domingo, 8 de junio de 2014

L O S C O N D E N A D O S D E L A T I E R R A-VIII




F R A N T Z  F A N O N. 

I I I . D E S V E N T U R A S D E L A CO N C I E N C I A
N A C I O N A L


Viene de la página anterior.

Pero las amenazas que estallan van a provocar el fortalecimiento de la autoridad y la aparición de la dictadura. El dirigente, que tiene tras de sí una vida de militante y de patriota dedicado, al avalar la actividad de esa casta y cerrar los ojos ante su insolencia, ante la mediocridad y la inmoralidad arraigadas de esos burgueses, actúa de pantalla entre el pueblo y la burguesía rapaz. Contribuye a frenar la toma de conciencia del pueblo. Ayuda a la casta, oculta al pueblo sus maniobras y se convierte así en el artesano más celoso de la obra de mistificación y embotamiento  de  las  masas.  Cada  vez  que  habla  al  pueblo recuerda  su  vida,  que  ha  sido  con  frecuencia  heroica,  los combates que ha librado en nombre del pueblo, las victorias que ha obtenido en su nombre, haciendo saber así a las masas que deben seguir teniéndole confianza. Abundan los ejemplos de patriotas africanos que indujeron en la lucha política precavida de sus mayores un estilo decisivo de carácter nacionalista. Esos hombres  vinieron de la selva.  Decían, con gran escándalo del dominador y gran vergüenza de los nacionales de la capital, que venían de esa selva y que hablaban en nombre de los negros. Esos hombres, que cantaron a la raza, que asumieron todo el pasado, la degeneración y la antropofagia, se encuentran ahora a la cabeza de  un  equipo  que  da  la  espalda  a  la selva  y  proclama  que  la vocación de su pueblo es seguir, seguir todavía y eternamente a otros.
El dirigente apacigua al pueblo. Años después de la independencia, incapaz de invitar al pueblo a una obra concreta, incapaz  de  abrir  realmente  el  futuro  al  pueblo,  de  lanzar  al pueblo  por  el  camino  de  la  construcción  de  la  nación,  de  su propia  construcción  en  consecuencia,  vemos  cómo  el  líder resucita  la  historia  de  la  independencia,  recuerda  la  unión sagrada de la lucha de liberación. El dirigente, como se niega a quebrantar  a  la  burguesía  nacional,  solicita  del  pueblo  que refluya hacia el pasado y se embriague con la epopeya que ha conducido  a la independencia.  El  dirigente  —objetivamente— detiene  al  pueblo  y  se  dedica  a  expulsarlo  de  la  historia  o  a impedir que penetre en ella. Durante la lucha de liberación, el líder despertaba al pueblo y le prometía una marcha heroica y radical. Ahora, multiplica los esfuerzos por adormecerlo y tres o cuatro veces al año le pide que se acuerde de la época colonial y aprecie el inmenso camino recorrido.

Pero, hay que decirlo, las masas muestran una incapacidad total para apreciar el camino recorrido. El campesino que sigue arañando la tierra, el desempleado que no deja de serlo no logran convencerse, a pesar de las fiestas, a pesar de las banderas nuevas, de que algo ha cambiado realmente en sus vidas. La burguesía en el  poder  puede  multiplicar  las  manifestaciones,  las  masas  no logran ilusionarse. Las masas tienen hambre y los comisarios de policía, ahora africanos, no les merecen mucha confianza. Las masas empiezan a enfadarse, a desviarse, a desinteresarse por esa nación que no les reserva ningún lugar.

Cada cierto tiempo, sin embargo, el líder se moviliza, habla por radio,  hace una gira para apaciguar,  calmar,  mistificar.  El líder es tanto más necesario cuanto que no tiene partido. Existía durante el período de lucha por la independencia un partido que el dirigente actual dirigió. Pero el partido se ha desintegrado lamentablemente desde entonces. No subsiste el partido sino formalmente, nominalmente, por su emblema y su divisa. El partido orgánico, que debía facilitar la libre circulación de un pensamiento elaborado con las necesidades reales de las masas, se ha  transformado  en  un  sindicato  de  intereses  individuales. Después de la independencia, el partido no ayuda ya al pueblo a formular sus reivindicaciones, a cobrar mayor conciencia de sus necesidades y a asentar mejor su poder. El partido, actualmente, tiene como misión hacer llegar al pueblo las instrucciones que emanan de la cima. Ya no existe ese ir y venir fecundo de la base a  la  cima  de  la  cima  a  la  base,  que  funda  y  garantiza  la democracia en un partido. Por el contrario, el partido se ha constituido  en  pantalla  entre  las  masas  y  la  dirección.  Ya  no existe  la vida de  partido.  Las  células  creadas  durante  la etapa colonial se encuentran ahora en un estado de desmovilización total.

El   militante   tasca   el   freno.   Es   entonces   cuando   se comprende la justeza de las posiciones asumidas por ciertos militantes durante la lucha de liberación. En realidad, en el momento del combate, varios militantes habían pedido a los organismos dirigentes la elaboración de una doctrina, la precisión de los objetivos; la formulación de un programa. Pero, con el pretexto de salvaguardar la unidad nacional, los dirigentes se negaron categóricamente a abordar esa tarea. La doctrina, se repetía, es la unión nacional contra el colonialismo. Y se seguía adelante, llevando como arma un impetuoso lema convertido en doctrina, limitándose toda la actividad ideológica a una serie de variantes  sobre  el  derecho  de  los  pueblos  a  disponer  de  sí mismos, arrastrados por el viento de la Historia que irreversiblemente hará desaparecer al colonialismo. Cuando los militantes pedían que se analizara un poco más en qué consistía el viento de la Historia, los dirigentes les oponían la esperanza, la descolonización necesaria e inevitable, etcétera.

Después de la independencia, el partido se sumerge en un letargo espectacular. Ya no se moviliza a los militantes sino para las    manifestaciones    llamadas    populares,    las    conferencias internacionales,  las  fiestas  de  la  independencia.  Los  cuadros locales  del  partido  son  designados  para  los  puestos administrativos, el partido se convierte en administración, los militantes entran en el orden y reciben el título vacío de ciudadano.

Ahora que han cumplido su misión histórica, que era llevar a la burguesía al poder, son invitados con firmeza a retirarse para que la burguesía pueda cumplir tranquilamente su propia misión. Pero, ya lo hemos visto, la burguesía nacional de los países subdesarrollados es incapaz de cumplir ninguna misión. Al cabo de algunos años, la desintegración del partido se hace manifiesta y cualquier observador, aún superficial, puede darse cuenta que el antiguo partido, ahora esquelético, no sirve sino para inmovilizar al pueblo. El partido, que durante el combate había atraído hacia sí a toda la nación, se descompone. Los intelectuales que en vísperas de la independencia se habían afiliado al partido confirman con su comportamiento actual que esa afiliación no tuvo otro fin que participar en el reparto del pastel de la independencia. El partido se convierte en medio del éxito individual.

No   obstante,   existe   dentro   del   nuevo   régimen   una desigualdad en el enriquecimiento y el acaparamiento. Algunos comen a dos carrillos y se muestran brillantes especialistas en oportunismo.  Los  privilegios  se  multiplican,  triunfa  la corrupción, las costumbres se corrompen. Los cuervos son ahora demasiado numerosos y demasiado voraces, dado lo precario del botín nacional. El partido, verdadero instrumento del poder en manos de la burguesía, fortalece el aparato del Estado y precisa el encuadramiento del pueblo, su inmovilización. El partido auxilia al   poder   para   contener   al   pueblo.   Es,   cada   vez   más,   un instrumento   de   coerción   y   netamente   antidemocrático.   El partido es objetivamente, y a veces subjetivamente, el cómplice de la burguesía mercantil. Lo mismo que la burguesía nacional escamotea su etapa de construcción para entregarse al disfrute, en el plano institucional salva la etapa parlamentaria y escoge una dictadura de tipo nacionalsocialista. Ahora sabemos que esa caricatura de fascismo que ha triunfado durante medio siglo en América Latina es el resultado dialéctico del Estado semicolonial de la etapa de independencia.

En  esos  países  pobres,  subdesarrollados  donde,  por  regla general, la mayor riqueza se da al lado de la mayor miseria, el ejército y la policía son los pilares del régimen. Un ejército y una policía que —otra regla que habrá que recordar— están aconsejados por expertos extranjeros. La fuerza de esa policía, el poder de ese ejército son proporcionales al marasmo en que se sumerge el resto de la nación. La burguesía nacional se vende cada vez más abiertamente a las grandes compañías extranjeras. A base de prebendas, el extranjero obtiene concesiones, los escándalos  se  multiplican,  los  ministros  se  enriquecen,  sus mujeres se  convierten  en  cocottes,  los  diputados maniobran y hasta el agente de policía o el agente aduanal participan en esa gran caravana de la corrupción.
La oposición se vuelve más agresiva y el pueblo comprende a medias palabras  su  propaganda.  La hostilidad  respecto  de  la burguesía es manifiesta. La joven burguesía, que parece afectada de senilidad precoz, no toma en cuenta los consejos que se le prodigan y se muestra incapaz de comprender que le conviene velar, aunque sea ligeramente, su explotación.

El cristolisísimo periódico La Semaine Africaine, de Brazzaville, ha escrito dirigiéndose a los príncipes del régimen: “Hombres situados en los más altos puestos, y ustedes sus esposas, ahora enriquecidos con vuestro confort, con vuestra instrucción quizá, con vuestra hermosa mansión, con vuestras relaciones, con las  múltiples  misiones  que  os  son  otorgadas  y  que  os  abren nuevos horizontes. Pero  toda vuestra riqueza os  construye un caparazón que os impide ver la miseria que os rodea. Tened cuidado.” Esta llamada de atención de La Semaine Africaine dirigida a los colaboradores de M. Youlou no tiene, como puede adivinarse,  nada  de  revolucionario.  Lo  que  quiere  decir  La Semaine Africaine a los hambreadores del pueblo congolés es que Dios castigará su conducta: "Si no existe un lugar en vuestro corazón para los que están situados por debajo de vosotros, no habrá sitio para vosotros en la casa de Dios."

Es claro que la burguesía nacional no se inquieta por tales acusaciones.  Recostada  en  Europa,  está  firmemente  resuelta  a aprovechar la situación. Los beneficios enormes que obtiene de la explotación del pueblo son exportados al extranjero. La nueva burguesía nacional tiene frecuentemente más desconfianza hacia el régimen que ha instaurado que las compañías extranjeras. Se niega  a  invertir  en  el  territorio  nacional  y  se  comporta  en relación con el Estado que la protege y la alimenta con una ingratitud notable que vale la pena señalar. En los mercados europeos adquiere valores bursátiles extranjeros y va a pasar el fin de semana a París o a Hamburgo. Por su comportamiento, la burguesía nacional de ciertos países subdesarrollados recuerda a los miembros de una banda que, después de cada atraco, ocultan su parte a los demás participantes y preparan prudentemente la retirada. Este comportamiento revela que, más o menos conscientemente, la burguesía nacional juega como perdedora a largo  plazo.  Adivina  que  esa  situación  no  durará indefinidamente, pero quiere aprovecharla al máximo. No obstante,   semejante   explotación   y   semejante   desconfianza respecto  del  Estado  desencadenan  inevitablemente  el descontento al nivel de las masas. En esas condiciones el régimen se endurece. Entonces el ejército se convierte en el sostén indispensable de una represión sistematizada. A falta de un parlamento  es  el  ejército el que se convierte en árbitro. Pero tarde o temprano descubrirá su importancia y hará pesar sobre el gobierno el riesgo siempre en puerta de un pronunciamiento.

Como  se   ve,   la   burguesía   nacional   de   algunos   países subdesarrollados no ha aprendido nada en los libros. Si hubiera observado   mejor   a   los   países   de   América   Latina,   habría identificado sin duda los peligros que la acechan. Llegamos, pues, a la conclusión de que esta microburguesía que hace tanto ruido está  condenada  a  seguir  pataleando.  En  los  países subdesarrollados, la etapa burguesa es imposible. Habrá por supuesto  una  dictadura  policíaca,  una  casta  de  usufructuarios, pero  la  creación  de  una  sociedad  burguesa  está  destinada  al fracaso. El grupo de usufructuarios galoneados, que se arrebatan los billetes frente al panorama de un país miserable, será más tarde o más temprano una brizna de paja en manos del ejército hábilmente manejado por expertos  extranjeros.  Así, la antigua metrópoli   practica   el   gobierno   indirecto,   a   través   de   los burgueses a quienes alimenta y de un ejército nacional formado por sus expertos y que tratan de detener al pueblo, lo inmoviliza y lo aterroriza.

Estas observaciones que hemos podido hacer sobre la burguesía  nacional  nos  conducen  a  una  conclusión  que  no debería   sorprendernos.   En   los   países   subdesarrollados,   la burguesía no debe encontrar condiciones para su existencia y desarrollo. En otras palabras, el esfuerzo conjugado de las masas encuadradas en un partido y de los intelectuales altamente conscientes y armados de principios revolucionarios debe cerrar el camino a esa burguesía nociva.

La   cuestión   teórica   que   se   plantea   desde   hace   unos cincuenta años cuando se aborda la historia de los países subdesarrollados, esto es, saber si puede saltarse o no la etapa burguesa, debe resolverse en el plano de la acción revolucionaria y no mediante un razonamiento. La fase burguesa en los países subdesarrollados no se justificaría, sino en la medida en que la burguesía nacional fuera lo suficientemente poderosa económica y técnicamente como para edificar una sociedad burguesa, crear las condiciones de desarrollo de un proletariado importante, industrializar la agricultura, posibilitar, en fin, una auténtica cultura nacional.

Una burguesía tal como se ha desarrollado en Europa ha podido,  fortaleciendo  su  propio  poder,  elaborar  una  ideología. Esta burguesía dinámica, instruida, laica ha realizado plenamente su empresa de acumulación del capital y ha dado a la nación un mínimo de prosperidad. En los países subdesarrollados, hemos visto  que  no  hay  verdadera  burguesía  sino  una  especie  de pequeña casta con dientes afilados, ávida y voraz, dominada por el espíritu usurario y que se contenta con los dividendos que le asegura la antigua potencia colonial. Esta burguesía caricaturesca es incapaz de grandes ideas, de inventiva. Se acuerda de lo que ha leído en los manuales occidentales e imperceptiblemente se transforma no ya en réplica de Europa sino en su caricatura.

La lucha contra la burguesía de los países subdesarrollados está lejos de ser una posición teórica. No se trata de descifrar la condenación pronunciada contra ella por el juicio de la historia. No  hay  que  combatir  a  la  burguesía  nacional  en  los  países
 subdesarrollados porque amenaza frenar el desarrollo global y armónico de la nación. Hay que oponerse resueltamente a ella porque literalmente no sirve para nada. Esa burguesía, mediocre en sus ganancias, en sus realizaciones, en su pensamiento, trata de  disfrazar  esa  mediocridad  mediante  construcciones prestigiosas en el plano individual, por los cromados de los automóviles norteamericanos, vacaciones en la Riviera, fines de semana en los centros nocturnos alumbrados con luz neón.

Esta burguesía que se desvía cada vez más del pueblo en general no llega siquiera a arrancar concesiones espectaculares a Occidente:  inversiones  interesantes  para  la economía  del  país, creación de algunas industrias. Por el contrario, las fábricas de montaje se multiplican, consagrando así el patrón neocolonialista en que se debate la economía nacional. No hay que decir, pues, que la burguesía nacional retrasa la evolución del país, que le hace perder el tiempo o que amenaza conducir a la nación por callejones sin salida. En realidad, la fase burguesa en la historia de los países subdesarrollados es una etapa inútil. Cuando esa casta sea aniquilada, devorada por sus propias contradicciones, se advertirá que no ha sucedido nada desde la independencia, que hay que recomenzar todo, que hay que partir de cero. La reconversión no se realizará en el nivel de las estructuras creadas por  la  burguesía  durante  su  reinado,  porque  esa  casta  no  ha hecho otra cosa sino recoger intacta la herencia de la economía, el pensamiento y las instituciones coloniales.

Resulta tanto más fácil neutralizar a esta clase burguesa cuanto que es numérica, intelectual y económicamente débil. En los territorios colonizados, la casta burguesa después de la independencia obtiene principalmente su fuerza de los acuerdos contraídos   con   la   antigua   potencia   colonial.   La   burguesía nacional  tendrá mayores  oportunidades  de  sustituir  al  opresor colonialista si se le ha dado la oportunidad de entablar negociaciones con la ex potencia colonial. Pero profundas contradicciones agitan las filas de esa burguesía, lo que da al observador  atento,  una  impresión  de  inestabilidad.  No  hay todavía homogeneidad de casta. Muchos intelectuales, por ejemplo, condenan ese régimen basado en el dominio de unos cuantos. 
En  los  países  subdesarrollados,  existen  intelectuales, funcionarios, élites sinceras que sienten la necesidad de una planificación de la economía, de la proscripción de los usufructuarios, de una prohibición rigurosa de la mistificación. Además, esos nombres luchan en cierta medida por la participación masiva del pueblo en la gestión de los asuntos públicos.

En     los     países     subdesarrollados     que     obtienen     laindependencia, existe casi siempre un pequeño número de intelectuales honestos, sin ideas políticas muy precisas que, instintivamente, desconfían de esa carrera por los puestos y las prebendas, sintomática de la etapa inmediatamente posterior a la independencia en los países colonizados. La situación particular de esos hombres (sostén de familia numerosa) o su historia (experiencias difíciles, formación moral rigurosa) explica ese desprecio tan manifiesto por los maniobreros y usufructuarios. Hay que saber utilizar a esos hombres en el combate decisivo que se  quiere  emprender  para  una  orientación  sana  de  la  nación. Cerrar  el  camino  a  la  burguesía  nacional  es,  por  supuesto, descartar  las  peripecias  dramáticas  posteriores  a  la independencia, las desventuras de la unidad nacional, la degradación   de   las   costumbres,   el   asedio   del   país   por   la corrupción, la regresión económica y, a corto plazo, un régimen antidemocrático fundado en la fuerza y la intimidación. Pero también es escoger el único medio de avanzar.

Lo que retrasa la decisión y vuelve tímidos a los elementos profundamente democráticos y progresistas de la joven nación es la aparente solidez de la burguesía. En los países subdesarrollados recién independientes, en el seno de las ciudades construidas por el colonialismo bulle la totalidad de los cuadros. La ausencia de análisis de la población global induce a los observadores a creer en la existencia de una burguesía poderosa y perfectamente organizada. En realidad, ahora lo sabemos, no existe burguesía en los países subdesarrollados. Lo que crea a la burguesía no es el espíritu, el gusto o las maneras. No son siquiera las esperanzas. La burguesía es antes que nada el producto directo de realidades económicas precisas.

Pero, en las colonias, la realidad económica es una realidad burguesa  extranjera.   A   través   de   sus   representantes,   es   la burguesía metropolitana la que está representada en las ciudades coloniales. La burguesía en las colonias, es antes de la independencia, una burguesía occidental, verdadera sucursal de la  burguesía  metropolitana  y  que  obtiene  su  legitimidad,  su fuerza, su estabilidad de esa burguesía metropolitana. Durante la fase de agitación que precede a la independencia, elementos intelectuales  y  comerciantes  autóctonos  en  el  seno  de  esa burguesía importada, tratan de identificarse con ella. Existe entre los intelectuales y los comerciantes autóctonos una voluntad permanente de identificación con los representantes burgueses de la metrópoli.

Esta   burguesía   que   ha   adoptado   sin   reservas   y   con entusiasmo los mecanismos de pensamiento característicos de la metrópoli, que ha enajenado maravillosamente su propio pensamiento  y  fundado  su  conciencia  en  bases  típicamente ajenas, va a advertir con la garganta seca que le falta eso que hace a una burguesía, es decir, el dinero. La burguesía de los países subdesarrollados es una burguesía en espíritu. No son ni su poder económico ni el dinamismo de sus cuadros, ni la envergadura de sus concepciones los que le aseguran su calidad de burguesía. Es al principio y durante mucho tiempo una burguesía de funcionarios.  Son  los  puestos  que  ocupa  en  la  nueva administración nacional los que le darán serenidad y solidez. Si el poder le deja tiempo y posibilidades, esa burguesía llegará a acumular unos pocos ahorros que fortalecerán su dominio. Pero se  mostrará  siempre  incapaz  de  dar  origen  a  una  auténtica sociedad burguesa con todas las consecuencias económicas e industriales que esto supone.

La burguesía nacional se orienta desde un principio hacia actividades de tipo intermediario. La base de su poder reside en su sentido del comercio y del pequeño negocio, en su aptitud para arramblar con todas las comisiones. No es su dinero lo que funciona, sino su sentido de los negocios. No invierte, no puede realizar esa acumulación del capital necesaria para la eclosión y el desarrollo de una burguesía auténtica. A este ritmo, harían falta siglos para crear un embrión de industrialización. En todo caso,   tropezará   con   la  oposición   implacable   de   la   antigua metrópoli que, en el marco de los convenios neocolonialistas, habrá tomado todas sus precauciones.
Si  el  poder  quiere  sacar  al  país  del  estancamiento  y conducirlo a grandes pasos hacia el desarrollo y el progreso tiene, en primer lugar, que nacionalizar el sector terciario. La burguesía que quiere hacer triunfar el espíritu de lucro y de disfrute, sus actitudes despreciativas hacia la masa y el aspecto escandaloso de las utilidades —del robo, habría que decir—, invierte en efecto masivamente en este sector. Pero es claro que esa nacionalización no debe adquirir el aspecto de una rígida estatización. No se trata de situar a la cabeza de los servicios a ciudadanos no formados políticamente. Cada vez que este procedimiento ha sido adoptado se  ha  advertido  que  el  poder  había  contribuido  en  efecto  al triunfo de una dictadura de funcionarios formados por la antigua metrópoli que se mostraban rápidamente incapaces de pensar en la nación como un todo. Esos funcionarios empiezan pronto a sabotear la economía nacional, a dislocar los organismos y así, la corrupción, la prevaricación, la malversación de las reservas, el mercado negro se establecen. Nacionalizar el sector terciario es organizar democráticamente las cooperativas de venta y de compra. Es descentralizar esas cooperativas, interesando a las masas en la gestión de los asuntos públicos. Todo esto, como se ve, no puede realizarse sino politizando al pueblo. Antes se advertía la necesidad de clarificar de una vez por todas un problema   capital.   Ahora,   en   efecto,   el   principio   de   una politización de las masas es generalmente sostenido en los países subdesarrollados. Pero no parece asimilarse auténticamente esa tarea primordial. Cuando se afirma la necesidad de politizar al pueblo  se  decide  expresar  al  mismo  tiempo  que  se  quiere  el sostén  del  pueblo  en  la  acción  que  va  a  emprenderse.  Un gobierno que declara su deseo de politizar al pueblo expresa su deseo de gobernar con el pueblo y para el pueblo. No debe ser un lenguaje destinado a camuflar una dirección burguesa. Los gobiernos burgueses de los países capitalistas han superado desde hace tiempo esa fase infantil del poder. Fríamente, gobiernan con ayuda de sus leyes, de su poder económico y de su policía. No están obligados, ahora que su poder está sólidamente establecido, a perder su tiempo en actitudes demagógicas. Gobiernan en su propio interés y tienen el valor que les da su poder. Han creado una legitimidad y confían en su derecho.

La casta burguesa de los países recién independizados no tiene todavía ni el cinismo, ni la serenidad fundados en el poder de las viejas burguesías. De ahí cierta preocupación por disimular sus convicciones profundas, por engañar, en una palabra, por mostrarse popular. La politización de las masas no es la movilización tres o cuatro veces al año de decenas o centenares de miles de hombres y mujeres. Esos mítines, esas asambleas espectaculares, se emparientan con la vieja táctica anterior a la independencia, cuando se exhibían las propias fuerzas para probarse a sí mismos y a los demás que se tenía el apoyo popular. La  politización  de  las  masas  se  propone  no  infantilizar  a  las masas, sino hacerlas adultas.

Esto nos conduce a determinar el papel del partido político en un país subdesarrollado. Hemos visto en las páginas anteriores cómo con mucha frecuencia espíritus simplistas, pertenecientes por lo demás a la naciente burguesía, no dejan de repetir que en un país subdesarrollado la dirección de los asuntos por un poder fuerte, una dictadura, es una necesidad. En esta perspectiva, se encarga al partido de una misión de vigilancia de las masas. El partido se añade a la administración y a la policía y controla a las masas no para asegurarse su participación real en los asuntos de la nación, sino para recordarles constantemente que el poder espera de ellas obediencia y disciplina. Esta dictadura que se cree sostenida por la historia, que se estima indispensable después de la independencia simboliza en realidad la decisión de la casta burguesa de dirigir al país subdesarrollado primero con el apoyo del   pueblo,   pero   pronto   en   su   contra.   La   transformación progresiva del partido en un servicio de información es el índice de que el poder cada vez se encuentra más a la defensiva. La masa informe del pueblo es concebida como la forma ciega que hay que controlar constantemente, sea por la mistificación o por el miedo que le inspiran las fuerzas de la policía. El partido sirve de barómetro, de servicio de información. Se transforma al militante en delator. Se le confían misiones punitivas en las aldeas. Los embriones de partidos de oposición son liquidados a palos y pedradas.   Los   candidatos   de   la   oposición   ven   sus   casas incendiadas. La policía multiplica las provocaciones. En esas condiciones,  por  supuesto,  el  partido  es  único  y  el  99,99  por ciento  de  los  votos  corresponden  al  candidato  gubernamental. Hay que decir que en África cierto número de gobiernos se comportan de acuerdo con este modelo. Todos los partidos de oposición,  por  lo  demás  generalmente  progresistas,  que favorecían una mayor influencia de las masas en la gestión de los asuntos públicos, que deseaban poner coto a la burguesía despreciativa y mercantil han sido condenados, por la fuerza de los golpes y de la prisión, al silencio y a la clandestinidad.

El  partido  político  en  muchas  regiones  africanas  ahora independientes conoce una inflación terriblemente grave. Frente a un miembro del partido, el pueblo se calla, se convierte en carnero y manifiesta elogios al gobierno y al líder. Pero en la calle, por la noche, en la soledad de la aldea, en el café o junto al río,   hay   que   oír   esa   amarga   decepción   del   pueblo,   esa desesperanza, pero también esa cólera contenida. El partido, en vez de favorecer la expresión de las quejas populares, en vez de fijarse como misión fundamental la libre circulación de las ideas del pueblo hacia la dirección, forma una pantalla y la impide. Los dirigentes del partido se comportan como vulgares sargentos y recuerdan  constantemente  al  pueblo  que  "hay  que  guardar silencio en las filas". Ese partido que afirmaba ser el servidor del pueblo, que pretendía favorecer el desarrollo del pueblo, desde que el poder colonial le entregó el país se apresura a conducir de nuevo al pueblo a su caverna. En el plano de la unidad nacional, el partido va a multiplicar igualmente sus errores. Es así como el partido llamado nacional se comporta como partido racial. Es una verdadera tribu constituida en partido. Este partido que se proclama   voluntariamente   nacional,   que   afirma   hablar   en nombre de todo el pueblo, secretamente y a veces abiertamente organiza una auténtica dictadura racial. Presenciamos no ya una dictadura burguesa sino una dictadura tribal. Los ministros, los jefes de gabinete, los embajadores, los prefectos son escogidos en la tribu  del  dirigente, algunas  veces  hasta directamente  en  su familia. Esos regímenes de tipo familiar parecen restablecer las viejas leyes de la endogamia y se siente no cólera, sino vergüenza frente a tanta tontería, tanta impostura, tanta miseria intelectual y espiritual. Esos jefes de gobierno son los verdaderos traidores al África porque la venden al más terrible de sus enemigos: la ignorancia.  Esa  tribalización  del  poder  provoca  sin  duda  el espíritu regionalista, el separatismo. Las tendencias descentralizadoras surgen y triunfan, la nación se desintegra, se desmembra. El líder que gritaba: "Unidad africana" y que pensaba en su pequeña familia se despierta un buen día con cinco tribus que también quieren tener sus embajadores y sus ministros; y siempre irresponsable, siempre inconsciente, siempre miserable, denuncia "la traición".

Hemos  señalado  repetidas  veces  el  papel,  con  frecuencia nefasto, del líder. Es que el partido, en algunas regiones, está organizado  como  una banda en  la que  el  individuo  más duro asumiera la dirección. Se habla del ascendiente de ese líder, de su fuerza y no se vacila en decir, en un tono cómplice y ligeramente admirativo, que hace temblar a sus más próximos colaboradores. Para evitar esos múltiples escollos, hay que luchar tenazmente a fin de que el partido no se convierta jamás en un instrumento dócil en manos de un líder. Líder, del verbo inglés que significa conducir. El conductor del pueblo ya no existe. Los pueblos no son rebaños y no tienen necesidad de ser conducidos. Si el líder me  conduce  quiero  que  sepa  que,  al  mismo  tiempo,  yo  lo conduzco. La nación no debe ser una cuestión dirigida por un manitú. Así se entiende el pánico que se posesiona de las esferas dirigentes cada vez que uno de sus líderes se enferma. Les obsesiona el problema de la sucesión. ¿Qué sucederá al país si desaparece  el  líder?  Las  esferas  dirigentes  que  han  abdicado frente al líder, irresponsables, inconscientes, preocupados esencialmente por la buena vida que llevan, los cócteles organizados, los viajes pagados y la productividad de las combinaciones descubren de pronto el vacío espiritual en el corazón de la nación.

Un país que quiere responder realmente a las cuestiones que le plantea la historia, que quiere desarrollar sus ciudades y el cerebro de sus habitantes debe poseer un verdadero partido. El partido no es un instrumento en manos del gobierno. Por el contrario, el partido es un instrumento en manos del pueblo. Es éste el que determina la política que el gobierno aplica. El partido no es, no debe ser jamás la simple oficina política donde se encuentran a sus anchas todos los miembros del gobierno y los grandes dignatarios del régimen. El buró político, con demasiada frecuencia  por  desgracia,   constituye   todo  el  partido  y   sus miembros residen permanentemente en la capital. En un país subdesarrollado, los miembros dirigentes del partido tienen que huir de la capital como de la peste. Deben residir, con excepción de unos cuantos, en las regiones rurales. Hay que evitar centralizarlo todo en la gran ciudad. Ninguna excusa de tipo administrativo puede legitimar esa efervescencia de una capital ya sobrepoblada y superdesarrollada en relación con las nueve décimas partes del territorio. El partido debe ser descentralizado al extremo. Es el único medio de activar las regiones muertas, las regiones que todavía no despiertan a la vida.

Prácticamente habrá cuando menos un miembro del buró político en cada región y se evitará nombrarlo jefe regional. No tendrá en sus manos el poder administrativo. El miembro del buró político regional no debe ocupar el más alto rango en el aparato administrativo regional. No debe formar parte forzosamente del poder. Para el pueblo, el partido no es la autoridad, sino el organismo a través del cual ejerce su autoridad y su voluntad como pueblo. Cuanto menor sea la confusión y la dualidad de poderes, más desempeñará el partido su papel de guía y más constituirá para el pueblo la garantía decisiva. Si el partido se confunde con el poder, ser militante del partido equivale a tomar el camino más corto para lograr fines egoístas, para tener un puesto en la administración, para subir de grado, cambiar de escalón, hacer carrera.

En  un  país  subdesarrollado,  la  creación  de  direcciones regionales dinámicas detiene el proceso de macrocefalia de las ciudades, la afluencia incoherente de las masas rurales hacia las ciudades.  La  creación,  desde  los  primeros  días  de  la independencia,  de  direcciones  regionales  en  una  región  con plena  competencia,  para  despertarla,  hacerla  vivir,  acelerar  la toma de conciencia de los ciudadanos, es una necesidad a la que no podría escapar un país deseoso de avanzar. De lo contrario, en torno al líder se amontonan los responsables del partido y los dignatarios  del  régimen.  Las  administraciones  se  inflan,  no porque  se  desarrollen  y  se  diferencien,  sino  porque  nuevos primos y nuevos militantes esperan un lugar para infiltrarse en el engranaje. Y el sueño de todo ciudadano es ir a la capital, cortar un trozo del queso. Las localidades son abandonadas, las masas rurales sin encuadrar, sin educación y sin sostén se alejan de una tierra  mal  trabajada  y  se  dirigen  hacia  las  periferias  de  las ciudades, inflando desmesuradamente el lumpen-proletariat.

La   hora   de   una   nueva   crisis   nacional   no   está   lejos. Pensemos, por el contrario, que el interior del país debería ser privilegiado.  En  última  instancia,  no  habría  ningún inconveniente  en  que  el  gobierno  tuviera  su  sede  fuera de  la capital. Hay que desconsagrar a la capital y mostrar a las masas desheredadas que es para ellas para lo que se quiere trabajar. Es, en  cierto  sentido,  lo  que  el  gobierno  brasileño  ha  tratado  de hacer con Brasilia. La altivez de Río de Janeiro era un insulto para  el  pueblo  brasileño.  Pero  desgraciadamente  Brasilia  es todavía una nueva capital tan monstruosa como la primera. El único interés de esa realización es que ahora existe una carretera a través de la selva. No, ningún motivo serio puede oponerse a la elección de otra capital, al desplazamiento del gobierno completo hacia una de las regiones más desfavorecidas. La capital de los países subdesarrollados es una noción comercial heredada del periodo colonial. Pero en los países subdesarrollados tenemos que multiplicar  los  contactos  con  las  masas  rurales.  Tenemos  que hacer una política nacional, es decir, antes que nada una política para  las  masas.  No  hay  que  perder  nunca  el  contacto  con  el pueblo que ha luchado por su independencia y por el mejoramiento concreto de su existencia.

Los   funcionarios   y   los   técnicos   indígenas   no   deben sumergirse en los diagramas y estadísticas, sino en el corazón del pueblo. No deben erizarse cada vez que se trata de un traslado "al interior". Ya no deben darse casos de las jóvenes esposas de los países subdesarrollados que amenazan a sus maridos con el divorcio, si no consiguen evitar un nombramiento para un puesto rural. Por eso el buró político del partido debe privilegiar a las regiones desheredadas, y la vida de la capital, vida ficticia, superficial, superpuesta a la realidad nacional como un cuerpo extraño,  debe ocupar el  menor  lugar posible  en  la vida de  la nación, que es fundamental y sagrada.

En un país subdesarrollado, el partido debe organizarse de tal manera que no se contente con mantener contactos con las masas. El partido debe ser la expresión directa de las masas. El partido no es una administración encargada de trasmitir las órdenes del gobierno. Es el portavoz enérgico y el defensor incorruptible de las masas. Para llegar a esta concepción del partido, es necesario antes que nada desembarazarse de la idea muy occidental, muy burguesa y, por tanto, muy despreciativa de que las masas son incapaces de dirigirse. La experiencia prueba, en realidad, que las masas comprenden perfectamente los problemas más complicados. Uno de los mayores servicios que la revolución argelina habrá prestado a los intelectuales argelinos es haberlos puesto en contacto con el pueblo, haberles permitido contemplar la extrema, inefable miseria del pueblo y asistir, al mismo tiempo, al despertar de su inteligencia, a los progresos de su conciencia. El pueblo  argelino,  esa masa de hambrientos  y analfabetos, esos hombres y mujeres sumergidos durante siglos en la oscuridad más terrible se han sostenido contra los tanques y los aviones, contra las bombas incendiarias y los servicios psicológicos, pero sobre todo contra la corrupción y el lavado de cerebro,  contra  los  traidores  y  los  ejércitos  "nacionales"  del general  Bellounis.  Ese  pueblo  se  ha  sostenido  a  pesar  de  los débiles, de los vacilantes, de los aprendices de dictadores. Este pueblo se ha tenido porque durante siete años su lucha le ha abierto campos cuya existencia ni siquiera sospechaba. Ahora trabajan armerías en pleno djebel varios metros bajo tierra, los tribunales del pueblo funcionan en todos los niveles, comisiones locales de planificación organizan el desmembramiento de las grandes propiedades, elaboran la Argelia de mañana. Un hombre aislado   puede   mostrarse   rebelde   a   la   comprensión   de   un problema, pero el grupo, la aldea, comprende con una rapidez desconcertante.  Es  verdad  que  si  se  toma  la  precaución  de emplear un lenguaje sólo comprensible para los licenciados en derecho o en ciencias económicas, se probará fácilmente que las masas deben ser dirigidas. Pero si se habla el lenguaje concreto, si no se está obsesionado por la voluntad perversa de confundir las cartas, de desembarazarse del pueblo, se advierte entonces que las masas captan todos los matices, todas las astucias. Recurrir a un lenguaje técnico significa que se quiere considerar a las masas como profanas. Ese lenguaje disimula mal el deseo de los conferenciantes  de  engañar  al  pueblo,  de  dejarlo  fuera.  La empresa de oscurecimiento del lenguaje es una máscara tras la cual se perfila una más amplia empresa de despojo. Se pretende al mismo tiempo arrebatarle al pueblo sus bienes y su soberanía. Todo puede explicarse al pueblo a condición de que se quiera que comprenda realmente. Y si se piensa que no se necesita de él, que por el contrario amenaza con romper la buena marcha de las múltiples sociedades privadas y de responsabilidad limitada cuyo fin es hacer al pueblo todavía más miserable, el problema está zanjado

No hay comentarios:

Publicar un comentario