F R A N T Z F A N O N.
I I I . D E S V E N T U R A
S D E L A CO N C I E N C I A
N A C I O N A L
I V. SO B R E L A C U L T U R A N A C I O N A L
No basta con escribir un canto revolucionario para participar en la
revolución africana, hay que hacer esa revolución con el pueblo. Con el pueblo,
y los cantos vendrán solos y por sí mismos.
Para realizar una acción
auténtica, hay que ser una parte viva de África γ de su pensamiento, un
elemento de esa energía popular
movilizada toda para la liberación, el progreso y la felicidad de África. No
hay lugar, fuera de ese combate único, ni para el artista ni para el
intelectual que no esté comprometido y totalmente movilizado con el pueblo en
el gran combate de África y de la humanidad que sufre.
SEKOU TOURÉ15
Cada generación, dentro de una
relativa opacidad, tiene que descubrir
su misión, cumplirla
o traicionarla. En
los países subdesarrollados, las
generaciones anteriores han
resistido la labor de
erosión realizada por
el colonialismo y,
al mismo tiempo, han preparado la
maduración de las luchas actuales. Hay que abandonar la costumbre, ahora que
estamos en el corazón del combate, de reducir al mínimo la acción de nuestros
padres o fingir incomprensión frente a su silencio o su pasividad. Ellos
lucharon como pudieron, con las armas que poseían entonces y si los ecos de su
lucha no repercutieron en la arena internacional hay que ver la razón menos en
la falta de heroísmo que en una situación internacional fundamentalmente
diferente. Fue necesario que más
de un colonizado dijera "esto ya no puede durar", que más de una tribu
se rebelara, más de una sublevación campesina aplastada, más de una
manifestación reprimida para que ahora pudiéramos sostenernos con esta
certidumbre de victoria.
Nuestra misión histórica, para
nosotros que hemos tomado la decisión de romper las riendas del colonialismo,
es ordenar todas las rebeldías,
todos los actos
desesperados, todas las tentativas abortadas o ahogadas en
sangre.
Analizaremos en este capítulo el
problema, que nos parece fundamental,
de la legitimidad
de la reivindicación de una
nación. Hay que reconocer que el partido político que moviliza al pueblo no
se preocupa mucho
por este problema
de la legitimidad. Los partidos
políticos parten de la realidad vivida y deciden la acción en nombre de esa
realidad, en nombre de esa actualidad que pesa sobre el presente y sobre el
futuro de los hombres y las mujeres. El partido político puede hablar en
términos conmovedores de la nación, pero lo que le interesa es que el pueblo que
lo escucha comprenda
la necesidad de participar en el combate si aspira
simplemente a existir.
Ahora sabemos que en la primera
etapa de la lucha nacional, el colonialismo trata de descartar la
reivindicación nacional haciendo economismo. Desde las primeras
reivindicaciones, el colonialismo finge la comprensión reconociendo con una
humildad ostentosa que el territorio sufre un grave subdesarrollo, que exige un
esfuerzo económico y social importante.
Y, en realidad, algunas medidas
espectaculares, obras para combatir el desempleo abiertas aquí y allá, retrasan
en algunos años la cristalización de la conciencia nacional. Pero tarde o
temprano, el colonialismo advierte que no le es posible realizar un proyecto de
reformas económico-sociales que satisfaga las aspiraciones de las masas
colonizadas. Aun en el plano del estómago,
el colonialismo da
muestras de su
impotencia congénita. El Estado
colonialista descubre muy
pronto que querer desarmar a los
partidos nacionales en el campo estrictamente económico, equivaldría a hacer a
las colonias lo que no ha querido hacer en su propio territorio. Y no es un
azar si ahora florece un poco por todas partes la doctrina del
"cartierismo".
La amargura desilusionada de
Cartier frente a la obstinación de Francia por procurarse gente que ha de
alimentar mientras tantos franceses viven en malas condiciones, traduce la
imposibilidad en la que se encuentra el colonialismo para transformarse en
programa desinteresado de ayuda y sostén. Por eso, una vez más, no hay que
perder el tiempo en repetir que vale más hambre con dignidad que pan con
servidumbre. Hay que convencerse, por el contrario, de que el colonialismo es
incapaz de procurar a los pueblos colonizados las condiciones materiales
susceptibles de hacerles olvidar su anhelo de dignidad. Una vez que el
colonialismo ha comprendido a dónde lo llevaría su táctica de reformas sociales
vemos cómo recupera sus viejos reflejos, fortalece sus fuerzas policíacas,
envía tropas e instala un régimen de terror, más adecuado a sus intereses y a
su psicología.
Dentro de los partidos políticos,
casi siempre lateralmente a éstos, aparecen hombres de cultura colonizados.
Para estos hombres, la reivindicación de una cultura nacional, la afirmación de
la existencia de esa cultura representa un campo de batalla privilegiado.
Mientras que los políticos inscriben su acción en la realidad, los hombres de
cultura se sitúan en el marco de la historia. Frente al intelectual colonizado
que decide responder agresivamente a la teoría colonialista de una barbarie
anterior a la etapa colonial, el colonialismo apenas va a reaccionar. Tanto
menos cuanto que
las ideas desarrolladas por
la joven intelligentzia
colonizada son ampliamente profesadas por los especialistas de la metrópoli. Es
trivial, en efecto, comprobar que desde
hace varias décadas
numerosos investigadores europeos han
rehabilitado, en general,
las civilizaciones africanas, mexicanas o peruanas. Ha podido
sorprender la pasión dedicada por los intelectuales colonizados para defender
la existencia de una cultura nacional.
Pero los que
condenan esa pasión exacerbada olvidan singularmente que
su mentalidad, su yo se abrigan cómodamente tras una cultura francesa o alemana
que ya ha sido demostrada y que nadie pone en duda.
Concedo que, en el plano de la
existencia, el hecho de que haya existido una civilización azteca no cambia en
gran cosa el régimen alimenticio del campesino mexicano de hoy. Concedo que
todas las pruebas que podrían darse de la existencia de una prodigiosa
civilización songái no cambian por el hecho que los songáis de
hoy estén subalimentados, analfabetos,
huérfanos entre el cielo y el agua, con la cabeza vacía, con los ojos
vacíos. Pero, ya lo hemos dicho varias veces, esta búsqueda apasionada de una
cultura nacional más allá de la etapa colonial se legitima por la preocupación
que comparten los intelectuales colonizados de fijar distancias en relación con
la cultura occidental en la que corren el peligro de sumergirse. Porque
comprenden que están a punto de perderse, de perderse para su pueblo, esos
hombres, con rabia en el corazón y el cerebro enloquecido, se afanan por
restablecer el contacto
con la savia
más antigua, la
más anticolonial de su pueblo.
Vayamos más lejos: quizá esas
pasiones y esa ira sean mantenidas o al menos orientadas por la secreta
esperanza de descubrir, más allá de esa miseria actual, de ese desprecio de uno
mismo, de esa dimisión y esa negación, una era muy hermosa y
resplandeciente que nos
rehabilite, tanto frente
a nosotros mismos como ante los
demás. Digo que estoy decidido a ir lejos. Inconscientemente quizá los
intelectuales colonizados, ante la imposibilidad de enamorarse de la historia
presente de su pueblo oprimido, de maravillarse
ante la historia
de sus barbaries actuales han decidido ir más lejos,
descender más y es, no lo dudemos, con
excepcional alegría cómo han descubierto que el pasado no era de vergüenza sino
de dignidad, de gloria y de solemnidad. La reivindicación de una cultura
nacional pasada no rehabilita sólo, no justifica únicamente una cultura
nacional futura. En el
plano del equilibrio
psicoafectivo provoca en el colonizado
una mutación de una importancia fundamental. No se ha demostrado
suficientemente quizá que el colonialismo no se contenta con imponer su ley al
presente y al futuro del país dominado. El colonialismo no se contenta con
apretar al pueblo entre sus redes, con vaciar el cerebro colonizado de toda
forma y de todo contenido. Por una especie de perversión de la lógica, se orienta
hacia el pasado del pueblo oprimido, lo distorsiona, lo desfigura, lo
aniquila. Esa empresa
de desvalorización de la
historia anterior a la colonización adquiere ahora su significación dialéctica.
Cuando se
reflexiona acerca de los esfuerzos
que han desplegado para
realizar la enajenación
cultural, tan característica de
la época colonial, se comprende que nada se ha hecho al azar y que el resultado
global buscado por el dominio colonial era efectivamente convencer a los
indígenas de que el colonialismo venía a arrancarlos de la noche. El resultado,
conscientemente perseguido por el colonialismo, era meter en la cabeza de los
indígenas que la partida del colono significaría para ellos la
vuelta a la
barbarie, a encanallamiento, a la
animalización. En el plano del inconsciente, el colonialismo no quería ser
percibido por el indígena como una madre dulce y bienhechora que protege al
niño contra un medio hostil, sino como una madre que impide sin cesar a un niño
fundamentalmente perverso caer en el suicidio, dar rienda suelta a sus
instintos maléficos. La
madre colonial defiende
al niño contra sí mismo, contra
su yo, contra su fisiología, su biología, su desgracia ontológica.
En esta
situación, la reivindicación del
intelectual colonizado no es un lujo, sino exigencia de programa
coherente. El intelectual colonizado que sitúa su lucha en el plano de la
legitimidad, que quiere aportar pruebas, que acepta desnudarse para exhibir
mejor la historia de su cuerpo está condenado a esa sumersión en las entrañas
de su pueblo.
Esa sumersión no
es específicamente nacional.
El intelectual colonizado que
decide librar combate a las mentiras colonialistas, lo
hará en escala
continental. El pasado
es valorizado. La cultura,
que es arrancada
del pasado para desplegarla en
todo su esplendor,
no es la
de su país.
El colonialismo, que no ha matizado sus esfuerzos, no ha dejado de
afirmar que el negro es un salvaje y el negro no era para él ni el angolés ni
el nigeriano. Hablaba del Negro. Para el colonialismo, ese vasto
Continente era una
guarida de salvajes,
un país infestado de
supersticiones y fanatismo, merecedor del desprecio, con el peso de la maldición
de Dios, país de antropófagos, país de negros. La condenación del colonialismo
es continental. La afirmación del colonialismo de que la noche humana
caracterizó el periodo precolonial se refiere a todo el Continente africano.
Los esfuerzos del
colonizado por rehabilitarse y
escapar de la mordedura colonial, se inscriben
lógicamente en misma perspectiva que los del colonialismo. El intelectual
colonizado que ha partido de la cultura occidental y que decide proclamar la
existencia de una cultura no lo hace jamás en nombre de Angola o de Dahomey. La
cultura que se afirma es la cultura africana. El negro, que jamás ha sido tan
negro como desde que fue dominado por el blanco, cuando decide probar su
cultura, hacer cultura, comprende que la historia le impone un terreno preciso,
que la historia le indica una vía precisa y que tiene que manifestar una
cultura negra.
Y es
verdad que los
grandes responsables de
esa racialización del pensamiento, o al menos de los pasos que dará el
pensamiento, son y siguen siendo los europeos que no han dejado de oponer
la cultura blanca
a las demás
inculturas. El colonialismo no
ha creído necesario perder su tiempo en negar, una tras otra, las culturas de
las diferentes naciones. La respuesta del colonizado será también, de entrada,
continental. En África, la literatura colonizada de los últimos veinte años no
es una literatura nacional, sino una literatura de negros. El concepto de la
"negritud", por ejemplo, era la antítesis afectiva si no lógica de
ese insulto que el hombre blanco hacía a la humanidad. Esa negritud opuesta al
desprecio del blanco se ha revelado en ciertos sectores como la única capaz de
suprimir prohibiciones y maldiciones.
Como los intelectuales de Guinea o
de Kenya se vieron confrontados
antes que nada con el ostracismo global, con el desprecio sincrético del
dominador, su reacción fue admirarse y elogiarse. A la afirmación incondicional
de la cultura europea sucedió la afirmación incondicional
de la cultura africana. En general, los cantores de la negritud
opusieron la vieja Europa a la joven África, la razón fatigosa a la poesía, la
lógica opresiva a la naturaleza piafante; por un lado rigidez, ceremonia,
protocolo, escepticismo, por el otro ingenuidad, petulancia, libertad, hasta
exuberancia. Pero también irresponsabilidad.
Los cantores de la negritud no
vacilarán en trascender los límites
del Continente.
Desde América,
voces negras van a
repetir ese himno con una creciente amplitud. El "mundo negro"
surgirá y Busia de Ghana, Birago Diop de Senegal, Hampaté Ba de Sudán,
Saint-Clair Drake de Chicago, no vacilarán en afirmar la existencia de lazos
comunes, de líneas de fuerza idénticas.
El ejemplo del mundo árabe podría
proponerse igualmente aquí. Se sabe que la mayoría de los territorios árabes ha
estado sometida al dominio colonial. El colonialismo ha desplegado en esas
regiones los mismos esfuerzos para arraigar en el espíritu de los indígenas que
su historia anterior a la colonización era una historia dominada
por la barbarie.
La lucha de
liberación nacional ha ido acompañada de un fenómeno cultural conocido
con el nombre de despertar del Islam. La pasión puesta por los autores árabes
contemporáneos en recordar
a su pueblo
las grandes páginas de
la historia árabe
es una respuesta
a las mentiras del
ocupante. Los grandes
nombres de la
literatura árabe han sido enumerados y el pasado de la civilización
árabe ha sido ensalzado con el mismo entusiasmo, el mismo ardor que el de las
civilizaciones africanas. Los dirigentes árabes han tratado de resucitar esa
famosa Dar. El Islam que irradió tan brillantemente en los siglos XII, XIII y
XIV.
Ahora, en el plano
político, la Liga Árabe concretiza esa
voluntad de recoger la herencia del pasado y hacerla culminar. Ahora, médicos y
poetas árabes se interpelan a través de las fronteras, esforzándose por lanzar
una nueva cultura árabe, una nueva civilización árabe. En nombre del arabismo
esos hombres se reúnen, en
su nombre se
esfuerzan por pensar.
De todos modos, en
el mundo árabe,
el sentimiento nacional
ha conservado, aun bajo el dominio colonial, una vivacidad que no se
encuentra en África. En la Liga
Árabe no se advierte esa comunión espontánea de cada uno con todos. Por el
contrario, paradójicamente, cada uno trata de cantar las realizaciones de su nación.
Como el fenómeno cultural se ha desprendido de la diferenciación que lo
caracterizaba en el mundo africano, los árabes no logran siempre borrarse ante
el objeto. La vivencia cultural no es nacional, sino árabe. El problema no es
todavía asegurar una cultura nacional, captar el movimiento de las naciones,
sino asumir una cultura árabe o africana frente a la condenación global
expresada por el dominador. En el plano africano, como
en el plano
árabe, se advierte
que la reivindicación del hombre
de cultura del país colonizado es sincrética, continental, universalista en el
caso de los árabes.
Esta obligación histórica en la
que se han encontrado los hombres de cultura africanos, de racializar sus
reivindicaciones, de hablar más de la cultura africana que de cultura nacional
va a conducirlos a un callejón sin salida. Tomemos, por ejemplo, el caso de la Sociedad Africana
de Cultura. Esta sociedad ha sido creada por intelectuales africanos que
deseaban conocerse, intercambiar sus experiencias y sus investigaciones
respectivas. El fin de esta sociedad era, pues, afirmar la existencia de una
cultura africana, incluir esta cultura en el marco de las naciones
definidas, revelar el
dinamismo interno de
cada una de las
culturas nacionales. Pero, al mismo tiempo, esta sociedad respondía a
otra exigencia: la
de participar en la
Sociedad Europea
de Cultura, que
amenazaba con transformarse en Sociedad Universal de Cultura. Había,
pues, en la raíz de esta decisión la preocupación por estar presentes en la
cita universal con todas las
armas, con una
cultura surgida de
las entrañas mismas del
Continente africano. Pero muy rápidamente esta Sociedad va a mostrar su
incapacidad para asumir esas diversas tareas y se limitará a manifestaciones
exhibicionistas: mostrar a los europeos que existe una cultura africana,
oponerse a los europeos ostentosos y narcisistas, ése será el comportamiento
habitual de los miembros de esta Sociedad. Hemos demostrado que esa
actitud era normal
y se justificaba
por la mentira propagada por los hombres de cultura
occidental. Pero la degradación de los fines de esa Sociedad va a ahondarse con
la elaboración del concepto de negritud.
La Sociedad
Africana va a convertirse en la sociedad cultural del mundo
negro y tendrá que incluir la diáspora negra, es decir, las decenas de millones
de negros repartidos en el Continente americano.
Los negros que
están en los
Estados Unidos, en
América
Central o en América del Sur
necesitaban, en efecto, ligarse a una matriz cultural. El problema que se les
planteaba no era fundamentalmente distinto del que se enfrentaba a los
africanos. Respecto de ellos, los blancos de América no se han comportado de
manera distinta a la de los que dominaban a los africanos. Hemos visto cómo los
blancos se habían acostumbrado a poner a todos los negros en el mismo saco. En
el primer congreso de la
Sociedad Africana de Cultura, que se celebró en París en
1956, los negros norteamericanos formularon espontáneamente sus problemas en el
mismo plano que los de sus congéneres africanos. Los hombres de cultura
africanos, al hablar de civilizaciones africanas, reconocían una condición
civil racional a los antiguos esclavos. Pero, progresivamente, los negros
norteamericanos comprendieron que los problemas existenciales que se les
planteaban no coincidían con los que enfrentaban los negros africanos. Los
negros de Chicago no se parecían a los nigerianos ni a los habitantes de
Tangañica, sino en la medida exacta en que todos se
definían en relación
con los blancos.
Pero tras las primeras confrontaciones, cuando la
subjetividad se tranquilizó, los negros norteamericanos advirtieron que los
problemas objetivos eran fundamentalmente heterogéneos. Los autobuses de la
libertad, donde negros y blancos norteamericanos intentan hacer retroceder la
discriminación racial no tienen en sus principios y sus objetivos, sino escasas
relaciones con la lucha heroica del pueblo angolés contra el odioso
colonialismo portugués. Así en el transcurso del segundo congreso de la Sociedad Africana
de Cultura, los negros norteamericanos decidieron la creación de una Sociedad
Americana de hombres de cultura negros.
La negritud encontró su primer
límite en los fenómenos que explican la
historización de los
hombres. La cultura
negra, la cultura negro-africana
se fraccionaba porque los hombres que se proponían encarnarla comprendían que
toda cultura es primero nacional y que los problemas que mantenían alertas a
Richard Wright o a Langston Hughes eran fundamentalmente distintos de los que
podían afrontar Leopold Senghor o Jomo Kenyatta. Igualmente, algunos Estados
árabes que habían entonado, sin embargo, el canto prestigioso de la renovación
árabe debían percibir que su
posición geográfica, la
interdependencia económica de su región, eran más fuertes que el pasado
que se quería revivir. Así encontramos ahora a los Estados árabes orgánicamente
ligados a las sociedades mediterráneas de cultura. Es que esos Estados están
sometidos a presiones modernas, a nuevos circuitos comerciales mientras que las
redes que dominaban en la era del esplendor árabe han desaparecido. Pero sobre todo
existe el hecho
de que los
regímenes políticos de ciertos Estados árabes son hasta tal punto
heterogéneos, ajenos unos a otros, que un encuentro, aun sólo cultura entre
esos
Estados, carece de sentido.
Se advierte,
pues, que el
problema cultural, tal
como se plantea a
veces en los
países colonizados, puede
dar lugar a graves ambigüedades. La incultura de los
negros, la barbarie congénita de los árabes, proclamadas por el colonialismo,
debían conducir lógicamente a una exaltación
de los fenómenos culturales no ya nacionales sino
continentales y singularmente racializados. En África, la orientación de un
hombre de cultura es una orientación negro-africana a arábigo-musulmana. No es
específicamente nacional. La cultura está cada vez más cortada de la
actualidad. Encuentra refugio en un lugar emocionalmente incandescente y
se abre difícilmente
caminos concretos que serían, sin embargo, los únicos
susceptibles de procurarle los atributos de fecundidad, de homogeneidad y de
densidad.
Si la empresa del intelectual
colonizado es históricamente limitada contribuye, sin embargo, en gran medida a
sostener, a legitimar la acción de los políticos. Y es verdad que la actividad
del intelectual colonizado toma algunas veces el aspecto de un culto, de
una religión. Pero
si se quiere
analizar como es necesario esta actitud, se advierte que
traduce en el colonizado la toma de conciencia
del peligro que
le acecha de
romper las últimas amarras
con su pueblo.
Esta fe proclamada
en la existencia de una cultura
nacional es en realidad un retorno ardiente, desesperado, hacia cualquier cosa.
Para asegurar su salvación, para escapar a la supremacía de la cultura blanca
el colonizado siente la
necesidad de volver
hacia las raíces ignoradas, de perderse, suceda lo que
suceda, en ese pueblo bárbaro. Porque se siente enajenado, es decir, el centro
viviente de contradicciones que amenazan ser insuperables, el colonizado se
desprende del pantano en que corría el peligro de hundirse y decide, en cuerpo
y alma, aceptar, asumir y confirmar. El colonizado descubre que debe responder
por todo y por todos. No sólo es el defensor, acepta ocupar su sitio al lado de
los demás y en lo sucesivo puede permitirse reír de su cobardía pasada.
Ese despego penoso y doloroso es,
no obstante, necesario. Por no realizarlo se producirán mutilaciones
psicoafectivas extremadamente graves. Individuos sin asideros, sin límites, sin
color, apátridas, desarraigados, ángeles. Del mismo modo no será sorprendente
oír a algunos colonizados declarar: "En tanto que senegalés y francés...
En tanto que argelino y francés... hablo." Llegada la necesidad, si quiere
ser verídico, en vez de asumir dos nacionalidades, dos
determinaciones, el intelectual
árabe y francés, el intelectual
nigeriano e inglés escoge la negación de una de esas determinaciones. Casi
siempre, no queriendo o no pudiendo escoger, esos intelectuales recogen todas
las determinaciones históricas que los han condicionado y se sitúan
radicalmente en una "perspectiva universal".
Es que el intelectual colonizado
se ha lanzado con avidez ala cultura occidental. Parecido a los hijos
adoptivos, que no abandonan sus investigaciones del nuevo cuadro familiar sino
en el momento en que se cristaliza en su mentalidad un núcleo mínimo de
seguridad, el intelectual
colonizado va a
intentar hacer suya la cultura europea. No se contentará con conocer a
Rabelais o a Diderot, a Shakespeare o a Edgar Poe, pondrá su cerebro en tensión
hasta lograr la más extrema complicidad con esas figuras,
La dame n’était
pas seule
Elle avait un
mari
Un mari très
comme il faut
Qui citait Racine
et Corneille
Et Voltaire et
Rousseau
Et le Père Hugo
et le jeune Musset
Et Gide et Valéry
Et tant d'autres
encore.16
("La dama no estaba sola
Tenía un marido
Un marido muy elegante Que
citaba a Racine
y a Corneille
A Voltaire y a Rousseau
Al padre Hugo y al joven
Musset
A Gide y a Valéry
Y a tantos otros más.")
Pero cuando los partidos
nacionalistas movilizan al pueblo en
nombre de la independencia nacional,
el intelectual colonizado puede
rechazar algunas veces esas adquisiciones, que resiente de súbito como enajenantes.
De todos modos, es más fácil proclamar que se rechaza que rechazar realmente.
Ese intelectual que, por intermedio de la cultura, se había infiltrado en la
civilización occidental, que había llegado a formar un solo cuerpo con la
civilización europea, es decir, a cambiar de cuerpo, va a advertir que la matriz
cultural, que querría asumir por deseo de originalidad, no le ofrece figuras
que puedan soportar la comparación con aquéllas, numerosas y prestigiosas, de
la civilización del ocupante.
La historia, por
supuesto, escrita además por
occidentales y dirigida a los occidentales, podrá episódicamente valorizar
ciertos periodos del pasado africano. Pero, frente al presente de su país,
observando con lucimiento, "objetivamente" la situación
actual del continente
que querría hacer suyo, el
intelectual se asusta ante el vacío, la ignorancia, el salvajismo. Siente que
tiene que salir de esa cultura blanca, que debe buscar en otra parte, en
cualquier parte, y al no encontrar un
alimento cultural a
la medida del
panorama glorioso desplegado por
el dominador, el
intelectual colonizado va a
refluir con frecuencia sobre
posiciones emocionales y desarrollará una psicología dominada por
una sensibilidad, una sensitividad, una susceptibilidad excepcionales. Este
movimiento de repliegue que procede primero de una petición de principios, en
su mecanismo interno y su fisonomía evoca sobre todo un reflejo, una
contracción muscular.
Así se explica
suficientemente el estilo de los intelectuales colonizados que deciden expresar
esta fase de la conciencia en vías de liberarse. Estilo lleno de contrastes, de
imágenes, porque la imagen es el puente levadizo que permite a las energías
inconscientes desperdigarse por las pradras vecinas. Estilo nervioso, animado
de ritmos, poblado por una vida eruptiva. Coloreado también, bronceado,
asoleado y violento. Ese estilo, que en un momento dado sorprendió a los
occidentales, no es como ha querido afirmarse un carácter racial, sino que
traduce antes que nada un cuerpo a cuerpo, revela la necesidad en la que se
encuentra ese hombre de lastimarse, de sangrar realmente sangre roja, de
liberarse de una parte de su ser que ya encerraba los gérmenes
de la podredumbre.
Combate doloroso, rápido, donde inevitablemente el músculo
debía sustituir al concepto.
Si en el plano poético esta
tendencia alcanza alturas inusitadas, en el plano de la existencia intelectual
desemboca frecuentemente en un callejón sin salida. Cuando, en el apogeo del
celo por su pueblo, cualquiera que fuera y cualquiera que sea, el intelectual
decide reencontrar el camino de la cotidianeidad, no trae de su aventura sino
fórmulas terriblemente infecundas. Elogia las costumbres, las tradiciones, los
modos de aparecer y su busca forzada, dolorosa, no hace sino evocar una banal intención
de exotismo. Es
la etapa en
que los intelectuales
cantan las menores
determinaciones del panorama autóctono. El bubu se consagra, el calzado francés
o italiano es abandonado en favor de las babuchas. El lenguaje del dominador
erosiona con frecuencia los labios. Reencontrar
a su pueblo
es algunas veces,
en esta etapa, querer ser negro,
no un negro como los demás sino un verdadero negro, un perro negro, como lo
quiere el blanco. Reencontrar a su
pueblo es hacerse
bubu, hacerse lo más
autónomo posible, lo más irreconocible, es cortarse las alas que se habían
dejado crecer.
El intelectual colonizado decide
proceder al inventario de las malas maneras aprendidas en el mundo colonial y
se apresura a recordar las buenas maneras del pueblo, de ese pueblo del que se
ha decidido que detentaba toda la verdad. El escándalo que desencadena esta
actitud en las filas de los colonialistas instalados en el territorio fortalece
la decisión del colonizado. Cuando los colonialistas, que habían saboreado su
victoria sobre esos asimilados, se dan cuenta de que esos hombres a quienes se
creía salvados comienzan a disolverse en la negrada, todo el sistema
vacila. Cada colonizado
ganado, cada colonizado
que había servido de testimonio,
cuando decide perderse es no sólo un fracaso para la empresa colonial, sino que
simboliza la inutilidad y la falta de profundidad de la labor realizada. Cada
colonizado que vuelve a atravesar la línea, es una condenación radical del
método y del régimen y el intelectual colonizado encuentra en el escándalo que
provoca una justificación de su dimisión y un estímulo para perseverar en ella.
Si quisiéramos
encontrar a través
de las obras
de los escritores colonizados las
diferentes fases que caracterizan esa evolución, veríamos perfilarse ante
nuestros ojos un panorama en tres
tiempos. En una
primera fase, el
intelectual colonizado prueba que
ha asimilado la cultura del ocupante. Sus obras corresponden punto por punto a
las de sus homólogos metropolitanos. La inspiración es europea y fácilmente
pueden ligarse esas obras a una corriente bien definida de la literatura
metropolitana. Es el periodo asimilacionista integral. Se encontrarán en esta
literatura del colonizado parnasianos simbolistas y surrealistas.
En un
segundo momento, el
colonizado se estremece
y decide recordar. Este periodo de creación corresponde aproximadamente
a la reinmersión que acabamos de describir. Pero como el colonizado no está
inserto en su pueblo, como mantiene relaciones de exterioridad con su pueblo,
se contenta con recordar. Viejos episodios de la infancia serán recogidos del
fondo de la memoria; viejas leyendas serán reinterpretadas en función de una
estética prestada y de una concepción del mundo descubierta bajo otros cielos.
Algunas veces esa literatura previa al combate
estará dominada por el buen humor y la alegoría.
Periodo de angustia, de malestar,
experiencia de la muerte, experiencia
de la náusea.
Se vomita, pero
ya, por debajo,
se prepara la risa.
Por último, en un tercer periodo,
llamado de lucha, el colonizado
—tras haber intentado
perderse en el
pueblo, perderse con el pueblo— va por el contrario a sacudir al pueblo.
En vez de favorecer el letargo del pueblo se transforma en el que despierta al
pueblo. Literatura de combate, literatura revolucionaria, literatura nacional.
En el curso de esta fase un gran número de hombres y mujeres que antes no
habían pensado jamás en hacer una obra literaria, ahora que se encuentran en
situaciones excepcionales, en prisión, en la guerrilla o en víspera de ser
ejecutados sienten la necesidad de expresar su nación, de componer la frase que
exprese al pueblo, de convertirse en portavoces de una nueva realidad en
acción.
El intelectual colonizado se dará
cuenta, sin embargo, más tarde o
más temprano, de que no
se prueba la nación con la cultura, sino que se manifiesta en la
lucha que realiza el pueblo contra las fuerzas de ocupación. Ningún
colonialismo recibe su legitimidad de la inexistencia cultural de los
territorios que domina. Jamás se avergonzará al colonialismo desplegando ante
su mirada tesoros culturales desconocidos. El intelectual colonizado, en el
momento mismo en que se inquieta por hacer una obra cultural no se da cuenta de
que utiliza técnicas y una lengua tomadas al ocupante. Se contenta con revestir
esos instrumentos de un tono que pretende ser nacional, pero que recuerda extrañamente al exotismo. El
intelectual colonizado que vuelve a su pueblo a través de las obras culturales
se comporta de hecho como un extranjero. Algunas veces no vacilará en utilizar
los dialectos para manifestar su voluntad de estar lo más cerca posible del
pueblo, pero las ideas que expresa, las preocupaciones que lo
invaden no tienen
nada en común
con la situación concreta que
conocen los hombres
y mujeres de
su país. La cultura hacia la cual se inclina el
intelectual no es con frecuencia sino un acervo de particularismos. Queriendo
apegarse al pueblo, se apega al revestimiento visible. Pero ese revestimiento
no es sino el reflejo de una vida subterránea, densa, en perpetua
renovación. Esa objetividad,
que salta a la
vista y
que parece caracterizar al pueblo
no es, en realidad, sino el resultado inerte y ya negado de adaptaciones
múltiples y no siempre coherentes de una sustancia más fundamental que está en
plena renovación. El hombre de cultura, en vez de ir en busca de esa sustancia,
va a dejarse hipnotizar por
esos jirones momificados
que, estabilizados, significan por
el contrario la
negación, la superación, la
invención. La cultura no tiene jamás la traslucidez de la costumbre. La cultura
evade eminentemente toda simplificación. En su esencia, se opone al hábito que
es siempre un deterioro de la costumbre. Querer apegarse a la tradición o
reactualizar las tradiciones abandonadas es no sólo ir contra la historia sino
contra su pueblo. Cuando un pueblo sostiene una lucha armada o aun política
contra un colonialismo implacable, la
tradición cambia de significado. Lo
que era técnica
de resistencia pasiva puede ser radicalmente condenado en este
periodo. En un
país subdesarrollado en
fase de lucha
las tradiciones son fundamentalmente inestables y surcadas de corrientes
centrifugas. Por eso el intelectual corre el riesgo, frecuentemente, de ir a
contracorriente. Los pueblos que han luchado son cada vez más impermeables a la
demagogia y si se trata de seguirlos demasiado se muestra uno como vulgar
oportunista, como retardatario.
En el plano de las artes
plásticas, por ejemplo, el creador colonizado que a toda costa quiere hacer una
obra nacional se limita a una reproducción estereotipada de los detalles. Esos
artistas que han
profundizado, sin embargo,
las técnicas modernas y que han
participado en las grandes corrientes de la pintura o de la arquitectura
contemporáneas, dan la espalda, impugnan la cultura extranjera y yendo en busca
de la verdad nacional favorecen lo que consideran las constantes de un arte
nacional. Pero esos seres olvidan que las formas de pensamiento, la alimentación, las
técnicas modernas de
información, de lenguaje y de vestido
han reorganizado dialécticamente el cerebro
del pueblo y
que las constantes
que fueron las alambradas durante
el periodo colonial
están sufriendo mutaciones
terriblemente radicales.
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