Autor:
Gregorio Cabrera
Y o estaba allí cuando todo
empezó. La noche anterior transcurrió como todas las demás, con el océano
jugando a mis pies, hurgando entre los callaos con sus dedos espumosos. Pero
algo cambió al alba. De algún lugar a mis espaldas brotó un rumor profundo
seguido de una especie de griterío angustioso procedente de los llanos. Percibí
que la tierra tenía miedo. Yo también. No lo sabíamos aún, pero el parto del
fuego estaba próximo a comenzar.
Los primeros en reaccionar fueron los insectos
casi invisibles que habitan en mis oquedades y de los que en realidad casi nada
sé, si acaso que prefieren la oscuridad al día. Sus precauciones no estaban
exentas de fundamento. Poco después noté que mi espalda se abrasaba. A
continuación, aquel abrazo del diablo desbordó mi cuerpo. Y entonces lo
comprendí: los ríos de fuego se abalanzaban hacia el mar. La isla se
desangraba.
Una densa columna de humo sulfuroso me mantuvo
ciega durante días enteros. La pugna entre el azufre y el salitre arrojaba al
aire las notas de una sinfonía terrible, la banda sonora del fin y el comienzo
del mundo. De pronto cesó el ruido de la brutal batalla de los elementos. El
alisio corrió el velo y me di cuenta de que mi existencia había cambiado para
siempre. Las lavas habían avanzado cientos de metros frente a mí y ahora las
aguas quedaban alejadas. Nos separaba un manto negro de escorias de corazón
todavía incandescente. Así permanecemos Montaña Bermeja y el Atlántico desde el
episodio. Seguimos cerca, pero lo nuestro es también un abrazo roto, como dicen
que ha dicho alguien.
Los regresos
Regresaron los insectos cavernícolas (me ha
fijado más en ellos últimamente: lo único que hacen es aguardar a que el viento
les traiga el sustento). Lo hicieron después pequeños escarabajos y saltamontes
de intenso color púrpura que siguen acompañándome. Volvieron también los
líquenes, los perenquenes y los cernícalos, los camachuelos, los alcaudones y
los pájaros trompeteros. Había desaparecido para siempre el Puerto Real de
Janubio, sepultado por las lavas con gran desesperación de las gentes, según me
pareció entender. Tampoco mejoró sus vidas el hecho de que se transformaran en
malpaíses los viejos campos de grano que se extendían entre la montaña de la Vieja Gabriela y yo
misma.
Debíamos adaptarnos, seguir. Un buen día el mar
quiso acercarse de nuevo a mí filtrándose a escondidas bajo las rocas. Fue un
esfuerzo tan hermoso como inútil del cual quedó un charco somero y metafórico
tomado por las algas. Me sirve de espejo en las noches claras.
Siento
que las llamaradas me persiguen desde mi nacimiento. Sueño con ellas. Nací del
fuego y el fuego se repite cada vez que pienso que se hace la calma”
Siento que las llamaradas me persiguen desde mi
nacimiento. Sueño con ellas. Nací del fuego y el fuego se repite cada vez que
pienso que se hace la calma. Pasaron las erupciones y llegó el hombre. Me hacen
creer que soy un espacio natural protegido, pero también me utilizan como campo
de tiro del Ejército. Mis alrededores están sembrados de metralla. Me sigo
despertando en ocasiones entre el ruido ensordecedor de máquinas de guerra que
provocan la huida despavorida de las aves y los microscópicos trogloditas. Los
hombres han prohibido cazar cerca de mí y en cambio permiten lanzar bombas, que
se descarguen cartucheras, complejos y miserias.
El colmo de lo insospechado tuvo lugar hace pocos
años para ustedes, apenas un instante desde el punto de vista de mi calendario
geológico. Un grupo de uniformados mancilló mi cara sureste colocando decenas
de grandes piedras que vistas en la distancia hacían posible leer lo siguiente:
“España hasta morir”. Las quitaron a la mañana siguiente. No hubo responsables.
Parece que es algo común entre los humanos.
Conozco a otros seres parecidos que van sin
uniforme. Pasan a diario ante mí. Se bajan de sus vehículos contaminantes y
metálicos, cogen olivinas, entierran los pies en la grava, posan entre las
hieráticas lavas, se sorprenden de la furia del mar y se marchan a toda prisa.
Me suelen mirar de soslayo. “Un volcán más”, deben pensar. No me importa.
Yo pienso lo mismo de ellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario