jueves, 26 de junio de 2014

LA LEYENDA DEL BARRANCO DEL INFIERNO





I
El viajero, que avanzando curioso por el litoral agreste y dislocado del extremo Sur de esta isla de Tenerife, llega hasta el emplazamiento curioso y pintoresco del pequeño puerto llamado La Caleta, a unos cuantos, muy escasos, kilómetros de Adeje, no puede sustraerse a la impresión extraña y verdaderamente grandiosa que le produce el magnífico e insospechado panorama que ante sus miradas se presenta.

Allí, en efecto, en caótico amontonamiento, convergen imponentes y sombríos, barrancos que, hendiendo con titánica fortaleza las poderosas y enhiestas cumbres, que a modo de desarticulado anfiteatro rodean la diminuta población, parecen ofrecer a las
perplejas miradas del turista, el comienzo de rutas insondables y vertiginosas que han
de penetrar en los más misteriosos senos de la Tierra.

Uno de ellos, quizá el más grandioso e imponente en su salvaje aspecto, es el llamado por todos Barranco del Infierno; y, en verdad, que ni las sublimes fantasías del Dante ni el genio inmensamente fecundo y creador de Gustavo Doré, pudieron nunca llegar a concebir lugar más apropiado y adecuado como mansión maldita de condenados y protervos.

Este barranco, de cuyas múltiples y profundas hendiduras el principal y más caudaloso contingente de aguas de que constituyen la riqueza de Adeje, ofrece en el promedio de su extraño y sombrío emplazamiento, una singularidad tan característica y especial que seguramente constituiría la materia de prolijas observaciones y de profundos estudios de geólogos y naturalistas que se aventuraran por su intrincado y laberíntico suelo.

Se trata de una especie de monolito enorme en su altura, toda vez que alcanza y aun  rebasa  las  crestas  sinuosas  de  las  dos  inmensas  montañas  que  le  sirven  de grandioso marco, y que no parece sino que brindan a que se intente arriesgadísima aventura de terrible vértigo, para pasar desde las agudas aristas de sus cumbres al afilado remate del inexplicable obelisco.

Pero lo que ni naturalistas ni geólogos podrían jamás llegar a sospechar, es que este  esbelto  e  inmenso  espigón  granítico,  surgió  súbita  e  inopinadamente de  los insondables abismos terrestres, como arrebatadora expresión de la cólera divina, para
castigar,  y  sólo  para  castigar,  la  más  nefanda  y  cruel  de  las  traiciones,  el  más
monstruoso y vil de todos los crímenes.

II
Era Mencey (Rey) de Adeje, el sabio y virtuoso Acaymo; su poder y sus riquezas no tenían igual en toda la superficie de la isla; sus tesoros eran inmensos e incontable el número de sus rebaños. Tenía tan sólo dos hijos, que constituían su única preocupación, cuando ya, casi en los límites de la ancianidad, se prendó locamente de la joven Saro, mujer de extraordinaria belleza y gallardía.

Pronto Saro dió al anciano Acaymo un hijo, al que se le llamó Xampó; y desde luego ocurrió lo que ocurrir suele con gran frecuencia en estos casos; y fué que, poco a poco, el niño Xampó, fué ahondando en el corazón del viejo príncipe, que llegó a sentir  por  él  un  cariño  avasallador  y  absorbente, que  se  traducía en  vehementes arrebatos, sobre todo, cuando contemplaba los prodigios de fuerza, arrojo y destreza del joven príncipe.

No tardó éste en enamorarse con delirio de una muchacha algo parienta de su madre, a la que toda la tribu señalaba como un dechado de belleza entre las innumerables y hermosas hijas de la vigorosa raza guanche. Llamábase Iora, y aun cuando honesta y recatada, en el fondo no dejaba de ser altanera y bien prendada de su belleza.

Iora, pues, aceptó los amores de Xampó, más que por el poderoso atractivo de su viril belleza, por ser hijo de rey, porque, quien sabe, si éste fuera el medio de ver realizados los halagadores ensueños de su ambición...!

Pero una tarde, el príncipe Saure, primogénito de Acaymo, al pasar por el lugar donde Iora guardaba su rebaño, le prodigó entusiastas galanteos, que la voluble y ambiciosa Iora recibió satisfecha, por considerarle sin duda mejor partido que su rendido novio.
Pero Saure temía a Xampó; sabía muy bien que su valor igualaba a su fuerza; y que en la típica lucha canaria, no había sido vencido por ningún campeón en tres años a  la fecha; y este temor, agudizado por el odio que su hermano le inspiraba,  ahora
mucho más  enconado por  la  belleza de  Iora, le  decidió a  buscar de  nuevo a  la
veleidosa doncella; y después de deslumbrarla con la descripción de la vida fastuosa de poder y de riqueza con que su amor la brindaba, le comunicó sus deseos, toda vez que era indispensable deshacerse de Xampó, al que no podía retar abiertamente so pena de incurrir en la maldición, y hasta, quién sabe, si en el desheredamiento de su padre.

III
Acostumbraban a verse los amantes en un sitio apartado, o sea en una agreste meseta emplazada en  el  corazón del  barranco, y que  inspiraba gran temor a  los habitantes de los contornos, porque en ella se abría la boca del Nautemio (Infierno), una espantosa cima de insondable profundidad, que a  las veces arrojaba vapores
caliginosos, acompañados de misteriosos ruidos.

Pues bien; cierto atardecer, y cuando más confiado y contento se sentía el valiente Xampó, enajenado por los atractivos y mentido amor de la pérfida Iora, ésta, arteramente, y fingiendo esquivar, para hacerlas más ansiadas, las ardientes caricias
del infeliz muchacho, arrastró a éste con un feroz disimulo, y una infinita crueldad, sobre ella, ofreciendo en su contorno el vacío pavoroso de su seno. Esta roca, que pacientemente había sido quebrantada a fuerza de golpes por el infame Saure, durante noches precedentes, no tardó en ceder, arrastrando con ella al desdichado Xampó, al mismo tiempo que inusitado bramido de las fuerzas plutónicas, por insospechada coincidencia, o más bien por sorda expresión de la cólera divina, se dejaron oír desde el fondo tenebroso del vertiginoso abismo.

Pero Xampó no fué por el pronto víctima de este inicuo plan, tan cruelmente trazado por los dos traidores, sino que, al sentirse perdido, poniendo por instinto en juego sus poderosos músculos de acero, logró asirse con una de sus manos a la afilada arista de la roca partida, y no hubiera tardado seguramente en vencer por su propio esfuerzo el espantoso peligro, si hubiera podido valerse de su otra mano herida y dislocada por el derrumbamiento; por ello, con suplicante voz, invocó la ayuda de aquella mujer, a quien dió su corazón y las más caras ilusiones de su alma; indicándole que tendiera la cayada sobre su cuello, tan sólo un momento, el suficiente para que con tan escaso y liviano punto de apoyo, pudiera él colocar el codo del antebrazo herido sobre  la  roca;  pero  Iora,  aunque  aterrada  y  llena  de    espanto,  tuvo  fuerzas,  sin embargo, para aproximarse al borde del abismo, no para proporcionar el punto de apoyo que imploraba el traicionado novio, sino para esgrimir y golpear brutalmente con su cayada la crispada mano que se incrustaba en la peña, hasta conseguir que aquel cuerpo, lleno de juventud y de belleza, se desplomara pesadamente en el seno del aterrador abismo; al par que el cobarde Saure, prudentemente oculto hasta entonces, tras de unos arbustos próximos, se acercaba precipitadamente saltando de roca en roca, pretendiendo eludir el contacto de vapores que cada vez más intensos y asfixiantes manaban de la negra sima.

IV
Por fin, después de titánicos esfuerzos, consiguió llegar a la peña, en donde la infame Iora acababa de consumar su crimen, a tiempo para sostenerla en sus brazos, pues abatida también por el ambiente irrespirable que la rodeaba iba ya a desplomarse; y apartándola algunos pasos del abismo, bajo el benéfico influjo de una tenue corriente de aire, emprendieron ambos frenética carrera, cayendo y levantándose con aterradora frecuencia, en medio del caótico desprendimiento de piedras, chasquidos espantosos de las lavas que el Nautemio ya empezaba a   desbordar, y en medio del trepidar constante del terreno que pisaban, como tenue y frágil pared de inmensa caldera en que se hubieran acumulado presiones incalculables.

Pero su terror llegó bien pronto al paroxismo de lo inaudito, de lo inconcebible, cuando, en un momento de mayor confusión y oscuridad, al volver sus cabezas, vieron distintamente, en medio de los torbellinos de llamas y vapores que a sus espaldas dejaban, la  desolada y  vengadora silueta de  Xampó, que  avanzaba tras  de  ellos, extendiendo con rabia sus potentes brazos, dispuestos a hacer presa en el cuerpo de los dos miserables.

Pero  ¡oh!  ¡qué  espanto!;  aquel  Xampó  era  una  colosal  silueta,  inaudita, inmensa, del desdichado hermano y amante asesino...! Su cabeza rasaba con las crestas de las cumbres del barranco, y sus brazos vengadores agitábanse siempre hacia ellos,
en un radio de inconcebible longitud...

De pronto, un grito salvaje, de dolor infinito, salió de los ensangrentados labios de Iora, al chocar violentamente en su desenfrenada carrera con una enorme roca interpuesta en su camino; y cuando, ya en el suelo el miserable Saure, pretendió darle ayuda, llegó a ellos con la irreductible violencia del huracán el espantoso gigante que, con rabia sin igual, pisoteó ambos cuerpos, hasta dejarlos convertidos en informe y sangrienta masa, que no tardó en quedar sumergida en el ya caudaloso arroyo de hirviente lava, que corría, arrasándolo todo, por los laberínticos declives del barranco.

Como si tan sólo esperara la satisfacción de la justa venganza, el inmenso y gigantesco Xampó se detuvo en aquel sitio, posando sus enormes pies sobre los restos aun  palpitantes  de  los  traidores,  no  tardando  en  quedar  completamente  inmóvil, permitiendo así que la escoria y ardientes masas de lava lanzadas por el volcán fueran poco a poco revistiendo su cuerpo y petrificando su ser... Pasaron semanas, pasaron meses, y pasaron años... Y allí sigue el gigante, siempre erguido sobre el ejemplar terrible de su venganza, convirtiéndose al fin en lo que es hoy: inmenso monolito, incomparable obelisco que llenaría de admiración a naturalistas y geólogos que lo contemplaran; siendo de advertir que, según el dicho del anciano pastor que me refirió a su modo esta extraña historia, la masa enorme del gigante pétreo, conservó bien distinta y perceptible su enorme cabeza, que al fin fué segada por la guadaña del tiempo o quizá, quién sabe, si por el genio maléfico, que desde la traición de Iora anda suelto por las laberínticas estribaciones del barranco.  (Luís Salcedo.Granadilla, 1932.)

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