martes, 10 de junio de 2014

L O S C O N D E N A D O S D E L A T I E R R A-X




F R A N T Z  F A N O N. 

I I I . D E S V E N T U R A S D E L A CO N C I E N C I A
N A C I O N A L




I V. SO B R E  L A C U L T U R A  N A C I O N A L



No basta  con escribir un  canto revolucionario para participar en la revolución africana, hay que hacer esa revolución con el pueblo. Con el pueblo, y los cantos vendrán solos y por sí mismos.

Para realizar una acción auténtica, hay que ser una parte viva de África γ de su pensamiento,   un   elemento   de esa energía popular movilizada toda para la liberación, el progreso y la felicidad de África. No hay lugar, fuera de ese combate único, ni para el artista ni para el intelectual que no esté comprometido y totalmente movilizado con el pueblo en el gran combate de África y de la humanidad que sufre.

SEKOU TOURÉ15

Cada generación, dentro de una relativa opacidad, tiene que descubrir  su  misión,  cumplirla  o  traicionarla.  En  los  países subdesarrollados,  las  generaciones  anteriores  han  resistido  la labor  de  erosión  realizada  por  el  colonialismo  y,  al  mismo tiempo, han preparado la maduración de las luchas actuales. Hay que abandonar la costumbre, ahora que estamos en el corazón del combate, de reducir al mínimo la acción de nuestros padres o fingir incomprensión frente a su silencio o su pasividad. Ellos lucharon como pudieron, con las armas que poseían entonces y si los ecos de su lucha no repercutieron en la arena internacional hay que ver la razón menos en la falta de heroísmo que en una situación internacional fundamentalmente diferente. Fue necesario  que  más  de  un colonizado  dijera "esto  ya no puede durar", que más de una tribu se rebelara, más de una sublevación campesina aplastada, más de una manifestación reprimida para que ahora pudiéramos sostenernos con esta certidumbre de victoria.

Nuestra misión histórica, para nosotros que hemos tomado la decisión de romper las riendas del colonialismo, es ordenar todas  las  rebeldías,  todos  los  actos  desesperados,  todas  las tentativas abortadas o ahogadas en sangre.

Analizaremos en este capítulo el problema, que nos parece fundamental,  de  la  legitimidad  de  la  reivindicación  de  una nación. Hay que reconocer que el partido político que moviliza al pueblo   no   se   preocupa   mucho   por   este   problema   de   la legitimidad. Los partidos políticos parten de la realidad vivida y deciden la acción en nombre de esa realidad, en nombre de esa actualidad que pesa sobre el presente y sobre el futuro de los hombres y las mujeres. El partido político puede hablar en términos conmovedores de la nación, pero lo que le interesa es que  el  pueblo  que  lo  escucha  comprenda  la  necesidad  de participar en el combate si aspira simplemente a existir.
Ahora sabemos que en la primera etapa de la lucha nacional, el colonialismo trata de descartar la reivindicación nacional haciendo economismo. Desde las primeras reivindicaciones, el colonialismo finge la comprensión reconociendo con una humildad ostentosa que el territorio sufre un grave subdesarrollo, que exige un esfuerzo económico y social importante.

Y, en realidad, algunas medidas espectaculares, obras para combatir el desempleo abiertas aquí y allá, retrasan en algunos años la cristalización de la conciencia nacional. Pero tarde o temprano, el colonialismo advierte que no le es posible realizar un proyecto de reformas económico-sociales que satisfaga las aspiraciones de las masas colonizadas. Aun en el plano del estómago,   el   colonialismo   da   muestras   de   su   impotencia congénita.  El  Estado  colonialista  descubre  muy  pronto  que querer desarmar a los partidos nacionales en el campo estrictamente económico, equivaldría a hacer a las colonias lo que no ha querido hacer en su propio territorio. Y no es un azar si ahora florece un poco por todas partes la doctrina del "cartierismo".

La amargura desilusionada de Cartier frente a la obstinación de Francia por procurarse gente que ha de alimentar mientras tantos franceses viven en malas condiciones, traduce la imposibilidad en la que se encuentra el colonialismo para transformarse en programa desinteresado de ayuda y sostén. Por eso, una vez más, no hay que perder el tiempo en repetir que vale más hambre con dignidad que pan con servidumbre. Hay que convencerse, por el contrario, de que el colonialismo es incapaz de procurar a los pueblos colonizados las condiciones materiales susceptibles de hacerles olvidar su anhelo de dignidad. Una vez que el colonialismo ha comprendido a dónde lo llevaría su táctica de reformas sociales vemos cómo recupera sus viejos reflejos, fortalece sus fuerzas policíacas, envía tropas e instala un régimen de terror, más adecuado a sus intereses y a su psicología.

Dentro de los partidos políticos, casi siempre lateralmente a éstos, aparecen hombres de cultura colonizados. Para estos hombres, la reivindicación de una cultura nacional, la afirmación de la existencia de esa cultura representa un campo de batalla privilegiado. Mientras que los políticos inscriben su acción en la realidad, los hombres de cultura se sitúan en el marco de la historia. Frente al intelectual colonizado que decide responder agresivamente a la teoría colonialista de una barbarie anterior a la etapa colonial, el colonialismo apenas va a reaccionar. Tanto menos   cuanto   que   las   ideas   desarrolladas   por   la   joven intelligentzia colonizada son ampliamente profesadas por los especialistas de la metrópoli. Es trivial, en efecto, comprobar que desde  hace  varias  décadas  numerosos  investigadores  europeos han   rehabilitado,   en   general,   las   civilizaciones   africanas, mexicanas o peruanas. Ha podido sorprender la pasión dedicada por los intelectuales colonizados para defender la existencia de una   cultura   nacional.   Pero   los   que   condenan   esa   pasión exacerbada olvidan singularmente que su mentalidad, su yo se abrigan cómodamente tras una cultura francesa o alemana que ya ha sido demostrada y que nadie pone en duda.

Concedo que, en el plano de la existencia, el hecho de que haya existido una civilización azteca no cambia en gran cosa el régimen alimenticio del campesino mexicano de hoy. Concedo que todas las pruebas que podrían darse de la existencia de una prodigiosa civilización songái no cambian por el hecho que los songáis  de  hoy  estén  subalimentados,  analfabetos,  huérfanos entre el cielo y el agua, con la cabeza vacía, con los ojos vacíos. Pero, ya lo hemos dicho varias veces, esta búsqueda apasionada de una cultura nacional más allá de la etapa colonial se legitima por la preocupación que comparten los intelectuales colonizados de fijar distancias en relación con la cultura occidental en la que corren el peligro de sumergirse. Porque comprenden que están a punto de perderse, de perderse para su pueblo, esos hombres, con rabia en el corazón y el cerebro enloquecido, se afanan por restablecer   el   contacto   con   la   savia   más   antigua,   la   más anticolonial de su pueblo.

Vayamos más lejos: quizá esas pasiones y esa ira sean mantenidas o al menos orientadas por la secreta esperanza de descubrir, más allá de esa miseria actual, de ese desprecio de uno mismo, de esa dimisión y esa negación, una era muy hermosa y resplandeciente  que  nos  rehabilite,  tanto  frente  a  nosotros mismos como ante los demás. Digo que estoy decidido a ir lejos. Inconscientemente quizá los intelectuales colonizados, ante la imposibilidad de enamorarse de la historia presente de su pueblo oprimido,  de  maravillarse  ante  la  historia  de  sus  barbaries actuales han decidido ir más lejos, descender más  y es, no lo dudemos, con excepcional alegría cómo han descubierto que el pasado no era de vergüenza sino de dignidad, de gloria y de solemnidad. La reivindicación de una cultura nacional pasada no rehabilita sólo, no justifica únicamente una cultura nacional futura.  En  el  plano  del  equilibrio  psicoafectivo  provoca  en  el colonizado una mutación de una importancia fundamental. No se ha demostrado suficientemente quizá que el colonialismo no se contenta con imponer su ley al presente y al futuro del país dominado. El colonialismo no se contenta con apretar al pueblo entre sus redes, con vaciar el cerebro colonizado de toda forma y de todo contenido. Por una especie de perversión de la lógica, se orienta hacia el pasado del pueblo oprimido, lo distorsiona, lo desfigura,  lo  aniquila.  Esa  empresa  de  desvalorización  de  la historia anterior a la colonización adquiere ahora su significación dialéctica.

Cuando  se  reflexiona  acerca  de  los  esfuerzos  que  han desplegado  para  realizar  la  enajenación  cultural,  tan característica de la época colonial, se comprende que nada se ha hecho al azar y que el resultado global buscado por el dominio colonial era efectivamente convencer a los indígenas de que el colonialismo venía a arrancarlos de la noche. El resultado, conscientemente perseguido por el colonialismo, era meter en la cabeza de los indígenas que la partida del colono significaría para ellos   la   vuelta   a   la   barbarie,   a   encanallamiento,   a   la animalización. En el plano del inconsciente, el colonialismo no quería ser percibido por el indígena como una madre dulce y bienhechora que protege al niño contra un medio hostil, sino como una madre que impide sin cesar a un niño fundamentalmente perverso caer en el suicidio, dar rienda suelta a  sus  instintos  maléficos.  La  madre  colonial  defiende  al  niño contra sí mismo, contra su yo, contra su fisiología, su biología, su desgracia ontológica.

En  esta  situación,  la  reivindicación  del  intelectual colonizado no es un lujo, sino exigencia de programa coherente. El intelectual colonizado que sitúa su lucha en el plano de la legitimidad, que quiere aportar pruebas, que acepta desnudarse para exhibir mejor la historia de su cuerpo está condenado a esa sumersión en las entrañas de su pueblo.

Esa   sumersión   no   es   específicamente   nacional.      

El intelectual colonizado que decide librar combate a las mentiras colonialistas,   lo   hará   en   escala   continental.   El   pasado   es valorizado.   La   cultura,   que   es   arrancada   del   pasado   para desplegarla  en  todo  su  esplendor,  no  es  la  de  su  país.  El colonialismo, que no ha matizado sus esfuerzos, no ha dejado de afirmar que el negro es un salvaje y el negro no era para él ni el angolés ni el nigeriano. Hablaba del Negro. Para el colonialismo, ese  vasto  Continente  era  una  guarida  de  salvajes,  un  país infestado de supersticiones y fanatismo, merecedor del desprecio, con el peso de la maldición de Dios, país de antropófagos, país de negros. La condenación del colonialismo es continental. La afirmación del colonialismo de que la noche humana caracterizó el periodo precolonial se refiere a todo el Continente africano. Los  esfuerzos  del  colonizado  por rehabilitarse  y  escapar  de  la mordedura colonial, se inscriben lógicamente en misma perspectiva que los del colonialismo. El intelectual colonizado que ha partido de la cultura occidental y que decide proclamar la existencia de una cultura no lo hace jamás en nombre de Angola o de Dahomey. La cultura que se afirma es la cultura africana. El negro, que jamás ha sido tan negro como desde que fue dominado por el blanco, cuando decide probar su cultura, hacer cultura, comprende que la historia le impone un terreno preciso, que la historia le indica una vía precisa y que tiene que manifestar una cultura negra.

Y   es   verdad   que   los   grandes   responsables   de   esa racialización del pensamiento, o al menos de los pasos que dará el pensamiento, son y siguen siendo los europeos que no han dejado de   oponer   la   cultura   blanca   a   las   demás   inculturas.   El colonialismo no ha creído necesario perder su tiempo en negar, una tras otra, las culturas de las diferentes naciones. La respuesta del colonizado será también, de entrada, continental. En África, la literatura colonizada de los últimos veinte años no es una literatura nacional, sino una literatura de negros. El concepto de la "negritud", por ejemplo, era la antítesis afectiva si no lógica de ese insulto que el hombre blanco hacía a la humanidad. Esa negritud opuesta al desprecio del blanco se ha revelado en ciertos sectores como la única capaz de suprimir prohibiciones y maldiciones.  Como los intelectuales  de  Guinea o  de  Kenya se vieron confrontados antes que nada con el ostracismo global, con el desprecio sincrético del dominador, su reacción fue admirarse y elogiarse. A la afirmación incondicional de la cultura europea sucedió  la afirmación  incondicional  de  la cultura africana.  En general, los cantores de la negritud opusieron la vieja Europa a la joven África, la razón fatigosa a la poesía, la lógica opresiva a la naturaleza piafante; por un lado rigidez, ceremonia, protocolo, escepticismo, por el otro ingenuidad, petulancia, libertad, hasta exuberancia. Pero también irresponsabilidad.
Los cantores de la negritud no vacilarán en trascender los límites  del  Continente. 

Desde  América,  voces  negras  van  a repetir ese himno con una creciente amplitud. El "mundo negro" surgirá y Busia de Ghana, Birago Diop de Senegal, Hampaté Ba de Sudán, Saint-Clair Drake de Chicago, no vacilarán en afirmar la existencia de lazos comunes, de líneas de fuerza idénticas.

El ejemplo del mundo árabe podría proponerse igualmente aquí. Se sabe que la mayoría de los territorios árabes ha estado sometida al dominio colonial. El colonialismo ha desplegado en esas regiones los mismos esfuerzos para arraigar en el espíritu de los indígenas que su historia anterior a la colonización era una historia  dominada  por  la  barbarie.  La  lucha  de   liberación nacional ha ido acompañada de un fenómeno cultural conocido con el nombre de despertar del Islam. La pasión puesta por los autores  árabes  contemporáneos  en  recordar  a  su  pueblo  las grandes  páginas  de  la  historia  árabe  es  una  respuesta  a  las mentiras  del  ocupante.  Los  grandes  nombres  de  la  literatura árabe han sido enumerados y el pasado de la civilización árabe ha sido ensalzado con el mismo entusiasmo, el mismo ardor que el de las civilizaciones africanas. Los dirigentes árabes han tratado de resucitar esa famosa Dar. El Islam que irradió tan brillantemente en los siglos XII, XIII y XIV.

Ahora,  en el plano  político,  la Liga Árabe concretiza esa voluntad de recoger la herencia del pasado y hacerla culminar. Ahora, médicos y poetas árabes se interpelan a través de las fronteras, esforzándose por lanzar una nueva cultura árabe, una nueva civilización árabe. En nombre del arabismo esos hombres se  reúnen,  en  su  nombre  se  esfuerzan  por  pensar.  De  todos modos,   en   el   mundo   árabe,   el   sentimiento   nacional   ha conservado, aun bajo el dominio colonial, una vivacidad que no se encuentra en África. En la Liga Árabe no se advierte esa comunión espontánea de cada uno con todos. Por el contrario, paradójicamente, cada uno trata de cantar las realizaciones de su nación. Como el fenómeno cultural se ha desprendido de la diferenciación que lo caracterizaba en el mundo africano, los árabes no logran siempre borrarse ante el objeto. La vivencia cultural no es nacional, sino árabe. El problema no es todavía asegurar una cultura nacional, captar el movimiento de las naciones, sino asumir una cultura árabe o africana frente a la condenación global expresada por el dominador. En el plano africano,   como   en   el   plano   árabe,   se   advierte   que   la reivindicación del hombre de cultura del país colonizado es sincrética, continental, universalista en el caso de los árabes.

Esta obligación histórica en la que se han encontrado los hombres de cultura africanos, de racializar sus reivindicaciones, de hablar más de la cultura africana que de cultura nacional va a conducirlos a un callejón sin salida. Tomemos, por ejemplo, el caso de la Sociedad Africana de Cultura. Esta sociedad ha sido creada por intelectuales africanos que deseaban conocerse, intercambiar sus experiencias y sus investigaciones respectivas. El fin de esta sociedad era, pues, afirmar la existencia de una cultura africana, incluir esta cultura en el marco de las naciones definidas,  revelar  el  dinamismo  interno  de  cada  una  de  las culturas nacionales. Pero, al mismo tiempo, esta sociedad respondía  a  otra  exigencia:  la  de  participar  en  la  Sociedad Europea   de   Cultura,   que   amenazaba   con   transformarse   en Sociedad Universal de Cultura. Había, pues, en la raíz de esta decisión la preocupación por estar presentes en la cita universal con  todas  las  armas,  con  una  cultura  surgida  de  las  entrañas mismas del Continente africano. Pero muy rápidamente esta Sociedad va a mostrar su incapacidad para asumir esas diversas tareas y se limitará a manifestaciones exhibicionistas: mostrar a los europeos que existe una cultura africana, oponerse a los europeos ostentosos y narcisistas, ése será el comportamiento habitual de los miembros de esta Sociedad. Hemos demostrado que  esa  actitud  era  normal  y  se  justificaba  por  la  mentira propagada por los hombres de cultura occidental. Pero la degradación de los fines de esa Sociedad va a ahondarse con la elaboración del concepto de negritud.  La Sociedad Africana va a convertirse en la sociedad cultural del mundo negro y tendrá que incluir la diáspora negra, es decir, las decenas de millones de negros repartidos en el Continente americano.

Los  negros  que  están  en  los  Estados  Unidos,  en  América

Central o en América del Sur necesitaban, en efecto, ligarse a una matriz cultural. El problema que se les planteaba no era fundamentalmente distinto del que se enfrentaba a los africanos. Respecto de ellos, los blancos de América no se han comportado de manera distinta a la de los que dominaban a los africanos. Hemos visto cómo los blancos se habían acostumbrado a poner a todos los negros en el mismo saco. En el primer congreso de la Sociedad Africana de Cultura, que se celebró en París en 1956, los negros norteamericanos formularon espontáneamente sus problemas en el mismo plano que los de sus congéneres africanos. Los hombres de cultura africanos, al hablar de civilizaciones africanas, reconocían una condición civil racional a los antiguos esclavos. Pero, progresivamente, los negros norteamericanos comprendieron que los problemas existenciales que se les planteaban no coincidían con los que enfrentaban los negros africanos. Los negros de Chicago no se parecían a los nigerianos ni a los habitantes de Tangañica, sino en la medida exacta en que todos  se  definían  en  relación  con  los  blancos.  Pero  tras  las primeras confrontaciones, cuando la subjetividad se tranquilizó, los negros norteamericanos advirtieron que los problemas objetivos eran fundamentalmente heterogéneos. Los autobuses de la libertad, donde negros y blancos norteamericanos intentan hacer retroceder la discriminación racial no tienen en sus principios y sus objetivos, sino escasas relaciones con la lucha heroica del pueblo angolés contra el odioso colonialismo portugués. Así en el transcurso del segundo congreso de la Sociedad Africana de Cultura, los negros norteamericanos decidieron la creación de una Sociedad Americana de hombres de cultura negros.

La negritud encontró su primer límite en los fenómenos que explican  la historización  de  los  hombres.  La  cultura  negra,  la cultura negro-africana se fraccionaba porque los hombres que se proponían encarnarla comprendían que toda cultura es primero nacional y que los problemas que mantenían alertas a Richard Wright o a Langston Hughes eran fundamentalmente distintos de los que podían afrontar Leopold Senghor o Jomo Kenyatta. Igualmente, algunos Estados árabes que habían entonado, sin embargo, el canto prestigioso de la renovación árabe debían percibir   que   su   posición   geográfica,   la   interdependencia económica de su región, eran más fuertes que el pasado que se quería revivir. Así encontramos ahora a los Estados árabes orgánicamente ligados a las sociedades mediterráneas de cultura. Es que esos Estados están sometidos a presiones modernas, a nuevos circuitos comerciales mientras que las redes que dominaban en la era del esplendor árabe han desaparecido. Pero sobre  todo  existe  el  hecho  de  que  los  regímenes  políticos  de ciertos Estados árabes son hasta tal punto heterogéneos, ajenos unos a otros, que un encuentro, aun sólo cultura entre esos

Estados, carece de sentido.

Se  advierte,  pues,  que  el  problema  cultural,  tal  como  se plantea  a  veces  en  los  países  colonizados,  puede  dar  lugar  a graves ambigüedades. La incultura de los negros, la barbarie congénita de los árabes, proclamadas por el colonialismo, debían conducir   lógicamente   a   una   exaltación   de   los   fenómenos culturales no ya nacionales sino continentales y singularmente racializados. En África, la orientación de un hombre de cultura es una orientación negro-africana a arábigo-musulmana. No es específicamente nacional. La cultura está cada vez más cortada de la actualidad. Encuentra refugio en un lugar emocionalmente incandescente  y  se  abre  difícilmente  caminos  concretos  que serían, sin embargo, los únicos susceptibles de procurarle los atributos de fecundidad, de homogeneidad y de densidad.

Si la empresa del intelectual colonizado es históricamente limitada contribuye, sin embargo, en gran medida a sostener, a legitimar la acción de los políticos. Y es verdad que la actividad del intelectual colonizado toma algunas veces el aspecto de un culto,  de  una  religión.  Pero  si  se  quiere  analizar  como  es necesario esta actitud, se advierte que traduce en el colonizado la toma  de  conciencia  del  peligro  que  le  acecha  de  romper  las últimas  amarras  con  su  pueblo.  Esta  fe  proclamada  en  la existencia de una cultura nacional es en realidad un retorno ardiente, desesperado, hacia cualquier cosa. Para asegurar su salvación, para escapar a la supremacía de la cultura blanca el colonizado   siente   la   necesidad   de   volver   hacia   las   raíces ignoradas, de perderse, suceda lo que suceda, en ese pueblo bárbaro. Porque se siente enajenado, es decir, el centro viviente de contradicciones que amenazan ser insuperables, el colonizado se desprende del pantano en que corría el peligro de hundirse y decide, en cuerpo y alma, aceptar, asumir y confirmar. El colonizado descubre que debe responder por todo y por todos. No sólo es el defensor, acepta ocupar su sitio al lado de los demás y en lo sucesivo puede permitirse reír de su cobardía pasada.

Ese despego penoso y doloroso es, no obstante, necesario. Por no realizarlo se producirán mutilaciones psicoafectivas extremadamente graves. Individuos sin asideros, sin límites, sin color, apátridas, desarraigados, ángeles. Del mismo modo no será sorprendente oír a algunos colonizados declarar: "En tanto que senegalés y francés... En tanto que argelino y francés... hablo." Llegada la necesidad, si quiere ser verídico, en vez de asumir dos nacionalidades,   dos   determinaciones,   el   intelectual   árabe   y francés, el intelectual nigeriano e inglés escoge la negación de una de esas determinaciones. Casi siempre, no queriendo o no pudiendo escoger, esos intelectuales recogen todas las determinaciones históricas que los han condicionado y se sitúan radicalmente en una "perspectiva universal".

Es que el intelectual colonizado se ha lanzado con avidez ala cultura occidental. Parecido a los hijos adoptivos, que no abandonan sus investigaciones del nuevo cuadro familiar sino en el momento en que se cristaliza en su mentalidad un núcleo mínimo  de  seguridad,  el  intelectual  colonizado  va  a  intentar hacer suya la cultura europea. No se contentará con conocer a Rabelais o a Diderot, a Shakespeare o a Edgar Poe, pondrá su cerebro en tensión hasta lograr la más extrema complicidad con esas figuras,


La dame n’était pas seule
Elle avait un mari
Un mari très comme il faut
Qui citait Racine et Corneille
Et Voltaire et Rousseau
Et le Père Hugo et le jeune Musset
Et Gide et Valéry
Et tant d'autres encore.16

("La dama no estaba sola
Tenía un marido
Un marido muy elegante Que  citaba  a  Racine  y  a Corneille
A Voltaire y a Rousseau
Al padre Hugo y al joven
Musset
A Gide y a Valéry
Y a tantos otros más.")

Pero cuando los partidos nacionalistas movilizan al pueblo en   nombre   de   la   independencia   nacional,   el   intelectual colonizado puede rechazar algunas veces esas adquisiciones, que resiente de súbito como enajenantes. De todos modos, es más fácil proclamar que se rechaza que rechazar realmente. Ese intelectual que, por intermedio de la cultura, se había infiltrado en la civilización occidental, que había llegado a formar un solo cuerpo con la civilización europea, es decir, a cambiar de cuerpo, va a advertir que la matriz cultural, que querría asumir por deseo de originalidad, no le ofrece figuras que puedan soportar la comparación con aquéllas, numerosas y prestigiosas, de la civilización  del  ocupante.  La  historia,  por  supuesto,  escrita además por occidentales y dirigida a los occidentales, podrá episódicamente valorizar ciertos periodos del pasado africano. Pero, frente al presente de su país, observando con lucimiento, "objetivamente"  la situación  actual  del  continente  que  querría hacer suyo, el intelectual se asusta ante el vacío, la ignorancia, el salvajismo. Siente que tiene que salir de esa cultura blanca, que debe buscar en otra parte, en cualquier parte, y al no encontrar un   alimento   cultural   a   la   medida   del   panorama   glorioso desplegado  por  el  dominador,  el  intelectual  colonizado  va  a refluir    con    frecuencia    sobre    posiciones    emocionales    y desarrollará una psicología dominada por una sensibilidad, una sensitividad, una susceptibilidad excepcionales. Este movimiento de repliegue que procede primero de una petición de principios, en su mecanismo interno y su fisonomía evoca sobre todo un reflejo, una contracción muscular.

Así se explica suficientemente el estilo de los intelectuales colonizados que deciden expresar esta fase de la conciencia en vías de liberarse. Estilo lleno de contrastes, de imágenes, porque la imagen es el puente levadizo que permite a las energías inconscientes desperdigarse por las pradras vecinas. Estilo nervioso, animado de ritmos, poblado por una vida eruptiva. Coloreado también, bronceado, asoleado y violento. Ese estilo, que en un momento dado sorprendió a los occidentales, no es como ha querido afirmarse un carácter racial, sino que traduce antes que nada un cuerpo a cuerpo, revela la necesidad en la que se encuentra ese hombre de lastimarse, de sangrar realmente sangre roja, de liberarse de una parte de su ser que ya encerraba los  gérmenes  de  la  podredumbre.  Combate  doloroso,  rápido, donde inevitablemente el músculo debía sustituir al concepto.

Si en el plano poético esta tendencia alcanza alturas inusitadas, en el plano de la existencia intelectual desemboca frecuentemente en un callejón sin salida. Cuando, en el apogeo del celo por su pueblo, cualquiera que fuera y cualquiera que sea, el intelectual decide reencontrar el camino de la cotidianeidad, no trae de su aventura sino fórmulas terriblemente infecundas. Elogia las costumbres, las tradiciones, los modos de aparecer y su busca forzada, dolorosa, no hace sino evocar una banal intención de  exotismo.  Es  la  etapa  en  que  los  intelectuales  cantan  las menores determinaciones del panorama autóctono. El bubu se consagra, el calzado francés o italiano es abandonado en favor de las babuchas. El lenguaje del dominador erosiona con frecuencia los  labios.  Reencontrar  a  su  pueblo  es  algunas  veces,  en  esta etapa, querer ser negro, no un negro como los demás sino un verdadero negro, un perro negro, como lo quiere el blanco. Reencontrar  a  su  pueblo  es  hacerse  bubu,  hacerse  lo  más autónomo posible, lo más irreconocible, es cortarse las alas que se habían dejado crecer.

El intelectual colonizado decide proceder al inventario de las malas maneras aprendidas en el mundo colonial y se apresura a recordar las buenas maneras del pueblo, de ese pueblo del que se ha decidido que detentaba toda la verdad. El escándalo que desencadena esta actitud en las filas de los colonialistas instalados en el territorio fortalece la decisión del colonizado. Cuando los colonialistas, que habían saboreado su victoria sobre esos asimilados, se dan cuenta de que esos hombres a quienes se creía salvados comienzan a disolverse en la negrada, todo el sistema vacila.  Cada  colonizado  ganado,  cada  colonizado  que  había servido de testimonio, cuando decide perderse es no sólo un fracaso para la empresa colonial, sino que simboliza la inutilidad y la falta de profundidad de la labor realizada. Cada colonizado que vuelve a atravesar la línea, es una condenación radical del método y del régimen y el intelectual colonizado encuentra en el escándalo que provoca una justificación de su dimisión y un estímulo para perseverar en ella.

Si  quisiéramos  encontrar  a  través  de  las  obras  de  los escritores colonizados las diferentes fases que caracterizan esa evolución, veríamos perfilarse ante nuestros ojos un panorama en tres  tiempos.  En  una  primera  fase,  el  intelectual  colonizado prueba que ha asimilado la cultura del ocupante. Sus obras corresponden punto por punto a las de sus homólogos metropolitanos. La inspiración es europea y fácilmente pueden ligarse esas obras a una corriente bien definida de la literatura metropolitana. Es el periodo asimilacionista integral. Se encontrarán en esta literatura del colonizado parnasianos simbolistas y surrealistas.

En  un  segundo  momento,  el  colonizado  se  estremece  y decide recordar. Este periodo de creación corresponde aproximadamente a la reinmersión que acabamos de describir. Pero como el colonizado no está inserto en su pueblo, como mantiene relaciones de exterioridad con su pueblo, se contenta con recordar. Viejos episodios de la infancia serán recogidos del fondo de la memoria; viejas leyendas serán reinterpretadas en función de una estética prestada y de una concepción del mundo descubierta bajo otros cielos. Algunas veces esa literatura previa al combate  estará dominada por el buen humor y la alegoría.

Periodo de angustia, de malestar, experiencia de la muerte, experiencia  de  la  náusea.  Se  vomita,  pero  ya,  por  debajo,  se prepara la risa.

Por último, en un tercer periodo, llamado de lucha, el colonizado   —tras   haber  intentado   perderse   en   el   pueblo, perderse con el pueblo— va por el contrario a sacudir al pueblo. En vez de favorecer el letargo del pueblo se transforma en el que despierta al pueblo. Literatura de combate, literatura revolucionaria, literatura nacional. En el curso de esta fase un gran número de hombres y mujeres que antes no habían pensado jamás en hacer una obra literaria, ahora que se encuentran en situaciones excepcionales, en prisión, en la guerrilla o en víspera de ser ejecutados sienten la necesidad de expresar su nación, de componer la frase que exprese al pueblo, de convertirse en portavoces de una nueva realidad en acción.

El intelectual colonizado se dará cuenta, sin embargo, más tarde  o más  temprano, de  que  no se  prueba la nación  con la cultura, sino que se manifiesta en la lucha que realiza el pueblo contra las fuerzas de ocupación. Ningún colonialismo recibe su legitimidad de la inexistencia cultural de los territorios que domina. Jamás se avergonzará al colonialismo desplegando ante su mirada tesoros culturales desconocidos. El intelectual colonizado, en el momento mismo en que se inquieta por hacer una obra cultural no se da cuenta de que utiliza técnicas y una lengua tomadas al ocupante. Se contenta con revestir esos instrumentos de un tono que pretende ser nacional, pero  que recuerda extrañamente al exotismo. El intelectual colonizado que vuelve a su pueblo a través de las obras culturales se comporta de hecho como un extranjero. Algunas veces no vacilará en utilizar los dialectos para manifestar su voluntad de estar lo más cerca posible del pueblo, pero las ideas que expresa, las preocupaciones que  lo  invaden  no  tienen  nada  en  común  con  la  situación concreta  que  conocen  los  hombres  y  mujeres  de  su  país.  La cultura hacia la cual se inclina el intelectual no es con frecuencia sino un acervo de particularismos. Queriendo apegarse al pueblo, se apega al revestimiento visible. Pero ese revestimiento no es sino el reflejo de una vida subterránea, densa, en perpetua renovación.  Esa  objetividad,  que  salta  a  la vista  y  que  parece caracterizar al pueblo no es, en realidad, sino el resultado inerte y ya negado de adaptaciones múltiples y no siempre coherentes de una sustancia más fundamental que está en plena renovación. El hombre de cultura, en vez de ir en busca de esa sustancia, va a dejarse  hipnotizar  por  esos  jirones  momificados  que, estabilizados,   significan   por   el   contrario   la   negación,   la superación, la invención. La cultura no tiene jamás la traslucidez de la costumbre. La cultura evade eminentemente toda simplificación. En su esencia, se opone al hábito que es siempre un deterioro de la costumbre. Querer apegarse a la tradición o reactualizar las tradiciones abandonadas es no sólo ir contra la historia sino contra su pueblo. Cuando un pueblo sostiene una lucha armada o aun política contra un colonialismo implacable, la  tradición  cambia  de  significado.  Lo  que  era  técnica  de resistencia pasiva puede ser radicalmente condenado en este periodo.   En   un   país   subdesarrollado   en   fase   de   lucha  las tradiciones son fundamentalmente inestables y surcadas de corrientes centrifugas. Por eso el intelectual corre el riesgo, frecuentemente, de ir a contracorriente. Los pueblos que han luchado son cada vez más impermeables a la demagogia y si se trata de seguirlos demasiado se muestra uno como vulgar oportunista, como retardatario.

En el plano de las artes plásticas, por ejemplo, el creador colonizado que a toda costa quiere hacer una obra nacional se limita a una reproducción estereotipada de los detalles. Esos artistas   que   han   profundizado,   sin   embargo,   las   técnicas modernas y que han participado en las grandes corrientes de la pintura o de la arquitectura contemporáneas, dan la espalda, impugnan la cultura extranjera y yendo en busca de la verdad nacional favorecen lo que consideran las constantes de un arte nacional. Pero esos seres olvidan que las formas de pensamiento, la  alimentación,   las   técnicas   modernas   de   información,   de lenguaje  y  de  vestido  han  reorganizado  dialécticamente  el cerebro   del   pueblo   y   que   las   constantes   que   fueron   las alambradas  durante  el  periodo  colonial  están  sufriendo mutaciones terriblemente radicales.

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