domingo, 22 de diciembre de 2013

CAPÍTULO XLI-XII



EFEMERIDES CANARIAS
UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
PERÍODO COLONIAL, DÉCADA 1800-1900 

CAPÍTULO XLI-XII



Eduardo Pedro García Rodríguez

1811 A 1820
1811.
El castillo de Sn. Gabriel que defiende el Puerto de Arrecife, que sin duda es el mismo construido por los años de 1598, según dijimos, Cap. 2,4, está oportunamente situado sobre el islote que hoy por la propia razón llaman el castillo tiene su buena cisterna, cinco caño­nes casi todos de hierro, de calibre de 12 a 16; su rastrillo o empali­zada por fuera, algunos cuartos dentro con bóvedas oscuras, puertas moriscas, una mazmorra diabólica, sin luz, en forma de pozo, cuya entrada es al piso de la batería por dentro del cuarto donde duerme la guardia, la cual arroja dentro de la mazmorra todas las inmundi­cias, y el infeliz preso tenía que bajar colgado hasta dar en el fango que hacía abajo el mar, sin quedarle otro recurso que encaramarse so­bre un tablón que le servía de cama y está atravesado a alguna altura del piso. Los gobernadores déspotas, más moriscos que la propia maz­morra, encerraban aquí a varios desdichados por ofensas bien leves. Pero el año 1811, el subteniente Dn. Leandro Camacho que se hallaba arrestado en esta fortaleza, hizo tupir con arena este horroroso calabo­zo, con licencia de Dn. José Perol, gobernador interino entonces de la isla de Lanzarote, quien conoció la prueba de barbarie que indicaba De la banda de afuera de la muralla que conduce a dicho casti­llo, está construida una destila perteneciente a Castro, cuyos muros puede haber casos en que sean estorbo para la defensa, siendo atacado de la parte Sr. E. de tierra.

Para pasar desde la isla a la expresada fortaleza, hubo un mal murallón, y un puente formado con unas vigas. El que ahora hay de tres ojos, levadizo el espacio del medio, es de cantería, con sus pila­res, escalera vuelta al N. que sirve de muelle, y sus murallas, es obra del reinado de Carlos III por los años de 1771. Este es el paseo favo­rito de aquellos habitantes, donde van a tomar fresco. Y a decir la verdad, es lo más agradable de toda la isla, porque se disfruta de la entera vista de aquel tranquilo puerto, viéndose los barquillos con sus cargas navegando por debajo de los paseadores.

El mismo castillo se discurrió en 1808, sirviese de atalaya impo­niendo al vecindario con anticipación de las naves que se aproxima­ban al puerto. Redúcese la señal a poner una banderita del lado por donde se descubre cualquier vela y tocar la campana para que el pueblo mire y lo sepa. . (J. Álvarez Rixo, 1982:67-68)


1811.
De todas las epidemias que azotaron las islas Canarias en el siglo XIX dos fueron las más cruentas, las que tuvieron gran virulencia, las de mayor incidencia en la población. Las que causaron mayores estragos: la de fiebre amarilla, de 1811 y la del cólera morbo de 1851. Al menos ocurrió así en la entonces villa de Guía, donde fue muy elevado el número de víctimas mortales. Si bien otras epidemias de fiebre amarilla y de cólera que se presentaron también en el pasado siglo, su huella se dejó sentir la desolación, aunque en menor proporción, e hizo mella entre los vecinos.

En la epidemia de 1811 murieron en la villa de Guía, o, al menos sospechosos de ella, 267 personas, entre hombres y mujeres, mayores y niños, según se ha podido determinar, estudiar y recopilar de los Libros Sacramentales de la iglesia parroquial de Guía, cuya relación está en uno de los apéndices. En la del cólera morbo de 1851, hubo que lamentar por lo menos 164 víctimas mortales, según una estadística que llevó el Ayuntamiento, numérica y sin nombres, pues fue tal el pánico y los efectos causados por la epidemia que, muerto el Beneficiado de Guía, don Francisco Almeida a consecuencia de ella, dejó de llevarse el Libro de Defunciones que se reinició acabados los estragos.

Sólo la inquieta preocupación de un Colector de la parroquia guíense, don Francisco Quintana Amara!, personaje curioso sobre el que podría escribirse un libro no sólo por el devenir de su ajetreada vida, sino por lo ocurrente de su : carácter, hizo posible que en esta ocasión, se pueda contar con el inicio de una relación de los primeros que murieron de la epidemia de fiebre amarilla o sospechosos de ella, que se ha podido completar —al caer el afectado de la enfermedad, aunque no sucumbió a ella— con el Libro de Defunciones.

Lo que pretendemos aquí es aportar nuevos datos sobre las epidemias que hicieron acto de presencia en la isla, y más concretamente la de 1811, contribuyendo así al conocimiento de esta parcela de la historia médica de Gran Canaria que con tanto acierto hizo el Dr. Don Juan Bosch Millares.

El lector, sobre todo de Guía, verá en esta relación antepasados suyos. Antepasados muy recientes, pues se trata de los padres de nuestros bisabuelos y en algunos casos, incluso, de algunos bisabuelos de quienes aún viven o recién murieron.

Se trata, en definitiva, de saber cuáles fueron los estragos de esta enfermedad. Conocer los protagonistas. Descubrir hechos, acontecimientos y nombres propios cuya vinculación a la historia guíense es patente.

Situación política y social

La aparición de la epidemia de fiebre amarilla en Canarias vino a distraer un poco —o mucho— a los habitantes de las islas de aquellas otras preocupaciones políticas y sociales en que estaba inmerso el Archipiélago en aquel momento: porque las islas no fueron ajenas a la alegría que supuso para el país, en 24 de septiembre de 1810, la instalación de las Cortes en la nación que habían sido prometidas desde hacia un año 49.
Las islas se vieron, igualmente, inmersas en un ajetreo político que hasta entonces le había sido vetado. Y se dispuso a elegir a sus representantes en las futuras Cortes.

 Fueron nombrados, por Tenerife, don Santiago Key y don Fernando de Llarena; por la isla de Gran Canaria el canónigo guíense, don Pedro José Gordillo y Ramos y por las demás islas, don José Antonio Ruíz Padrón, un fraile secularizado, gomero él, que había sido anteriormente abad franciscano de San Martín de Valdeorras, en Astorga.

Dejemos descansar los avalares y enfrentamientos políticos que estos acontecimientos supusieron para las siempre complicadas relaciones entre las dos "islas mayores" del Archipiélago queriendo cada cual la hegemonía de Canarias. Mientras que los políticos estaban de lleno metidos en estos acontecimientos, los vecinos de las islas tenían otras preocupaciones más graves: cómo se iban muriendo miembros de sus familias que, en algunos casos, llegó a elevarse a siete el número de una misma.

En esta situación política también estaba la villa de Guía. En lo económico, la aparición de la epidemia hizo notar su repercusión. La falta de cuidados de los cultivos y, en general, de la agricultura propició la pérdida de cosechas enteras de los más variados productos de la tierra. Y, por si fuera poco, en pleno padecimiento de los efectos de la epidemia apareció una nueva plaga, la de langosta que arrasó, materialmente, todo lo que estaba plantado y que hizo protagonizar a los vecinos de las medianías guienses aquella famosa promesa que si les libraba el Cielo de la plaga, cada año sacarían a la Virgen de Guía en procesión. Cumplióse el ruego, llovió tanto en la comarca que las aguas acabaron con la cigarra y desde entonces en Guía se celebra cada septiembre la votiva y popular fiesta de "Las Marías".

Es una lástima que en el Archivo Municipal de Guía estén traspapelados —suponemos— toda la documentación de esta época, pues de momento sólo pueden ser consultadas las actas a partir de 1840. En el traslado de las oficinas municipales del viejo caserón de la calle de Enmedio al nuevo edificio de la Plaza, en tiempos de la alcaldía de Rafael Velázquez García, debió traspapelarse esta documentación, pues recuerda el cronista haberla consultado más de una vez a finales de la década de los cincuenta e, incluso, a principios de los sesenta.

Pero esta situación, en Guía, no era distinta de las de los otros pueblos de Gran Canaria. Eminentemente agrícola, con algunos incipientes negocios —fabricantes de sombreros, herrerías, etc.— la vida transcurría entre la monotonía propia de un pueblo con un censo de alguna importancia. Sólo, de vez en cuando, el vecindario altera su monotonía con las noticias que en orden político llegaban de la Ciudad.


José Luján Pérez, Pedro José Gordillo y Rafael Bento Traviso

En este año de 1811 regía el pueblo, en calidad de Alcalde Real, don José Almeida Domínguez y destacaban como figuras preeminentes nacidas en Guía tres nombres propios que han pasado a la historia de Canarias: el escultor José Lujan Pérez, el canónigo y diputado, Pedro José Gordillo y el militar y poeta, Rafael Bento y Travieso.

Pero, ¿qué hacían estos ilustres personajes guienses entre finales de 1810 y 1811?

José Lujan Pérez recibía el encargo del Cabildo Catedral para hacer una nueva imagen de la Virgen de la Antigua que sustituyera aquella otra que se veneraba gracias a la fundación del Deán don Zoilo Ramírez, y contemplaba cómo se colocaban las doce estatuas de los apóstoles en el Cimborrio de la Catedral en septiembre de 1810; o seguía trabajando en las obras del frontis del primer templo catedralicio.

Gordillo y Ramos estaba en Cádiz pues había sido elegido Diputado en Abril de 1810. Gordillo, ya se sabe, "había sido un miembro destacado de la conspiración de los primeros días de mayo de este año, en los que el Cabildo Catedral actuaba contra la Audiencia, para el establecimiento de un gobierno autónomo".

Y Rafael Bento y Travieso, seguía viviendo en Guía por su calidad de militar, teniente de capitán y juez militar y civil en el pueblo, y hubo de padecer directamente los efectos de la epidemia, porque su mujer, doña Fermina Fernández, murió de la fiebre amarilla, marchando luego el poeta a Sevilla y durante cuya ausencia se le instruyó por la Inquisición un proceso, con las denuncias de ciertos personajes religiosos guienses de la época, "por las blasfemias que hizo contra Dios y la religión".

Ante este panorama y en esta situación llega el contagio de la fiebre amarilla a Guía por culpa del viaje que desde Las Palmas realizó al pueblo una mujer, vecina de allí, que murió casi sin que nadie se diera cuenta que había fallecido contaminada y que al contagiar a su familia propagó el virus, primero en su casa y desde allí a todo el pueblo. Esto ocurría, exactamente, el 26 de agosto de 1811.

Aparición de la epidemia en las islas

La epidemia de fiebre amarilla de 1811 dejó sentir sus efectos inicialmente en la vecina isla de Tenerife, a principios de 1810 a donde llegó el virus procedente del Puerto de Cádiz por transmisión a cargo de algún pasajero de cualquiera de los navíos que transitaban entre Canarias y la península ibérica.

Los estragos en la vecina isla fueron notorios, lo que hizo que, debido al tráfico de barcos entre Tenerife y Gran Canaria se tomaran las debidas precauciones por parte de las autoridades de la isla en colaboración con los responsables sanitarios. En algunos casos, las medidas fueron concretas, como la vigilancia de las costas para evitar la entrada clandestina y sin control de pasajeros que pudieran transmitir el mal. Notorio fue un bando hecho público por la Junta de Sanidad de Gran Canaria en el que se ordenaba poner vigilancia a los barcos con sus tripulaciones que habían arribado procedente de cualquier punto de Tenerife al Puerto de la Luz, después de hacer su tráfico comercial con Gáldar y Santa Cruz.

Los efectos de la fiebre fueron en aumento en Tenerife con tal magnitud que ante la visita de un emisario de Gran Canaria al Capitán General, éste confirmó la existencia y se apresuró a pedir ayudas, sobre todo "víveres, por lo que se embarcó por el Puerto de Sardina de Gáldar 27 reses vacunas y 200 carneros al mando de un hombre".

Pero las preocupaciones fueron inútiles. No se pudo evitar que de Tenerife saliera algún que otro navío para Gran Canaria portando el virus, en los momentos en que la epidemia hacía más estragos allí. Así que llegó a Gran Canaria la fiebre amarilla a principios del mes de octubre: gentes de Tenerife queriendo salvarse de los efectos y estragos de la enfermedad embarcaron en algunos navíos sin orden ni control. Y sin orden ni control — una vez desembarcados por el Puerto de Sardina de Gáldar—56 empezaron a desperdigarse por la isla. A los dos o tres días de su arribada, se tuvo el primer aviso o síntoma en la Cuesta de Silva, de la jurisdicción de Guía —proximidades del lugar donde está el Cenobio de Valerón— había enfermado uno de aquellos pasajeros y murió a los cinco días de su arribada.

Fue así cómo la epidemia enraizó entre las gentes de Gran-Canaria y sus efectos fueron de tal magnitud que los médicos de la época —doctores Antonio Roig, Bautista Bandini, Francisco Paño y Nicolás Negrín— no daban abasto para sus intervenciones entre los afectados. Pese a las precauciones y toda clase de medidas tomadas, fue imposible que la fiebre se propagara por toda la isla. Y la villa de Guía tampoco se libró de sus virulentos efectos.

La epidemia en Guía, Gran Canaria

La epidemia llegó a Guía portada por una mujer, María Guadalupe Benítez Gramas, soltera, que había salido de Las Palmas con pasaporte; esto es, con un permiso especial para poder romper el cordón establecido en la Ciudad una vez que, después de tantas vicisitudes, fue declarada la epidemia.

En realidad, la muerte de María Guadalupe Benítez Oramas se creyó en el pueblo que había sido por causa natural. De ahí que su cadáver fuera enterrado en la iglesia parroquial, práctica habitual desde siempre y hasta unos días después en que, por mor de esta epidemia, se abrió el que sería el primer cementerio de Guía, como luego veremos.

Nadie imaginó que esta mujer fuera portadora del virus. Pero había invadido su casa y contagiado a su familia. De esta forma comienza a cebarse la muerte de otros miembros de la familia, lo que dio pie para que las autoridades del pueblo, junto con las sanitarias, tomasen cartas en el asunto.

María Guadalupe murió el 26 de agosto. Cuatro días después, el 30, su abuela materna, Lorenza Fernández, viuda de Antonio Gramas; el día 16 de septiembre, su abuela paterna, María Isabel Ramos; el día 19, su padre, Blas Benítez Ramos y al día siguiente, 20 de septiembre, su madre, Bernarda Gramas Hernández.

A partir de aquí la epidemia campea a sus anchas por el pueblo y los fallecimientos se irán sucediendo —algunos días hasta nueve y en ocasiones, siete u ocho miembros de una misma familia— hasta el 8 de enero de 1812. En total, según la estadística realizada a base de los Libros Sacramentales y otros documentos, por lo menos 267 persona murieron en el casco, pues no están registradas ni contabilizadas las posibles muertes en los pagos o barrios de las medianías, aunque rara vez se bajó al pueblo algún que otro cadáver para ser sepultado en La Atalaya.

En este período se producen, mensualmente, los siguientes fallecimientos: 1, en agosto; 3, en septiembre; 91, en octubre; 106, en noviembre 60, en diciembre y seis en enero siguiente. Son varones, 122, y 145 hembra. De los hombres, solteros fueron 51 (de los que tres sacerdotes, entre ellos el beneficiado), 45 casados, 12 viudos y 14 niños. De las mujeres, 62 solteras, 33 casadas, 37 viudas y 13 niñas.

La enfermedad se da por propagada en la localidad, alarmado el pueblo y sus autoridades y pese a la guardia que en los primeros días se puso en la casa de la familia que sufrió las primeras bajas, "pasados diez días volvieron a presentarse otros casos, sin diagnóstico, con una mortalidad de cinco, porque en Guía —como en Las Palmas— se seguía negando la existencia de la fiebre amarilla".

No ha sido posible seguir al detalle la evolución o desarrollo de la enfermedad, ni cuales fueron las actuaciones y decisiones de las autoridades políticas y sanitarias. La falta de documentación en el Archivo Municipal al respecto -al menos conocida por nosotros y mucho menos localizada- privan de este conocimiento fundamental. Pero baste seguir la evolución, en su conjunto, en la isla, para saber que la epidemia causó muchos estragos, que se hizo imposible pararla, que debió cundir el pánico al tiempo que la improvisación y que las condiciones sociales de la época hacían posible y más fácil el contagio entre los vecinos que no podían salir del pueblo para refugiarse en los barrios de las medianías, en sus propiedades o en casa de amigos o familiares.

El cura no daba abasto para administrar los Sacramentos; la mayoría moría sin recibirlos o, en último extremo, sólo los Santos Óleos y también casi todos morían sin testar: muy pocos por no darle tiempo y la mayoría por carecer de nada o casi nada que dejar en la testamentaría.

El contagio —como luego veremos— llegó incluso al Beneficiado, don Francisco Almeida, que moriría de la enfermedad el 28 de octubre. Y también murieron los sacerdotes, don Francisco Posadas Gordillo y don Manuel Rodríguez.

Estudio de la evolución de la enfermedad

La estadística que hemos realizado permite conocer cuál fue la evolución de la epidemia y sus estragos, a través del número de fallecimientos que se producía cada día. La epidemia, en Guía, tuvo altibajos, con jornadas en que las muertes se elevaron hasta 9 y otras en que sólo se producía una o dos. Incluso, siempre a juzgar por los asientos del Libro de Defunciones de la Parroquia, hubo días en que, aparentemente, no se registraron.

Pero está claro que, después de octubre en que se contabilizaron 91 fallecimientos (con jornadas en que hubo ocho, siete y seis), fue noviembre el que registra un mayor número de bajas, con 106. Aquí hubo un día, concretamente el 20 en que fueron nueve, cifra que también registró el 2 de diciembre, mes en que las muertes bajaron a 60, pues se advierte una disminución de los efectos y estragos de la epidemia. En enero de 1812, entre el 3 y el 8 en que prácticamente se dio por finalizada la enfermedad, murieron 6 personas.

A partir del 8 de enero, comienza a firmar las partidas de defunción el cura don Juan Suárez Aguilar y la epidemia se presiente remitida, pues los fallecimientos son más espaciadas.

Por ejemplo, después del asiento de una defunción, fechado el citado 8 de enero de 1812, le sigue el de 9 de marzo. De todas formas es de notar un recrudecimiento en el mes de mayo, a juzgar por el elevado número de personas que mueren entre el día 8 y el 10: cinco. Demasiadas si se piensa en lo muy diezmada que quedó la población y en que, en época normal, las defunciones no se producen con tanta frecuencia.

Además, a partir del 8 de enero ya no se escribe en el Libro de Defunciones, "En el cementerio de la Atalaya" que era donde se sepultaba a los que morían de la epidemia o sospechoso de ella, sino que se generaliza y se especifica, "en el cementerio de esta villa", pues como tal cementerio quedó después de la plaga, al quedar expresamente prohibido durante y después de ella que ya nadie se sepultase en las iglesias. Y esto también se llevó a cumplimiento en Guía.

Como simple dato complementario, veamos el número de fallecimientos que se producen en los meses siguientes al de mayo de 1812: en junio, 8 personas; en julio, 5; en agosto, 3; en septiembre, 8; en octubre, 6; en noviembre, 15, concretamente entre los días 4 y 16 de dicho mes. Debió recrudecerse la epidemia, aunque no con tanta virulencia y, desde luego, ya controlada sin miedo de propagación, pues el pueblo se sometió a las lógicas medidas sanitarias para su fumigación. [Pedro González Sosa] (Transcripción de Antonio Aguiar Díaz, 2007)

1811.
En Añazu n Chinech (Santa Cruz de Tenerife) se estropeó la cañería que surtía de agua al muelle y la dificultad de poner otra nueva sin descomponer todo el muelle hizo que se quedara abandonada. A partir de esta época, la aguada se hizo exclusivamente en la pila del muelle. En 1856 Juan Cumella fue autorizado para poner a espaldas de la fuente de Isabel II un depósito de agua, con cañería propia para conducirla a la punta del muelle, con el propósito de surtir los buques directamente, pagando el 10% de la recaudación al ayuntamiento.
1811.
Aportó al Puerto de Arrecife (Lanzarote) una fragata de la Rl. Compañía de Filipi­nas la cual había salido de Manila muy interesada; y como las noticias tenidas en el Asia al tiempo de su salida, hacían dudar hubiese algún gobierno español existente en la península, vino a saber si aún Cádiz se conservaba nuestra. Enterada de que todavía se mantenía bien defendido refrescó y zarpó a pocos. (José A. Álvarez Rixo, 1982:202-204)
1811.
…Con Dn. Bartolomé Lorenzo Guerra, casi sucedió lo mismo era también de buena presencia, trigueño, y algo más serio y sobre sí que su rival. Todavía se conservaba soltero. No había ojeriza directa con­tra él sino que se temía demasiado el influjo de su larga parentela. Y he aquí dos hombres cada uno de los cuales muy capaz de hacer bien a sus paisanos y que ninguna antipatía había entre ellos; otros a títu­lo de quererlos exaltar con tomarlos por enseña, los hicieron desgra­ciados.

Cuando después de transcurridos muchos años, (de los alzamientos en Lanzarote) que las vicisitu­des de la vida han abatido los rencores, mudándose todas las circuns­tancias del gobierno, y desaparecido del teatro de acción los sujetos que lo turbaron, afanándose por dirigir sus pueblos según su gusto, intereses personales y pasiones; no sabe uno si se ría, o compadezca. Al acordarme de los más de aquellos hombres honrados, amistosos y joviales, que se tornaron sandios y rencorosos, pensando que cuanto decretaban habían de ser duradero y eterno; que dirían si viesen los multiplicados trastornos que hasta casi hace desarraigado de la me­moria los alborotos que, los tenían medio enfatuados y locos? Eranlo, y algunos de ellos mismos lo llegaron a conocer y avergonzaron de haberlo sido. Pues cuando sucedió que algunas de sus hijas llega­ron a ser pedidas por jóvenes de conveniencias que hacían buena cuenta, pero que eran hijos de un partidario contrario a quien ha­bían perseguido, difamando de su persona y familia; no sabían como hacer para soldar la reputación que habían ajado, la cual revertía contra sí mismos si los muchachos se casaban. Algunos más inge­nuos se pidieron perdón; otros fueron grangeándose amistad con redprocos servicios, y cuando todavía no se abatían a buscarse recí­procamente en sus domicilios para tratar algún negocio preciso, lo hacían como encontrándose por incidencia casa de Dn. Manuel Álvarez, quien habiéndose conservado neutral su habitación fúe siempre respetada, y concurrida.

Luego que el tente. coronel Dn. José Perol tomó el mando, trató de conciliar los ánimos, a cuyo fin dio un espléndido baile general en la desocupada casa del Sr. brigadier Clavijo de la villa de Teguise; donde concurrió toda la gente más visible de ambos bandos de todos los pueblos de la isla. Algunos fueron temerosos de cualesquiera des­mán de parte de sus enemigos a quienes ni ver querían. Perol les so­ segó portándose con la mayor atención y fineza con los unos y los oíros, por lo que renació cierta confianza. El que escribe concurrió con su padre y presenció una acción que cuando mucha poco le interesó, pero hoy la considera con otro aspecto y la relata.

Junto a las poncheras estaba el prior dominico fr. Bernardino de Acosta, y el gobernador Perol, trajo hacia allí al subtc. Dn. Leandro Camacho para beber. Pero al reparar en el fraile hizo pie atrás. Re­parólo el prior y le dijo cariñoso: llega Leandro, ya se acabó todo. ¿Corno todo? después de tanta cosa y verme perseguido y expatriado tanto tiempo? -Tú también nos hiciste fuego... Perol al advertir el tuteo, conoció que habían sido amigos, y cortó el diálogo de recon­venciones diciendo con cierto imperio: Renazca la amistad con un abrazo! El fraile se enterneció bebieron juntos, y toda la noche estu­vieron recordando no agravios ni persecuciones, sino las diversas fiestas en que se habían divertido. Esta reconciliación siendo aún la primera, la tuvieron algunos por debilidad de estos amigos, yo la te­nia por acción muy buena. (José A. Álvarez Rixo, 1982:183)
1811.
La epidemia de fiebre amarilla de 1811 dejó sentir sus efectos inicialmente en la vecina isla de Tenerife, a principios de 1810 a donde llegó el virus procedente del Puerto de Cádiz por transmisión a cargo de algún pasajero de cualquiera de los navíos que transitaban entre Canarias y la Península.

Los estragos en la vecina isla fueron notorios, lo que hizo que, debido al tráfico de barcos entre Tenerife y Gran Canaria se tomaran las debidas precauciones por parte de las autoridades de la isla en colaboración con los responsables sanitarios. En algunos casos, las medidas fueron concretas, como la vigilancia de las costas para evitar la entrada clandestina y sin control de pasajeros que pudieran transmitir el mal. Notorio fue un bando hecho público por la Junta de Sanidad de Gran Canaria en el que se ordenaba poner vigilancia a los barcos con sus tripulaciones que habían arribado procedente de cualquier punto de Tenerife al Puerto de la Luz, después de hacer su tráfico comercial con Gáldar y Santa Cruz.

Los efectos de la fiebre fueron en aumento en Tenerife con tal magnitud que ante la visita de un emisario de Gran Canaria al Capitán General, éste confirmó la existencia y se apresuró a pedir ayudas, sobre todo "víveres, por lo que se embarcó por el Puerto de Sardina de Gáldar 27 reses vacunas y 200 carneros al mando de un hombre".

Pero las preocupaciones fueron inútiles. No se pudo evitar que de Tenerife saliera algún que otro navío para Gran Canaria portando el virus, en los momentos en que la epidemia hacía más estragos allí. Así que llegó a Gran Canaria la fiebre amarilla a principios del mes de octubre: gentes de Tenerife queriendo salvarse de los efectos y estragos de la enfermedad embarcaron en algunos navíos sin orden ni control. Y sin orden ni control — una vez desembarcados por el Puerto de Sardina de Gáldar—56 empezaron a desperdigarse por la isla. A los dos o tres días de su arribada, se tuvo el primer aviso o síntoma en la Cuesta de Silva, de la jurisdicción de Guía —proximidades del lugar donde está el Cenobio de Valerón— había enfermado uno de aquellos pasajeros y murió a los cinco días de su arribada.

Fue así cómo la epidemia enraizó entre las gentes de Gran-Canaria y sus efectos fueron de tal magnitud que los médicos de la época —doctores Antonio Roig, Bautista Bandini, Francisco Paño y Nicolás Negrín— no daban abasto para sus intervenciones entre los afectados. Pese a las precauciones y toda clase de medidas tomadas, fue imposible que la fiebre se propagara por toda la isla. Y la villa de Guía tampoco se libró de sus virulentos efectos. (Pedro González-Sosa)
1811. Son abolidos los Señoríos en la colonia de Canarias. – Se instala en el Pescante de Agulo la Gomera el primer teléfono de la isla.
1811. De gran trascendencia para las Islas de Señorío en la colonia de Canarias serán las Cortes de Cádiz. En 1811 proceden por parte de la s Cortes de la metrópoli a la abolición de todos ellos, aunque de hecho ya habían perdido muchas competencias y poder, en favor del Estado de la metrópoli.
1811. En Añazu (Santa Cruz) reprodújose la fiebre en la primavera de este año, causando nuevas víctimas por falta de desinfectantes y de trabajos higiénicos.

Respecto al duque, Vicente Cañas Portocarrero, duque del Parque, marqués de Castilla y grande de España de primera clase, seguro de que la epidemia no alcanzaría a los que se refugiaban en poblaciones que estuviesen a 300 metros sobre el nivel del mar, abandonó precipitadamente Winiwuada (Las Palmas) tan pronto fue un hecho la aparición en ella de la fiebre y se trasladó a Eguerew (La Laguna,) no sin dejar tristes huellas de su caprichoso despotismo mientras permaneció en Canaria.

1811.
La segunda expedición emigrantes lanzaroteños la emprendió J. Figuerón camponés del higo de Árgana, que habiéndole pillado en Sta. Cruz la epidemia del ano 1810, dónde por la misma razón se hubo de rematar baratísimo un grande bergantín americano lo tomó, e hizo viaje al siguiente 181, con tripularios y familias de Lanzarote. Llegó a Montevideo en lo más afanoso del bloqueo que le tenían puesto por tierra los patriotas de Buenos Aires. El paradero del barco no supe, sólo sí, que en marzo de 1814, regresó con su cuerpo vellido de simple marinero en el navío de guerra «S. Pablo», el cual arribó a la isla de la Madera en el estado más deplorable que puede recordar la historia. Pues de 400 hombres que sacó de tripulación de Montevideo, 110, habían muerto de de escorbuto en la travesía y los demás venían enfermos dan­do alaridos, sin quedar más de 30 sanos incluso la oficialidad, Figueroa y su hijo; en cuya virtud iban a varar el navío en la primera tierra que viesen, por no poder ya manejarlo. Asimismo, no traían ni un ma­ravedí para proveerse. El gobierno portugués por intervención del vice­cónsul de España D. Antonio de Castro, también maderense, se condu­jo generosamente: franqueó dinero, alojamiento a los enfermos, que acto continuo que comieron naranjas y otros víveres frescos empezaron a mejorar, y ya no murió nadie; cuando antes era de 3 a 10 los cadáve­res que se arrojaban al mar diariamente.

El navio se recondujo a Cádiz: con marineros portugueses, y Figueroa habiendo encontrado en la Madera barcos de su tierra regresó a ella pobre y con deudas.

Otra expedición con familias emprendió Dn. Policarpo Medinilla, portugués, vecino de Lanzarote, en un lugre que trajo de Inglate­rra al efecto. Arribó al Río Janeiro donde supo la continuación de la guerra civil en las provincias del Río de la Plata, y desembarcó los pasajeros en Janeiro, en cuyo país cada cual buscó su vida, se vendió el barco, y Medinilla volvió a Lanzarote sólo con una casaca borda­da, y espectativa de ser cónsul de Portugal en Canarias, para cuando el que lo era fuese para otra parte. (J.A. Álvarez Rixo, 1982:166)

1811 Enero 4.  Se da por concluida la epidemia de fiebre amarilla que había sido introducida en la isla por dos paquebotes procedentes de la metrópoli  el Saint-Louis-de Gonzague y el Phénix, atracaron en Añazu n Chinech (Santa Cruz de Tenerife) y no obtuvieron permiso de desembarco hasta que los dos capitanes juraron por su honor que en la metrópoli, a la salida de Cádiz, no reinaba ninguna enfermedad contagiosa y que durante la travesía sólo había habido a bordo algunos hombres ligeramente indispuestos.

Autorizado el desembarco, algunos viajeros lo aprovecharon. Uno de ellos, acompañado por su esposa e hijo, fue recibido por el virrey gobernador general. El niño de diez años de edad, cayó enseguida gravemente enfermo. Sin duda, sufría el temido mal y la declaración de los dos capitanes de navío era falsa.

Esa mentira, o quizás esa falta de vigilancia, iba acostar, sólo ala ciudad de Santa Cruz, cerca de mil cuatrocientos habitantes ( exactamente ochocientos veinticuatro hombres y quinientas ocho mujeres) de los nueve mil que contaba entonces. Fue necesario este triste acontecimiento para obligar a los ediles coloniales a crear un cementerio público. Hasta entonces los cadáveres se inhumaban en las iglesias o en los conventos, sin que nadie se preocupara de sus consecuencias.

Desde el puerto de Añazu (Santa Cruz) el mal se extendió a la capital, Eguerw (La Laguna), pero, sin duda gracias al aire tónico de esa llanura azotada por los vientos y (a pesar de su nombre) desprovista de ciénagas, el contagio desapareció. En otras regiones de menor altitud, en el Pueto Meqínez (Puerto de la Orotava) por ejemplo, se registraron mil quinientos sesenta y cinco casos, de los que setecientos veintiuno fueron mortales, exactamente un tercio de la oblación. y esto en tres meses, día a día, habiéndose producido el primero el 4 de octubre de 1810 y el último el 4 de enero de 1811.

Para detener la epidemia en el interior de la isla, el Cabildo de Eguerew (La Laguna), felizmente inspirado por Don Ramón Carvajal, se esforzó en tomar algunas medidas profilácticas, pero se verá que su efectividad fue muy relativa y que unos inocentes tuvieron que pagar con su vida las sospechas de un pueblo exasperado.

En un momento en que los prisioneros franceses eran objeto de las prevenciones públicas, que los sermones del clero avivaban aún más, se supone que la clase humilde, crédula hasta la superstición, no dejaría de ver en ellos a los responsables. Se les carga con todos los pecados de Israel, igual que en el África continental se persigue a los hechiceros para hacerlos expiar las desgracias públicas.

El Dr. Espinosa, que por otra parte cita a un médico canario, el Dr. Vergara, de Añazu (Santa Cruz), reconoce, bastante en broma, que la fiebre amarilla ejercía sus estragos "principalmente entre los que se entregaban a los placeres de Venus, los pusilánimes y los que se dedicaban al estudio”. Estas observaciones hacen creer que los buenos canarios juzgaban el trabajo del espíritu tan agotador como los excesos de los sentidos.

Pero los tripulantes de Rosily que se hubieran podido incluir en esa triple categoría de candidatos a la muerte eran, sin duda, poco numerosos. No se observa que la epidemia les haya atacado particularmente; la voz popular sólo los acusa de ser el origen del mal. Cunéo d'Ornano relata: "Cuando se encontraba en su paroxismo, algunos propagaron por el país la calumnia más abominable y una acusación imposible, a saber, que los franceses habían envenenado las fuentes, crimen del que habría salido la enfermedad que asolaba la ciudad de Añazu (Santa Cruz)". El cónsul de Francia añade: "Esta impostura fue difundida por los malintencionados que deseaban su matanza. Dos compatriotas nuestros fueron detenidos en la carretera por los habitantes de Tacheronte (en realidad Tacoronte) y los amenazaron de muerte. Pero fueron lo suficientemente afortunados como para hacerles comprender la imposibilidad de tal crimen y alejar sus sospechas. Aún más, para persuadir a sus acusadores, se fueron con ellos a una fuente
y bebieron en su presencias".(Geisendor-Ded Gouttes; 1994).

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