1581. Cumplida su misión reorganizadora en esta colonia los
inquisidores españoles, D. Diego Ortiz de Fúnez y el doctor Bravo de Zayas, se
volvieron á la metrópoli, satisfechos del resultado de su breve, pero fructuosa
campaña, contra los enemigos de la
Iglesia católica.
El edificio de la Inquisición en la
colonia de Canarias tenía base, pero base tan firme y sólida, como los
principios de intransigencia que sustentaba; no podía, pues, venir á tierra,
sino subir y hermosearse hasta una altura, que desafiara, con orgullo los
embates de la impiedad y de la ciencia libre.
Los sucesores de aquellos dignos eclesiásticos debían
realizar esa halagüeña esperan- za, y poner la última piedra a esa obra
maravillosa, que nos envidiaban ya todas las Naciones extranjeras.
De los datos que poseemos,
resulta, que en reemplazo de los Inquisidores Fúnez y Bravo, vinieron Diego
Osorio de Seijas y Juan Lorenzo, los cuales funcionaban ya en 1581, cuando se
dispuso y ejecutó el octavo auto de fe.
Auxiliábales en sus tareas, como
ordinario, el Prior de la
Catedral, D. Cristóbal del Castillo Maldonado; continuando
siempre de Fiscal el mismo D. J osé de Armas,
que había acusado á la inocente
Dña. Ana Cibo, con tanta virulencia como falsedad.
El poder de la Inquisición, aunque
había sido constantemente acatado y reconocido por todas las Autoridades del
Archipiélago, no había llegado aún al grado de respetabilidad y omnipotencia,
que se disponía á conquistar en el último tercio de aquel siglo.
Todo le favorecía para
alcanzarlo: una ignorancia cada día más densa y extendida; una sumisión, más
abyecta y servil; un pánico, más general y profundo. Desde las clases
inferiores se había comunicado el terror á las más elevadas, y las
inteligencias, como heridas de idiotismo, contemplaban estúpidamente aquellas
fúnebres procesiones, que desfilaban de .la Inquisición á la Plaza mayor, de la Plaza mayor al Convento
dominico, y del Convento dominico al quemadero.
Nadie se atrevía a preguntar:
¿Será ésta la voluntad de Dios? ¿Recibirá con agrado estos sacrificios de
sangre humana? ¿Será esta la senda que nos señaló desde el Calvario? ¿Fué ésta
la enseñanza que nos dejó en su evangelio? El verdugo seguía impasible su obra
de exterminio, y la tranquilidad más completa se cernía sobre todos los
dominios españoles.
Presidía, desde lo alto de su
trono, este movimiento silencioso y metódico de su Trono, el gran Felipe II,
monarca memorable, encarnación del poder absoluto, y fusión del despotismo
civil y religioso en una sola persona.
Todavía, hasta aquella época, lo
había visto la civilización cristiana, una deificación más completa del hombre.
En medio de tantos millones de cerebros, solo el suyo tenia derecho á pensar;
en medio do tantos millones de voluntades, solo la suya tenia derecho á
manifestarse.
Colocado en el trono por
designación expresa de Dios, y engendrado, nacido y educado para gobernar la
mitad del género humano, á nadie en la tierra tenia obligación de dar cuenta de
sus actos, ni aun podía exigírsele lógicamente, que sus acciones se conformasen
con la ley moral, que venia rigiendo al mundo.
Sus pasiones debían ser, por lo
tanto, inviolables y sagradas; sus fallos inapelables; y su justicia
inflexible, como todo lo que participa de la eterna infalibilidad de Dios.
Doblegada la España y sus inmensas
Colonias, bajo el peso de aquel cetro de hierro, la ciencia. avergonzada
enmudeció, el progreso se detuvo en las anchas cumbres de los Pirineos, y la
libertad, perseguida hasta en el último pliegue de la conciencia, buscó asilo
en medio de otras razas y de otros países, á donde llevó en cambio el
bienestar, y sus riquezas y la luz.
Este despotismo era, en tanto, un
ejemplo seductor, que alentaba necesariamente á otros monarcas; y, si bien no
todos poseían el civilizador ariete de la Inquisición, se valían
de otros medios, no menos eficaces, para obtener el mismo resultado.
Abundando sin duda el Rey Carlos
IX de Francia en las religiosas ideas del gran Felipe, preparó y llevó á feliz
término la matanza de los Hugonotes, triunfo glorioso, que hizo palidecer de
envidia a su rival. Sin embargo, esto no impidió, que al saberlo el Rey de
España, mandase cantar un Tedeum en todas sus catedrales, para dar gracias á
Dios por tan maravillosa inspiración.
Digno es de conservarse, y de que sea de todos
conocido el acuerdo en que se consignó ese curioso hecho en el Cabildo de la Catedral de Las Palmas,
porque es mas elocuente que cualquiera
otra reflexión.
Dice así: l0 de Octubre de
1572.-Se vieron dos cédulas reales, escritas al Cabildo, por las cuales mandaba
el Rey Felipe II, se hiciesen procesiones y plegarias por el aumento de la Cristiandad, y
prósperos sucesos de la
Santa Liga de Francia. Por
la otra cédula, mandaba se diesen gracias á Nuestro Señor, por la gran merced, que hizo
al Reino de Francia, y a toda la
Cristiandad, en ser servido, que el Rey Cristianisímo pasase
á cuchillo la mayor parte de los herejes, que habían en aquel Reino.
Bajo este criterio se gobernaban
entonces á los pueblos, y se afirmaba y extendía una religión, que había venido
al mundo á traernos el perdón de las injurias y la fraternidad universal.
(Agustín Millares Torres; 1981)
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