(Manuel
García Rodríguez. Publicado en el número 284 de BienMe Sabe)
Hoy, ya pasados muchísimos años,
la bigornia permanece olvidada, cubierta de polvo, despreciada por las nuevas
generaciones, sin recordar que en su tiempo salvó esa bigornia a
Rogelio y a su generación de embarazosas situaciones.
Corren los años cuarenta, años de miseria,
consecuencia de la posguerra, se van sucediendo aún. El único centro de
Educación Secundaria que existe en la isla está ubicado en Santa Cruz de La Palma. La calle real era
y es la gran arteria que recorre la ciudad de norte a sur. Desde el puerto a La Alameda se van sucediendo
viejas casonas de singular arquitectura. A la altura de lo que es hoy el
Palacio de Salazar, en un edificio de espectacular fachada y de inolvidables
recuerdos, estaba ubicado el Instituto Nacional de Segunda Enseñanza.
Acuden a clases los chicos y las chicas de toda
la isla.
Los de las zona de Breñas hasta Puntallana llegan
a pie a través de caminos o atajos mal empedrados. Muy pocos, por no decir
algunos, vienen en guagua o los traen sus padres en transporte propio. Los del
resto de la isla, unos estudian por libre y se presentan a los exámenes de
Junio o Septiembre; y otros, para asistir a las clases, conviven con familias
de Santa Cruz de La Palma
durante el curso escolar.
Bajar caminando desde el campo hasta la
ciudad, para asistir a unas clases que comienzan a los ocho de la mañana,
suponía un esfuerzo casi sobrehumano para aquella sacrificada juventud que hoy
ronda los setenta y… más años. Rumbo a la ciudad a veces dejábamos, por el
camino, no solo un tiempo restado al estudio o al descanso sino, también, parte
de nuestros calzados y a veces todo. Lo peor era que no había dinero en casa
para comprar unos nuevos. Teníamos que hacer de improvisados “zapateros” si
queríamos asistir a clase el día siguiente. Lo contrario era perder las clases.
Eran tantas las veces en que Rogelio había subido
y bajado aquella cuesta que ya casi se conocía de memoria todas y cada una de
las piedras del inclinado camino. Las había grandes y bien colocadas en el
centro, como dividiendo a éste en dos franjas iguales. Las picudas y las
redondas estaban colocadas de manera desigual o caprichosamente dispuestas. En
invierno la hierba crecía entre piedra y piedra cubriéndolas, a veces
completamente, de tal manera que ocultada bajo una hermosa malva te esperaba
una piedra, tan afilada como una hojilla sevillana, atrayendo tu atención e
incitándote a que la pisaras para, en venganza, joderte la punta del
zapato y a veces hasta el dedo gordo.
En su bajada a la ciudad, aquella fría
mañana de Enero, Rogelio estaba tan seguro de que sus pasos, a lo largo del
camino, no iban a sufrir percance alguno; no se percató de que el burro de Don
Gregorio, en su ir y venir al monte, con sus viejas herraduras, había cambiado
de lugar alguna que otra piedra del camino. Su mente estaba puesta en la clase
de Geografía e Historia cuya lección del día no llevaba bien aprendida. No
tenía cargo de conciencia por la falta de estudio ya que la culpa de ello fue
el tubo de aquel viejo quinqué que no resistió el cambio de temperatura
producido al abrir, su madre, la puerta que daba al camino, y se hizo en mil
pedazos.
Contaba y recontaba las posibilidades que tenía
de ser preguntado y en ello estaba cuando ¡tras!, de repente, la puñetera
piedra le llevó de cuajo el tacón del zapato izquierdo. Se paró bruscamente,
miró hacia la piedra y vio que ésta no era una piedra cualquiera. No era una
vulgar piedra. Era una de seas piedras largiluchas puntiagudas que parecía
reírse a carcajadas de Rogelio mientras una rabia incontenible se apoderó de
él.
Sus pensamientos se disuadieron de golpe. Su
mente estaba ahora centrada única y exclusivamente en el tacón de su zapato
“izquierdo”, Con dulce agasajo materno, lo recogió del suelo, lo miró
detenidamente como una madre mira a un niño por si alguna herida tiene, lo
envolvió entre pañales (pañuelo) y lo metió en el bolsillo de su pantalón. Era
éste un zapato casi nuevo, para cuya adquisición sus padres tuvieron que buscar
dinero donde no lo había, de color marrón; se ajustaba perfectamente a su jodido
juanete. Otros zapatos había tenido Rogelio, pero como éstos ninguno. En
fin, que a su juicio eran lo mejor en zapatos que él había tenido y creía que
en este mundo difícilmente ningunos otros mejores había. Tal cariño les tenía
que a punto estuvo de romper en inconsolable llanto, y si no lo hizo fue porque
en ese mismo momento se encontró con el tío Bernardo, que de la ciudad venía
cargando, sobre sus hombros, víveres para su tienda.
Disimulaba Rogelio ahora, como podía, la cojera
que la pérdida de tacón le provocaba. Ensayó, sobre la marcha, varios intentos
de disimulos para así lograr salir de tan vergonzosa situación. Bajó la última
cuesta, casi sin rozar el suelo con su pie izquierdo con el fin de que los
clavos, que habían dejado al descubierto la pérdida del tacón, no le
atravesaran el tejido muscular.
Como Dios le ayudó, penetró la puerta del
Instituto. En esos momentos presintió que todas las miradas estaban clavadas en
el tacón, o mejor dicho, en el zapato sin tacón. Subió las sinuosas escaleras,
muy pegadito a la pared, en evitación de que sus compañeros de clase le
descubrieran en tal funesta situación. Comenzó la clase de Lengua y Literatura
y terminó ésta sin ningún incidente signo de consideración.
Con el tacón del zapato metido dentro de su
bolsillo, apenas Rogelio se movía de la puerta del aula 4, conocida como el Aula
de Geografía e Historia.
Ese día los compañeros del sexto curso, duchos
en fugas, le invitaron a secundarles, pero Rogelio enmudecía, no abría la
boca, su rostro estaba cono desfigurado por el miedo a ser descubierto en tal
vergonzosa situación de caminante cojo. Y por fin llegó el Profesor de Geografía,
cuyo nombre en estos momentos no recuerdo. Rogelio no quería ni mirarlo.
"Si hoy me pregunta", se decía interiormente, "me muero de
vergüenza". "¡Trágame tierra!", imploraba al cielo, una y otra
vez.
El profesor se sienta tranquilamente, abre su flamante
maletín, saca su libro y pasa muy lentamente lista. Uno a uno los va nombrando
a todos. “Don Rogelio López Hernández”, dice. Y la voz de Rogelio, víctima del
miedo, estaba ya tan descafeinada que el profesor no la oye y pregunta:
-¿Está Rogelio o no está?
-Sí está -le contesta el resto de la clase-.
Lo que nunca se supo fue si el profesor
consideró que algo extraño sucedió cuando preguntó si está o no está don
Rogelio, mas sea lo que fuere cayó en sospecha, y el caso es que nada más
terminar de pasar lista dice en alta voz:
- Don Rogelio, venga para acá.
Aquello fue tan espectacular que aún hoy,
después de pasar tantos años, cada vez que Rogelio recuerda aquel hecho se le
transforma el semblante. Yo mismo soy testigo del entristecimiento y de la transfiguración
que se produce en el rostro de Rogelio cuando a veces, incitados por el
malintencionado dios Baco, entre varios amigos nos contamos nuestras cuitas, ya
pasadas.
Si el puñetero profesor hubiese
dicho Don Rogelio, diga la lección, Rogelio, desde el mismo banco en
que se sentaba, aunque algo sabía de esa lección, hubiese dicho que no la sabía
(no me la sé) para así evitar el salir a lo largo de la clase,
cojeando y siendo al hazmerreír de todos. La orden de venga para acá
fue contundente. La salida al pasillo de la clase, que conduce a la mesa del
profesor, ya fue estremecedora. Fue como el camino al calvario; mas llegado al
propio pasillo, ahora tiene que afrontar como gato que nada pecho al agua y
rabo tieso el trayecto que le separa desde su banco hasta la mesa del
profesor.
"¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has
abandonado?", parecía que exclamaba interiormente Rogelio. Eran tan
fuertes lo latidos de su corazón que presentía que su final había llegado. Al
fin, se dijo a sí mismo: "¡Hágase tu voluntad!" y, colocando el pie
izquierdo a una altura de dos centímetros sobre el nivel del suelo, avanzó
decidido pasillo adelante, rumbo a la mesa del profesor.
En esos momentos, se produce un silencio
estremecedor. Rogelio percibe que todas las miradas están clavadas en su pata
izquierda. Presiente que toda la clase tiene sus ojos fijos en él. Las
chicas, ¡coño!, las chicas, se repetía interiormente, ¿qué dirán?...
Se ríen de mí… Y Dulce, que me está viendo en estos momentos... Prefería
perder todo el oro del mundo antes de que Dulce lo viese en tan deplorable
situación.
Pero vuelve a hacer otro esfuerzo sobrehumano y
alcanza, por fin, la mesa del profesor.
- ¿Le sucede algo, Don Rogelio?
- No, señor, no, nada -contestó tímidamente sin
mirarlo-.
Hay en esos tristes momentos como una
iluminación en el rostro de Rogelio que algunos de los allí presentes perciben
y comentan años después.
¡La Bigornia ! ¡ Dios mío! ¡La Bigornia !, exclamaba
interiormente, mientras el profesor le entregaba un puntero invitándole que
señalara en el mapa mudo el lugar donde se encuentran los yacimientos de
petróleo en Rusia.
Cuentan que Rogelio salió del Instituto muy
derecho, disimulando la pérdida de su tacón, levantando la patita, en
imitación al Toby, un perro cojo, que su padre tenía. Cuando Rogelio abandonó
la ciudad, miró hacia los lados, o mejor, miró a los cuatro puntos cardinales
por ver si veía a alguien; y habiéndose convencido de que nadie le miraba,
quiso caminar como de costumbre... pero ¡ay coño!, exclamó al
colocar normalmente el pie izquierdo en el suelo.
Más tarde contó que la espontánea
exclamación de ay coño se debió a que los clavos del tacón de su
zapato, al contacto con el suelo y debido a su peso sobre éste, se incrustaron
casi hasta el mismo hueso de su talón. Dicen que al final se sacó el zapato, y
llevándolo en la mano izquierda, alcanzó su casa, arriba, en el campo.
Apenas había Rogelio alcanzado la entrada de su
casa, se dirige rápidamente a la alacena donde se suele guardar la bigornia.
Pero, ¡ay!, la bigornia no está. "¡Dios mío, Dios mío!", se decía
interiormente. mientras miraba con mayor detenimiento, por ver si la bigornia
estaba oculta al fondo de la alacena.
-Mamá, ¿dónde está la bigornia?- Allí, en su sitio, hijo -contestó su madre-.
- No está -dijo Rogelio poniendo un aire de enfado-.
- Mira más allá de aquello -le respondió su madre-.
- Pero mamá, ya he buscado por todas partes -dijo mientras desesperadamente recorría toda la casa-.
- No está detrás de aquello -volvió a insistir-... La habrá cogido tu hermano -dijo al fin su madre-.
Rogelio llamó insistentemente a su hermano.
- ¿Qué quieres, coño? Estaba dormido y
me despertaste, tú con tu jodida bigornia. Yo no sé de bigornias
-contestó enfadado su hermano-.
Al oír su madre tan acalorado diálogo entre
los dos hermanos, haciendo memoria, le pareció que ella había prestado la
bigornia a alguien.
- ¡Ay! Ya me acuerdo; se la llevó otra vez Doña Pepa.
Era Doña Pepa una señora muy bajita, casi
podríamos decir que enana. Muy amiga de la casa y de la cual guardo gratos
recuerdos. Estaba casada con José que, en contraposición con ella, era de
estatura muy alta. Parece ser que D. José, El Zapatero, hacía de todo
un poco a nivel de manualidades. Fumador empedernido, era asmático, respiraba
con cierta dificultad, y algún problema de circulación debió tener porque le
amputaron una pierna. Haciendo uso de muletas, que manejaba con cierta
habilidad, no dejaba de visitar diariamente la venta del barrio, donde
se agasajaba a sí mismo con algún que otro vaso del buen vino de Mazo, mientras
que echaba una partidita al rey mala.
Raudo, como un galgo que ve a su presa,
salió Rogelio en busca de la bigornia. Atravesó la portada de la finca, y
corrió a toda prisa a la improvisada zapatería de Don José, pero la encontró
cerrada.
Aburrido, cabizbajo y derrotado regresaba a su
casa cuando topó con Doña Pepa, que de comprar en la venta venía, sereta en
mano, casi rozándola por el suelo.
- Doña Pepa, ¿sabe usted de la bigornia?
- ¡Ay, hijo!, yo no, espera a que venga José, que
él a lo mejor sí sabe -contestó Doña Pepa mientras que, con su mirada,
escudriñaba astutamente a Rogelio y pensaba interiormente este chico sí que
ha crecido, y qué guapote y hermoso está “el puñetero”-.
Con la esperanza puesta en que Don José tuviese
noticias de la bigornia, Rogelio regresó a su casa, preparó su zapato, colocó
cuidadosamente el tacón desprendido, buscó los clavos y suspiró, con la ilusión
puesta en la aparición de la bigornia.
Serían las dos y media de la tarde, de
aquel mes de Mayo, cuando Rogelio se percató de que D. José regresaba a su
casa, después de su diaria visita a la venta. Pacientemente esperó junto a la
portada el regreso de Don José, y cuando este hizo su aparición preguntó:
- Don José, me dijo mi madre que ya tenía
usted la bigornia, y es que me hace falta.
- ¡Hijo!, la bigornia la vino a buscar tu hermano ayer -contestó-.
- ¡Hijo!, la bigornia la vino a buscar tu hermano ayer -contestó-.
Regresó Rogelio a su casa, otra vez sin
la bigornia. Preguntó a su madre por su hermano. "Tu hermano está con
Rosendo en las plataneras. Creo que están cargando plátanos". Rogelio, más
que saltar, volaba de cantero en cantero buscando a su hermano.
- ¿Qué pasa, Rogelio? -preguntó su hermano, sorprendido al ver la cara de
desespero que traía-.- ¡La bigornia! ¡La bigornia! -dijo Rogelio, casi gritando-.
- ¿Pero todavía no ha aparecido la bigornia?
- No -contestó su hermano-.
- Dice Don José que se la llevó Luis.
La bigornia. La bigornia, repetía una y mil veces Rogelio.
- ¡Ay!, sí, ya, la bigornia... la tiene Javier
- ¿Dónde está Javier? -preguntó con impaciencia-.
- Está cortando los racimos -le contestó Luis rápidamente para sacárselo de su vista-.
¡¡¡Javier, Javier!!!, gritaba Rogelio cada vez más enfurecido.
-¿Qué coño le pasa a éste ahora? -contestó Javier al oír el vocerío que traía Rogelio-.
- ¡La bigornia! ¡ La bigornia!
- La bigornia se la llevó Antonio el de Pancracio para arreglar unos zapatos viejos.
En el paroxismo de la desesperación, Rogelio subió cuesta arriba, sofocado, sediento y casi arrastrando el rabo por el suelo, cual animal derrotado. Llegó a su casa, atravesó los canteros de Pancracio y tuvo la suerte de ver a Antonio, que sembrando unas papas estaba.
- ¡Antonio! -exclamó-. Vengo a buscar la bigornia.
- La bigornia se la di yo a tu madre antes de ayer.
¡No puede ser!, ¡no puede ser!,
exclamaba Rogelio mientras en su febril mente se veía nuevamente en el
Instituto, con su zapato sin tacón y hecho el hazmerreír de sus compañeros y
compañeras de clase. Veía cómo Dulce le miraba con compasión, temió perderla, y
con este pensamiento hirviéndole en su cabeza retornó al hogar paterno.
- Mamá, que me dijo Antonio que...- ¡Ay, hijo!, ahora que me acuerdo, ¡ay!, ¡dónde tengo yo la cabeza...! La bigornia está en la lonja de las papas, junto al lagar.
Esta vez abrió Rogelio la lonja de las
papas dando una potente patada a la vieja puerta, la cual cedió con un
chirrido en señal de enérgica protesta, y en la penumbra alcanzó… por fin… ver la
bigornia.
Se abrazó a ella, como una madre se abraza
a su pequeño bebé. La acarició con ternura, la miraba una y otra vez, y si no
la besó fue por miedo al contagio.
Era esta una bigornia muy hermosa, hecha de
hierro fundido que conservaba el brillo que le produjeron tantas y tantas manos
que por ella habían pasado a lo largo de su dilatada existencia... Tenía la
bigornia sus tres patitas. Eran para dos tipos de zapatos, y un imaginario tipo
de tacón. Rogelio llevó cuidadosamente la bigornia agasajada en su seno, subió
las escaleras, atravesó la sala y el comedor, recogió el tacón y los clavos que
sobre la mesa ya tenía preparados, y comenzó la operación.
Pero ¡oh, Dios!, un fallo en la
trayectoria del martillo ocasionó un sordo golpe en el dedo gordo de la mano
izquierda de Rogelio. Con infinita paciencia, esta vez volvió Rogelio a la
carga. Colocó el zapato en posición correcta y ¡zas!. Fue tan certero
el golpe que el clavo atravesó el tacón en sentido vertical.
Gracias a Dios, tuvo suerte con los tres clavos
restantes.
Por fin soy un hombre feliz -se dijo
Rogelio-, y al día siguiente se paseó ante sus amigos y amigas haciendo una
parada especial cuando pasó junto a Dulce.
Hoy, ya pasados muchísimos años, la bigornia
permanece olvidada, cubierta de polvo, despreciada por las nuevas generaciones,
sin recordar que en su tiempo salvó esa bigornia a Rogelio y a su
generación de embarazosas situaciones.
Cuentos
contextualizados XII: Testigo: El Volcán.
(Manuel
García Rodríguez. Publicado en el número 289 de BienMeSabe)
Ya entrada la noche, cuentan que vieron a Ernesto acercarse
más y más al volcán. Está loco -se decían unos a otros-, está loco.
Le gritaron insistentemente que se detuviera en su camino. Mas una voz parecía
que le llamaba desde las entrañas del mismo volcán. De repente, Ernesto se
quedó parado en seco, como petrificado; y cuentan que en ese mismo momento
gritó ¡Luis está en ésta su tumba!
Hacía mucho, muchísimo tiempo, que Ernesto
vigilaba, casi a diario, a Elena. Sentía por ella una atracción muy especial,
tan especial era que la idea de perderla no le permitía vivir tranquilo. El
pensamiento que Elena estuviese enamorada de otro hombre le destrozaba el alma
de tal manera que pasaba muchas y muchas noches pensando que por culpa de Luis
él sería infeliz toda su vida.
Era Elena, sin duda alguna, la mujer más bella y
hermosa de Los Quemados, y a decir de muchos, la más bella de todo el pueblo de
Fuencaliente. Hija de ricos viñateros de la localidad, había recibido desde muy
pequeña una educación muy refinada, como hija única, ya que sus padres no
habían escatimado esfuerzo alguno con tal de que ella recibiera lo mejor de lo
mejor.
Por aquella época se había establecido en Los
Quemados una familia que, en el pasado, había emigrado a Venezuela; y tras
algunos años de penurias y miserias, por fin habían logrado adquirir una considerable
fortuna con la que compraron algunos terrenos en Maracay (Venezuela), donde se
establecieron para dedicarse al comercio y a la agricultura.
Tras largos años de intenso trabajo habían
mejorado aquellos terrenos y consiguieron amasar una considerable fortuna. Con
dinero ya suficiente, regresaron a La
Palma , donde compraron otros terrenos en Fuencaliente con la
idea de vivir tranquilamente el resto de su vida.
En aquellos tiempos se estaban repoblando los
terrenos ganados al mar por la lava del Volcán de San Juan, y ello auguraba con
ser un buen negocio. Así que aparte de los adquiridos en Fuencaliente,
compraron otros terrenos en la mejor zona platanera del Puerto Naos y, aunque
pudieron haberse quedado a vivir plácidamente en esa próspera zona, sin embargo,
por ese amor al terruño que siente todo palmero, decidieron -como decíamos-
establecerse definitivamente a vivir en Fuencaliente.
Era Luis el único hijo de esta familia y, aunque
había recibido una educación esmerada y unos estudios superiores, su familia le
aconsejó que, puesto que su padre ya era mayor, fuese él quien se dedicara por
completo a administrar las propiedades de sus padres, cosa que llevaba con buen
acierto y con plena dedicación.
Eran los padres de Elena y los de Luis vecinos y
amigos desde la infancia y, aunque durante muchos años las distancias separaron
a las dos familias, el nuevo reencuentro propició una amistad aún más sólida y
duradera.
Apenas llegado Luis de Venezuela, casi desde el
primer día, no apartó sus ojos de Elena, de la que ya tenía referencias a
través de cartas familiares. Sin embargo, en el barrio se sabía que Ernesto no
vivía sino para adorar, en su soledad, a Elena, mas ésta, quizás debido a sus
diferencias sociales, no comprendía que un simple obrero o jornalero llegase a
ser su marido algún día. No desaprovechaba Ernesto ninguna oportunidad que le
permitiera acercarse a ella y, por más que él trataba de demostrarle lo que
sentía, ésta hacía oídos sordos a sus palabras, y más que contestar a sus
preguntas se reía constantemente de él y le demostraba con evidentes signos de
repulsa sus sentimientos. Estos desplantes y estas manifestaciones de desprecio
y burla fueron engendrando en el alma de Ernesto, no un odio a Elena, a la que
en su soledad interior seguía queriendo locamente, sino un macabro odio hacia
Luis, al cual consideraba el culpable de todos los desprecios que de Elena
recibía. Pensaba Ernesto que si Luis no hubiese regresado de Venezuela, Elena
hubiese sido para él. Era por lo tanto Luis su enemigo, y lo maldecía a diario
una y mil veces. Este odio hacia Luis y a todo lo que a éste se refería se veía
incrementado día a día cada vez que en los caminos del barrio o en el bar de la
plaza se encontraba con él. En más de una ocasión Ernesto deseó la muerte a Luis.
Consideraba que, desaparecido de este mundo, ya él no tendría obstáculo alguno
para conseguir el amor de Elena. Este malévolo deseo se acrecentó
considerablemente desde aquel momento en que quiso acercarse a la casa de Elena
para observar todos sus pasos.
En la oscuridad de la noche permanecía impávido expectante, merodeando los alrededores de la casa de Elena. Consumía horas y horas vigilando la casa como astuto ladrón, con la sola intención de contemplar, aunque sólo fuera, la silueta de Elena tras los cristales cuando, por casualidad, ésta pasaba junto a las ventanas. Fue en el atardecer de un apacible domingo de aquel cálido mes de septiembre cuando, como siempre, Ernesto vigilaba la casa. Ya casi daba por terminada su habitual guardia e intentaba emprender el regreso, cuando a punto estuvo de caer al suelo víctima de la tremenda impresión que recibió porque, esta vez, a través de los cristales de aquella ventana, pudo observar a Elena en los brazos de Luis. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo y una rabia incontenta brotó de lo más hondo de su corazón. Jamás en su vida había sentido tan diabólica sensación y, desde ese momento, juró y se prometió a sí mismo que Elena, aunque no fuese suya, tampoco lo sería de Luis.
A partir de ese día, cuidadosamente vigilaba a
Luis muy a diario. Lo veía salir de mañana rumbo a Puerto Naos en su flamante
Mercedes. Una rabia incontenible se apoderaba de todo su ser, y pensaba una y
mil veces que el culpable de todas sus desgracias era Luis y sólo Luis.
La culpa la tiene el dinero, se decía
interiormente, no me quiere porque soy pobre, porque no tengo ni dinero, ni
terrenos, ni un Mercedes. Maliciosamente seguía pensando que, desaparecido
Luis de este mundo, vendría para Elena una época de tristeza y soledad, mas
pasados los primeros meses, ella se recuperaría de toda su desgracia y
dirigiría la mirada a otra parte. Estaba seguro que sería a él. Esta convicción
era el único punto de apoyo que tenía para seguir viviendo en este mundo, y
ello le inducía a seguir adelante con sus malévolas intenciones. Al igual que
el martillo del herrero cae incesantemente sobre el yunque produciendo un
repetitivo y monótono sonido; así, el malévolo diablo tentaba y tentaba a
Ernesto una y otra vez, con tanta insistencia que casi parecía un auténtico
loco.
Necesitado Luis de mano de obra para atender su
frondosa plantación de plataneras de Puerto Naos, hizo tal comentario en el bar
del pueblo estando Ernesto presente. Sin pensárselo dos veces, y acercándose
disimuladamente a Luis, se ofreció como obrero para realizar los trabajos
requeridos en la finca. Pensaba Ernesto que estando al cuidado de los bienes de
Luis tendría más oportunidades de ver a Elena. Por desgracia, el hecho de estar
a las órdenes de Luis propició en él un sentimiento de inferioridad no
reprimido; ya que en realidad para él, Luis no sólo era el dueño del corazón de
Elena, sino que además era el jefe a quien debería obedecer durante la jornada
laboral.
Un mal día, de esos que a veces se repiten,
como consecuencia de un trabajo mal hecho en su finca, Luis llamó la atención
de Ernesto y le reprimió de malas maneras con palabras altisonantes. En ese
momento, todo el odio que Ernesto tenía interiormente reprimido salió a
superficie y le dijo:
- Eres un desgraciado, un maricón y un cabrón -y
continuó profiriendo maldiciones contra él-.
- Ahora mismo te vas de esta finca y no vuelvas más -respondió Luis, mientras hacía intentos de agredirle físicamente-.
- Ahora mismo te vas de esta finca y no vuelvas más -respondió Luis, mientras hacía intentos de agredirle físicamente-.
En esos momentos Ernesto sacó de su cintura
el cuchillo que llevada, y a punto estuvo de clavarlo en el corazón de Luis.
Mas quiso la buena suerte que otro de los obreros que en la finca trabajaba, al
oír aquellos gritos, acudió al lugar y pudo interponerse entre ambos
contendientes. A partir de ese momento Ernesto se prometió asimismo que se
vengaría de Luis de alguna manera.
Los días pasaron y Ernesto, ya sin el amor de
Elena y sin trabajo, se consideró el más miserable de todos los seres vivos que
pueblan esta tierra, y todo por culpa de Luis. Una y otra vez le pasaba por la
cabeza acabar con la vida de Luis y, aunque ponía interés en disuadir esa idea,
sin embargo, el diabólico pensamiento insistía e insistía una y otra vez…
Noches y noches sin dormir, sintiéndose el más despreciado de todos los seres
humanos.
Abrió Ernesto un viejo cajón, que escondido en su
destartalada bodega tenía, y de él extrajo un revólver que allí, desde antaño,
su padre escondía. Lo miró una y otra vez y cuidadosamente comprobó su
funcionamiento. El diablo, otra vez, le tentaba y en su interior le decía: Acaba
con la vida de Luis, ya… ya… ya… Sin embargo, todavía existía en algún
rincón de su corazón un residuo de cordura. Volvió a guardar el revólver e
intentó tranquilizarse.
Recorría los viñedos, subía y bajaba a los
montes, pateaba incesantemente la orilla del mar, todo con la esperanza de que
sus macabras ideas desaparecieran para siempre de su cabeza. Habían pasado los
días y los meses y ya parecía que los ánimos de Ernesto se habían
tranquilizado, cuando una noticia, que circuló por el pueblo como la pólvora,
vino a sumergir a Ernesto en la más profunda de las amarguras. Se casan
Luis y Elena: esa era la noticia que volvió a trastornar el diario vivir
de Ernesto.
Era el atardecer de un apacible día del mes de
septiembre cuando Ernesto recibió tan fatídica noticia. Corrió hacia la bodega,
abrió el viejo cajón y, sin pensárselo dos veces, metió en su bolsillo aquel
viejo revólver… Sabía Ernesto que Luis, antes de arribar a su domicilio,
pasaría obligatoriamente por un solitario lugar cerca de la zona conocida como
Teneguía, donde, por aquella época, el volcán permanecía como dormido, aunque
vigilante. Se dirigió allí y esperó en una situación emocional que rayaba ya en
plena locura.
Serían las doce de la noche cuando oyó allá, a lo
lejos, el sonido del motor de aquel Mercedes. El corazón parecía salírsele del
pecho. Se agazapó tras una gran roca y, cuando le pareció que el coche ya casi
estaba a pocos metros, se dejó caer al centro de la mal acondicionada pista de
tierra y arena por donde necesariamente habría de pasar el Mercedes. Sintió los
frenos cerca de su cabeza y, al momento, percibió la sombra de Luis que se
acercaba más y más. Oyó cómo lo llamaba y le decía que se apartarse del camino
si no quería que su coche le pasase por encima.
Repentinamente Ernesto se dio la vuelta, apuntó a
la cabeza de Luis y… apretó el gatillo de su revólver.
El sonido de un disparo retumbó en aquel
solitario lugar… después se oyó un gemido y otro. Al final, aquel lastimero
quejido cesó y el profundo silencio de la noche se adueñó del lugar. Luis
permanecía tendido en el suelo; una bala le había atravesado su cráneo.
Ernesto, más que corría, volaba en busca de algo,
sabía que no muy lejos de aquel lugar tenía una azada y algunos otros aperos de
labranza. Y, azada al hombro, regresó al lugar del crimen. Se apartó unos
metros de la pista y cavó y cavó con todas sus fuerzas durante más de dos
horas. Arrastrando el cuerpo, aun caliente de Luis, lo dejó caer en la fosa que
había cavado para él y lo cubrió con tierra, colocando sobre su tumba varias
rocas de las que por allí encontró. Se había sacado un peso de encima.
- ¿Qué hacer con el Mercedes? -se preguntó-.
No lo pensó mucho. Se sentó al volante y,
acercándolo al borde de la pista, lo empujó ladera abajo hasta que cayó en el
fondo de una hondonada.
La desaparición de Luis dejó al pueblo
sobrecogido. La guardia civil y los vecinos organizaron batidas por todos los
barrios. Se rastrearon los montes y se buceó por las playas de Fuencaliente,
pero Luis jamás apareció. Elena cayó en una grave depresión que le mantuvo más
de un año postrada en cama. Al final, se entregó a Dios y fue acogida en un
convento de las carmelitas descalzas.
No habían pasado más de tres años cuando, en el
atardecer de un día del mes de octubre, se oyó por todo el pueblo un fuerte
ruido ensordecedor procedente de las mismas entrañas de la tierra. Un humo
aguo, oscuro y urente se esparció por todo el pueblo. Era la erupción del
Teneguía.
Ya entrada la noche, cuentan que vieron a Ernesto acercarse más y más al volcán. Está loco -se decían unos a otros-, está loco. Le gritaron insistentemente que se detuviera en su camino. Mas una voz parecía que le llamaba desde las entrañas del mismo volcán. De repente, Ernesto se quedó parado en seco, como petrificado; y cuentan que en ese mismo momento gritó ¡Luis está en ésta su tumba!
Lo que sucedió después fue indescriptible, fue
algo jamás visto por el ojo humano. De la tumba de Luis salió una bola de
fuego, que abrazó completamente a Ernesto, dejándolo trasformado en cenizas, a
las que un intenso viento reinante en el lugar se encargó de transportar y
esparcir en la inmensidad del mar. Esta fue la venganza de Luis.
(Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 303 de BienMeSabe)
Reflexionó profundamente y lloró
de amargura porque después de tantos rezos, de tantos sacrificios y de tantos
innecesarios gastos, se dio cuenta de que no se puede ser joven por fuera y
vieja por dentro, porque a las personas no se les quiere porque sean más o
menos jóvenes y hermosas; a las personas se les quiere por eso, por ser
personas en cualquier etapa de su vida.
Me contaron que, hacía algunos años, no
muchos, Elisa se estaba dando cuenta de que su incuestionable atractivo físico
se estaba deteriorando paulatinamente. A veces pensaba que eran suposiciones
suyas, producto del exagerado temor que tenía a perder toda su encantadora
belleza. En su interior, ella estaba convencida de que era la mujer más
hermosa, la más encantadora, la más atractiva y la más valiosa del Valle de
Aridane. Este profundo convencimiento interior no sólo era producto de su
propia reflexión ante su espejo; sino que, además, se lo confirmaban las
manifestaciones de cuantos hombres pasaban a su lado y le halagaban tanto de
palabra como con ademanes de admiración.
Durante muchos años atrás fue por los
hombres sobrevalorada y adorada, y envidia de las mujeres que veían en ella a
una potencial enemiga activa, capaz de dejarlas aparcadas en la cuneta sin
marido o, lo que no era más trágico, dejarlas en la duda de si sus maridos
estaban o no pendientes de tan singular belleza. Consiente de su esbeltez y
hermosura, flirteaba con todos los hombres, a sabiendas de que a ellos les
volvía locos el sentirse atraídos por ella: dispuestos estaban todos a picar en
el anzuelo de sus encantos.
Tenía las mil artes que utilizan algunas
mujeres para enloquecer al sexo opuesto. Miradas de insinuación que te
invitaban a acercare a ella; caricias concientemente consentidas unos segundos para
de inmediato rechazarlas con signos de fingidos enfados; halagos artificiales
en los que cada palabra que decía se correspondía con un pensamiento
diametralmente contrapuesto. Mentiras y más mentiras eran herramientas de uso
diario, de las que ella se valía para continuar con las mil artimañas de una
vida que vivía de las rentas de su angelical belleza.
Se había casado con un hombre bueno,
trabajador y honrado, excelente padre de familia que ponía en el diario trabajo
toda su felicidad. Estaba seguro su marido de que ella no le engañaba, porque
en el fondo estaba convencido de que su mujer era por naturaleza coquetona,
mentirosa, egoísta y vanidosa. En principio intentó convencerla para que
cambiara de actitud ante otros hombres, mas su esfuerzo fue en vano y, ante la
disyuntiva de separarse de ella o vivir junto a ella pasando y obviando todos
sus defectos, optó decididamente por esto último, ya que estaba convencido de
que su mujer, aunque lo pareciera, jamás entregaría su cuerpo a otro hombre.
Por mucho que se lo pidieran. Consciente y orgullosa de su atractivo
personal, lo aprovechaba Elisa en solicitar a todos sus amantes aquellos
caprichos que a ella se le ocurrían, y todos ellos accedían gustosos a
complacer a la bella dama en sus pretensiones. Regalos y más regalos recibía de
los amantes que, locos por su amor, le rendían pleitesía.
Los años fueron pasando, lentamente para
unos y fugazmente para otros, así que la hermosura de aquella mujer se iba
apagando poco a poco como la llama de una vela; y aquellos amantes, ya mayores,
desengañados, fueron percatándose de que tras la hermosura de la dama se
escondía un egoísmo exagerado que pretendía no solo sacar rentabilidad de sus
físicos atractivos, sino también mantener ilusionados a aquellos otros que a
pie juntillas creían en la sinceridad de sus fingidos halagos.
Fue en la mañana del sábado de un tibio día
del mes de septiembre cuando Elisa, aunque no era su costumbre (sin embargo
últimamente su sirvienta no sabía comprarle las frutas y verduras a su gusto),
decidió ir ella misma de compras a la plaza de mercado de la ciudad. Necesitaba
algunas provisiones para ese fin de semana. Recorrió los puestos, y tras haber
realizado algunas compras, ya cuando casi se disponía a abandonar el lugar, al
pasar junto a un puesto de verduras oyó que alguien pronunciaba en voz baja su
nombre. Repentinamente se quedó rígida, silenciosa, ansiosa por saber qué era
lo que de ella se comentaba. Agazapada cuidadosamente tras unos tiestos de
flores, que por allí había, quedó con la respiración contenida durante largos
minutos. "Están hablando de mí", pensó, y aguzó lo más que pudo el
oído. Por la voz reconoció que ellas eran dos vecinas suyas.
- ¿Te has dado cuenta de lo vieja que se ha puesto Elisa? -le decía
una vecina a la otra-.- ¡Cállate! No quería decírtelo porque sospechaba que pudieran ser suposiciones mías. Pero ahora que tú lo dices, sí que está vieja y arrugada -comentaba la otra vecina poniendo en sus palabras un aire de retintín, cuando dijo lo de vieja y arrugada-.
- Ya era tiempo de que se le sacara toda la “coñería” que tenía encima.
- Yo creo que no era sólo “coñería” -le decía la vecina mientras miraba a su alrededor por si alguien le escuchaba-.
- ¿Sabes tú que tenía “acoñados” a varios hombres del pueblo?
- Sí -respondió la otra-, a más de uno vi que se le caía la baba cuando esta boba se les acercaba y les dirigía miradas provocativas o insinuativas.
- El marido parecía que no se enteraba de lo coquetona que ella se comportaba con otros.
- Sí que se enteraba, pero pasaba del tema.
- Si hubiese sido mi marido a ella pronto la
hubiese puesto en su sitio.
- Pues el mío, como me ponga una falda corta, se
sube por las nubes.
- ¡Qué suerte tienen algunas “coño”!
- Dicen que él estaba seguro de que su mujer no
le ponía los cuernos, así que le permitía todos estos flirteos -respondió la
vecina mientras sacaba dinero para pagar su compra-.
No pudo Elisa terminar de escuchar esta
conversación porque sintió que una mano amiga se posaba sobre su hombro.
Rápidamente dio la vuelta pensando que la habían descubierto oyendo
conversaciones privadas, mas se tranquilizó al comprobar que era su hermana la
que le saludaba cariñosamente.
- ¿Qué te sucede hermana? Te veo con cara desencajada, como si te
hubiesen dado un disgusto ahora mismo.- No, nada -respondió Elisa, pensando que lo mejor sería no difundir aquel tremendo disgusto que acababa de recibir-.
- Cuidate, hermana, “no te dejes poner vieja” -le respondió su hermana mientras la volvía a mirar fijamente a la cara-.
- ¿Estás segura de que no tienes un disgusto dentro de tu cuerpo? -volvió a insistir la hermana mirándola y remirándola una y otra vez-.
- No, ¿por qué estás empeñada en que me pasa algo? -insistió por ver si el motivo era el que ella sospechaba-.
- Por la cara, hermana, por la cara que tienes -le contestó la hermana mientras volvía a examinar su rostro-.
- Y ¿qué ves tú en mi cara?
- Hija, que se te ha puesto una “cara de vieja”
que no la cargas.
Con el pretexto de que su marido la estaba
esperando en la casa para ir a Santa Cruz de la Palma , se despidió rápido y
apresuradamente de su hermana. Le temblaban sus piernas y un escalofrío de
muerte se había apoderado de todo su cuerpo. Aquellas últimas palabras que su
propia hermana había pronunciado le resonaban en sus oídos una y mil veces: cara
de vieja, cara de vieja... era el eco de sus insistentes
pensamientos.
De repente, quedó parada y pensó:
"¿será verdad?"
Eran ya las doce de la mañana y en la plaza
de Los Llanos estaban varios hombres; unos conversando y otros tomándose un
cafecito junto a la barra del kiosco. Tragó en seco y armándose de valor
aminoró la marcha, ya muy despacio y contoneándose pasó junto a ellos. Nadie la
miró. "Estarán pendientes de sus negocios", pensó, y continuó su
camino en busca de otra oportunidad. Ahora, junto a uno de aquellos
frondosos laureles, vio a otros que intuyó pudieran servirle como prueba
contundente de su angustiosa sospecha. Pasó casi pegadita a ellos moviendo
lo más que pudo su esbelto cuerpo y poniendo cara de conquistadora. Cuando le
pareció que era el momento oportuno, dejó caer disimuladamente un bolígrafo al
suelo.
- Se le ha caído algo, señora -le comunicó
uno de aquellos hombres sin apenas mirarla ni hacer ningún ademán por ayudarla.
Ella disimuló y se hizo como que no encontraba el objeto perdido; pero el otro
hombre le avisó-.
- Lo tiene usted más allá, más allá, mire usted a
su derecha -y volvía a insistir “a su derecha, señora”, sin ni siquiera hacer
un pequeño movimiento por acercarse a ella y ayudarla-.
Más de una semana permaneció Elisa postrada
en cama. Noches enteras sin dormir. Las últimas palabras de su hermana, cara
de vieja, continuaban resonando en sus oídos, y la imagen de aquellos
hombres impávidos e indiferentes ante sus encantos le quedó impresa en su
atormentada mente. Jamás había osado, ni uno de aquellos seres llamados hombres,
permanecer indiferente e inmóvil ante sus inconmensurables atractivos... Estaba
convencida de que en verdad se había convertido en una vieja.
Recuperada, sólo un poco, de tan lamentable
tragedia, intentó por todos los medios enmascarar aquella vejez por medio de
cremas, ungüentos y demás potingues existentes en el mercado. Prácticamente
consumió productos de belleza procedentes de todas partes del globo terráqueo.
Durante su permanencia en el domicilio se ponía embadurnada de tal manera que
sólo le quedaban visibles sus ojos: todo lo demás era una verdadera careta
carnavalera. Era tanta la desfiguración a que estaba sometida, que en más de
una ocasión, algo distraída, abrió la puerta al butanero y éste ni la
reconoció, preguntando a ella misma si la señora estaba de viaje. Gastó
una fortuna en cremas, ungüentos y potingues de todas las marcas habidas y por
haber y, por más que se paseaba por las calles y plazas de la ciudad del Valle,
no lograba despertar la admiración de aquellos hombres que otrora ella había
encantado.
Desesperada acudió a Tazacorte y, postrada
ante el arcángel San Miguel, le pidió el milagro de recuperar toda aquella
lozanía y hermosura que había perdido. Rezó, lloró e imploró al santo y esperó
durante algún tiempo que reprodujera aquel milagroso cambio… pero éste no
llegó. Pensó que quizás acudiendo a las Nieves lograría lo que San Miguel
no le concedió; y a tal fin vino de promesa al Real Santuario de la Patrona.
Pasó más de un año y ni por un milagro su
hermosura se recuperó.
Ya más desesperada, pensó en la medicina y,
aconsejada por sus médicos, acudió a la cirugía estética. Lo consultó con su
marido y éste trató de convencerla una y mil veces con argumentos harto
significativos, poniéndole como ejemplo los fracasos en otras personas de que
él era conocedor. Sin embargo, ocultaba a su mujer que el verdadero y principal
motivo de su intento de negativa a sus pretensiones no era otro que el económico,
ya que sabía de antemano que iba a perder un “pastón”, que tenía reservado para
invertir en negocios rentables que, acuciados por la crisis, otros tenían que
abandonar. La sorpresa fue mayúscula cuando el marido no sólo se enteró de
que ella estaba decidida a acudir a la cirugía, sino que además la operación
estética la iba a realizar en Nueva York. Cuando ella le comunicó el lugar
a su marido, fue tal el disgusto de éste que estuvo tres días sólo
alimentándose de tila para sus nervios, amén de algunos tranquimacines
que le recetó su médico.
Acompañada de su hermana partió rumbo a los
Estados Unidos. La operación fue un éxito rotundo. Nadie hubiera imaginado que
aquélla fuera la misma persona. Desde los casi sesenta años que tenía Elisa,
ahora aparentaba una muchacha de dieciocho o veinte años.
Se paseó nuevamente ante aquellos hombres a
los que hasta no hacía mucho tiempo ella no despertaba la curiosidad. Pero, ¡ay
Dios!, ahora tampoco les despertaba su curiosidad. Pensó por un momento que
algún trastorno neurológico le había cambiado su figura, y acudió presta a
mirarse y remirarse en un espejo que en el escaparate de la tienda de enfrente
había. Suspiró y se tranquilizó; su cara y su figura eran la misma.
Regresó a la plaza, pero antes de llegar
fue abordada por un grupo de muchachos, la piropearon y le enviaron una serie
de adjetivos de la más variada significación, unos alusivos a la hermosura y
otros al sexo. Más que alegrarle, aquellos halagos la entristecieron de
tal forma que a punto estuvo de romper en lloros allí mismo. En su interior
ella seguía teniendo sus cincuenta y tantos años, y aquellos muchachos eran
para ella como sus propios hijos. Se vio dentro de una juventud que no era la
suya. Por un instante vio a su hijo mayor, comparó, y era más viejo que el más
joven de aquellos muchachos que ahora querían “encaramelarla”. Continuó
cabizbaja, pensativa y silenciosa su camino. Otros chavales aún más jóvenes se
atrevieron a invitarla a realizar con ellos aventuras de tal extravagancia que
ni ahora ella quiere recordar.
Se dio cuenta de que aquellos hombres que
ayer la ignoraron por vieja hoy la ignoran por joven; y ello le infundía
respeto, puesto que si antes podría ser su madre, ahora ella podría ser su
hija.
Reflexionó profundamente y lloró de
amargura porque después de tantos rezos, de tantos sacrificios y de tantos
innecesarios gastos, se dio cuenta de que no se puede ser joven por fuera y
vieja por dentro, porque a las personas no se les quiere porque sean más o
menos jóvenes y hermosas; a las personas se les quiere por eso, por ser
personas en cualquier etapa de su vida.
Ayer, cuando fui a Los Llanos, pregunté por ella. Me contaron que
ahora vive feliz porque ha aprendido a aceptarse a sí misma tal y como es.
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