jueves, 26 de junio de 2014

El tesoro de Pancho Pérez




(Cuento)1

Por Rafael Peña León

Es Pancho Pérez, un iluso extraordinario.

Los sueños auríferos han hecho de él una persona casi insociable, rehuyendo siempre  el  contacto  de  los  demás  para  entregarse  de  lleno  a  ininterrumpidas cavilaciones sobre la probabilidad de encontrar algún día «el tesoro escondido»…

El amor de la esposa y de los hijos, puede decirse, sin temor a  equivocarse, que no existen en su corazón endurecido al sentimiento filial. Se creó un hogar por esa necesidad ambiente de vivir con más comodidad que todos sentimos, completamente materialista de los sentidos, que nunca le llevaron al tierno halago espiritual que se siente laborando en la magna obra de la generación humana, impelido por la ley de la gravitación universal.

Su espíritu embotado por aberración de esos mismos sentidos, sólo se deleita ante su eterno sueño en la sombra imprecisa de la quimera.

De vivir este hombre, soñador estrafalario en un país maravilloso como es Granada, donde las leyendas, consejas y cuentos mil acerca de encantamientos de princesitas cautivas  y  tesoros  guardados por  enormes  morazos  hechizados en  las frondosas riberas del Darro, las colinas de la Alhambra y del Albaicín y montes contiguos al Generalife, hubiera dado rienda suelta a sus sueños de probabilidad, y el vulgo, seguramente, le habría tomado por un visionario impenitente. Pero habiendo nacido en Güímar, donde nadie vé otro tesoro que el que pueda producir la tierra y el agua con ayuda del trabajo corporal, solo pueden tenerlo por un maniático; pues, los tesoros que en sus cavernas podrían haber ocultado los aborígenes guanches compuestos de objetos primitivos, tal vez de un positivo valor histórico muy grande, pero que ninguno conserva para él, no le sugestionan.

Sueña Pancho Pérez, con tropezar un día en la carretera, por donde solitario pasea infinitas horas, con la cartera extraviada repleta de billetes del Banco, o conque el  mar  generoso arroje,  a  la  playa  la  caja  misteriosa conteniendo las  relucientes monedas de oro o las piedras preciosas que han de enriquecerlo.

La riqueza, teniendo como medio el constante trabajo, le parece un absurdo. El hado de la suerte lo ve gravitar sobre él como por sobre un predestinado.
***
Uno de esos días en que el ensimismamiento producía estragos en su ser, hallábase Pancho Pérez paseando en la playa del Puertito, y cuando mayor era su obsesión en los quiméricos sueños, vió con sorpresa que las olas, enarcándose como gata encelada, iban acercando poco o poco hacia la orilla un objeto negro que flotaba sobre la azuladas aguas del Océano.

Muchas horas pasó en angustiosa espera el arribo del objeto deseado, y a medida que una ola lo impulsaba hacia él, iba creciendo su alegría hasta próximo a desbordarse, extendiendo los brazos para cogerlo, con ansiedad, lo mismo que el avaro desea coger el talego lleno de onzas entre sus manos de pulpo humano; pero cuando la resaca  en  su  movimiento de  atracción lo  tornaba  al  mar,  sentía  que  su  corazón desprendiéndosele del pecho se le iba tras la cajita, pués esto era lo que flotaba en la superficie de las aguas encrespadas.

Nunca había sentido Pancho Pérez tal emoción como la que sentía entonces, pues él creía tener al alcance de sus manos aquella misteriosa cajita, presumiendo que en su interior guardaba el tesoro tan deseado y que seguramente fué perdido en un naufragio para que la veleidosa fortuna lo pusiera en su camino de soñador.
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Pasaron muchas horas sin que las olas en su constante venir y tornar dejasen en tierra firme la misteriosa cajita, haciendo experimentar con su juego engañoso al pobre Pancho Pérez, el suplicio de Tántalo.

En  esas horas de  ansiedad interminable, un  observador cualquiera, hubiera podido apreciar que las ojeras se le hicieron más profundas y el pelo iba tornándosele del color de la plata. El destino ingrato lo había sometido a la tortura de la más horrorosa de las pruebas, para un temperamento como el suyo, en espera irritante.

Mas,  ¡por  fin!  Una  ola  gigante,  enarcándose furiosa,  avanzó  impetuosa,  y después de romper sobre las peñas del arrecife formando un fantástico encaje nacarino, dejó en la arena la cajita, rociándola después con la espuma que  asemejaba al caer sobre ella a una lluvia de rosas de nieve.
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Trémulo, afanoso, bailándole el corazón en el pecho una danza de  aquelarre, se inclinó Pancho Pérez sobre la cajita, y con aire de triunfo la elevó con sus manazas de gorila, llevándola fuera del alcance de las embravecidas aguas.

Con ayuda del cuchillo herrumbroso que tenía para arrancar las lapas de la roca, forzó la tapa de la caja y miró su interior con una de esas miradas de inconmensurable avaricia, queriéndosele salir los ojos de las órbitas y poseído de una ansiedad indescriptible.

Cuando saltó la tapa y pudo ver el contenido de la caja, dio un salto atrás, de tigre, horrorizado; el cuchillo se le escapó de la mano y fue a clavarse en una astilla de la caja formando una cruz.

Se quedó helado de espanto y su rostro tomó el color de la cera.

Ya más rehecho, miró compasivo al interior de la caja donde en estado de descomposición había un niño recién nacido, el que una madre desnaturalizada con instintos de hiena, o quizás otros seres sin entrañas habían arrojado al mar con vida,
huyendo, tal vez, del fantasma de la deshonra, ese inexorable fantasma que tiene a su cargo tantas vidas, de inocentes criaturitas irresponsables de una moral ridícula y mal entendida, y que tan en estima tiene la sociedad...
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En el mismo momento que una sombra agorera pasó rozando el rostro a Pancho Pérez, inclinóse, nuevamente sobre la cajita; puso sobre el infantil  cadáver su cuchillo clavado en la madera en forma de cruz; cerró piadosamente la caja; arrodillóse, y, quizá por primera vez en su vida, dejó de soñar para rezar un padre nuestro por el eterno descanso del alma del difunto que el mar puso en sus manos cuando esperaba un tesoro.

Tenerife, junio 1926.


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