Cuentos contextualizados XV: Inesperado reencuentro.
Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 323
de BienMeSabe)
Poco a poco el sonido del
helicóptero del Servicio Canario de Salud sobrevolaba la zona. Arriba, en la
cresta de la ladera, Julián meditaba y con su pensamiento recordó aquella
oscura y triste noche que con un farol en la mano acudió en busca de un médico
y revivió el largo camino que tuvo que realizar años ha aquel médico para
salvar la vida de su hija.
Aquella noche la niña permaneció balbuceando
incomprensibles e imperceptibles palabras durante todo el tiempo. Solo, en
alguna que otra ocasión, la llamada angustiosa a su madre (¡mamá, mamá!)
se oyó con toda claridad en aquella casi oscura, húmeda y triste habitación.
En un catre medio desvencijado, sobre un
colchón de vieja paja, la pobre niña ardía en fiebre y un color amarillo pálido
se iba extendiendo lentamente por todo su débil cuerpecito cual mancha de
aceite de imparable recorrido.
Serían las tres de la madrugada cuando
Adelita perdió el conocimiento; parecía muerta. Por más que trataban sus padres
de reanimarla todo fue en vano. No era necesario ser un experimentado galeno
para saber que una grave enfermedad estaba presente en el cuerpecito de aquella
pobre niña rubita de ojos azules y tez blanca. Julián, su padre, encendió
el candil para salir apresurado de la casa en busca de un médico. Pero cuando
intentó abandonar la casa, una ráfaga de aire frío apagó la llama de aquel
corroído candil alimentado por un maloliente petróleo. Rápidamente corrió
al destartalado pajero, situado junto a la casa, y en medio de la oscuridad de
la noche, se abrió paso entre las cabras y ovejas, que tranquilamente dormían
allí. Acertó por casualidad a encontrar un farol casi inservible, no por el uso
sino por el paso del tiempo. Con manos temblorosas encendió la vela que
había encontrado en una esquina del pajero y la colocó dentro del farol,
cerrando rápidamente la pequeña ventanilla que servia de puerta.
El amanecer comenzaba lentamente a
despuntar en aquel barrio del Roque del Faro. Un barrio de humildes campesinos
que si por algo se caracterizaba era precisamente porque nunca ocurría nada,
nada que perturbara la monotonía que impera en la sosegada vida de un lugar
perdido entre los pinares de los montes de Garafía.
Para colmo de males, el único médico que
había en Garafía, residente en el pueblo, había enfermado. Así que Julián tenía
dos alternativas: o dirigirse a Los Llanos de Aridane o a Santa Cruz de la Palma. Sabía de sobra
que si emprendía el camino a pie desde el Roque del Faro hasta Santa Cruz de la Palma tardaría más de un día
en llegar a la Capital ,
y estaba seguro que de ser así cuando regresara a su casa, en compañía del
médico, su hija ya habría muerto.
El camino hasta Los Llanos, atravesando
Puntagorda y Tijarafe, le pareció más corto, pero de todas formas cualquiera de
las dos determinaciones le resultarían fatales ante la grave enfermedad que
predecía padecía su hija porque, como decíamos, aunque él no era médico, su
instinto natural le decía, una y otra vez, que la niña estaba al borde de la
misma muerte.
Repentinamente una idea afluyó a su
atormentada mente. "¡Juan!", se dijo interiormente y pensó en un
amigo que, años ha, conoció en el cuartel y que ahora vivía en Santa Cruz de la Palma. "¡Juan!",
exclamó de nuevo y una y otra vez repetía su nombre, mientras nerviosamente
colocaba la vela dentro de farol. El espeluznante frío de las tres de la
madrugada de ese día se dejaba sentir entre el pinar del Roque del Faro, y éste
entró raudo dentro de la casa, cuando Julián abrió la puerta dispuesto a
adentrarse en la oscura noche que envuelve los fértiles valles de aquellos
parajes.
- Por Dios, Julián, abrígate bien -le aconsejó su mujer-.- Dame ese saco, el de tres listas, el grande... me lo echaré por encima -decía Julián mientras buscaba la lanza de pastor, de afilado regatón, que guardaba celosamente tras la puerta de la casa-.
- Pero, Julián, ¿adónde vas a encontrar a ese amigo tuyo a las tres de la madrugada? -le requirió su mujer, mientras que el llanto, fruto de la derrota, se dejaba entrever en sus enrojecidos ojos-.
- El teléfono. El teléfono, mujer -repetía una y otra vez-.
Salió Julián de la casa, y más que correr
parecía que volaba. Las gotas de rocío le empapaban el saco que llevaba puesto
a modo de gabardina. La lluvia había cesado, pero la tenue luz del farol no
permitía a Julián ver dónde estaban los charcos. Así que sus viejas botas
estaban completamente llenas de agua. Era tal su agitación nerviosa que no se
percataba de que la humedad se extendía a través de sus desgastados huesos
amenazando con paralizarle su cuerpo.
Había que llegar al barrio de Franceses, ya
que era el único lugar donde existía un teléfono por aquella lejana época de
mediados del pasado siglo. El propio eco de sus pasos retumbaba en sus
oídos y solo el graznido de alguna que otra corneja o coruja se dejaba sentir
allá, a lo lejos, rompiendo el silencio en la helada noche invernal. Por
fin, entre luces y sombras creyó divisar, en la lejanía, el barrio de
Franceses. Aligeró el paso. El corazón parecía salírsele del pecho, pero ahora
no era el momento de pensar en su salud. La vida de su hija estaba por encima
de la suya propia.
"¿Localizaré a mi amigo?", se
preguntaba insistentemente. Recordaba que en cierta ocasión le dijo que
tenía teléfono. Hacía tanto tiempo que apenas se acordaba de ello. ¿Estaría en
su casa? ¿Se habría cambiado de domicilio? O quizás habría emigrado a Cuba o a
Venezuela o en busca de fortuna.
El viejo aldabón de hierro fundido que la puerta tenía sonó
fuertemente y con insistencia una y otra vez. Esperó impaciente… Por fin una
luz se encendió dentro de aquella vieja casona y una voz ronca, de hombre ya
maduro y gastado por el paso del tiempo, preguntó:¿Quién va?
- Soy Julián, el del Roque del Faro.
Al instante se oyó el seco sonido producido al caer la tranca de la puerta cuando ésta abandonó su lugar, y con un fuerte chirrido, girando sobre sus propios goznes, se abrió la vieja puerta de gruesa y desteñida tea. Un hombre con cara de sorprendido, larga barba y de tez roja y arrugada por el paso de los años, casi que con su voluminoso cuerpo, cubrió el hueco de la entreabierta puerta.
- Dios mío, ¿qué pasa Julián?
- Mi hija, Antonio, mi hija se está muriendo... se está muriendo -repetía Julián una y otra vez, mientras corría al teléfono-.
Daba vueltas y más vueltas a la manecilla
de aquel viejo aparato. Apenas esperaba la contestación para estar de nuevo
dando más y más vueltas a la manecilla.
- Sigue Julián -decía el viejo tabernero,
dueño del aquel único teléfono que existía en el barrio-.
- Es de madrugada -comentaba el tabernero- y la central deLa Palma está durmiendo; pero
tú sigue, Julián, ya se despertará.
- Es de madrugada -comentaba el tabernero- y la central de
Por fin la soñolienta voz de una mujer más
bien madura se oyó al otro lado de la línea.
- Número -preguntó-. ¡Número! -insistió sin esperar respuesta-.- Señorita, por favor. Mi hija se está muriendo y necesito un médico.
- Sí, señor, le comprendo… pero un médico a esta hora es difícil.
- Quería yo hablar con un amigo mío que vive ahí, en
- Dígame
- Yo solo sé que vive en la calle Navarra y que se llama Juan Hernández Pérez.
- Espere un momento, señor, no cuelgue -le dijo la centralita sin más comentario-.
Por aquellos años en la calle Navarra solo
había un teléfono, pero el titular de la línea, según constaba de la guía, no
era el tal Juan.
- Señor, ¿está usted en línea? -preguntó de nuevo-.- Sí estoy, señorita, le escucho.
- Mire, señor, le pongo con el único teléfono que existe en la calle Navarra y que tenga usted suerte. Que tenga usted suerte, señor -repitió la centralita consciente de que algo grave estaba ocurriendo-.
La señal de llamada se repetía una y otra
vez. Julián desesperaba. Ahora que tenía la posibilidad de conectar con Juan,
¿no lo conseguiría? Desesperado, ya casi iba a colgar el teléfono cuando una
voz se oyó al otro lado de la línea
- Oigo, oigo -dijo aquella voz, y repitió-. ¿Quién habla a esta hora?- Soy tu amigo Julián, el del Roque del Faro, el garafiano.
- ¿Qué pasó, hombre? ¡Qué pasa! -contestó sorprendido Juan-.
- Mi hija se me muere, Juan -y comentó la triste tragedia que estaba ocurriendo en su casa-.
Por las explicaciones que dio Juan al
médico, éste comprendió que se trataba de algo muy grave. Así que metió dentro
de su maletín todo un equipo de urgencia y los medicamentos con los que, por
aquel entonces, contaba la medicina. Ahora se trataba de llegar hasta el
Roque del Faro... Allá, en la lejana Garafía. Una carretera de irregular
firme, cubierto de tierra y algo de arena, unía Santa Cruz de La Palma con Los Sauces. La
única carretera que existía por el Norte de la isla.
Era don Antonio, el médico, uno de los dos
o tres médicos que por aquella época ejercían tal profesión en Santa Cruz de La Palma y su comarca. Hombre
éste muy entregado a su profesión, joven, recién terminada su carrera, de
agradable conversación. Humilde con los humildes, compresivo y muy atento
cuando a él la gente acudía en situaciones de angustiosas tragedias
familiares. No más oír el relato de Julián, canceló todas las consultas
que tenía pendientes para ese día, y de inmediato llamó a su enfermera ayudante
para que le acompañara a este improvisado y urgente viaje a Garafía. Se
encargó Juan de llamar a un pariente suyo, arriero de profesión, que vivía en
Los Sauces y éste a su vez preparó tres caballos. Uno para el médico, otro para
su ayudante y un tercero para el propio Juan, que quiso acudir en ayuda de su
amigo Julián.
Aquel viejo Ford corría a toda marcha,
dando grandes saltos cuando caía dentro de un bache dejando tras de sí una
turbia estela de polvo de varios metros de altura.
- Algo pasa pa allá - comentaron dos viejas
en Puntallana al ver pasar a ese coche a gran velocidad-.
- ¿Qué pasó? -preguntó a las viejas un hombre desde lo alto de un cerro-.
- Pos no lo sabemos, pero algo pasó pa allá, pa Sauces -le contestaron-.
- ¿Qué pasó? -preguntó a las viejas un hombre desde lo alto de un cerro-.
- Pos no lo sabemos, pero algo pasó pa allá, pa Sauces -le contestaron-.
Durante el trayecto tuvieron que hacer un
par de paradas para reponer de agua al calenturiento motor que amenazaba con
estallar en mil pedazos. Serían las siete de la mañana cuando abandonaron
la ciudad y eran ya casi las nueve cuando el coche, soltando vapor de agua y humo
por todas partes, llegó a la plaza de Los Sauces.
Rodrigo era el nombre el arriero que a pie
les iba a acompañar hasta Garafía en un tortuoso y largo camino, subiendo y
bajando barrancos, en caminos de herradura. Comenzó la marcha. Había que subir
hasta Barlovento a través de un serpenteante camino. Peligrosas bajadas y
subidas se sucedían durante todo el trayecto; ahora el jinete tendría que
tenderse hacía atrás en la cabalgadura para no caer al suelo, resbalando por el
cuello del caballo; ahora había que inclinarse hacia delante para facilitar al
animal la subida en las inclinadas laderas de los barrancos.
Pasado el barranco de Gallegos, una fina
lluvia vino a empeorar el lento caminar de la caballería. Jinetes y caballos
sufrían con resignación los efectos de aquel mal tiempo. El viaje fue
silencioso, sin comentarios, solo el sonido de las herraduras de los caballos
al rozar las piedras se dejaban oír entre el canto de los mirlos y el aleteo de
algunas aves que al paso de la caballería emprendían asustadas raudo
vuelo. Algunos viajeros de a pie, y otros a caballo, al presenciar el
silencioso cortejo presentían que algo grave estaba ocurriendo. Parados,
sorprendidos, inmóviles y tristes se colocaban a un lado del estrecho y angosto
camino para dar paso a aquellos inesperados personajes.
Era ya entrada la noche cuando arribaron al
Roque del Faro. Para los visitantes no fue necesario adivinar cuál era la
casa de Julián ya que los pocos vecinos que por aquella comarca vivían se
habían agolpado a la puerta de la casa. Unos ansiosos por prestar ayuda a
aquella familia en su desgracia, otros por acompañarles en tales trágicos
momentos; y los menos por mera curiosidad.
La niña permanecía inmóvil, postrada en
aquel viejo catre, en estado de inconsciencia. A su lado la madre, afligida,
lloraba y lloraba, mientras le cogía entre las suyas sus pequeñas manitas. Unas
vecinas traían y llevaban, de aquí para allá, aguas de toronjil, sidriera y de
otras hierbas medicinales recomendadas por las abuelas de aquel lugar.
Ante la presencia del médico, abandonaron
todas las vecinas la habitación y solamente el médico, la enfermera y su madre
quedaron en ella. Don Antonio sacó una pequeña linterna de su bolso y,
abriendo los ojos de la niña, escudriñó la pupila y el fondo del ojo... Un
silencio profundo reinaba en la habitación. Preguntó el médico el nombre de la
niña y la llamó por dos o tres veces, pero no obtuvo contestación. Acto seguido
analizó cuidadosamente todo su cuerpecito, mas cuando llegó a la región de la
inguinal, allí se detuvo. Palpó cuidadamente varias veces y al final dijo:
- Debemos actuar inmediatamente, si no se nos muere.- Llame Vd. a su marido, por favor-dijo el médico a la madre-.
Inmediatamente entró Julián en la
habitación y el médico les informó.
- La niña tiene una apendicitis aguda ya gangrenosa y hay que
intervenir de urgencia -comentó el médico-, pues de lo contrario entramos en
peritonitis.- Señor, nosotros haremos lo que Vd. nos diga -dijo el padre casi arrodillándose ante el médico-.
- Llevarla a Santa Cruz de
- No sé, señor, no; lo único que tenemos aquí es una casa donde el médico vacuna y pasa consulta dos o tres veces al año.
- ¿Está ese consultorio muy lejos?
- No, señor, cerca, casi junto a esta casa.
- Rápidamente mande usted a que lo preparen, lo limpien cuidadosamente, y en cuanto todo este bien limpio lleven, con mucho cuidado, a la niña hasta allí.
Tenía aquel consultorio una habitación de curas, que habitualmente se usaba para realizar las vacunaciones y otros actos médicos eventuales o rutinarios. Allí, sobre una improvisada mesa operatoria, Don Antonio, ayudado por su enfermera, colocó éter (cloroformo) en la boca de la niña, y mirando al cielo, como pidiendo clemencia, tomó entre sus manos el bisturí y comenzó la operación.
Aunque todos los vecinos del barrio se
agolparon en el exterior de aquella vieja casa cuya habitación ahora servía de
quirófano, ni una voz se oía en el entorno. Parecía como si el pueblo durmiese
en pleno día. Solo en balido de alguna cabra o el rebuznar de los caballos se
oía allá, a lo lejos.
Pasaron las horas angustiosamente... se
jugaba la vida o la muerte de la niña. Tras la larga y angustiosa espera,
por fin, aquella puerta se abrió y apareció la figura del joven médico bañada
en sudor.
- Los padres de la niña, por favor -reclamó el médico-.- He hecho todo lo que estaba en mi mano. Ahora a pedir a Dios para que se recupere.
Les entregó un escrito en el que constaban
todos los cuidados a los que debían someter a la niña y les pidió por favor que
le mantuviese informado.
- Don Antonio, nosotros no tenemos todo el
dinero que usted se merece para pagarle. Venderemos algunos animales y le
pagaremos. ¿Cuánto le debemos, señor? -preguntó el padre-.
- Paguen ustedes al arriero y al coche y ya hablaremos en otra ocasión -contestó el médico mientras colocaba todo el instrumental dentro de su maletín-.
- Paguen ustedes al arriero y al coche y ya hablaremos en otra ocasión -contestó el médico mientras colocaba todo el instrumental dentro de su maletín-.
Pasaron los años y todo aquel trágico
acontecimiento se fue olvidando poco a poco. Adelita, la niña, se hizo mayor.
Pronto se dio cuenta de que su futuro en aquel pobre barrio no tendría porvenir
y se dedicó de lleno al estudio. Ingresó en la Universidad y terminó
la carrera de Medicina con buenas notas. Sus padres fueron envejeciendo
lentamente, al mismo ritmo en que discurre la sosegada vida del campo.
Con el transcurso de los años, aquel barrio
cambió totalmente. De no tener teléfono pasó a haber un teléfono en cada casa,
sumándose la mayoría de los vecinos a la telefonía móvil. El asfalto
cubrió los viejos caminos y la luz de la tea se trasformó en hermosas
luminarias eléctricas. Aquel viejo arado y aquellos aperos de labranza
permanecen en los trasteros, silenciosos, cubiertos de polvo, olvidados de
todos. La cultivadora y el tractor los enviaron a descansar en paz in
eternum.
El fuerte chirrido de los frenos de un
coche se oyó en medio de la oscuridad de la noche. A continuación un golpe seco
seguido de un profundo silencio. Julián acababa de atender a los animales
y ya rendido regresaba a la casa. Soltó la cántara de la leche que en su mano
llevaba e instintivamente corrió hacia el lugar de donde procedió aquel
chirriar de frenos.
Corría entre brezos y hayas en dirección a
la carretera que desde la cumbre descendía hasta el Roque del Faro. Oyó que
alguien gritaba ¡papá, papá! Miró hacia atrás y vio que su hija Adela
le seguía.
-
Corre, alguien ha tenido un accidente -le decía a su
padre con una voz casi apagada por los nervios-.
- Sí, papá, vamos, es por allí, veo los faros de las luces de un coche en el fondo del barranco.
Asidos unos a otros, padre e hija,
descendieron por la escarpada ladera sorteando mil peligros y dificultades
hasta llegar al fondo de aquel estrecho barranco. Efectivamente, las luces
de los faros del coche permanecían encendidas. Un fuerte olor a gasolina y a
aceite quemado impregnaba el ambiente, y entre aquel silencio apenas
perceptible se oía el casi apagado quejido de un hombre.
- ¡Dios mío! ¡Dios mío! Es un señor mayor y
está gravemente herido -exclamaba Adela mientras trataba de llegar hasta aquel
hombre que se encontraba inconsciente tras los airbags junto al
volante-.
Su padre intentó moverlo siguiendo el
instinto natural que tenemos los humanos por sacar al herido de su lugar donde
permanece atrapado, creyendo que con ello le salvamos la vida.
- No, papá, no, no lo muevas -le dijo su
hija elevando el tono de voz-.
Sacando fuerzas de donde no las tenía,
Adela se quitó su abrigo, rasgó con fuerza su blusa y a modo de venda o correa
dio un torniquete en el brazo de aquel anciano para evitar que la hemorragia
que sufría terminara con su vida. De inmediato metió la mano en el
bolsillo de su pantalón en busca de su teléfono móvil, mas con sorpresa se dio
cuenta de que lo había olvidado en la casa.
- Papá, corre, vete a casa y llamas al 112,
les dices que es muy urgente, que hay un herido muy grave en el fondo de un
barranco. Se necesita un helicóptero. Da las señales completas.
Mientras Julián, con mil trabajos, trepaba
ladera arriba recordaba con qué agilidad en sus años de juventud salió una
noche de su casa en busca de un médico que salvara la vida de su hija, la que
ahora, precisamente, trataba de salvar la vida a otro. Los años habían pasado y
la huella del tiempo transcurrido se dejaba sentir en sus ya cansadas
piernas. Intentaba correr ladera arriba, pero notó que su corazón se lo
prohibía. Así que por un momento se serenó y pensó que si quería salvar lo que
le quedaba de vida a aquel anciano, debía aminorar la marcha.
Mientras tanto abajo, en el fondo del
barranco Adela trataba de reanimar a aquel hombre. Quedándose casi desnuda
rompió en trozos su vestido para atajar las hemorragias que abundantemente
brotaban una por aquí y otra por allá. Insistentemente decía: "Señor,
señor, despierte usted", pero aquel pobre anciano parecía más cerca del
otro mundo que de éste. En más de una ocasión le hizo la respiración boca a
boca y entre llamada y llamada a la realidad le limpiaba el sudor de su frente.
El tiempo se hacía interminable. Y el frío
de la madrugada comenzaba a helar su cuerpo. Intentó mantener bien abrigado el
cuerpo del herido. Cuando cubría su cuerpo con su propio abrigo, oyó como de la
boca del malherido anciano salía un lastimero quejido. Intentó de nuevo
reanimarlo y en aquel momento el hombre comenzó a abrir los ojos lentamente,
muy lentamente. Le fallaron sus esfuerzos y los volvió a cerrar, pero por fin
los abrió y miró fijamente a la joven médico. Adela quedó inmóvil con la vista
fija en la cara del hombre. "Me recuerda a alguien", pensó y lo
volvió a mirar con mucha atención... "Pero, ¿quién es?", se
preguntaba interiormente una y otra vez. Sabía que aquella cara la había visto
alguna que otra vez, pero no podía situarla en el espacio ni en el tiempo.
En aquel momento el herido preguntó con una
voz muy apagada, casi imperceptible:
- ¿Dónde estoy?- Tranquilo, señor -contestó Adela-. Ha tenido usted un accidente pero ha salvado su vida. Ha tenido usted mucha suerte.
- ¿Quién es usted? -preguntó el anciano mientras hacía un esfuerzo sobrehumano para que sus ojos no volvieran a cerrarse-.
- Soy un médico que estaba de paso por esta zona.
- ¿Un médico? -volvió a preguntar el herido, y a continuación, casi volviéndose a desmayar, dijo con voz entrecortada- Yo, yo… también soy… médico.
En aquel mismo momento Adela creyó
reconocer a aquella persona.
- ¡Don Antonio, Don Antonio! -llamó con insistencia al herido mientras
clavaba sus ojos en los de aquel viejo médico-.- ¿Me… me… conoce usted, hija?
- Don Antonio, hace muchos años usted me salvó la vida.
Adela reconoció el esfuerzo que el herido
estaba haciendo para responder a sus palabras y cesó en su empeño. Miró hacia
el cielo porque creyó oír un sonido muy lejano. Su percepción era una realidad.
Poco a poco el sonido del helicóptero del Servicio Canario de Salud sobrevolaba
la zona. Esperó con paciencia. En la oscura noche no podía hacer señales. De
repente, se acordó que ella misma había apagado las luces de los faros del
coche que tras el accidente permanecían encendidas para evitar que se
consumiera la carga de la batería. Así que instintivamente dio vuelta al
interruptor de la luz y miró al cielo. Al momento los potentes focos del
helicóptero iluminaban el lugar y un hombre junto a una camilla descendía,
colgado de un cable, hasta el fondo de aquel estrecho barranco de Garafía.
Arriba, en la cresta de la ladera, Julián
meditaba y con su pensamiento recordó aquella oscura y triste noche que con un
farol en la mano acudió en busca de un médico y revivió el largo camino que
tuvo que realizar años ha aquel médico para salvar la vida de su hija y…
comparó con la rapidez que hoy se atiende a un hombre, que medio moribundo
permanece herido en el fondo de un profundo y casi inaccesible barranco de
Garafía. Lo que aún no sabia Julián era que el médico que salvó la vida
de su hija era salvado de la muerte por su propia hija.
Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 329 de BienMeSabe)
Temí por mi propia vida. En mi
niñez me habían contado que otros, en idénticas situaciones de angustia, habían
muerto repentinamente y presentí ahora que era verdad, que se podía morir de
espanto. Así que aquellos relatos de mi niñez y adolescencia volvieron a acudir
a mi mente y los reviví como entonces pero con más amargura y angustia.
Serían alrededor de las cinco de la
madrugada de aquel frío sábado 20 de diciembre, de cuyo año no quiero ni
recordar, cuando repentinamente algo inesperado interrumpió mi profundo y
plácido sueño. Instintivamente, cual estatua petrificada, quedé sentado en
mi cama. Con el corazón casi paralizado y la respiración contenida por el
miedo, escuché atentamente durante unos segundos, que me parecieron años
interminables.
Una desagradable sensación de angustia y de
terror recorrió todo mi cuerpo y por un momento me pareció que el corazón se me
paraba definitivamente y que la sangre se congelaba dentro de mis venas. En
esos momentos, algo me pareció sentir sobre mi cabeza, pasé la mano por mi
cabellera y horrorizado me di cuenta de que mis cabellos estaban en posición
rígida, y vertical: el miedo los había congelado y parecían, más que pelos,
púas de puercoespín. Temí por mi propia vida. En mi niñez me habían contado que
otros, en idénticas situaciones de angustia, habían muerto repentinamente y
presentí ahora que era verdad, que se podía morir de espanto. Así que
aquellos relatos de mi niñez y adolescencia volvieron a acudir a mi mente y los
reviví como entonces pero con más amargura y angustia.
Desde allá, desde lo lejos, llegaban a mis
oídos unos largos y lastimeros lamentos. Escuché atentamente buscando la
dirección de tales lamentos. Pude comprobar que procedían del Norte, tras una
plantación de plátanos, que cerca de aquella vieja casona, donde yo pernoctaba,
existía. La fría brisa era el vehículo portador de aquel lastimero
lamento. Ahora, aquellos ya casi guturales gritos, ahogados por su propia
sangre que presentía, brotaba a raudales de la garganta de quien moría,
parecían que llamaban a la compasión y a la misericordia de alguien que
desesperadamente lucha por no abandonar de este mundo.
Por un momento me pareció oír el fúnebre
canto de un cuervo que con su ronco graznido acompañaba a El Negro en
su triste y lenta agonía. Sí, no estaba equivocado, el graznido era el de aquel
cuervo carroñero que pocos días antes había tomado como residencia la copa del
hermoso y más robusto pino de cuantos por aquella zona había. Por su
natural instinto, presentía la muerte de El Negro y se mantenía a
prudente distancia con la intención de no ser visto para así intervenir él con
toda holgura, por si alguien abandonaba el cadáver.
Poco a poco, aquellos lastimeros quejidos
se fueron apagando lentamente, muy lentamente, y en el silencio de la noche
comenzaron a oírse las silenciosas voces de unos hombres.
Hice un esfuerzo sobrehumano por levantarme
de la cama. Lo intenté por más de dos veces, pero el miedo me hacía retroceder
instintivamente, y más que agazaparme, me escondía bajo las blancas sábanas.
Por fin, lentamente me incorporé, y silenciosamente abrí una pequeña ventana
que daba al lugar desde el cual procedían aquellos angustiosos lamentos.
La luz de la luna iluminaba todo aquel
ahora silencioso y tranquilo entorno. Esperé impacientemente unos segundos.
Alguien se acercaba hasta mí. Por temor a ser descubierto cerré, con mucho
cuidado, la pequeña y gruesa hoja de la ventana. Observé: efectivamente, unos
hombres se acercaban. Por un momento creí que estaba fuera de mis cabales y que
lo que veía ahora ante mis ojos era irreal, impensable, pero no. No era la
imaginación, era la cruel realidad que la vida a veces nos muestra en su lado más
amargo. El grupo lo constituían tres hombres corpulentos. Uno de ellos portaba
en su mano un cuchillo de largas dimensiones que, por estar aún ensangrentado,
intentaba limpiar con mucho cuidado para no dejar huella alguna que pudiera
acusarle más tarde de aquel terrible crimen.
- Hay que preparar algo para llevarlo -dijo
con voz ronca unos de aquellos individuos, llamado Faustino-.
- Manos a la obra -le contestó el otro mientras
encendía su vieja cachimba cargada con tabaco habano de baja calidad. Y aspiraba
fuertemente la primera bocanada de humo-.
Vi como, de entre algunos maderos que por
allí había, escogieron un par de ellos, los más gruesos, y con mucho cuidado
amarraban una soga en cada uno de los extremos.
- ¿Está bien sujeta la soga? -preguntó el
más viejo, a quien se encargaba de tales amarres-.
- Sí -contestó el otro-. Tranquilo, no se nos
caerá al suelo.
Al momento, aquellos tres hombres
desaparecieron tras las sombras que proyectaban las frondosas y bien cuidadas
plataneras. Ahora impacientemente, allá a los lejos, oía a alguien hablar,
pero su lenguaje llegaba imperceptible hasta mis atentos oídos. En
aquellos momentos, la noche, ya cansada, parecía despedirse lentamente y las
primeras luces del día comenzaban tímidamente a hacer su presencia a hombros
del sol de invierno que se dejaba ver en el horizonte. Por fin, oía
aquellas voces cada vez más y más cerca.
Lo que vi a continuación me produjo tal
impacto que aún hoy, después de tantos años, el solo recuerdo me deja
horrorizado y, créame o no el lector, el caso es que, aún a mi edad, paso
muchas noches sin dormir recordando tan trágico acontecimiento que marcó para
siempre mi vida.
Amarrado a una cuerda apareció ante mis
incrédulos ojos el cuerpo sin vida del El Negro.
- ¡Dios mío! -exclamé mientras contemplaba
aquel horrible espectáculo-.
Mi exclamación fue tan espontánea que uno
de aquellos hombres, llamado Esteban, mandó a callar a los demás.
- ¡Cállense! -dijo-. Me pareció oír hablar
a alguien -comentó con sus compañeros-.
En ese momento, todos quedaron en silencio
por si la suposición de quien lo dijo fuese cierta. Escucharon atentamente unos
minutos y por fin uno de ellos dijo:
- Tú estás soñando, Arturo, aquí no hay
nadie que pueda delatarnos.
- Debemos terminar esto antes del amanecer -dijo
el que a su lado estaba-.
Vi como el cuerpo de El Negro era
colocado sobre una especie de rústica cama de madera sin sábanas, sin colchón,
y sin miramiento alguno lo dejaron caer sobre aquellos fríos y rústicos
maderos. En ese momento sentí tanto miedo que me aparté de la pequeña
ventana. Tenía el temor a ser llamado algún día ante los tribunales de
justicia, como testigo de aquel horrible y execrable crimen.
Volví a mi cama. Mas la curiosidad me tentó
insistentemente una y otra vez... No resistí la tentación, y me acerqué
cautelosamente a la ventana de nuevo. Ahora estaban lavando el cuerpo de El
Negro. Habían encendido fuego y en una gran cacerola estaban
calentado agua. A continuación, con una especie de cepillo, le frotaban su
cuerpo, mientras que otros de aquellos hombres vertían el agua caliente sobre
el cuerpo ahora sin vida de El Negro. Al ver las llamas pensé que
iban a incinerar el cadáver de El Negro allí mismo pero al momento
comprendí que lo que pretendían era limpiar cuidadosamente aquel cuerpo aún
caliente, y me pregunté: "Si lo han tratado tan mal, ¿para qué lo lavan
ahora?"
De una pequeña caja sacaron una especie de
navaja de afeitar y, sin miramiento alguno, rasuraron completamente aquel
cadáver. Como cosa de un milagro, la piel negra iba desapareciendo y un
blanco intenso, muy intenso, sustituía el negror de un cuerpo que en vida era
tan negro como el carbón.
Aquel cadáver era ahora blanco, muy blanco.
Increíblemente blanco.
- Vamos a comenzar -dijo uno de los
hombres-.
En esos momentos se oyó un estornudo;
alguien se acercaba. Escuché atentamente: era un cuarto personaje. Pero no
venía solo, le acompañaba uno más joven.
- Esteban -dijo el más viejo-, ya era hora
de que llegaras. Necesitamos tu ayuda para terminar esta faena.
Colocaron el cuerpo boca arriba, mirando al
cielo. Cada uno de aquellos hombres sujetaba fuertemente cada extremidad del
yaciente cuerpo. El llamado Manuel Calero extrajo un gran cuchillo y comenzó a
abrir un profundo surco a lo largo de su ahora blanquecina barriga.
- Tenga cuidado con la vesícula -comentó
uno de ellos-.
- ¿Qué pasa con la vesícula? -le respondió el
otro-.
- Puede derramarse y dar tan mal olor, y ello nos
delataría.
Cuidadosamente abrieron en peritoneo y un
humo blanco, de calor corporal, salió de entre las vísceras.
- Déjame a mí ahora -dijo el otro, y
acercando una gran vasija recogió íntegramente en ella todo el contenido del
aparato digestivo-.
La oquedad donde se albergaba el intestino
quedó vacía, libre, al descubierto. Al fondo se veían dibujadas las costillas
de aquel cadáver.
Le tocó el turno a otro de los hombres que
ahora con inusitada agilidad, dando un fuerte hachazo, había abierto el tórax a
nivel del esternón y trabajaba en su interior. Cortó sin miramientos el aún caliente
y casi palpitante corazón y rápidamente lo colocó en una bandeja. A
continuación hizo lo mismo con los pulmones. Por un momento, mi
pensamiento atravesó los mares a más velocidad que la luz y recordé las artes
de magia y los rituales que algunos indígenas practican en las perdidas aldeas
del África Negra.
Pero en aquel mismo instante volví a la
realidad, me arrepentí del pasado, y me dije: "¡Dios mío!... ¡Dios
mío!..." Verdad que en vida envidié a El Negro y a veces hasta
llegué a odiarlo y desear mil veces su muerte. Más, ahora, en presencia de
su cadáver sentía lástima, mucha lástima... Me volví a arrepentir de mis
pasados malos deseos y pensé en su salvación eterna.
Pasado algún tiempo, me enteré que al El
Negro, antes de morir, le concedieron su última voluntad y confesó todos
sus pecados... Dijo que perdonaba a todos los que, como yo, le habían
ofendido; y ello me tranquilizó de tal manera que ahora me sentí libre de la
losa que sobre uno cae cuando comete un grave pecado.
Yo había conocido a El Negro un
año antes. Nunca supe su nombre verdadero; la verdad es que tampoco me interesé
por saberlo. Procedía de Garafía, en nuestra querida isla de La Palma , y había sido enviado
por la familia del Tío Esteban desde el pequeño puerto de La Fajana en Franceses.
Recuerdo con cuánta ilusión fui a recibirlo al por entonces pequeño puerto de
Santa Cruz de La Palma. Aún
oigo a mi madre alabando sus cualidades.
Vivió en mi casa, como uno más de la
familia, y poco a poco El Negro fue creciendo. Su color negro se hacía
cada día más fuerte y brillante. Sin embargo, era un gran comilón. Vivía por y
para comer. Insaciable siempre, glotón, pedía más y más. Eran tiempos de
postguerra, de escasez, de miseria, de hambruna. De crisis perpetua. Casi a
diario acudíamos al monte a por castañas. Eran las castañas su comida preferida
y para satisfacerle se las suministrábamos en cantidad. Pero él no se saciaba,
se creía, el muy puñetero, merecedor de todo; y aunque no te reprochaba nada,
con sus gruñidos parecía que decía tráeme más… más...
- Tiene que engordarse más -decía una y
otra vez mi madre-.
Y El Negro asentía y comía y
comía.
Cuando te miraba, lo hacía con dificultad,
porque tan gordo estaba que no podía levantar la cabeza. Así que solo miraba la
comida, con la cabeza casi metida entre los alimentos. No trabajaba, solo
comía, comía y dormía plácidamente. Mi envida era tremenda. Otras mil
veces volví a desearle la muerte. Pensaba que muriendo él ahora descansaba yo.
Allá, por los años cincuenta y principio de
los sesenta, según mis informaciones, crímenes de esta naturaleza se cometieron
muchos en nuestra isla y también en otras del Archipiélago Canario; pero la
mayoría de ellos, por no decir todos, fueron silenciados cuando en realidad
debieron de haber sido puestos en conocimiento de los tribunales de justicia
para juzgar a los culpables con el fin de que pagaran con la cárcel por lo que
hicieron...
Epílogo
Descuartizado, separadas unas de otras las
diversas partes de su cuerpo, sometidas éstas a salazón y cuidadosamente
colocadas dentro de una pipota, al objeto de ser consumidas por los humanos a
lo largo de todo un año.
… Fue así como terminó la holgazana vida de
aquel cochino o cerdo, como le llaman algunos, pero que yo a
éste llamaba El Negro debido a su color negro azabache.
(Manuel García Rodríguez. Publicado en el número
347 de BienMeSabe)
Cuando, casi a diario, acudo al
supermercado de mi ciudad para proveerme de los alimentos y demás cosas
necesarias para el cotidiano vivir, no dejo de recordar aquellas viejas ventas
desperdigadas por los pueblos y barrios de nuestra querida isla de La Palma.. .
Recuerdos del pasado acuden a mi
mente e instintivamente me traslado a otra época muy remota para niños y
jóvenes, pero muy cercana para los que como yo ya hemos atravesado la
barrera del sonido: dicho así, amortiguamos el sentido o significado de la
palabra viejos.
Las ventas, aquellas viejas ventas, tenían
de todo. De todo, sí, de todo lo que por aquel entonces necesitábamos para
poder sobrevivir en una época de escasez. La verdad es que tampoco añorábamos
poseer muchas cosas porque, salvo lo estrictamente necesario, apenas existían
artículos o bienes de consumo que podíamos desear porque ni siquiera los
conocíamos.
- Dame una cuarta de aceite -decía aquella
pobre mujer al ventero-.
De entre las medidas de capacidad que el
ventero guardaba celosamente dentro de su gaveta, extraía la de un cuarto de
litro, la llenaba con un aceite espeso y viscoso procedente de un viejo bidón y
se la entregaba a aquella mujer, que cuidadosamente introducía dentro de su
vieja cereca.
- ¿Algo más? -preguntaba el ventero
mientras volvía a colocar cuidadosamente el cuarto de litro en su lugar de
origen-.
- Sí, don Antonio. Necesitaba un litro de
petróleo, pero me he olvidado de traer la botella del petróleo. ¿Podría usted
prestarme una que yo se la devuelvo mañana?
- Sí, mujer -contestó don Antonio-, pero la
botella que yo tengo es de medio litro.
- Bueno, con medio litro tengo para ahora -dijo
la mujer-. Es que no tengo gas para el quinqué y la tea que me queda es para
encender el fuego.
- Por cierto- insistió el ventero-, le voy a
pedir un favor.
- Usted dirá...
- ¿Ve usted a don Luis esta semana?
- Se refiere usted a don Luis el del
carbón... Sí, esta misma noche le tengo que ver.
- Dígale de mi parte que me traiga dos sacos de
carbón para esta semana pues se me está acabando el que tengo y no puedo dejar
a mis vecinos sin carbón.
- Dichoso el que puede gastarse el dinero en
comprar carbón, porque yo para eso no tengo -dijo con cierto aire de tristeza
la mujer-.
- ¿Y cómo se las arregla entonces? - preguntó don
Antonio-.
- Así me ve usted buscando leña seca por las
orillas de esos barrancos -contestó la mujer al mismo tiempo que daba un
suspiro de dolor y abandonaba la tienda-.
- Buenas tardes, don Antonio -dijeron casi a la
vez Pedro y José que, como siempre, acababan de dejar su pesada carga
constituida por un feje (fleje) de hierba junto a la venta.
- Buenas -contestó Don Antonio, y sin que nadie
le dijera algo se dirigió al lugar en el que tenía bien colocados los vasos del
vino-.
- ¿Lo de siempre? -preguntó, en voz baja, a los
dos hombres-.
- Sí, lo de siempre -contestaron al unísono-.
- Espere, veo que tiene sardinas saladas en esa
barrica -dijo uno de ellos mientras curioseaba el interior de la barrica-.
- Sí, las acabo de recibir. Son de Lanzarote, me
las mandó el compadre Manuel.
- Pues eche un par de ellas pa darle sabor a este
morapio.
- El vino es bueno, lo acabo de traer de Las
Breñas. Me lo vendió don Juan Leal, que como saben tiene buena bodega.
- Pues si es de Las Breñas llene usted bien los
vasos con cuidado, pa que no se derrame ni una gota.
- Hola, Tomasito -dijo don Antonio al niño que
acababa de entrar en la venta-. ¿Está tu madre mejor?
- Yo creo que sí -respondió el niño sin saber lo
que decía porque tenía la vista fija el el farol, y no porque éste
fuese bonito o feo, sino porque en su interior había alfajores, rapaduras,
merengues, pilurines y otras golosinas-.
- ¿Tú querías algo, Tomasito? -preguntó don
Antonio al niño-.
Tomasito se desprendió del saco que traía puesto a modo de cucurucho
para protegerse de la lluvia, y sacando dos hojas de col de una bolsa de tela
dijo:- ¡Ah! sí . Me dijo mamá que le diera una cuarta de manteca y otra de tocino, y que se la envolviera en esta hoja de col para que no se me derrita por el camino.
Tenía la venta de don Antonio un reservado
en trastienda que servía de bodega-comedor, donde los parroquianos disfrutaban
del vino de Mazo o de Las Breñas acompañados de buenos salmorejo de conejo, y
cuando éste faltaba se sustituía por el cerdo bien asado o alguna que otra ave
que caía en la cazuela; sin olvidar los chicharros hervidos en mojo.
Todos estos mejunjes eran
preparados por algunos amigos íntimos de don Antonio en una vieja cocina que
estaba anexa a la tienda.
Así que este reservado-escondrijo también
se aprovechaba por los vecinos devotos del dios Baco para enjilarse
los calmantes lejos de la vista del resto de los clientes que acudían
a la tienda. Era habitual que cuando alguna otra persona, no muy conocida
por el solicitante del vaso de vino, no quería que ésta se enterase lo decía de
la siguiente manera:
- Don Antonio, pongamos un par de
condimentos pa mi mujer.
Así que don Antonio servía los dos vasos en
la trastienda sin pedir aclaraciones. En ese momento el cliente se sentía
invitado y pasaba al reservado después de percatarse de que no era observado
por los allí presentes.
En almacén anexo guardaba don Antonio el racionamiento
que la Junta
de Abastos le asignaba para ese mes y que él, con estricto sentido de la
justicia, repartía dando a cada cual lo que se le había asignado según la
cartilla familiar que presentaban en la venta.
- ¿Sabe usted cuándo nos dan arroz?
-pregunta una vecina-.
- Me dijeron en la ciudad que están esperando el
barco -contestó don Antonio y añadió-. Con razón está diciendo la gente que es
más esperado que el barco del arroz, porque desde el año pasado están
esperando el barco que traerá el arroz y éste nunca llega.
Junto a los sacos de millo, llenos de
gorgojos la mayoría de las veces, y otras con más gorgojos que millo, se
apilaban los dos o tres sacos de azúcar moreno, garbanzos, algunos fideos y
poco más. Aun así quedaba espacio suficiente para colocar un par de mesas
donde echar un partidita de dominó cuando llegaba la tarde-noche. A veces
daba tiempo para echar dos o más partiditas haciendo un descanso entre ellas,
que tanto los ganadores como los perdedores celebraban refrescando su gaznate
con el zumo de la uva o algún que otro coñac para espantar el frío.
Farmacia, zapatería, perfumería,
librería... estaban ubicadas casi dentro del mismo espacio. De tal manera que
cuando querías una pastillas de aspirina okal, alcohol o esparadrapo
don Antonio las encontraba después de mover de aquí para allá las botellas del Bisnú
la brillantina, las alpargatas de lino y un sinfín de cosas.
Para el petróleo, el carbón y la tea se
disponía de un pequeño cuarto a medio encalar y de color más bien tirando a
negro con un insoportable olor a humedad.
La mayoría de los vecinos de aquel entorno
poseían un cerdo que, llegado el mes de diciembre, pasaba a llenar el espacio
vacío de la pipota que había dejado el anterior cerdo. Sin embargo, no
todos tenían el lujo de disponer de tal reserva para el invierno. Sabedor de
ello don Antonio disponía en su venta de una gran pipota que contenía en su
interior al menos dos cerdos en salmuera y, como añadidos, colgaban desde el
techo unas ristras de chorizos impregnadas con el humo de tabaco que se
desprendía de la cachimba del empedernido fumador.
Un olor, mezcla de tabaco en rama, pescados
salados, plátanos maduros, oloroso vino, café en grano, mezclado con el humo de
las velas o del quinqué, perfumaban el ambiente dando a la venta una
inconfundible personalidad.
No querría yo terminar este relato sin
antes aclarar que, sin bien digo la verdad sobre aquellas viejas ventas, sin
embargo el ventero que yo llamo don Antonio es producto de mi imaginación,
representativo de los venteros de la época con aire de buenas personas todos
ellos y figura de comer mucho y caminar poco.
Había muchas ventas, que no eran las
destinadas al racionamiento. En ellas solo se vendía, a veces, productos cosechados
por el mismo ventero, vino en cantidad, aguardiente, tabaco y poco más.
Hoy, gracias a Dios los tiempos han
cambiado, las ventas han desparecido, los supermercados y las grandes
superficies ofrecen a sus clientes aquellas cosas que en otros tiempos ni
siquiera existían.
Pero esto solo lo sabemos valorar los que,
como yo, ya hemos pasado la barrera del sonido.
Cuentos
contextualizados XVIII: El Saco.
(Manuel García Rodríguez.Publicado en el número 355
de BienMeSabe)
Por similitud se llegó a llamar a la americana actual saco
de tal manera que a algunas personas mayores de la época se les oía decir ponte
el saco o quítate el saco, refiriéndose a ponerse o quitarse la
americana.
Como si por arte de magia se tratara, en la
actualidad, el saco ha desaparecido de los hogares rurales y ya casi
nadie lo nombra ni se acuerda de él; o no ser algún nostálgico del pasado, como
es mi caso.
- Si te vas por ahí, lleva el saco, por si te dan
algo -decía una madre al hijo que abandonaba la casa para recorrer el barrio-.
Por si le daban algo… y otros
decían por si cae algo… Efectivamente, el muchacho cumplía a pie
juntillas las órdenes de su madre. Sabía perfectamente dónde estaba el saco
porque éste se aguardaba celosamente sobre la tranca, detrás de la puerta,
doblado y muy bien colocado.
José era el nombre de este chico, de unos
doce años, que ya había abandonado la escuela y que ahora ayudaba a su madre en
lo que podía. Como quien no quiere la cosa José, Joseíto -como le
llamaban cariñosamente en el barrio-, con el saco al hombro, se acercaba por la
huertas o canteros donde el vecino estaba cavando las papas y se quedaba
mirando aquella operación como… haciéndose el despistado. Él no pedía papas.
Solo quería hacerse notar. Así que el dueño de las papas apenas lo veía allí
sabía a lo que venía y le preguntaba:
- ¿Tienes en donde llevarle unas papas a tu
madre?
La respuesta de Joseíto era rápida.
- Sí, señor, aquí tengo el saco.
Inmediatamente Joseíto abría la boca del
saco, esperaba que las papas entraran, y cuando a él le parecía decía muy
educadamente:
- Ya está bien, don Nicolás. No ponga más.
De su madre el chico había aprendido a ser
agradecido con las personas y no exigente. Así que cuando decía no me ponga
más sabía él que don Nicolás le ponía un par de kilos más. Esta vez
Joseíto había conseguido su objetivo. Mas había ocasiones en que el niño volvía
a su casa con el saco vacío; bien porque el que cavaba los boniatos se hizo el
loco o bien porque nadie estaba recogiendo su cosecha. Era el saco, fabricado
con fibra de henequén, el compañero inseparable del agricultor y en general de
todos los campesinos de aquella época.
Si ibas para el monte, tenías que llevar el
saco, cuya utilización tenía al menos dos fines: o bien lo llenabas con algo o
bien te servía de almohadilla para colocar entre el hombro y el fleje de hierba
o de cualquier otro producto del monte, al objeto de amortiguar el impacto
entre la carga y tu hombro... Si necesitabas salir de la casa y estaba
achubascando tenías que llevar el saco para protegerte de la lluvia; aunque a
veces era peor el remedio que la enfermedad ya que si llovía mucho el saco se
empapaba y la gripe no había quien te la sacara de encima... Si ahora lo que
querías era regar la huerta necesitabas del saco para que éste te sirviera de
tapón a fin de derivar el agua en las atarjeas.
Era compañero inseparable del saco el
famoso cesto de carga ya que si no llevabas el saco las varillas del
cesto de carga se te quedaban como clavadas en tus hombros y a veces aparecían
las famosas llagas o morados. Si ya habías llegado a mayor y jubilado te
encuentrabas, te era necesario el saco para que éste te sirviera de cojín, de
tal forma que te pudieras sentar sobre cualquier muro o pared de piedra seca.
Era, pues, en estas edades, un medicamento contra las hemorroides y demás
enfermedades del trasero.
Fundamentalmente había tres clases de
sacos. Curiosamente todos los sacos que conocí procedían del extranjero. Los
más utilizados eran los procedentes de Irlanda, que se importaban con papas de
semilla para sembrar en Canarias. Por fuera traía una leyenda que decía en
inglés see potatoes (papas de siembra) y más abajo up to date
(época de siembra), y la gente los llamaba sacos de utodate. Otros
también de procedencia irlandesa eran los King Eduard (Rey Eduardo). A
éstos los llamaban kineguar.
Otro tipo de saco, muy abundante, procedía
de Alemania y venía lleno de sulfato de amoniaco o potasio. La gente los
conocían por sacos de tres listas. Eran mayores que los de Irlanda y
su contenido era de 100 kilos, que el agricultor cargaba desde el camión hasta
su casa para, ya más tarde mezclado con otros abonos químicos, esparcirlos
sobre el terreno.
Por último existían los llamados sacos
de azúcar. Creo, no estoy seguro, que procedían de Cuba. Abundaban poco y
eran muy buscados por las amas de casa con dos fines: o para desteñirlos y
confeccionar con ellos prendas de vestir, o para llevar el grano y traer el
gofio del molino,
El tratamiento dado al saco antes de su
utilización era muy sencillo, Consistía en tenerlos un par de días a remojo
en una pileta o charca, de tal manera que quedaran libres de restos de su
anterior contenido. Después varios días al sol. Por último, se recogían del
secadero y se recolocaban unos sobre otros con mucho cuidado.
El saco era utilizado y reutilizado en
muchas y variadas ocasiones; ora lleno de papas hasta la boca y cosido con la
aguja de coser, ora lleno de coles para llevar a la plaza del mercado. Así iba
y volvía a la casa de su dueño hasta que, ya gastado, terminaba tapando algún
agujero.
En verano, el saco se utilizaba como
cortina en el pajero de las vacas. Para que estos animales no se asfixiaran con
el calor se abría la puerta del pajero. El abrir la puerta del pajero tenía un
inconveniente y era que entraban las moscas a visitar a las pobres vacas que no
acertaban a matarlas todas con el rabo. Así que para que estuviesen tranquilas
se colocaba una cortina de sacos en la puerta del pajero, de tal forma
que las moscas no pudiesen entrar.
El algunas ocasiones, cuando las humildes
familias procreaban hijos y más hijos, se hacía necesario disponer de una
habitación-dormitorio más en la vieja casa, de tejado a cuatro aguas, para
separar a los hijos varones de las hijas. Así que una habitación se convertía
en dos dividiéndola por medio de un tabique construido con sacos pintados con
cal. Cuando los hijos eran mayores y se iban de la casa se retiraban los sacos
y la habitación recobraba su aspecto original. Llegó a tener el saco tanta
popularidad y tan apreciado estaba que en algunas escuelas públicas había un
perchero para que los niños colocaran el saco que llevaban a la
escuela en época de lluvias.
Sirvió el saco como divertimiento del
pueblo. Las corridas de sacos eran un número festivo que consistía en
meterse dentro de cada saco una persona e intentar, corriendo, llegar a una
meta previamente establecida.
Por similitud se llegó a llamar a la
americana actual saco de tal manera que a algunas personas mayores de
la época se les oía decir ponte el saco o quítate el saco,
refiriéndose a ponerse o quitarse la americana.
Sin embargo, para lo que nunca sirvió el
saco fue para cargar con los racimos de plátanos ya que, al ponerlo sobre el
saco, los dedos del racimo quedaban marcados con el tejido del saco haciéndolo
inservible para la exportación.
De entre los refranes o sentencias
populares de la época había uno que hacía referencia al saco y que decía: da
más lata que un cochino dentro de un saco, refiriéndose a alguien que era
muy repetitivo en sus exigencias. De la misma manera que las lecheras tienen su
monumento en esta isla de La
Palma , las vacas otros, etcétera, creo que en justicia se
debería hacer un monumento a el saco en agradecimiento de los
servicios prestados en el pasado.
Así como el ordenador mató la máquina de
escribir, el plástico mató el saco y este, ya olvidado de todos,
duerme el sueño de los justos en algún rincón del pajero o en una vieja casona.
Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 366
de BienMeSabe)
El caso es que me contó cómo dentro de aquel túnel, del que
yo ya sabía historias de fantasmas y de brujas embrujadas, había aparecido en
la noche anterior el cadáver de un hombre, al que le habían extraído la sangre.
Era un cadáver sin sangre...
Todavía hoy, después de tantos años, el
recuerdo de aquella fatídica noche emerge en mis sueños y me hace revivir lo
que nunca deseé vivir.
Era allá en la década de los cuarenta, del
siglo pasado. En aquellos años, el cotidiano vivir transcurría sin sobresaltos,
sin noticias del exterior, inmersos en una crisis. Sin saber que aquello era
una crisis porque tampoco antes viviste años mejores. Se asumía que aquello era
así y te decías es lo que hay y el conformismo te hacia feliz dentro
de tu entorno. Eran los años en que por no haber noticias te las inventabas
porque nada nuevo había que contar. La prensa escrita no circulaba, de la
televisión ni noticias de su existencia se tenían y la radio era cosa de
algunos ricos.
A veces el conocimiento previo de sucesos
ocurridos que del pasado tenemos nos salvan la vida. Cuántas y cuántas veces
levantamos el pie del acelerador cuando pasamos por un lugar de la carretera
donde sabemos que ha muerto alguien, quizás por exceso de velocidad...; y
cuántas y cuántas veces tomamos otro camino porque conocemos a priori que aquel
nos puede llevar a la muerte...
Como todo en la vida, esta vez el
conocimiento previo fue una excepción, y más que aminorar mis temores en
aquella trágica noche los aumentó hasta tal extremo que presentí que la muerte
se me acercaba a pasos agigantados.
- ¿Te enteraste de lo que ocurrió anoche en
el túnel? -me preguntó el amigo, más que por saber si estaba o no informado,
por ganas o deseos de trasmitirme una información que aún hoy no sé si fue
cierta o se la inventó él mismo con ánimo de asustarme-.
El caso es que me contó cómo dentro de
aquel túnel, del que yo ya sabía historias de fantasmas y de brujas embrujadas,
había aparecido en la noche anterior el cadáver de un hombre, al que le habían
extraído la sangre. Era un cadáver sin sangre. A veces solo una gota de agua es
lo suficiente para que el vaso de derrame y así sucedió con esta historia
contada por mi amigo. De tal manera que lo que ya sabía sobre el túnel, que no
era poco, se sumó a esta nueva historia. Nunca supe si en realidad el hombre en
cuestión murió dentro del túnel y menos aún si los vampiros o las brujas le
chuparon la sangre -vaya usted a saber- con qué artes de brujería.
Era el túnel, y es todavía hoy, una
perforación del majestuoso Risco de la Concreción hecha antaño casi a nivel del mar y a
escasos metros de éste... Era ayer y lo es hoy un agujero negro, oscuro,
estrecho con algunos huecos de tramo en tramo abiertos al mar a manera de
ventanas para que por ellos penetrara, aunque con dificultad, la luz del día.
Ya atravesar el túnel en coche durante el día era una aventura que tenías de
correr con verdadero terror, conteniendo la respiración no por el hecho de
perder la visión de la luz diurna, sino por el temor a que una piedra o quizás
el techo entero se desplomase sobre tu coche y, allí mismo, de tan miserable
manera, se terminara toda la historia de tu pasada vida. Que las rocas se
desprendían con facilidad del techo era un hecho cierto, tú lo sabías; no
porque te lo contaran testigos presenciales sino porque tú mismo las veías
depositadas al borde de la carretera. Si es que a aquella vía de circulación se
le podía llamar carretera. En más de una ocasión o bien tenías que dar
un desvío para no chocar con rocas desprendidas o te bajabas del coche para
despejar tú mismo la vía y poder pasar. Para colmo de males, a las oquedades
que daban al mar, durante la guerra civil española se le habían realizado
algunas perforaciones para, según me contaron, colocar dinamita con la
intención de volar el túnel, si el supuesto enemigo intentaba asediar la
ciudad. Era el túnel así de oscuro, peligroso, silencioso y misterioso. Si a
decir verdad, aquella leyenda, o tal vez realidad, que del túnel se conocía se
vino a confirmar el día en que se desplomó.
Meses y más meses estuvo el túnel cerrado,
tapiado e incomunicado. Había que dar un largo rodeo si se quería acceder al
otro lado de la isla. Según contaban, por aquella época no era fácil
desencumbrar el túnel, porque se temía, y con razón, que la retirada de las
rocas desprendidas propiciase el desprendimiento de las siguientes, de tal
manera que la vida de los obreros acabase bajo los escombros de los siguientes
desprendimientos. Así estuvo aquel túnel, de funestos recuerdos, meses y más
meses, y quizá años, casi abandonado.
Llegó el invierno y con él las filtraciones
de agua de lluvia penetraron por las grietas que el calor del verano había
dilatado. A la fragilidad de aquellas rocas, ahora se sumaba el efecto
producido por la humedad y consecuentemente los desprendimientos eran cada vez
más y más frecuentes. Por fin los obreros, aun a riesgo de sus vidas,
despejaron los escombros y el túnel quedó abierto de nuevo al tráfico rodado y
al paso de los asustados peatones, que casi obligatoriamente, a diario, por
razones de trabajo o estudio, habrían de cruzarlo en ese ir y venir a la
ciudad. Ahora aquel túnel ya no era un túnel completo, como lo era antes. Ahora
quedaba dividido en dos mitades, una larga y otra corta, separada la una de la
otra por un espacio vacío, a cielo abierto, como consecuencia de aquel
derrumbamiento.
Todo había cambiado. Ya no pensabas que
quizás el túnel podría desplomarse y aplastarte dentro algún día, no, ya no era
una hipótesis; ahora era una cruel realidad. Si bajo de las enormes montañas de
rocas había alguna persona muerta fue una sospecha que se perpetuó en el tiempo
hasta el día en que se retiraron las últimas rocas desprendidas. Lo que se
contaba como cierto era que una muchacha murió dentro del túnel. Se decía, y se
repetía constantemente, que la difunta entró dentro del túnel por la boca del
Norte. Por Santa Cruz de la
Palma rumbo a Las Breñas... Comentaban que la moza iba en
compañía de otras dos muchachas y que la maldita roca desprendida del techo
justamente cayó sobre de ella, que tranquilamente caminaba en el centro del
grupo. Nunca supe ni el nombre ni los apellidos de la muerta. Mas unos contaban
que se lo contaban y así llegó contado hasta mis oídos.
Era una fría tarde otoñal. Yo había cruzado
el túnel rumbo a Breña Baja. Por aquellos años mi vista era como la vista de un
lince, veía a la perfección. Aun así, la penumbra que entre ventana y ventana
del túnel existía me producía pánico. Sombras y luces se sucedían
continuamente. A través de aquellas bocas mal formadas del túnel, que miraban
al mar, alguna que otra ola intentaba penetrar dentro del mismo. A veces,
algunas veces, lo conseguía y la salada agua marina te dejaba empapado. Así que
sobre el miedo que ya llevabas en tu cuerpo se sumaba el de la fría y salada
agua marina. Ahora la marea había subido y las olas se sentían batir con tal
fuerza que el mismo túnel se estremecía desde sus cimientos al recibir el
potente impacto de la enfurecida mar. En más de una ocasión intenté volver
sobre mis pasos; pero solo pensar que para llegar a mi destino tardaría más de
tres horas caminando a través de los sinuosos caminos o veredas que dando
vueltas y más vueltas nos conducen hasta La Concepción , me disuadía
de aquella idea, producto del miedo.
Continué mi camino dentro de aquel túnel.
Algún que otro transeúnte, quizás tan asustado como yo, se cruzaba en el
camino. La penumbra no nos permitía reconocernos mutuamente, ni tampoco yo me
acercaba mucho al que conmigo se cruzaba. Quizás era un buen hombre pero, ¡Dios
mío!, podía ser un ladrón, o un vagabundo o quizás alguno de aquellos asesinos
que chuparon la sangre al hombre que apareció muerto, aquella noche, dentro del
túnel. Ahora el conocimiento previo de muertos, de brujas y de misteriosos
sucesos acaecidos en un pasado lejano, que me habían contado, acudían
persistentemente a mi mente y aquel misterioso batir de las olas con intervalos
de un prolongado silencio envuelto en la penumbra acongojaba mi alma.
Por fin logré llegar a la otra puerta del
túnel. Respiré profundamente; miré el cielo y la tierra y gocé de la libertad
que se siente cuando antes no se tuvo. Aquella alegría y aquel sentido gozo de
felicidad pronto se truncó. El tiempo voló y la tarde se venía encima a pasos
agigantados. Ahora se presentaba el regreso. La alternativa era la misma: o dar
un gran rodeo o volver a atravesar a aquel maldito túnel. Al miedo se sumaba
otro miedo y era que la luz del día estaba muriendo y la boca del túnel ahora
era más negra que la negra noche. El regreso fue una odisea que jamás ser
viviente ha vivido.. Al menos que yo sepa.
Hice la señal de la cruz y atravesé la
negra boca que ante mí se presentaba. La oscuridad más oscura lo envolvía todo.
Caminaba lentamente temeroso de abrazar a algún fantasma. No veía nada y la
nada era una nada absoluta. Constantemente, en medio de la oscuridad, creía oír
voces, ahora procedentes de la mar como de algún náufrago que se ahoga. Ahora
procedentes de aquellas negras ventanas, como si alguien estuviese escondido en
ellas esperándome para terminar con mi pobre vida. Repentinamente se encendió
una tenue luz a pocos metros de mí. Alguien prendía fuego a su cachimba y una
tos honda, ronca y profunda vino a decirme que lo que pensaba era cierto. Me
crucé con aquel hombre y ni yo lo vi ni él me vio. Seguí mi camino recto, a mi
parecer, pero sin un referente que me sirviera de guía. Así que para orientarme
rozaba con mis manos las frías y húmedas paredes de aquel túnel. No sabía por
dónde estaba, si faltaba mucho o poco para salir de aquel infierno.
Me pareció ver a una mujer, después a dos,
incluso creí percibir sus risotadas dentro de aquel maldito túnel. Eran risas
de terror, de miedo, de ultratumba, del más allá , Era el preludio a una nueva
cacería y la víctima a cazar era yo. El eco de mis pasos retumbaba dentro del
aquella oquedad. Temí que yo mismo, en mi angustioso caminar dentro del túnel,
provocase la caída de alguna parte del techo. Me vi sepultado, pero vivo bajo
aquellas agrietadas rocas desprendidas del techo. Pensé en lo que harían por
mí. De seguro, me buscarían por todas partes, pensé. Yo gritaba, estaba vivo
pero ellos no me oían. Intentaba gritar más fuerte, pero no podía. Hasta en mi
ahora calurienta mente llegaban las voces de los que me llamaban para comprobar
si estaba vivo bajo aquellas rocas. A través de una estrecha abertura percibí
el olfato de un perro y hasta me pareció ver su afilada y mojada nariz. Era uno
de esos perros que buscan cadáveres, pero yo no era un cadáver, estaba vivo.
Por fin allá y a través de aquella maldita
oscuridad, en la lejanía, una esperanza de vida creí percibir. Unas tenues
luces fueron cada vez haciéndose más perceptibles, más y más. Eran las luces
del pobre alumbrado público de Santa Cruz de la Palma. La vida volvió a
mí; pero aquella trágica noche dentro del túnel se revivía en mis sueños una y
otra vez.
Mas ahora no. Ahora todo terminó y ese
maldito túnel permanece cerrado, prisionero, abandonado como merecido castigo
por tantos y tantos disgustos que el pasado dio a aquellas pobres gentes de su
época.
Aún hoy, cuando por la hermosa Avenida de
Los Indianos, en las frías tarde de invierno o las calurosas del verano,
bordeando el mar recorro el mismo trayecto que recorrí antaño, desvío la vista
del viejo túnel por no traer a mi memoria recuerdos de un triste pasado.
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