F R A N T Z  F A N O N. 
I I I . D E S V E N T U R A
S D E L A CO N C I E N C I A
N A C I O N A L
Viene de la página anterior.
Pero las amenazas que estallan
van a provocar el fortalecimiento de la autoridad y la aparición de la
dictadura. El dirigente, que tiene tras de sí una vida de militante y de
patriota dedicado, al avalar la actividad de esa casta y cerrar los ojos ante
su insolencia, ante la mediocridad y la inmoralidad arraigadas de esos burgueses,
actúa de pantalla entre el pueblo y la burguesía rapaz. Contribuye a frenar la
toma de conciencia del pueblo. Ayuda a la casta, oculta al pueblo sus maniobras
y se convierte así en el artesano más celoso de la obra de mistificación y
embotamiento  de  las 
masas.  Cada  vez 
que  habla  al 
pueblo recuerda  su  vida, 
que  ha  sido 
con  frecuencia  heroica, 
los combates que ha librado en nombre del pueblo, las victorias que ha
obtenido en su nombre, haciendo saber así a las masas que deben seguir teniéndole
confianza. Abundan los ejemplos de patriotas africanos que indujeron en la
lucha política precavida de sus mayores un estilo decisivo de carácter
nacionalista. Esos hombres  vinieron de
la selva.  Decían, con gran escándalo del
dominador y gran vergüenza de los nacionales de la capital, que venían de esa
selva y que hablaban en nombre de los negros. Esos hombres, que cantaron a la
raza, que asumieron todo el pasado, la degeneración y la antropofagia, se
encuentran ahora a la cabeza de  un  equipo  que 
da  la  espalda 
a  la selva  y 
proclama  que  la vocación de su pueblo es seguir, seguir
todavía y eternamente a otros.
El dirigente apacigua al pueblo.
Años después de la independencia, incapaz de invitar al pueblo a una obra
concreta, incapaz  de  abrir 
realmente  el  futuro 
al  pueblo,  de 
lanzar  al pueblo  por 
el  camino  de 
la  construcción  de 
la  nación,  de  su
propia  construcción  en 
consecuencia,  vemos  cómo 
el  líder resucita  la 
historia  de  la 
independencia,  recuerda  la  unión sagrada de la lucha de liberación. El
dirigente, como se niega a quebrantar 
a  la  burguesía 
nacional,  solicita  del 
pueblo  que refluya hacia el
pasado y se embriague con la epopeya que ha conducido  a la independencia.  El 
dirigente  —objetivamente—
detiene  al  pueblo 
y  se  dedica 
a  expulsarlo  de 
la  historia  o  a
impedir que penetre en ella. Durante la lucha de liberación, el líder
despertaba al pueblo y le prometía una marcha heroica y radical. Ahora,
multiplica los esfuerzos por adormecerlo y tres o cuatro veces al año le pide
que se acuerde de la época colonial y aprecie el inmenso camino recorrido.
Pero, hay que decirlo, las masas
muestran una incapacidad total para apreciar el camino recorrido. El campesino
que sigue arañando la tierra, el desempleado que no deja de serlo no logran
convencerse, a pesar de las fiestas, a pesar de las banderas nuevas, de que
algo ha cambiado realmente en sus vidas. La burguesía en el  poder 
puede  multiplicar  las 
manifestaciones,  las  masas 
no logran ilusionarse. Las masas tienen hambre y los comisarios de
policía, ahora africanos, no les merecen mucha confianza. Las masas empiezan a
enfadarse, a desviarse, a desinteresarse por esa nación que no les reserva
ningún lugar.
Cada cierto tiempo, sin embargo,
el líder se moviliza, habla por radio, 
hace una gira para apaciguar, 
calmar,  mistificar.  El líder es tanto más necesario cuanto que no
tiene partido. Existía durante el período de lucha por la independencia un
partido que el dirigente actual dirigió. Pero el partido se ha desintegrado
lamentablemente desde entonces. No subsiste el partido sino formalmente,
nominalmente, por su emblema y su divisa. El partido orgánico, que debía
facilitar la libre circulación de un pensamiento elaborado con las necesidades
reales de las masas, se ha 
transformado  en  un 
sindicato  de  intereses 
individuales. Después de la independencia, el partido no ayuda ya al
pueblo a formular sus reivindicaciones, a cobrar mayor conciencia de sus
necesidades y a asentar mejor su poder. El partido, actualmente, tiene como
misión hacer llegar al pueblo las instrucciones que emanan de la cima. Ya no
existe ese ir y venir fecundo de la base a 
la  cima  de 
la  cima  a 
la  base,  que 
funda  y  garantiza 
la democracia en un partido. Por el contrario, el partido se ha
constituido  en  pantalla 
entre  las  masas 
y  la  dirección. 
Ya  no existe  la vida de 
partido.  Las  células 
creadas  durante  la etapa colonial se encuentran ahora en un
estado de desmovilización total.
El   militante  
tasca   el   freno.  
Es   entonces   cuando  
se comprende la justeza de las posiciones asumidas por ciertos
militantes durante la lucha de liberación. En realidad, en el momento del
combate, varios militantes habían pedido a los organismos dirigentes la
elaboración de una doctrina, la precisión de los objetivos; la formulación de
un programa. Pero, con el pretexto de salvaguardar la unidad nacional, los
dirigentes se negaron categóricamente a abordar esa tarea. La doctrina, se
repetía, es la unión nacional contra el colonialismo. Y se seguía adelante,
llevando como arma un impetuoso lema convertido en doctrina, limitándose toda
la actividad ideológica a una serie de variantes  sobre 
el  derecho  de 
los  pueblos  a 
disponer  de  sí mismos, arrastrados por el viento de la Historia que
irreversiblemente hará desaparecer al colonialismo. Cuando los militantes
pedían que se analizara un poco más en qué consistía el viento de la Historia, los dirigentes
les oponían la esperanza, la descolonización necesaria e inevitable, etcétera.
Después de la independencia, el
partido se sumerge en un letargo espectacular. Ya no se moviliza a los
militantes sino para las   
manifestaciones    llamadas    populares,    las   
conferencias internacionales,  las  fiestas 
de  la  independencia.  Los 
cuadros locales  del  partido 
son  designados  para 
los  puestos administrativos, el
partido se convierte en administración, los militantes entran en el orden y
reciben el título vacío de ciudadano.
Ahora que han cumplido su misión
histórica, que era llevar a la burguesía al poder, son invitados con firmeza a
retirarse para que la burguesía pueda cumplir tranquilamente su propia misión.
Pero, ya lo hemos visto, la burguesía nacional de los países subdesarrollados es
incapaz de cumplir ninguna misión. Al cabo de algunos años, la desintegración
del partido se hace manifiesta y cualquier observador, aún superficial, puede
darse cuenta que el antiguo partido, ahora esquelético, no sirve sino para
inmovilizar al pueblo. El partido, que durante el combate había atraído hacia
sí a toda la nación, se descompone. Los intelectuales que en vísperas de la
independencia se habían afiliado al partido confirman con su comportamiento
actual que esa afiliación no tuvo otro fin que participar en el reparto del
pastel de la independencia. El partido se convierte en medio del éxito
individual.
No   obstante,  
existe   dentro   del  
nuevo   régimen   una desigualdad en el enriquecimiento y el
acaparamiento. Algunos comen a dos carrillos y se muestran brillantes
especialistas en oportunismo.  Los  privilegios 
se  multiplican,  triunfa 
la corrupción, las costumbres se corrompen. Los cuervos son ahora
demasiado numerosos y demasiado voraces, dado lo precario del botín nacional.
El partido, verdadero instrumento del poder en manos de la burguesía, fortalece
el aparato del Estado y precisa el encuadramiento del pueblo, su
inmovilización. El partido auxilia al  
poder   para   contener  
al   pueblo.   Es,  
cada   vez   más,  
un instrumento   de   coerción  
y   netamente   antidemocrático.   El partido es objetivamente, y a veces
subjetivamente, el cómplice de la burguesía mercantil. Lo mismo que la
burguesía nacional escamotea su etapa de construcción para entregarse al
disfrute, en el plano institucional salva la etapa parlamentaria y escoge una
dictadura de tipo nacionalsocialista. Ahora sabemos que esa caricatura de
fascismo que ha triunfado durante medio siglo en América Latina es el resultado
dialéctico del Estado semicolonial de la etapa de independencia.
En  esos 
países  pobres,  subdesarrollados  donde, 
por  regla general, la mayor
riqueza se da al lado de la mayor miseria, el ejército y la policía son los
pilares del régimen. Un ejército y una policía que —otra regla que habrá que
recordar— están aconsejados por expertos extranjeros. La fuerza de esa policía,
el poder de ese ejército son proporcionales al marasmo en que se sumerge el
resto de la nación. La burguesía nacional se vende cada vez más abiertamente a
las grandes compañías extranjeras. A base de prebendas, el extranjero obtiene
concesiones, los escándalos  se  multiplican, 
los  ministros  se 
enriquecen,  sus mujeres se  convierten 
en  cocottes,  los 
diputados maniobran y hasta el agente de policía o el agente aduanal
participan en esa gran caravana de la corrupción.
La oposición se vuelve más
agresiva y el pueblo comprende a medias palabras  su 
propaganda.  La hostilidad  respecto 
de  la burguesía es manifiesta. La
joven burguesía, que parece afectada de senilidad precoz, no toma en cuenta los
consejos que se le prodigan y se muestra incapaz de comprender que le conviene
velar, aunque sea ligeramente, su explotación.
El cristolisísimo periódico La Semaine Africaine,
de Brazzaville, ha escrito dirigiéndose a los príncipes del régimen: “Hombres
situados en los más altos puestos, y ustedes sus esposas, ahora enriquecidos
con vuestro confort, con vuestra instrucción quizá, con vuestra hermosa
mansión, con vuestras relaciones, con las 
múltiples  misiones  que 
os  son  otorgadas 
y  que  os 
abren nuevos horizontes. Pero 
toda vuestra riqueza os  construye
un caparazón que os impide ver la miseria que os rodea. Tened cuidado.” Esta
llamada de atención de La
 Semaine Africaine dirigida a los colaboradores de M. Youlou
no tiene, como puede adivinarse, 
nada  de  revolucionario.  Lo  que  quiere 
decir  La Semaine Africaine
a los hambreadores del pueblo congolés es que Dios castigará su conducta:
"Si no existe un lugar en vuestro corazón para los que están situados por
debajo de vosotros, no habrá sitio para vosotros en la casa de Dios."
Es claro que la burguesía
nacional no se inquieta por tales acusaciones. 
Recostada  en  Europa, 
está  firmemente  resuelta 
a aprovechar la situación. Los beneficios enormes que obtiene de la
explotación del pueblo son exportados al extranjero. La nueva burguesía
nacional tiene frecuentemente más desconfianza hacia el régimen que ha
instaurado que las compañías extranjeras. Se niega  a 
invertir  en  el 
territorio  nacional  y 
se  comporta  en relación con el Estado que la protege y la
alimenta con una ingratitud notable que vale la pena señalar. En los mercados
europeos adquiere valores bursátiles extranjeros y va a pasar el fin de semana
a París o a Hamburgo. Por su comportamiento, la burguesía nacional de ciertos
países subdesarrollados recuerda a los miembros de una banda que, después de
cada atraco, ocultan su parte a los demás participantes y preparan
prudentemente la retirada. Este comportamiento revela que, más o menos
conscientemente, la burguesía nacional juega como perdedora a largo  plazo. 
Adivina  que  esa 
situación  no  durará indefinidamente, pero quiere
aprovecharla al máximo. No obstante,  
semejante   explotación   y  
semejante   desconfianza
respecto  del  Estado 
desencadenan  inevitablemente  el descontento al nivel de las masas. En esas
condiciones el régimen se endurece. Entonces el ejército se convierte en el
sostén indispensable de una represión sistematizada. A falta de un
parlamento  es  el 
ejército el que se convierte en árbitro. Pero tarde o temprano
descubrirá su importancia y hará pesar sobre el gobierno el riesgo siempre en
puerta de un pronunciamiento.
Como  se  
ve,   la   burguesía  
nacional   de   algunos  
países subdesarrollados no ha aprendido nada en los libros. Si hubiera
observado   mejor   a  
los   países   de  
América   Latina,   habría identificado sin duda los peligros
que la acechan. Llegamos, pues, a la conclusión de que esta microburguesía que
hace tanto ruido está  condenada  a 
seguir  pataleando.  En 
los  países subdesarrollados, la
etapa burguesa es imposible. Habrá por supuesto 
una  dictadura  policíaca, 
una  casta  de 
usufructuarios, pero  la  creación 
de  una  sociedad 
burguesa  está  destinada 
al fracaso. El grupo de usufructuarios galoneados, que se arrebatan los
billetes frente al panorama de un país miserable, será más tarde o más temprano
una brizna de paja en manos del ejército hábilmente manejado por expertos  extranjeros. 
Así, la antigua metrópoli  
practica   el   gobierno  
indirecto,   a   través  
de   los burgueses a quienes
alimenta y de un ejército nacional formado por sus expertos y que tratan de
detener al pueblo, lo inmoviliza y lo aterroriza.
Estas observaciones que hemos
podido hacer sobre la burguesía  nacional  nos  conducen  a 
una  conclusión  que  no
debería   sorprendernos.   En  
los   países   subdesarrollados,   la burguesía no debe encontrar condiciones
para su existencia y desarrollo. En otras palabras, el esfuerzo conjugado de
las masas encuadradas en un partido y de los intelectuales altamente
conscientes y armados de principios revolucionarios debe cerrar el camino a esa
burguesía nociva.
La   cuestión  
teórica   que   se  
plantea   desde   hace  
unos cincuenta años cuando se aborda la historia de los países
subdesarrollados, esto es, saber si puede saltarse o no la etapa burguesa, debe
resolverse en el plano de la acción revolucionaria y no mediante un
razonamiento. La fase burguesa en los países subdesarrollados no se
justificaría, sino en la medida en que la burguesía nacional fuera lo
suficientemente poderosa económica y técnicamente como para edificar una
sociedad burguesa, crear las condiciones de desarrollo de un proletariado
importante, industrializar la agricultura, posibilitar, en fin, una auténtica
cultura nacional.
Una burguesía tal como se ha
desarrollado en Europa ha podido, 
fortaleciendo  su  propio 
poder,  elaborar  una 
ideología. Esta burguesía dinámica, instruida, laica ha realizado
plenamente su empresa de acumulación del capital y ha dado a la nación un
mínimo de prosperidad. En los países subdesarrollados, hemos visto  que 
no  hay  verdadera 
burguesía  sino  una 
especie  de pequeña casta con
dientes afilados, ávida y voraz, dominada por el espíritu usurario y que se contenta
con los dividendos que le asegura la antigua potencia colonial. Esta burguesía
caricaturesca es incapaz de grandes ideas, de inventiva. Se acuerda de lo que
ha leído en los manuales occidentales e imperceptiblemente se transforma no ya
en réplica de Europa sino en su caricatura.
La lucha contra la burguesía de
los países subdesarrollados está lejos de ser una posición teórica. No se trata
de descifrar la condenación pronunciada contra ella por el juicio de la
historia. No  hay  que 
combatir  a  la 
burguesía  nacional  en 
los  países
 subdesarrollados porque amenaza frenar el
desarrollo global y armónico de la nación. Hay que oponerse resueltamente a
ella porque literalmente no sirve para nada. Esa burguesía, mediocre en sus
ganancias, en sus realizaciones, en su pensamiento, trata de  disfrazar 
esa  mediocridad  mediante 
construcciones prestigiosas en el plano individual, por los cromados de
los automóviles norteamericanos, vacaciones en la Riviera, fines de semana
en los centros nocturnos alumbrados con luz neón.
Esta burguesía que se desvía cada
vez más del pueblo en general no llega siquiera a arrancar concesiones
espectaculares a Occidente: 
inversiones  interesantes  para 
la economía  del  país, creación de algunas industrias. Por el
contrario, las fábricas de montaje se multiplican, consagrando así el patrón
neocolonialista en que se debate la economía nacional. No hay que decir, pues,
que la burguesía nacional retrasa la evolución del país, que le hace perder el
tiempo o que amenaza conducir a la nación por callejones sin salida. En
realidad, la fase burguesa en la historia de los países subdesarrollados es una
etapa inútil. Cuando esa casta sea aniquilada, devorada por sus propias
contradicciones, se advertirá que no ha sucedido nada desde la independencia,
que hay que recomenzar todo, que hay que partir de cero. La reconversión no se
realizará en el nivel de las estructuras creadas por  la 
burguesía  durante  su 
reinado,  porque  esa 
casta  no  ha hecho otra cosa sino recoger intacta la
herencia de la economía, el pensamiento y las instituciones coloniales.
Resulta tanto más fácil
neutralizar a esta clase burguesa cuanto que es numérica, intelectual y
económicamente débil. En los territorios colonizados, la casta burguesa después
de la independencia obtiene principalmente su fuerza de los acuerdos
contraídos   con   la  
antigua   potencia   colonial.  
La   burguesía nacional  tendrá mayores  oportunidades 
de  sustituir  al 
opresor colonialista si se le ha dado la oportunidad de entablar
negociaciones con la ex potencia colonial. Pero profundas contradicciones
agitan las filas de esa burguesía, lo que da al observador  atento, 
una  impresión  de 
inestabilidad.  No  hay todavía homogeneidad de casta. Muchos
intelectuales, por ejemplo, condenan ese régimen basado en el dominio de unos
cuantos.  
En  los 
países  subdesarrollados,  existen 
intelectuales, funcionarios, élites sinceras que sienten la necesidad de
una planificación de la economía, de la proscripción de los usufructuarios, de
una prohibición rigurosa de la mistificación. Además, esos nombres luchan en
cierta medida por la participación masiva del pueblo en la gestión de los
asuntos públicos.
En     los    
países     subdesarrollados     que    
obtienen     laindependencia,
existe casi siempre un pequeño número de intelectuales honestos, sin ideas
políticas muy precisas que, instintivamente, desconfían de esa carrera por los
puestos y las prebendas, sintomática de la etapa inmediatamente posterior a la
independencia en los países colonizados. La situación particular de esos
hombres (sostén de familia numerosa) o su historia (experiencias difíciles,
formación moral rigurosa) explica ese desprecio tan manifiesto por los
maniobreros y usufructuarios. Hay que saber utilizar a esos hombres en el
combate decisivo que se  quiere  emprender 
para  una  orientación 
sana  de  la 
nación. Cerrar  el  camino 
a  la  burguesía 
nacional  es,  por 
supuesto, descartar  las  peripecias 
dramáticas  posteriores  a  la
independencia, las desventuras de la unidad nacional, la degradación   de  
las   costumbres,   el  
asedio   del   país  
por   la corrupción, la regresión
económica y, a corto plazo, un régimen antidemocrático fundado en la fuerza y
la intimidación. Pero también es escoger el único medio de avanzar.
Lo que retrasa la decisión y
vuelve tímidos a los elementos profundamente democráticos y progresistas de la
joven nación es la aparente solidez de la burguesía. En los países
subdesarrollados recién independientes, en el seno de las ciudades construidas
por el colonialismo bulle la totalidad de los cuadros. La ausencia de análisis
de la población global induce a los observadores a creer en la existencia de
una burguesía poderosa y perfectamente organizada. En realidad, ahora lo sabemos,
no existe burguesía en los países subdesarrollados. Lo que crea a la burguesía
no es el espíritu, el gusto o las maneras. No son siquiera las esperanzas. La
burguesía es antes que nada el producto directo de realidades económicas
precisas.
Pero, en las colonias, la
realidad económica es una realidad burguesa 
extranjera.   A   través  
de   sus   representantes,   es  
la burguesía metropolitana la que está representada en las ciudades
coloniales. La burguesía en las colonias, es antes de la independencia, una
burguesía occidental, verdadera sucursal de la 
burguesía  metropolitana  y  que  obtiene 
su  legitimidad,  su fuerza, su estabilidad de esa burguesía
metropolitana. Durante la fase de agitación que precede a la independencia,
elementos intelectuales  y  comerciantes 
autóctonos  en  el 
seno  de  esa burguesía importada, tratan de
identificarse con ella. Existe entre los intelectuales y los comerciantes
autóctonos una voluntad permanente de identificación con los representantes
burgueses de la metrópoli.
Esta   burguesía  
que   ha   adoptado  
sin   reservas   y  
con entusiasmo los mecanismos de pensamiento característicos de la
metrópoli, que ha enajenado maravillosamente su propio pensamiento  y 
fundado  su  conciencia 
en  bases  típicamente ajenas, va a advertir con la
garganta seca que le falta eso que hace a una burguesía, es decir, el dinero.
La burguesía de los países subdesarrollados es una burguesía en espíritu. No
son ni su poder económico ni el dinamismo de sus cuadros, ni la envergadura de
sus concepciones los que le aseguran su calidad de burguesía. Es al principio y
durante mucho tiempo una burguesía de funcionarios.  Son 
los  puestos  que 
ocupa  en  la 
nueva administración nacional los que le darán serenidad y solidez. Si el
poder le deja tiempo y posibilidades, esa burguesía llegará a acumular unos
pocos ahorros que fortalecerán su dominio. Pero se  mostrará 
siempre  incapaz  de 
dar  origen  a 
una  auténtica sociedad burguesa
con todas las consecuencias económicas e industriales que esto supone.
La burguesía nacional se orienta
desde un principio hacia actividades de tipo intermediario. La base de su poder
reside en su sentido del comercio y del pequeño negocio, en su aptitud para
arramblar con todas las comisiones. No es su dinero lo que funciona, sino su
sentido de los negocios. No invierte, no puede realizar esa acumulación del
capital necesaria para la eclosión y el desarrollo de una burguesía auténtica.
A este ritmo, harían falta siglos para crear un embrión de industrialización.
En todo caso,   tropezará   con  
la  oposición   implacable  
de   la   antigua metrópoli que, en el marco de los
convenios neocolonialistas, habrá tomado todas sus precauciones.
Si  el 
poder  quiere  sacar 
al  país  del 
estancamiento  y conducirlo a
grandes pasos hacia el desarrollo y el progreso tiene, en primer lugar, que
nacionalizar el sector terciario. La burguesía que quiere hacer triunfar el
espíritu de lucro y de disfrute, sus actitudes despreciativas hacia la masa y
el aspecto escandaloso de las utilidades —del robo, habría que decir—, invierte
en efecto masivamente en este sector. Pero es claro que esa nacionalización no
debe adquirir el aspecto de una rígida estatización. No se trata de situar a la
cabeza de los servicios a ciudadanos no formados políticamente. Cada vez que
este procedimiento ha sido adoptado se 
ha  advertido  que 
el  poder  había 
contribuido  en  efecto 
al triunfo de una dictadura de funcionarios formados por la antigua
metrópoli que se mostraban rápidamente incapaces de pensar en la nación como un
todo. Esos funcionarios empiezan pronto a sabotear la economía nacional, a
dislocar los organismos y así, la corrupción, la prevaricación, la malversación
de las reservas, el mercado negro se establecen. Nacionalizar el sector
terciario es organizar democráticamente las cooperativas de venta y de compra.
Es descentralizar esas cooperativas, interesando a las masas en la gestión de
los asuntos públicos. Todo esto, como se ve, no puede realizarse sino
politizando al pueblo. Antes se advertía la necesidad de clarificar de una vez
por todas un problema   capital.   Ahora,  
en   efecto,   el  
principio   de   una politización de las masas es
generalmente sostenido en los países subdesarrollados. Pero no parece asimilarse
auténticamente esa tarea primordial. Cuando se afirma la necesidad de politizar
al pueblo  se  decide 
expresar  al  mismo 
tiempo  que  se 
quiere  el sostén  del 
pueblo  en  la 
acción  que  va 
a  emprenderse.  Un gobierno que declara su deseo de politizar
al pueblo expresa su deseo de gobernar con el pueblo y para el pueblo. No debe
ser un lenguaje destinado a camuflar una dirección burguesa. Los gobiernos
burgueses de los países capitalistas han superado desde hace tiempo esa fase
infantil del poder. Fríamente, gobiernan con ayuda de sus leyes, de su poder
económico y de su policía. No están obligados, ahora que su poder está
sólidamente establecido, a perder su tiempo en actitudes demagógicas. Gobiernan
en su propio interés y tienen el valor que les da su poder. Han creado una
legitimidad y confían en su derecho.
La casta burguesa de los países
recién independizados no tiene todavía ni el cinismo, ni la serenidad fundados
en el poder de las viejas burguesías. De ahí cierta preocupación por disimular
sus convicciones profundas, por engañar, en una palabra, por mostrarse popular.
La politización de las masas no es la movilización tres o cuatro veces al año
de decenas o centenares de miles de hombres y mujeres. Esos mítines, esas
asambleas espectaculares, se emparientan con la vieja táctica anterior a la
independencia, cuando se exhibían las propias fuerzas para probarse a sí mismos
y a los demás que se tenía el apoyo popular. La 
politización  de  las 
masas  se  propone 
no  infantilizar  a  las
masas, sino hacerlas adultas.
Esto nos conduce a determinar el
papel del partido político en un país subdesarrollado. Hemos visto en las
páginas anteriores cómo con mucha frecuencia espíritus simplistas,
pertenecientes por lo demás a la naciente burguesía, no dejan de repetir que en
un país subdesarrollado la dirección de los asuntos por un poder fuerte, una
dictadura, es una necesidad. En esta perspectiva, se encarga al partido de una
misión de vigilancia de las masas. El partido se añade a la administración y a
la policía y controla a las masas no para asegurarse su participación real en
los asuntos de la nación, sino para recordarles constantemente que el poder
espera de ellas obediencia y disciplina. Esta dictadura que se cree sostenida
por la historia, que se estima indispensable después de la independencia
simboliza en realidad la decisión de la casta burguesa de dirigir al país subdesarrollado
primero con el apoyo del   pueblo,   pero  
pronto   en   su  
contra.   La   transformación progresiva del partido en un
servicio de información es el índice de que el poder cada vez se encuentra más
a la defensiva. La masa informe del pueblo es concebida como la forma ciega que
hay que controlar constantemente, sea por la mistificación o por el miedo que
le inspiran las fuerzas de la policía. El partido sirve de barómetro, de
servicio de información. Se transforma al militante en delator. Se le confían
misiones punitivas en las aldeas. Los embriones de partidos de oposición son
liquidados a palos y pedradas.   Los   candidatos  
de   la   oposición  
ven   sus   casas incendiadas. La policía multiplica las
provocaciones. En esas condiciones, 
por  supuesto,  el 
partido  es  único 
y  el  99,99 
por ciento  de  los 
votos  corresponden  al 
candidato  gubernamental. Hay que
decir que en África cierto número de gobiernos se comportan de acuerdo con este
modelo. Todos los partidos de oposición, 
por  lo  demás 
generalmente  progresistas,  que favorecían una mayor influencia de las
masas en la gestión de los asuntos públicos, que deseaban poner coto a la
burguesía despreciativa y mercantil han sido condenados, por la fuerza de los
golpes y de la prisión, al silencio y a la clandestinidad.
El  partido 
político  en  muchas 
regiones  africanas  ahora independientes conoce una inflación
terriblemente grave. Frente a un miembro del partido, el pueblo se calla, se
convierte en carnero y manifiesta elogios al gobierno y al líder. Pero en la
calle, por la noche, en la soledad de la aldea, en el café o junto al río,   hay  
que   oír  
esa   amarga   decepción  
del   pueblo,   esa desesperanza, pero también esa cólera
contenida. El partido, en vez de favorecer la expresión de las quejas
populares, en vez de fijarse como misión fundamental la libre circulación de
las ideas del pueblo hacia la dirección, forma una pantalla y la impide. Los
dirigentes del partido se comportan como vulgares sargentos y recuerdan  constantemente  al 
pueblo  que  "hay 
que  guardar silencio en las
filas". Ese partido que afirmaba ser el servidor del pueblo, que pretendía
favorecer el desarrollo del pueblo, desde que el poder colonial le entregó el
país se apresura a conducir de nuevo al pueblo a su caverna. En el plano de la
unidad nacional, el partido va a multiplicar igualmente sus errores. Es así como
el partido llamado nacional se comporta como partido racial. Es una verdadera
tribu constituida en partido. Este partido que se proclama   voluntariamente   nacional,  
que   afirma   hablar  
en nombre de todo el pueblo, secretamente y a veces abiertamente
organiza una auténtica dictadura racial. Presenciamos no ya una dictadura
burguesa sino una dictadura tribal. Los ministros, los jefes de gabinete, los
embajadores, los prefectos son escogidos en la tribu  del 
dirigente, algunas  veces  hasta directamente  en  su
familia. Esos regímenes de tipo familiar parecen restablecer las viejas leyes
de la endogamia y se siente no cólera, sino vergüenza frente a tanta tontería,
tanta impostura, tanta miseria intelectual y espiritual. Esos jefes de gobierno
son los verdaderos traidores al África porque la venden al más terrible de sus
enemigos: la ignorancia.  Esa  tribalización 
del  poder  provoca 
sin  duda  el espíritu regionalista, el separatismo. Las
tendencias descentralizadoras surgen y triunfan, la nación se desintegra, se
desmembra. El líder que gritaba: "Unidad africana" y que pensaba en
su pequeña familia se despierta un buen día con cinco tribus que también
quieren tener sus embajadores y sus ministros; y siempre irresponsable, siempre
inconsciente, siempre miserable, denuncia "la traición".
Hemos  señalado 
repetidas  veces  el 
papel,  con  frecuencia nefasto, del líder. Es que el
partido, en algunas regiones, está organizado 
como  una banda en  la que 
el  individuo  más duro asumiera la dirección. Se habla del
ascendiente de ese líder, de su fuerza y no se vacila en decir, en un tono
cómplice y ligeramente admirativo, que hace temblar a sus más próximos
colaboradores. Para evitar esos múltiples escollos, hay que luchar tenazmente a
fin de que el partido no se convierta jamás en un instrumento dócil en manos de
un líder. Líder, del verbo inglés que significa conducir. El conductor del
pueblo ya no existe. Los pueblos no son rebaños y no tienen necesidad de ser
conducidos. Si el líder me  conduce  quiero 
que  sepa  que, 
al  mismo  tiempo, 
yo  lo conduzco. La nación no debe
ser una cuestión dirigida por un manitú. Así se entiende el pánico que se
posesiona de las esferas dirigentes cada vez que uno de sus líderes se enferma.
Les obsesiona el problema de la sucesión. ¿Qué sucederá al país si
desaparece  el  líder? 
Las  esferas  dirigentes 
que  han  abdicado frente al líder, irresponsables,
inconscientes, preocupados esencialmente por la buena vida que llevan, los
cócteles organizados, los viajes pagados y la productividad de las
combinaciones descubren de pronto el vacío espiritual en el corazón de la
nación.
Un país que quiere responder
realmente a las cuestiones que le plantea la historia, que quiere desarrollar
sus ciudades y el cerebro de sus habitantes debe poseer un verdadero partido.
El partido no es un instrumento en manos del gobierno. Por el contrario, el
partido es un instrumento en manos del pueblo. Es éste el que determina la
política que el gobierno aplica. El partido no es, no debe ser jamás la simple
oficina política donde se encuentran a sus anchas todos los miembros del
gobierno y los grandes dignatarios del régimen. El buró político, con demasiada
frecuencia  por  desgracia,  
constituye   todo  el 
partido  y   sus miembros residen permanentemente en la
capital. En un país subdesarrollado, los miembros dirigentes del partido tienen
que huir de la capital como de la peste. Deben residir, con excepción de unos
cuantos, en las regiones rurales. Hay que evitar centralizarlo todo en la gran
ciudad. Ninguna excusa de tipo administrativo puede legitimar esa efervescencia
de una capital ya sobrepoblada y superdesarrollada en relación con las nueve
décimas partes del territorio. El partido debe ser descentralizado al extremo.
Es el único medio de activar las regiones muertas, las regiones que todavía no
despiertan a la vida.
Prácticamente habrá cuando menos
un miembro del buró político en cada región y se evitará nombrarlo jefe
regional. No tendrá en sus manos el poder administrativo. El miembro del buró
político regional no debe ocupar el más alto rango en el aparato administrativo
regional. No debe formar parte forzosamente del poder. Para el pueblo, el
partido no es la autoridad, sino el organismo a través del cual ejerce su
autoridad y su voluntad como pueblo. Cuanto menor sea la confusión y la
dualidad de poderes, más desempeñará el partido su papel de guía y más
constituirá para el pueblo la garantía decisiva. Si el partido se confunde con
el poder, ser militante del partido equivale a tomar el camino más corto para
lograr fines egoístas, para tener un puesto en la administración, para subir de
grado, cambiar de escalón, hacer carrera.
En  un 
país  subdesarrollado,  la 
creación  de  direcciones regionales dinámicas detiene el
proceso de macrocefalia de las ciudades, la afluencia incoherente de las masas
rurales hacia las ciudades.  La  creación, 
desde  los  primeros 
días  de  la independencia,  de 
direcciones  regionales  en  una  región 
con plena  competencia,  para 
despertarla,  hacerla  vivir, 
acelerar  la toma de conciencia de
los ciudadanos, es una necesidad a la que no podría escapar un país deseoso de
avanzar. De lo contrario, en torno al líder se amontonan los responsables del
partido y los dignatarios  del  régimen. 
Las  administraciones  se 
inflan,  no porque  se 
desarrollen  y  se 
diferencien,  sino  porque 
nuevos primos y nuevos militantes esperan un lugar para infiltrarse en
el engranaje. Y el sueño de todo ciudadano es ir a la capital, cortar un trozo
del queso. Las localidades son abandonadas, las masas rurales sin encuadrar,
sin educación y sin sostén se alejan de una tierra  mal 
trabajada  y  se 
dirigen  hacia  las 
periferias  de  las ciudades, inflando desmesuradamente el
lumpen-proletariat.
La   hora  
de   una   nueva  
crisis   nacional   no   está  
lejos. Pensemos, por el contrario, que el interior del país debería ser
privilegiado.  En  última 
instancia,  no  habría 
ningún inconveniente  en  que  el  gobierno 
tuviera  su  sede 
fuera de  la capital. Hay que
desconsagrar a la capital y mostrar a las masas desheredadas que es para ellas
para lo que se quiere trabajar. Es, en 
cierto  sentido,  lo 
que  el  gobierno 
brasileño  ha  tratado 
de hacer con Brasilia. La altivez de Río de Janeiro era un insulto
para  el 
pueblo  brasileño.  Pero 
desgraciadamente  Brasilia  es todavía una nueva capital tan monstruosa
como la primera. El único interés de esa realización es que ahora existe una
carretera a través de la selva. No, ningún motivo serio puede oponerse a la
elección de otra capital, al desplazamiento del gobierno completo hacia una de
las regiones más desfavorecidas. La capital de los países subdesarrollados es
una noción comercial heredada del periodo colonial. Pero en los países
subdesarrollados tenemos que multiplicar 
los  contactos  con 
las  masas  rurales. 
Tenemos  que hacer una política
nacional, es decir, antes que nada una política para  las 
masas.  No  hay 
que  perder  nunca 
el  contacto  con  el
pueblo que ha luchado por su independencia y por el mejoramiento concreto de su
existencia.
Los   funcionarios   y  
los   técnicos   indígenas  
no   deben sumergirse en los
diagramas y estadísticas, sino en el corazón del pueblo. No deben erizarse cada
vez que se trata de un traslado "al interior". Ya no deben darse
casos de las jóvenes esposas de los países subdesarrollados que amenazan a sus
maridos con el divorcio, si no consiguen evitar un nombramiento para un puesto
rural. Por eso el buró político del partido debe privilegiar a las regiones desheredadas,
y la vida de la capital, vida ficticia, superficial, superpuesta a la realidad
nacional como un cuerpo extraño,  debe
ocupar el  menor  lugar posible 
en  la vida de  la nación, que es fundamental y sagrada.

 
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