jueves, 5 de febrero de 2015

ENTREGA 4


 (Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 284 de BienMe Sabe)
Hoy, ya pasados muchísimos años, la bigornia permanece olvidada, cubierta de polvo, despreciada por las nuevas generaciones, sin recordar que en su tiempo salvó esa bigornia a Rogelio y a su generación de embarazosas situaciones.
Corren los años cuarenta, años de miseria, consecuencia de la posguerra, se van sucediendo aún. El único centro de Educación Secundaria que existe en la isla está ubicado en Santa Cruz de La Palma. La calle real era y es la gran arteria que recorre la ciudad de norte a sur. Desde el puerto a La Alameda se van sucediendo viejas casonas de singular arquitectura. A la altura de lo que es hoy el Palacio de Salazar, en un edificio de espectacular fachada y de inolvidables recuerdos, estaba ubicado el Instituto Nacional de Segunda Enseñanza.
Acuden a clases los chicos y las chicas de toda la isla.
Los de las zona de Breñas hasta Puntallana llegan a pie a través de caminos o atajos mal empedrados. Muy pocos, por no decir algunos, vienen en guagua o los traen sus padres en transporte propio. Los del resto de la isla, unos estudian por libre y se presentan a los exámenes de Junio o Septiembre; y otros, para asistir a las clases, conviven con familias de Santa Cruz de La Palma durante el curso escolar.
 Bajar caminando desde el campo hasta la ciudad, para asistir a unas clases que comienzan a los ocho de la mañana, suponía un esfuerzo casi sobrehumano para aquella sacrificada juventud que hoy ronda los setenta y… más años. Rumbo a la ciudad a veces dejábamos, por el camino, no solo un tiempo restado al estudio o al descanso sino, también, parte de nuestros calzados y a veces todo. Lo peor era que no había dinero en casa para comprar unos nuevos. Teníamos que hacer de improvisados “zapateros” si queríamos asistir a clase el día siguiente. Lo contrario era perder las clases.
Eran tantas las veces en que Rogelio había subido y bajado aquella cuesta que ya casi se conocía de memoria todas y cada una de las piedras del inclinado camino. Las había grandes y bien colocadas en el centro, como dividiendo a éste en dos franjas iguales. Las picudas y las redondas estaban colocadas de manera desigual o caprichosamente dispuestas. En invierno la hierba crecía entre piedra y piedra cubriéndolas, a veces completamente, de tal manera que ocultada bajo una hermosa malva te esperaba una piedra, tan afilada como una hojilla sevillana, atrayendo tu atención e incitándote a que la pisaras para, en venganza, joderte la punta del zapato y a veces hasta el dedo gordo.
 En su bajada a la ciudad, aquella fría mañana de Enero, Rogelio estaba tan seguro de que sus pasos, a lo largo del camino, no iban a sufrir percance alguno; no se percató de que el burro de Don Gregorio, en su ir y venir al monte, con sus viejas herraduras, había cambiado de lugar alguna que otra piedra del camino. Su mente estaba puesta en la clase de Geografía e Historia cuya lección del día no llevaba bien aprendida. No tenía cargo de conciencia por la falta de estudio ya que la culpa de ello fue el tubo de aquel viejo quinqué que no resistió el cambio de temperatura producido al abrir, su madre, la puerta que daba al camino, y se hizo en mil pedazos.
Contaba y recontaba las posibilidades que tenía de ser preguntado y en ello estaba cuando ¡tras!, de repente, la puñetera piedra le llevó de cuajo el tacón del zapato izquierdo. Se paró bruscamente, miró hacia la piedra y vio que ésta no era una piedra cualquiera. No era una vulgar piedra. Era una de seas piedras largiluchas puntiagudas que parecía reírse a carcajadas de Rogelio mientras una rabia incontenible se apoderó de él.
Sus pensamientos se disuadieron de golpe. Su mente estaba ahora centrada única y exclusivamente en el tacón de su zapato “izquierdo”, Con dulce agasajo materno, lo recogió del suelo, lo miró detenidamente como una madre mira a un niño por si alguna herida tiene, lo envolvió entre pañales (pañuelo) y lo metió en el bolsillo de su pantalón. Era éste un zapato casi nuevo, para cuya adquisición sus padres tuvieron que buscar dinero donde no lo había, de color marrón; se ajustaba perfectamente a su jodido juanete. Otros zapatos había tenido Rogelio, pero como éstos ninguno. En fin, que a su juicio eran lo mejor en zapatos que él había tenido y creía que en este mundo difícilmente ningunos otros mejores había. Tal cariño les tenía que a punto estuvo de romper en inconsolable llanto, y si no lo hizo fue porque en ese mismo momento se encontró con el tío Bernardo, que de la ciudad venía cargando, sobre sus hombros, víveres para su tienda.
Disimulaba Rogelio ahora, como podía, la cojera que la pérdida de tacón le provocaba. Ensayó, sobre la marcha, varios intentos de disimulos para así lograr salir de tan vergonzosa situación. Bajó la última cuesta, casi sin rozar el suelo con su pie izquierdo con el fin de que los clavos, que habían dejado al descubierto la pérdida del tacón, no le atravesaran el tejido muscular.
 Como Dios le ayudó, penetró la puerta del Instituto. En esos momentos presintió que todas las miradas estaban clavadas en el tacón, o mejor dicho, en el zapato sin tacón. Subió las sinuosas escaleras, muy pegadito a la pared, en evitación de que sus compañeros de clase le descubrieran en tal funesta situación. Comenzó la clase de Lengua y Literatura y terminó ésta sin ningún incidente signo de consideración.
Con el tacón del zapato metido dentro de su bolsillo, apenas Rogelio se movía de la puerta del aula 4, conocida como el Aula de Geografía e Historia.
Ese día los compañeros del sexto curso, duchos en fugas, le invitaron a secundarles, pero Rogelio enmudecía, no abría la boca, su rostro estaba cono desfigurado por el miedo a ser descubierto en tal vergonzosa situación de caminante cojo. Y por fin llegó el Profesor de Geografía, cuyo nombre en estos momentos no recuerdo. Rogelio no quería ni mirarlo. "Si hoy me pregunta", se decía interiormente, "me muero de vergüenza". "¡Trágame tierra!", imploraba al cielo, una y otra vez.
El profesor se sienta tranquilamente, abre su flamante maletín, saca su libro y pasa muy lentamente lista. Uno a uno los va nombrando a todos. “Don Rogelio López Hernández”, dice. Y la voz de Rogelio, víctima del miedo, estaba ya tan descafeinada que el profesor no la oye y pregunta:
-¿Está Rogelio o no está?
-Sí está -le contesta el resto de la clase-.
 Lo que nunca se supo fue si el profesor consideró que algo extraño sucedió cuando preguntó si está o no está don Rogelio, mas sea lo que fuere cayó en sospecha, y el caso es que nada más terminar de pasar lista dice en alta voz:
 - Don Rogelio, venga para acá.
 Aquello fue tan espectacular que aún hoy, después de pasar tantos años, cada vez que Rogelio recuerda aquel hecho se le transforma el semblante. Yo mismo soy testigo del entristecimiento y de la transfiguración que se produce en el rostro de Rogelio cuando a veces, incitados por el malintencionado dios Baco, entre varios amigos nos contamos nuestras cuitas, ya pasadas.
 Si el puñetero profesor hubiese dicho Don Rogelio, diga la lección, Rogelio, desde el mismo banco en que se sentaba, aunque algo sabía de esa lección, hubiese dicho que no la sabía (no me la sé) para así evitar el salir a lo largo de la clase, cojeando y siendo al hazmerreír de todos. La orden de venga para acá fue contundente. La salida al pasillo de la clase, que conduce a la mesa del profesor, ya fue estremecedora. Fue como el camino al calvario; mas llegado al propio pasillo, ahora tiene que afrontar como gato que nada pecho al agua y rabo tieso el trayecto que le separa desde su banco hasta la mesa del profesor.
"¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?", parecía que exclamaba interiormente Rogelio. Eran tan fuertes lo latidos de su corazón que presentía que su final había llegado. Al fin, se dijo a sí mismo: "¡Hágase tu voluntad!" y, colocando el pie izquierdo a una altura de dos centímetros sobre el nivel del suelo, avanzó decidido pasillo adelante, rumbo a la mesa del profesor.
 En esos momentos, se produce un silencio estremecedor. Rogelio percibe que todas las miradas están clavadas en su pata izquierda. Presiente que toda la clase tiene sus ojos fijos en él. Las chicas, ¡coño!, las chicas, se repetía interiormente, ¿qué dirán?... Se ríen de mí… Y Dulce, que me está viendo en estos momentos... Prefería perder todo el oro del mundo antes de que Dulce lo viese en tan deplorable situación.
Pero vuelve a hacer otro esfuerzo sobrehumano y alcanza, por fin, la mesa del profesor.
- ¿Le sucede algo, Don Rogelio?
- No, señor, no, nada -contestó tímidamente sin mirarlo-.
 Hay en esos tristes momentos como una iluminación en el rostro de Rogelio que algunos de los allí presentes perciben y comentan años después.
¡La Bigornia! ¡ Dios mío! ¡La Bigornia!, exclamaba interiormente, mientras el profesor le entregaba un puntero invitándole que señalara en el mapa mudo el lugar donde se encuentran los yacimientos de petróleo en Rusia.
 Cuentan que Rogelio salió del Instituto muy derecho, disimulando la pérdida de su tacón, levantando la patita, en imitación al Toby, un perro cojo, que su padre tenía. Cuando Rogelio abandonó la ciudad, miró hacia los lados, o mejor, miró a los cuatro puntos cardinales por ver si veía a alguien; y habiéndose convencido de que nadie le miraba, quiso caminar como de costumbre... pero ¡ay coño!, exclamó al colocar normalmente el pie izquierdo en el suelo.
 Más tarde contó que la espontánea exclamación de ay coño se debió a que los clavos del tacón de su zapato, al contacto con el suelo y debido a su peso sobre éste, se incrustaron casi hasta el mismo hueso de su talón. Dicen que al final se sacó el zapato, y llevándolo en la mano izquierda, alcanzó su casa, arriba, en el campo.
Apenas había Rogelio alcanzado la entrada de su casa, se dirige rápidamente a la alacena donde se suele guardar la bigornia. Pero, ¡ay!, la bigornia no está. "¡Dios mío, Dios mío!", se decía interiormente. mientras miraba con mayor detenimiento, por ver si la bigornia estaba oculta al fondo de la alacena.
-Mamá, ¿dónde está la bigornia?
- Allí, en su sitio, hijo -contestó su madre-.
- No está -dijo Rogelio poniendo un aire de enfado-.
- Mira más allá de aquello -le respondió su madre-.
- Pero mamá, ya he buscado por todas partes -dijo mientras desesperadamente recorría toda la casa-.
- No está detrás de aquello -volvió a insistir-... La habrá cogido tu hermano -dijo al fin su madre-.
 Rogelio llamó insistentemente a su hermano.
- ¿Qué quieres, coño? Estaba dormido y me despertaste, tú con tu jodida bigornia. Yo no sé de bigornias -contestó enfadado su hermano-.
 Al oír su madre tan acalorado diálogo entre los dos hermanos, haciendo memoria, le pareció que ella había prestado la bigornia a alguien.

- ¡Ay! Ya me acuerdo; se la llevó otra vez Doña Pepa.
 Era Doña Pepa una señora muy bajita, casi podríamos decir que enana. Muy amiga de la casa y de la cual guardo gratos recuerdos. Estaba casada con José que, en contraposición con ella, era de estatura muy alta. Parece ser que D. José, El Zapatero, hacía de todo un poco a nivel de manualidades. Fumador empedernido, era asmático, respiraba con cierta dificultad, y algún problema de circulación debió tener porque le amputaron una pierna. Haciendo uso de muletas, que manejaba con cierta habilidad, no dejaba de visitar diariamente la venta del barrio, donde se agasajaba a sí mismo con algún que otro vaso del buen vino de Mazo, mientras que echaba una partidita al rey mala.
 Raudo, como un galgo que ve a su presa, salió Rogelio en busca de la bigornia. Atravesó la portada de la finca, y corrió a toda prisa a la improvisada zapatería de Don José, pero la encontró cerrada.
Aburrido, cabizbajo y derrotado regresaba a su casa cuando topó con Doña Pepa, que de comprar en la venta venía, sereta en mano, casi rozándola por el suelo.
- Doña Pepa, ¿sabe usted de la bigornia?
- ¡Ay, hijo!, yo no, espera a que venga José, que él a lo mejor sí sabe -contestó Doña Pepa mientras que, con su mirada, escudriñaba astutamente a Rogelio y pensaba interiormente este chico sí que ha crecido, y qué guapote y hermoso está “el puñetero”-.
Con la esperanza puesta en que Don José tuviese noticias de la bigornia, Rogelio regresó a su casa, preparó su zapato, colocó cuidadosamente el tacón desprendido, buscó los clavos y suspiró, con la ilusión puesta en la aparición de la bigornia.
 Serían las dos y media de la tarde, de aquel mes de Mayo, cuando Rogelio se percató de que D. José regresaba a su casa, después de su diaria visita a la venta. Pacientemente esperó junto a la portada el regreso de Don José, y cuando este hizo su aparición preguntó:
 - Don José, me dijo mi madre que ya tenía usted la bigornia, y es que me hace falta.
- ¡Hijo!, la bigornia la vino a buscar tu hermano ayer -contestó-.
 Regresó Rogelio a su casa, otra vez sin la bigornia. Preguntó a su madre por su hermano. "Tu hermano está con Rosendo en las plataneras. Creo que están cargando plátanos". Rogelio, más que saltar, volaba de cantero en cantero buscando a su hermano.
- ¿Qué pasa, Rogelio? -preguntó su hermano, sorprendido al ver la cara de desespero que traía-.
- ¡La bigornia! ¡La bigornia! -dijo Rogelio, casi gritando-.
- ¿Pero todavía no ha aparecido la bigornia?
- No -contestó su hermano-.
- Dice Don José que se la llevó Luis.
 La bigornia. La bigornia, repetía una y mil veces Rogelio.

- ¡Ay!, sí, ya, la bigornia... la tiene Javier
- ¿Dónde está Javier? -preguntó con impaciencia-.
- Está cortando los racimos -le contestó Luis rápidamente para sacárselo de su vista-.
 ¡¡¡Javier, Javier!!!, gritaba Rogelio cada vez más enfurecido.
-¿Qué coño le pasa a éste ahora? -contestó Javier al oír el vocerío que traía Rogelio-.
- ¡La bigornia! ¡ La bigornia!
- La bigornia se la llevó Antonio el de Pancracio para arreglar unos zapatos viejos.
 En el paroxismo de la desesperación, Rogelio subió cuesta arriba, sofocado, sediento y casi arrastrando el rabo por el suelo, cual animal derrotado. Llegó a su casa, atravesó los canteros de Pancracio y tuvo la suerte de ver a Antonio, que sembrando unas papas estaba.
- ¡Antonio! -exclamó-. Vengo a buscar la bigornia.
- La bigornia se la di yo a tu madre antes de ayer.
 ¡No puede ser!, ¡no puede ser!, exclamaba Rogelio mientras en su febril mente se veía nuevamente en el Instituto, con su zapato sin tacón y hecho el hazmerreír de sus compañeros y compañeras de clase. Veía cómo Dulce le miraba con compasión, temió perderla, y con este pensamiento hirviéndole en su cabeza retornó al hogar paterno.
 - Mamá, que me dijo Antonio que...
- ¡Ay, hijo!, ahora que me acuerdo, ¡ay!, ¡dónde tengo yo la cabeza...! La bigornia está en la lonja de las papas, junto al lagar.
 Esta vez abrió Rogelio la lonja de las papas dando una potente patada a la vieja puerta, la cual cedió con un chirrido en señal de enérgica protesta, y en la penumbra alcanzó… por fin… ver la bigornia.
 Se abrazó a ella, como una madre se abraza a su pequeño bebé. La acarició con ternura, la miraba una y otra vez, y si no la besó fue por miedo al contagio.
 Era esta una bigornia muy hermosa, hecha de hierro fundido que conservaba el brillo que le produjeron tantas y tantas manos que por ella habían pasado a lo largo de su dilatada existencia... Tenía la bigornia sus tres patitas. Eran para dos tipos de zapatos, y un imaginario tipo de tacón. Rogelio llevó cuidadosamente la bigornia agasajada en su seno, subió las escaleras, atravesó la sala y el comedor, recogió el tacón y los clavos que sobre la mesa ya tenía preparados, y comenzó la operación.
Pero ¡oh, Dios!, un fallo en la trayectoria del martillo ocasionó un sordo golpe en el dedo gordo de la mano izquierda de Rogelio. Con infinita paciencia, esta vez volvió Rogelio a la carga. Colocó el zapato en posición correcta y ¡zas!. Fue tan certero el golpe que el clavo atravesó el tacón en sentido vertical.
Gracias a Dios, tuvo suerte con los tres clavos restantes.
Por fin soy un hombre feliz -se dijo Rogelio-, y al día siguiente se paseó ante sus amigos y amigas haciendo una parada especial cuando pasó junto a Dulce.
Hoy, ya pasados muchísimos años, la bigornia permanece olvidada, cubierta de polvo, despreciada por las nuevas generaciones, sin recordar que en su tiempo salvó esa bigornia a Rogelio y a su generación de embarazosas situaciones.

Cuentos contextualizados XII: Testigo: El Volcán.

 (Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 289 de BienMeSabe)
Ya entrada la noche, cuentan que vieron a Ernesto acercarse más y más al volcán. Está loco -se decían unos a otros-, está loco. Le gritaron insistentemente que se detuviera en su camino. Mas una voz parecía que le llamaba desde las entrañas del mismo volcán. De repente, Ernesto se quedó parado en seco, como petrificado; y cuentan que en ese mismo momento gritó ¡Luis está en ésta su tumba!
 Hacía mucho, muchísimo tiempo, que Ernesto vigilaba, casi a diario, a Elena. Sentía por ella una atracción muy especial, tan especial era que la idea de perderla no le permitía vivir tranquilo. El pensamiento que Elena estuviese enamorada de otro hombre le destrozaba el alma de tal manera que pasaba muchas y muchas noches pensando que por culpa de Luis él sería infeliz toda su vida.
Era Elena, sin duda alguna, la mujer más bella y hermosa de Los Quemados, y a decir de muchos, la más bella de todo el pueblo de Fuencaliente. Hija de ricos viñateros de la localidad, había recibido desde muy pequeña una educación muy refinada, como hija única, ya que sus padres no habían escatimado esfuerzo alguno con tal de que ella recibiera lo mejor de lo mejor.
Por aquella época se había establecido en Los Quemados una familia que, en el pasado, había emigrado a Venezuela; y tras algunos años de penurias y miserias, por fin habían logrado adquirir una considerable fortuna con la que compraron algunos terrenos en Maracay (Venezuela), donde se establecieron para dedicarse al comercio y a la agricultura.
Tras largos años de intenso trabajo habían mejorado aquellos terrenos y consiguieron amasar una considerable fortuna. Con dinero ya suficiente, regresaron a La Palma, donde compraron otros terrenos en Fuencaliente con la idea de vivir tranquilamente el resto de su vida.
En aquellos tiempos se estaban repoblando los terrenos ganados al mar por la lava del Volcán de San Juan, y ello auguraba con ser un buen negocio. Así que aparte de los adquiridos en Fuencaliente, compraron otros terrenos en la mejor zona platanera del Puerto Naos y, aunque pudieron haberse quedado a vivir plácidamente en esa próspera zona, sin embargo, por ese amor al terruño que siente todo palmero, decidieron -como decíamos- establecerse definitivamente a vivir en Fuencaliente.
Era Luis el único hijo de esta familia y, aunque había recibido una educación esmerada y unos estudios superiores, su familia le aconsejó que, puesto que su padre ya era mayor, fuese él quien se dedicara por completo a administrar las propiedades de sus padres, cosa que llevaba con buen acierto y con plena dedicación.
Eran los padres de Elena y los de Luis vecinos y amigos desde la infancia y, aunque durante muchos años las distancias separaron a las dos familias, el nuevo reencuentro propició una amistad aún más sólida y duradera.
Apenas llegado Luis de Venezuela, casi desde el primer día, no apartó sus ojos de Elena, de la que ya tenía referencias a través de cartas familiares. Sin embargo, en el barrio se sabía que Ernesto no vivía sino para adorar, en su soledad, a Elena, mas ésta, quizás debido a sus diferencias sociales, no comprendía que un simple obrero o jornalero llegase a ser su marido algún día. No desaprovechaba Ernesto ninguna oportunidad que le permitiera acercarse a ella y, por más que él trataba de demostrarle lo que sentía, ésta hacía oídos sordos a sus palabras, y más que contestar a sus preguntas se reía constantemente de él y le demostraba con evidentes signos de repulsa sus sentimientos. Estos desplantes y estas manifestaciones de desprecio y burla fueron engendrando en el alma de Ernesto, no un odio a Elena, a la que en su soledad interior seguía queriendo locamente, sino un macabro odio hacia Luis, al cual consideraba el culpable de todos los desprecios que de Elena recibía. Pensaba Ernesto que si Luis no hubiese regresado de Venezuela, Elena hubiese sido para él. Era por lo tanto Luis su enemigo, y lo maldecía a diario una y mil veces. Este odio hacia Luis y a todo lo que a éste se refería se veía incrementado día a día cada vez que en los caminos del barrio o en el bar de la plaza se encontraba con él. En más de una ocasión Ernesto deseó la muerte a Luis. Consideraba que, desaparecido de este mundo, ya él no tendría obstáculo alguno para conseguir el amor de Elena. Este malévolo deseo se acrecentó considerablemente desde aquel momento en que quiso acercarse a la casa de Elena para observar todos sus pasos.

En la oscuridad de la noche permanecía impávido expectante, merodeando los alrededores de la casa de Elena. Consumía horas y horas vigilando la casa como astuto ladrón, con la sola intención de contemplar, aunque sólo fuera, la silueta de Elena tras los cristales cuando, por casualidad, ésta pasaba junto a las ventanas. Fue en el atardecer de un apacible domingo de aquel cálido mes de septiembre cuando, como siempre, Ernesto vigilaba la casa. Ya casi daba por terminada su habitual guardia e intentaba emprender el regreso, cuando a punto estuvo de caer al suelo víctima de la tremenda impresión que recibió porque, esta vez, a través de los cristales de aquella ventana, pudo observar a Elena en los brazos de Luis. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo y una rabia incontenta brotó de lo más hondo de su corazón. Jamás en su vida había sentido tan diabólica sensación y, desde ese momento, juró y se prometió a sí mismo que Elena, aunque no fuese suya, tampoco lo sería de Luis.
A partir de ese día, cuidadosamente vigilaba a Luis muy a diario. Lo veía salir de mañana rumbo a Puerto Naos en su flamante Mercedes. Una rabia incontenible se apoderaba de todo su ser, y pensaba una y mil veces que el culpable de todas sus desgracias era Luis y sólo Luis.
La culpa la tiene el dinero, se decía interiormente, no me quiere porque soy pobre, porque no tengo ni dinero, ni terrenos, ni un Mercedes. Maliciosamente seguía pensando que, desaparecido Luis de este mundo, vendría para Elena una época de tristeza y soledad, mas pasados los primeros meses, ella se recuperaría de toda su desgracia y dirigiría la mirada a otra parte. Estaba seguro que sería a él. Esta convicción era el único punto de apoyo que tenía para seguir viviendo en este mundo, y ello le inducía a seguir adelante con sus malévolas intenciones. Al igual que el martillo del herrero cae incesantemente sobre el yunque produciendo un repetitivo y monótono sonido; así, el malévolo diablo tentaba y tentaba a Ernesto una y otra vez, con tanta insistencia que casi parecía un auténtico loco.
Necesitado Luis de mano de obra para atender su frondosa plantación de plataneras de Puerto Naos, hizo tal comentario en el bar del pueblo estando Ernesto presente. Sin pensárselo dos veces, y acercándose disimuladamente a Luis, se ofreció como obrero para realizar los trabajos requeridos en la finca. Pensaba Ernesto que estando al cuidado de los bienes de Luis tendría más oportunidades de ver a Elena. Por desgracia, el hecho de estar a las órdenes de Luis propició en él un sentimiento de inferioridad no reprimido; ya que en realidad para él, Luis no sólo era el dueño del corazón de Elena, sino que además era el jefe a quien debería obedecer durante la jornada laboral.
 Un mal día, de esos que a veces se repiten, como consecuencia de un trabajo mal hecho en su finca, Luis llamó la atención de Ernesto y le reprimió de malas maneras con palabras altisonantes. En ese momento, todo el odio que Ernesto tenía interiormente reprimido salió a superficie y le dijo:
- Eres un desgraciado, un maricón y un cabrón -y continuó profiriendo maldiciones contra él-.
- Ahora mismo te vas de esta finca y no vuelvas más -respondió Luis, mientras hacía intentos de agredirle físicamente-.
 En esos momentos Ernesto sacó de su cintura el cuchillo que llevada, y a punto estuvo de clavarlo en el corazón de Luis. Mas quiso la buena suerte que otro de los obreros que en la finca trabajaba, al oír aquellos gritos, acudió al lugar y pudo interponerse entre ambos contendientes. A partir de ese momento Ernesto se prometió asimismo que se vengaría de Luis de alguna manera.
Los días pasaron y Ernesto, ya sin el amor de Elena y sin trabajo, se consideró el más miserable de todos los seres vivos que pueblan esta tierra, y todo por culpa de Luis. Una y otra vez le pasaba por la cabeza acabar con la vida de Luis y, aunque ponía interés en disuadir esa idea, sin embargo, el diabólico pensamiento insistía e insistía una y otra vez… Noches y noches sin dormir, sintiéndose el más despreciado de todos los seres humanos.
Abrió Ernesto un viejo cajón, que escondido en su destartalada bodega tenía, y de él extrajo un revólver que allí, desde antaño, su padre escondía. Lo miró una y otra vez y cuidadosamente comprobó su funcionamiento. El diablo, otra vez, le tentaba y en su interior le decía: Acaba con la vida de Luis, ya… ya… ya… Sin embargo, todavía existía en algún rincón de su corazón un residuo de cordura. Volvió a guardar el revólver e intentó tranquilizarse.
 Recorría los viñedos, subía y bajaba a los montes, pateaba incesantemente la orilla del mar, todo con la esperanza de que sus macabras ideas desaparecieran para siempre de su cabeza. Habían pasado los días y los meses y ya parecía que los ánimos de Ernesto se habían tranquilizado, cuando una noticia, que circuló por el pueblo como la pólvora, vino a sumergir a Ernesto en la más profunda de las amarguras. Se casan Luis y Elena: esa era la noticia que volvió a trastornar el diario vivir de Ernesto.
Era el atardecer de un apacible día del mes de septiembre cuando Ernesto recibió tan fatídica noticia. Corrió hacia la bodega, abrió el viejo cajón y, sin pensárselo dos veces, metió en su bolsillo aquel viejo revólver… Sabía Ernesto que Luis, antes de arribar a su domicilio, pasaría obligatoriamente por un solitario lugar cerca de la zona conocida como Teneguía, donde, por aquella época, el volcán permanecía como dormido, aunque vigilante. Se dirigió allí y esperó en una situación emocional que rayaba ya en plena locura.
Serían las doce de la noche cuando oyó allá, a lo lejos, el sonido del motor de aquel Mercedes. El corazón parecía salírsele del pecho. Se agazapó tras una gran roca y, cuando le pareció que el coche ya casi estaba a pocos metros, se dejó caer al centro de la mal acondicionada pista de tierra y arena por donde necesariamente habría de pasar el Mercedes. Sintió los frenos cerca de su cabeza y, al momento, percibió la sombra de Luis que se acercaba más y más. Oyó cómo lo llamaba y le decía que se apartarse del camino si no quería que su coche le pasase por encima.
Repentinamente Ernesto se dio la vuelta, apuntó a la cabeza de Luis y… apretó el gatillo de su revólver.
El sonido de un disparo retumbó en aquel solitario lugar… después se oyó un gemido y otro. Al final, aquel lastimero quejido cesó y el profundo silencio de la noche se adueñó del lugar. Luis permanecía tendido en el suelo; una bala le había atravesado su cráneo.
Ernesto, más que corría, volaba en busca de algo, sabía que no muy lejos de aquel lugar tenía una azada y algunos otros aperos de labranza. Y, azada al hombro, regresó al lugar del crimen. Se apartó unos metros de la pista y cavó y cavó con todas sus fuerzas durante más de dos horas. Arrastrando el cuerpo, aun caliente de Luis, lo dejó caer en la fosa que había cavado para él y lo cubrió con tierra, colocando sobre su tumba varias rocas de las que por allí encontró. Se había sacado un peso de encima.
- ¿Qué hacer con el Mercedes? -se preguntó-.
 No lo pensó mucho. Se sentó al volante y, acercándolo al borde de la pista, lo empujó ladera abajo hasta que cayó en el fondo de una hondonada.
La desaparición de Luis dejó al pueblo sobrecogido. La guardia civil y los vecinos organizaron batidas por todos los barrios. Se rastrearon los montes y se buceó por las playas de Fuencaliente, pero Luis jamás apareció. Elena cayó en una grave depresión que le mantuvo más de un año postrada en cama. Al final, se entregó a Dios y fue acogida en un convento de las carmelitas descalzas.
No habían pasado más de tres años cuando, en el atardecer de un día del mes de octubre, se oyó por todo el pueblo un fuerte ruido ensordecedor procedente de las mismas entrañas de la tierra. Un humo aguo, oscuro y urente se esparció por todo el pueblo. Era la erupción del Teneguía.

Ya entrada la noche, cuentan que vieron a Ernesto acercarse más y más al volcán. Está loco -se decían unos a otros-, está loco. Le gritaron insistentemente que se detuviera en su camino. Mas una voz parecía que le llamaba desde las entrañas del mismo volcán. De repente, Ernesto se quedó parado en seco, como petrificado; y cuentan que en ese mismo momento gritó ¡Luis está en ésta su tumba!
Lo que sucedió después fue indescriptible, fue algo jamás visto por el ojo humano. De la tumba de Luis salió una bola de fuego, que abrazó completamente a Ernesto, dejándolo trasformado en cenizas, a las que un intenso viento reinante en el lugar se encargó de transportar y esparcir en la inmensidad del mar. Esta fue la venganza de Luis.
 

(Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 303 de BienMeSabe)
Reflexionó profundamente y lloró de amargura porque después de tantos rezos, de tantos sacrificios y de tantos innecesarios gastos, se dio cuenta de que no se puede ser joven por fuera y vieja por dentro, porque a las personas no se les quiere porque sean más o menos jóvenes y hermosas; a las personas se les quiere por eso, por ser personas en cualquier etapa de su vida.
 Me contaron que, hacía algunos años, no muchos, Elisa se estaba dando cuenta de que su incuestionable atractivo físico se estaba deteriorando paulatinamente. A veces pensaba que eran suposiciones suyas, producto del exagerado temor que tenía a perder toda su encantadora belleza. En su interior, ella estaba convencida de que era la mujer más hermosa, la más encantadora, la más atractiva y la más valiosa del Valle de Aridane. Este profundo convencimiento interior no sólo era producto de su propia reflexión ante su espejo; sino que, además, se lo confirmaban las manifestaciones de cuantos hombres pasaban a su lado y le halagaban tanto de palabra como con ademanes de admiración.
 Durante muchos años atrás fue por los hombres sobrevalorada y adorada, y envidia de las mujeres que veían en ella a una potencial enemiga activa, capaz de dejarlas aparcadas en la cuneta sin marido o, lo que no era más trágico, dejarlas en la duda de si sus maridos estaban o no pendientes de tan singular belleza. Consiente de su esbeltez y hermosura, flirteaba con todos los hombres, a sabiendas de que a ellos les volvía locos el sentirse atraídos por ella: dispuestos estaban todos a picar en el anzuelo de sus encantos.
 Tenía las mil artes que utilizan algunas mujeres para enloquecer al sexo opuesto. Miradas de insinuación que te invitaban a acercare a ella; caricias concientemente consentidas unos segundos para de inmediato rechazarlas con signos de fingidos enfados; halagos artificiales en los que cada palabra que decía se correspondía con un pensamiento diametralmente contrapuesto. Mentiras y más mentiras eran herramientas de uso diario, de las que ella se valía para continuar con las mil artimañas de una vida que vivía de las rentas de su angelical belleza.
 Se había casado con un hombre bueno, trabajador y honrado, excelente padre de familia que ponía en el diario trabajo toda su felicidad. Estaba seguro su marido de que ella no le engañaba, porque en el fondo estaba convencido de que su mujer era por naturaleza coquetona, mentirosa, egoísta y vanidosa. En principio intentó convencerla para que cambiara de actitud ante otros hombres, mas su esfuerzo fue en vano y, ante la disyuntiva de separarse de ella o vivir junto a ella pasando y obviando todos sus defectos, optó decididamente por esto último, ya que estaba convencido de que su mujer, aunque lo pareciera, jamás entregaría su cuerpo a otro hombre. Por mucho que se lo pidieran. Consciente y orgullosa de su atractivo personal, lo aprovechaba Elisa en solicitar a todos sus amantes aquellos caprichos que a ella se le ocurrían, y todos ellos accedían gustosos a complacer a la bella dama en sus pretensiones. Regalos y más regalos recibía de los amantes que, locos por su amor, le rendían pleitesía.
 Los años fueron pasando, lentamente para unos y fugazmente para otros, así que la hermosura de aquella mujer se iba apagando poco a poco como la llama de una vela; y aquellos amantes, ya mayores, desengañados, fueron percatándose de que tras la hermosura de la dama se escondía un egoísmo exagerado que pretendía no solo sacar rentabilidad de sus físicos atractivos, sino también mantener ilusionados a aquellos otros que a pie juntillas creían en la sinceridad de sus fingidos halagos.
 Fue en la mañana del sábado de un tibio día del mes de septiembre cuando Elisa, aunque no era su costumbre (sin embargo últimamente su sirvienta no sabía comprarle las frutas y verduras a su gusto), decidió ir ella misma de compras a la plaza de mercado de la ciudad. Necesitaba algunas provisiones para ese fin de semana. Recorrió los puestos, y tras haber realizado algunas compras, ya cuando casi se disponía a abandonar el lugar, al pasar junto a un puesto de verduras oyó que alguien pronunciaba en voz baja su nombre. Repentinamente se quedó rígida, silenciosa, ansiosa por saber qué era lo que de ella se comentaba. Agazapada cuidadosamente tras unos tiestos de flores, que por allí había, quedó con la respiración contenida durante largos minutos. "Están hablando de mí", pensó, y aguzó lo más que pudo el oído. Por la voz reconoció que ellas eran dos vecinas suyas.
 - ¿Te has dado cuenta de lo vieja que se ha puesto Elisa? -le decía una vecina a la otra-.
- ¡Cállate! No quería decírtelo porque sospechaba que pudieran ser suposiciones mías. Pero ahora que tú lo dices, sí que está vieja y arrugada -comentaba la otra vecina poniendo en sus palabras un aire de retintín, cuando dijo lo de vieja y arrugada-.
- Ya era tiempo de que se le sacara toda la “coñería” que tenía encima.
- Yo creo que no era sólo “coñería” -le decía la vecina mientras miraba a su alrededor por si alguien le escuchaba-.
- ¿Sabes tú que tenía “acoñados” a varios hombres del pueblo?
- Sí -respondió la otra-, a más de uno vi que se le caía la baba cuando esta boba se les acercaba y les dirigía miradas provocativas o insinuativas.
- El marido parecía que no se enteraba de lo coquetona que ella se comportaba con otros.
- Sí que se enteraba, pero pasaba del tema.
- Si hubiese sido mi marido a ella pronto la hubiese puesto en su sitio.
- Pues el mío, como me ponga una falda corta, se sube por las nubes.
- ¡Qué suerte tienen algunas “coño”!
- Dicen que él estaba seguro de que su mujer no le ponía los cuernos, así que le permitía todos estos flirteos -respondió la vecina mientras sacaba dinero para pagar su compra-.
 No pudo Elisa terminar de escuchar esta conversación porque sintió que una mano amiga se posaba sobre su hombro. Rápidamente dio la vuelta pensando que la habían descubierto oyendo conversaciones privadas, mas se tranquilizó al comprobar que era su hermana la que le saludaba cariñosamente.
 - ¿Qué te sucede hermana? Te veo con cara desencajada, como si te hubiesen dado un disgusto ahora mismo.
- No, nada -respondió Elisa, pensando que lo mejor sería no difundir aquel tremendo disgusto que acababa de recibir-.
- Cuidate, hermana, “no te dejes poner vieja” -le respondió su hermana mientras la volvía a mirar fijamente a la cara-.
- ¿Estás segura de que no tienes un disgusto dentro de tu cuerpo? -volvió a insistir la hermana mirándola y remirándola una y otra vez-.
- No, ¿por qué estás empeñada en que me pasa algo? -insistió por ver si el motivo era el que ella sospechaba-.
- Por la cara, hermana, por la cara que tienes -le contestó la hermana mientras volvía a examinar su rostro-.
- Y ¿qué ves tú en mi cara?
- Hija, que se te ha puesto una “cara de vieja” que no la cargas.
 Con el pretexto de que su marido la estaba esperando en la casa para ir a Santa Cruz de la Palma, se despidió rápido y apresuradamente de su hermana. Le temblaban sus piernas y un escalofrío de muerte se había apoderado de todo su cuerpo. Aquellas últimas palabras que su propia hermana había pronunciado le resonaban en sus oídos una y mil veces: cara de vieja, cara de vieja... era el eco de sus insistentes pensamientos.
 De repente, quedó parada y pensó: "¿será verdad?"
 Eran ya las doce de la mañana y en la plaza de Los Llanos estaban varios hombres; unos conversando y otros tomándose un cafecito junto a la barra del kiosco. Tragó en seco y armándose de valor aminoró la marcha, ya muy despacio y contoneándose pasó junto a ellos. Nadie la miró. "Estarán pendientes de sus negocios", pensó, y continuó su camino en busca de otra oportunidad. Ahora, junto a uno de aquellos frondosos laureles, vio a otros que intuyó pudieran servirle como prueba contundente de su angustiosa sospecha. Pasó casi pegadita a ellos moviendo lo más que pudo su esbelto cuerpo y poniendo cara de conquistadora. Cuando le pareció que era el momento oportuno, dejó caer disimuladamente un bolígrafo al suelo.
 - Se le ha caído algo, señora -le comunicó uno de aquellos hombres sin apenas mirarla ni hacer ningún ademán por ayudarla. Ella disimuló y se hizo como que no encontraba el objeto perdido; pero el otro hombre le avisó-.
- Lo tiene usted más allá, más allá, mire usted a su derecha -y volvía a insistir “a su derecha, señora”, sin ni siquiera hacer un pequeño movimiento por acercarse a ella y ayudarla-.
 Más de una semana permaneció Elisa postrada en cama. Noches enteras sin dormir. Las últimas palabras de su hermana, cara de vieja, continuaban resonando en sus oídos, y la imagen de aquellos hombres impávidos e indiferentes ante sus encantos le quedó impresa en su atormentada mente. Jamás había osado, ni uno de aquellos seres llamados hombres, permanecer indiferente e inmóvil ante sus inconmensurables atractivos... Estaba convencida de que en verdad se había convertido en una vieja.
 Recuperada, sólo un poco, de tan lamentable tragedia, intentó por todos los medios enmascarar aquella vejez por medio de cremas, ungüentos y demás potingues existentes en el mercado. Prácticamente consumió productos de belleza procedentes de todas partes del globo terráqueo. Durante su permanencia en el domicilio se ponía embadurnada de tal manera que sólo le quedaban visibles sus ojos: todo lo demás era una verdadera careta carnavalera. Era tanta la desfiguración a que estaba sometida, que en más de una ocasión, algo distraída, abrió la puerta al butanero y éste ni la reconoció, preguntando a ella misma si la señora estaba de viaje. Gastó una fortuna en cremas, ungüentos y potingues de todas las marcas habidas y por haber y, por más que se paseaba por las calles y plazas de la ciudad del Valle, no lograba despertar la admiración de aquellos hombres que otrora ella había encantado.
 Desesperada acudió a Tazacorte y, postrada ante el arcángel San Miguel, le pidió el milagro de recuperar toda aquella lozanía y hermosura que había perdido. Rezó, lloró e imploró al santo y esperó durante algún tiempo que reprodujera aquel milagroso cambio… pero éste no llegó. Pensó que quizás acudiendo a las Nieves lograría lo que San Miguel no le concedió; y a tal fin vino de promesa al Real Santuario de la Patrona.
 Pasó más de un año y ni por un milagro su hermosura se recuperó.
 Ya más desesperada, pensó en la medicina y, aconsejada por sus médicos, acudió a la cirugía estética. Lo consultó con su marido y éste trató de convencerla una y mil veces con argumentos harto significativos, poniéndole como ejemplo los fracasos en otras personas de que él era conocedor. Sin embargo, ocultaba a su mujer que el verdadero y principal motivo de su intento de negativa a sus pretensiones no era otro que el económico, ya que sabía de antemano que iba a perder un “pastón”, que tenía reservado para invertir en negocios rentables que, acuciados por la crisis, otros tenían que abandonar. La sorpresa fue mayúscula cuando el marido no sólo se enteró de que ella estaba decidida a acudir a la cirugía, sino que además la operación estética la iba a realizar en Nueva York. Cuando ella le comunicó el lugar a su marido, fue tal el disgusto de éste que estuvo tres días sólo alimentándose de tila para sus nervios, amén de algunos tranquimacines que le recetó su médico.
 Acompañada de su hermana partió rumbo a los Estados Unidos. La operación fue un éxito rotundo. Nadie hubiera imaginado que aquélla fuera la misma persona. Desde los casi sesenta años que tenía Elisa, ahora aparentaba una muchacha de dieciocho o veinte años.
 Se paseó nuevamente ante aquellos hombres a los que hasta no hacía mucho tiempo ella no despertaba la curiosidad. Pero, ¡ay Dios!, ahora tampoco les despertaba su curiosidad. Pensó por un momento que algún trastorno neurológico le había cambiado su figura, y acudió presta a mirarse y remirarse en un espejo que en el escaparate de la tienda de enfrente había. Suspiró y se tranquilizó; su cara y su figura eran la misma.
 Regresó a la plaza, pero antes de llegar fue abordada por un grupo de muchachos, la piropearon y le enviaron una serie de adjetivos de la más variada significación, unos alusivos a la hermosura y otros al sexo. Más que alegrarle, aquellos halagos la entristecieron de tal forma que a punto estuvo de romper en lloros allí mismo. En su interior ella seguía teniendo sus cincuenta y tantos años, y aquellos muchachos eran para ella como sus propios hijos. Se vio dentro de una juventud que no era la suya. Por un instante vio a su hijo mayor, comparó, y era más viejo que el más joven de aquellos muchachos que ahora querían “encaramelarla”. Continuó cabizbaja, pensativa y silenciosa su camino. Otros chavales aún más jóvenes se atrevieron a invitarla a realizar con ellos aventuras de tal extravagancia que ni ahora ella quiere recordar.
 Se dio cuenta de que aquellos hombres que ayer la ignoraron por vieja hoy la ignoran por joven; y ello le infundía respeto, puesto que si antes podría ser su madre, ahora ella podría ser su hija.
 Reflexionó profundamente y lloró de amargura porque después de tantos rezos, de tantos sacrificios y de tantos innecesarios gastos, se dio cuenta de que no se puede ser joven por fuera y vieja por dentro, porque a las personas no se les quiere porque sean más o menos jóvenes y hermosas; a las personas se les quiere por eso, por ser personas en cualquier etapa de su vida.
 Ayer, cuando fui a Los Llanos, pregunté por ella. Me contaron que ahora vive feliz porque ha aprendido a aceptarse a sí misma tal y como es.



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