba a los tripulantes a conducirle, a tierra, los capitanes de la flota exigían de Amador Álvarez, como práctico, la misma operación, y juntas la armada y la lancha penetraron pacíficamente en el puerto.

Mientras tanto el conde, atemorizado, no sabía a qué carta jugar, y desahogaba su furia contra el piloto gomero, a quien prometía un severo castigo.

Por fin desaparecieron sus dudas al acercarse la lancha a la playa, las milicias gomeras la rodearon por completo y no permitieron el desembarco sino de monsieur Xixeles, que venía a tratar de "paces" con el conde gomero. Poco después llegaba en libertad el piloto Amador Alvarez, y al mirarle con desagrado el conde por su desobediencia intervino, conciliador, Xixeles, valiéndose como intérprete de Miguel de Monteverde, pariente de don Diego, a quien declaró que no recriminase a su vasallo, porque estando ellos decididos a desembarcar, "si de grado no les dejaran tomar puerto lo hubieran tomado por fuerza", llevándolos cautivos a rescatar a Berberia.

Entre tanto, la servidumbre de don Diego de Ayala conducía con toda clase de honores a monsieur de Xixeles a su casa-palacio, donde había de verificarse la entrevista y asiento de paces, mientras el conde daba las últimas órdenes para que no se permitiese a nadie el desembarco hasta tanto que aquéllas estuviesen firmadas. Sin embargo, como prueba de mutua confianza, y para no alarmar a los franceses, dispuso don Diego de Ayala que Martín Manrique, como práctico en el idioma, se desplazase a los navíos para conversar con los capitanes ofreciéndoles un rápido acuerdo.

Por su parte Juan de Ocampo, celoso de que el conde no se acordase de su persona para tal comisión, obtuvo también licencia para pasar a la flota, y conversando con los franceses reiteró idénticos ofrecimientos, así como la promesa de rescatar a cuantos cautivos condujese la armada, pues los marineros habían declarado en tierra que llevaban porción de ellos.

En estos trámites y diligencias pasaron los días 22 y 23 de julio, obsequiando el conde don Diego de Ayala a monsiur Xixeles con banquetes, fiestas y música, sirviéndole siempre de intérprete Miguel de Monteverde, como gran práctico en el idioma de los visitantes. Al finalizar aquel día fueron por fin concertadas las paces y fijados los precios e las transacciones, y regresó Xixeles a los navíos, mientras se permitía la entrada de los marineros en la villa.

Entonces San Sebastián de La Gomera fue invadido por aquella turba de feroces luteranos, que hambrientos y deseosos de descansar en tierra penetraban en tabernas y mesones dispuestos a devorar cuanto se ponía a su alcance. El gobernador Juan de Ocampo repartió trigo en abundancia para que las tahonas amasasen, y no hubo casa gomera que no acogiese "por sus dineros" aun grupo de mareantes, ni taberna que no viese vacíos sus odres a fuerza de escanciar la sed de los hombres del mar.

Destacaron en estas actividades el tabernero Baltasar Zamora, Silvestre de Valladolid, el alguacil Gámez, el zapatero Manuel Coello, Juan López (131), Esteban Bello (132), Bartolomé de Vargas (133), Francisco Guerra (134) y las esclavas de Leonor Peraza de Ayala, que, aprovechándose de la ausencia de su señora en Hermigua, convirtieron su domicilio en verdadera "casa de reposo" para luteranos y herejes, que se distinguieron por sus blasfemias y furores iconoclastas.

Se llamaban estas esclavas Teodora Peraza y Beatriz Calera, y ambas dieron pie con su conducta a los mayores excesos heréticos de los hugonotes. Los escarnios a las imágenes, los ataques al clero y a la doctrina de la Iglesia, y las burlas más despiadadas e irreverentes tuvieron por escenario aquella morada mientras la ocuparon los franceses.

Rivalizaron con los humildes los poderosos, y tanto el regidor Hernán Sánchez Moreno  como el gobernador Juan de Ocampo se disputaron en obsequiar a "capitanes, contramaestres y despenseros", entre los que se encontraba un sobrino del incógnito pirata. Ocampo, no satisfecho de tanta galantería, era rara la jornada que no remitía a sus improvisados amigos cestas bien provistas de frutas que aquéllos devolvían, no peor, sino mejor pagadas, con piezas de paño frisado y anascote...

Los franceses recorrieron también el caserío de la villa, hallando un diligente y solícito "cicerone" en Luís de San Pedro, quien no contento con obsequiarlos "con refrescos" en su humilde morada, mientras "su mujer y sus hijos 1es tañian, cantaban y daban musicas", los condujo más tarde a la parroquia de la villa para mostrarles sus riquezas.

Parece ser que en el camino los hugonotes tropezaron con una procesión que conducía el viático a un enfermo, y apartándose a su vista escupían con insolente irreverencia. Llegados a la iglesia los hugonotes dieron diversas muestras de su sectarismo y odiosidad a la religión católica, escarneciendo a un clérigo que revestido de sobrepelliz se disponía a oficiar en uno de sus altares, dialogando con el sacristán sobre el valor de las imágenes, tachándole de idolátrico y encarándose con los fieles que adoraban al Santísimo Sacramento, para terminar con gran escándalo y alborozo en el coro, donde Luís de San Pedro "les tañó los organos haziendo regozijo" .

Al regreso, los franceses discutieron con los gomeros sobre otros extremos de la secta luterana, negando valor a la justificación por las obras, volviendo a atacar el culto a las imágenes y haciendo burla de unas mujeres que de rodillas rezaban el Ave María al toque del atardecer... Pero el terrible malvasia canario dió pábulo a que se soltasen las lenguas de los marineros, y en la jornada del día 24, entre dichos, rumores, reticencias y declaraciones sin ambages, pudo ser reconstruído todo el inmenso drama que había costado la vida a los heroicos "teatinos".

Súpose primero que Xixeles era un conde francés, secretario del príncipe de Condé (recién fallecido en la batalla de Jarnac) ; que todos sus hombres eran luteranos destacados que habían servido a las órdenes del mismo Príncipe, que en el camino habían cautivado a un mercader francés, Pablo Reynaldos, casi naturalizado español por sus frecuentes tratos con las islas de La Palma y La Gomera, "que les servía de lengua, que durante toda la travesía no habían cesado de atacar los navíos en ruta cometiendo todo género de crímenes y tropelías y, por último, que su verdadero jefe no era Xixeles, sino "Jaque Soria, luterano..., el que robo la Palma...", que permanecía escondido en los navíos sin dejar ver su rostro a los canarios.

Esta actitud de Sores extrañó particularmente, al regidor, Martín Manrique, quien puso toda su diligencia en aclarar el misterio y logró dar con la clave del mismo.

Reconociendo a un marinero bretón, que había frecuentado en otras ocasiones las islas, lo condujo hábilmente a su casa, y allí, entre copa y copa, pudo irle sonsacando la verdad. Supo de esta manera Manrique que Jacques de Sores había atacado en las costas de La Palma una nave que iba de Portugal al Brasil; que en dicho navío habían sucumbido asesinados a manos del pirata varios padres teatinos que, bajo la dirección de uno de ellos llamado el padre Ignacio, se dirigían a América en cumplimiento de su misión evangélica; que una vez muertos desparramaron sus enseres, apoderándose de ellos o lanzándolos al mar, y que una imagen de Santa Ursula que conducían la tenían irreverentemente colgada de un mástil del navío de Sores.

Declaró igualmente el marinero bretón que quedaban en alta mar buen número de cautivos portugueses, entre ellos un par de clérigos, y que el pirata les tenía reservada como suerte la cautividad en Berbería.

La difusión de estas noticias por San Sebastián de La Gomera produjo honda impresión en sus moradores, impresión centuplicada al saberse el día 25 de julio cómo el pirata, arrancándose ya la máscara, había desembarcado en tierra la noche anterior, alojándose en la morada de unas mujeres conocidas por las Fragosas.

Una vez en tierra Jacques de Sores, con su audacia característica quiso rasgar el incógnito, y mandando a uno de sus capitanes a visitar a don Diego de Ayala le invitó con gran aparato a comer aquel mismo día, autorizándole para llevar en su compañía a las personas que fuesen de su confianza.

El conde de La Gomera, atemorizado e irresoluto, y sin salida posible de aquel atolladero, opto por aceptar el banquete, y encargando a su criado Romano la recluta de los más elevados personajes de la isla, aquel mediodía de la festividad del apóstol Santiago se reunían a comer con Sores el conde de La Gomera, el gobernador Juan de Ocampo, los regidores Martín Manrique, Pedro de Almonte, Diego de Zamora, Antón de la Peña y Hernán Sánchez Moreno, el licenciado Sarmiento y los paisanos Alonso Ramos y Miguel de Monteverde. Dábase así el curioso contraste de que dos miembros de una misma familia e hijos de unos mismos padres: Melchor y Miguel de Monteverde comiesen, con corta diferencia de días, con la víctima y mártir, el primero, y con el asesino y verdugo, el segundo.

Desconocemos la catadura moral de las Fragosas -una de las cuales se llamaba María-; pero el hecho de que se prestasen a alojar a Sores y a su cohorte de bandidos parece demostrar que tenían a Venus por tutelar patrona. Así, pues, el conde y su séquito tuvieron que pasar por la humillación de ver cómo el pirata se sentaba entre ambas hermanas, que se pavoneaban de ver honrada su casa con gente tan encopetada y orgullosa. A dicho banquete asistieron también algunos de 100 franceses del séquito del pirata. Termínado el ágape, tuvo Sores la cínica desvergüenza de dar las gracias a Dios en lengua latina, con un recato de manso cordero que cohonestaba poco con sus manos, tintas todavía en la sangre de tantos mártires.

Por la tarde, cuando Sores recorría la villa con su brillante cortejo de franceses y gomeros, la campana parroquial tocó a oración, y mientras los españoles se descubrían y detenían para rezar el Ave María, los franceses quedaban absortos contemplando la escena. No obstante, parecióle aquella manifestación de fe extemporánea a Miguel de Monteverde., quien reconvino a los gomeros por su conducta, hasta que intrigado Sores demandó la causa de la detención y no tuvo inconveniente en dar la única prueba de tolerancia durante su paso por La Gomera, descubriéndose a su vez mientras parte de sus acompañantes, y con ellos Luís de San pedro, permanecían indiferentes y cubiertos.

Aquel mismo día por la noche don Diego de Ayala devolvió el obsequio a Sores invitándole a cenar en su propia morada, aunque la desconfianza hacia el pirata iba creciendo por minutos a medida que se conocían los espeluznantes detalles de sus crímenes. Don Diego de Ayala hizo los honores al pirata solo, sin la compañía de su mujer, Ana de Monteverde, ni de sus hijos, pues él mismo declaró haber enviado su familia al campo en cuanto vio aparecer por el cabo del Buen Paso a los navíos extranje-
ros. Acompañaban aquella noche a don Diego dos sobrinos suyos y los mismos isleños que le habían acompañado en el almuezo, todos ellos armados secretamente hasta los dientes por si surgía de manera inesperada la pendencia.

Jacques de Sores compareció lujosamente vestido, sin portar armas encima y haciéndose acompañar tan sólo de dos de los capitanes, a uno de los cuales llaman los testigos de la escena Monsieur de Her. La cena transcurrió en medio de animada conversación, obsequiando el conde a sus huéspedes con un concierto, pues era hombre muy aficionado a la música y tenía en su casa servidores para este menester. Predominó en la charla la discusión sobre asuntos de carácter internacional, haciendo Sores una descripción pintoresca de la situación de su país y burlándose compasivamente de su rey Carlos IX. Luego trató de explicar el proceso y las causas de la guerra civil francesa, por lo que estuvo perorando largo rato en su lengua nativa, cuyas palabras transmitía a los demás comensales Miguel de Monteverde, con evidentes muestras de asentimiento a los razonamientos del pirata.

A los postres, el conde derivó la conversación hacia la matanza de los misioneros jesuítas, y sintiéndose el señor de La Gomera animoso en su propia morada se atrevió a interpelar al pirata, reprendiéndole y afeándole su conducta para con ellos, Jacques de Sores se limitó a sonreír, pero su capitán monsieur Her tomó la palabra en su nombre, y con un cinismo que dejó a todos absorto no tuvo reparo en asegurar que los jesuítas no se habían querido rendir y que por eso habían sido sacrificados en la refriega.

Finalizada la cena, Jacques de Sores volvió a retornar a casa de las Fragosas con sus acompañantes, mientras los gomeros seguían montando guardia en la villa atentos siempre a evitar cualquier sorpresa por parte de los franceses.
Al día siguiente, 26 de julio, se fueron conociendo nuevos detalles del martirio de los "teatinos" por boca de un joven marinero fraces, Jean de Rouen, que deseoso de tornar al catolicismo pidió con insistencia a algunos vecinos que lo ocultasen en su domicilio.

Por distintos conductos llegaron también a poder de los gomeros informes sobre el martirio de los jesuítas, así como sus libros, reliquias y objetos de devoción, el licenciado Luís Sarmiento pudo hacerse con diversos libros de estudio como: "quatro partes de las Obras de San Juan Crisóstomo y Santo Tomás, sobre el quarto de las Sentencm, y Cobarrubias, sobre el quarto de las Decretales, que pareze los habian avido... [ciertos marineros] luteranos de unos de la Compañia de Jesus que mataron en la mar...".

Otro marinero de nombre ignorado, que había conseguido salvar de la destrucción algunas de las reliquias donadas por el papa Pío V al padre Ignacio Azevedo, las entregó para su custodia a las hijas del gobernador Juan de Ocampo.

Entonces éste, movido en sus sentimientos religiosos, decidió vengar la muerte de los inocentes en las personas de sus verdugos, y entrevistándose con el conde don Diego de Ayala le propuso organizar para aquella noche una matanza general de luteranos no dejando reembarcar a ninguno, cañonear más tarde a los navíos hasta obligarlos a retirarse o sucumbir todos con gloria en lucha contra los herejes. Sin embargo, Miguel de Monterverde, y hasta el mismo vicario de la isla, Alonso Delgado, trataron de disuadir a Juan de Ocampo de tales propósitos por temerarios e ineficaces, haciéndole ver el peligro en que todos se colocaban al faltar a la palabra dada ya las paces firmadas con el enemigo.

Juan de Ocampo no se dejó convencer por tan "juiciosas" razones, sino que recorrió la villa por todo aquel día reclutando un buen puñado de hombres valerosos, y cuando los tuvo a sus órdenes volvió a proponerle al conde de La Gomera el ataque para aquella misma noche. En un principio, el conde se desentendió del proyecto diciéndole "que hiziese lo que le pareciese, porque el se saldría [del lugar] con su mujer e hijos", pero volviendo a la carga Monteverde y el vicario, le hicieron ver cuánto más cristiano y humanitario era obtener el rescate de los cautivos, y en vista de ello decidió no alterar las paces firmadas.

Sin embargo, no pudo ser evitado algún incidente entre franceses y gomeros. Así, por ejemplo, hallándose varios luteranos en una casa de una vecina de San Sebastián, de nombre ignorado, cometiendo diversos desacatos contra las imágenes en medio de las más soeses e irreverentes burlas, la gomera le propinó tan tremendo golpe que el francés juró repetidas veces que había de matarla, y aun en días sucesivos procuró buscarla para vengar en ella la ofensa.

El 27 de julio, Sores se despidió del conde de La Gomera con propósito de reembarcar, y entonces don Diego intercedió a favor de los teatinos cautivos y de los portugueses que conducía prisioneros. Jacques de Sores le respondió que ningún teatino conducían las naves, pues todos habían perecido "combatiendo", y entonces el señor de La Gomera "le persuadio con mucha instancia y regalos" por la libertad de los portugueses.

Cuando Sores llegó a los navíos de la flota mandó reclutar a todos los prisioneros supervivientes del galeón Santiago y ordenándoles "que se pusiesen de rodillas delante de don Diego de Ayala, agradeciéndole la vida, los envió en una lancha como presente al conde de La Gomera.

Eran éstos en total 28 portugueses, y se contaban entre ellos el maestrescuela de la catedral de Funchal y un clérigo de la misma localidad.

Mientras tanto, el piloto Amador Álvarez había abastecido de agua a la flota y transportado a la misma las 30 botas de vino y los víveres que habían demandado, por lo que estando la escuadra ya próxima a zarpar se cambiaron las últimas visitas. Juan de Ocampo se trasladó por última vez a los navíos en demanda de trigo que la isla necesitaba y de la imagen de Santa Ursula, que seguía colgada en el mástil del navío de
Sores, sin conseguir, pese a sus ruegos, ni lo uno ni lo otro; en cambio el pirata rochelés mandó, por medio de Ocampo, un último recado al conde proponiéndole el trueque de una nao bretona que le sobraba por cierta cantidad de vino. El conde, consultó el caso con el vicario Delgado, y con su beneplácito y la participación en el negocio de Pedro de Almonte, se entregaron al pirata otras cuatro pipas de vino más.

De esta manera Jacques de Sores se despidió con una salva de la villa, y tras de  dar abandonada en el puerto la nao bretona zarpó muy ufano de San Sebastián de La Gomera para retornar por segunda vez al puerto de Funchal.

Una vez allí, trató Sores de provocar al combate al gobernador del Brasil Luiz de Vasconcellos; pero no aceptando ahora éste la pelea, el corsario abandonó las aguas de la isla de la Madera, y regrsó seguidamente a Francia, en cuyo puerto de La Rochela hizo su entrada triunfal en el mes de agosto de 1570. (En: A. Rumeu de Armas, 1991)

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