EFEMERIDES CANARIAS
UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
PERÍODO COLONIAL,
DÉCADA 1800-1900
CAPÍTULO XLI-XII
Eduardo
Pedro García Rodríguez
1811 A 1820
1811.
El castillo de Sn. Gabriel que defiende
el Puerto de Arrecife, que sin duda es el mismo construido por los años de
1598, según dijimos, Cap. 2,4, está
oportunamente situado sobre el islote que hoy por la propia razón llaman el
castillo tiene su buena cisterna, cinco cañones casi todos
de hierro, de calibre de 12 a
16; su rastrillo o empalizada por fuera, algunos cuartos dentro con bóvedas
oscuras, puertas moriscas, una mazmorra diabólica, sin luz, en forma de pozo,
cuya entrada es al piso de la batería por
dentro del cuarto donde duerme la
guardia, la cual arroja dentro de la mazmorra todas las inmundicias, y el infeliz preso tenía que bajar colgado
hasta dar en el fango que hacía
abajo el mar, sin quedarle otro recurso que encaramarse sobre un tablón
que le servía de cama y está atravesado a alguna altura del piso. Los gobernadores déspotas, más moriscos que la propia mazmorra, encerraban aquí a varios desdichados por
ofensas bien leves. Pero el año 1811,
el subteniente Dn. Leandro Camacho que se hallaba arrestado en esta
fortaleza, hizo tupir con arena este horroroso calabozo, con licencia de Dn.
José Perol, gobernador interino entonces de la isla de Lanzarote, quien conoció la prueba de barbarie que indicaba De la banda de afuera de la muralla que conduce a
dicho castillo, está construida una destila perteneciente a Castro, cuyos
muros puede haber casos en que sean estorbo para la defensa, siendo
atacado de la parte Sr. E. de tierra.
Para pasar desde la isla a la expresada
fortaleza, hubo un mal murallón, y un puente formado con unas vigas. El que
ahora hay de tres ojos, levadizo el espacio del medio, es de cantería, con sus
pilares, escalera vuelta al N. que sirve de muelle, y sus murallas, es obra del reinado de Carlos III por los años de 1771. Este es el paseo favorito de aquellos habitantes, donde van a tomar
fresco. Y a decir la verdad, es lo más agradable de toda la
isla, porque se disfruta de la entera vista
de aquel tranquilo puerto, viéndose los barquillos con sus cargas navegando por debajo de los
paseadores.
El mismo castillo se discurrió en 1808, sirviese de atalaya imponiendo
al vecindario con anticipación de las naves que se aproximaban al puerto.
Redúcese la señal a poner una banderita del lado por donde se descubre cualquier vela y tocar la campana para que el pueblo mire y lo sepa. . (J.
Álvarez Rixo, 1982:67-68)
1811.
De todas las epidemias que
azotaron las islas Canarias en el siglo XIX dos fueron las más cruentas, las
que tuvieron gran virulencia, las de mayor incidencia en la población. Las que
causaron mayores estragos: la de fiebre amarilla, de 1811 y la del cólera morbo
de 1851. Al menos ocurrió así en la entonces villa de Guía, donde fue muy
elevado el número de víctimas mortales. Si bien otras epidemias de fiebre
amarilla y de cólera que se presentaron también en el pasado siglo, su huella
se dejó sentir la desolación, aunque en menor proporción, e hizo mella entre
los vecinos.
En la epidemia de 1811 murieron
en la villa de Guía, o, al menos sospechosos de ella, 267 personas, entre
hombres y mujeres, mayores y niños, según se ha podido determinar, estudiar y
recopilar de los Libros Sacramentales de la iglesia parroquial de Guía, cuya
relación está en uno de los apéndices. En la del cólera morbo de 1851, hubo que
lamentar por lo menos 164 víctimas mortales, según una estadística que llevó el
Ayuntamiento, numérica y sin nombres, pues fue tal el pánico y los efectos
causados por la epidemia que, muerto el Beneficiado de Guía, don Francisco
Almeida a consecuencia de ella, dejó de llevarse el Libro de Defunciones que se
reinició acabados los estragos.
Sólo la inquieta preocupación de
un Colector de la parroquia guíense, don Francisco Quintana Amara!, personaje
curioso sobre el que podría escribirse un libro no sólo por el devenir de su
ajetreada vida, sino por lo ocurrente de su : carácter, hizo posible que en
esta ocasión, se pueda contar con el inicio de una relación de los primeros que
murieron de la epidemia de fiebre amarilla o sospechosos de ella, que se ha
podido completar —al caer el afectado de la enfermedad, aunque no sucumbió a
ella— con el Libro de Defunciones.
Lo que pretendemos aquí es
aportar nuevos datos sobre las epidemias que hicieron acto de presencia en la
isla, y más concretamente la de 1811, contribuyendo así al conocimiento de esta
parcela de la historia médica de Gran Canaria que con tanto acierto hizo el Dr.
Don Juan Bosch Millares.
El lector, sobre todo de Guía,
verá en esta relación antepasados suyos. Antepasados muy recientes, pues se
trata de los padres de nuestros bisabuelos y en algunos casos, incluso, de
algunos bisabuelos de quienes aún viven o recién murieron.
Se trata, en definitiva, de saber
cuáles fueron los estragos de esta enfermedad. Conocer los protagonistas.
Descubrir hechos, acontecimientos y nombres propios cuya vinculación a la
historia guíense es patente.
Situación política y social
La aparición de la epidemia de
fiebre amarilla en Canarias vino a distraer un poco —o mucho— a los habitantes
de las islas de aquellas otras preocupaciones políticas y sociales en que
estaba inmerso el Archipiélago en aquel momento: porque las islas no fueron
ajenas a la alegría que supuso para el país, en 24 de septiembre de 1810, la
instalación de las Cortes en la nación que habían sido prometidas desde hacia
un año 49.
Las islas se vieron, igualmente,
inmersas en un ajetreo político que hasta entonces le había sido vetado. Y se
dispuso a elegir a sus representantes en las futuras Cortes.
Fueron nombrados, por Tenerife, don Santiago
Key y don Fernando de Llarena; por la isla de Gran Canaria el canónigo guíense,
don Pedro José Gordillo y Ramos y por las demás islas, don José Antonio Ruíz
Padrón, un fraile secularizado, gomero él, que había sido anteriormente abad
franciscano de San Martín de Valdeorras, en Astorga.
Dejemos descansar los avalares y
enfrentamientos políticos que estos acontecimientos supusieron para las siempre
complicadas relaciones entre las dos "islas mayores" del Archipiélago
queriendo cada cual la hegemonía de Canarias. Mientras que los políticos
estaban de lleno metidos en estos acontecimientos, los vecinos de las islas
tenían otras preocupaciones más graves: cómo se iban muriendo miembros de sus
familias que, en algunos casos, llegó a elevarse a siete el número de una
misma.
En esta situación política
también estaba la villa de Guía. En lo económico, la aparición de la epidemia hizo
notar su repercusión. La falta de cuidados de los cultivos y, en general, de la
agricultura propició la pérdida de cosechas enteras de los más variados
productos de la tierra. Y, por si fuera poco, en pleno padecimiento de los
efectos de la epidemia apareció una nueva plaga, la de langosta que arrasó,
materialmente, todo lo que estaba plantado y que hizo protagonizar a los
vecinos de las medianías guienses aquella famosa promesa que si les libraba el
Cielo de la plaga, cada año sacarían a la Virgen de Guía en procesión. Cumplióse el ruego,
llovió tanto en la comarca que las aguas acabaron con la cigarra y desde
entonces en Guía se celebra cada septiembre la votiva y popular fiesta de
"Las Marías".
Es una lástima que en el Archivo
Municipal de Guía estén traspapelados —suponemos— toda la documentación de esta
época, pues de momento sólo pueden ser consultadas las actas a partir de 1840.
En el traslado de las oficinas municipales del viejo caserón de la calle de
Enmedio al nuevo edificio de la
Plaza, en tiempos de la alcaldía de Rafael Velázquez García,
debió traspapelarse esta documentación, pues recuerda el cronista haberla
consultado más de una vez a finales de la década de los cincuenta e, incluso, a
principios de los sesenta.
Pero esta situación, en Guía, no
era distinta de las de los otros pueblos de Gran Canaria. Eminentemente
agrícola, con algunos incipientes negocios —fabricantes de sombreros,
herrerías, etc.— la vida transcurría entre la monotonía propia de un pueblo con
un censo de alguna importancia. Sólo, de vez en cuando, el vecindario altera su
monotonía con las noticias que en orden político llegaban de la Ciudad.
José Luján Pérez, Pedro José
Gordillo y Rafael Bento Traviso
En este año de 1811 regía el
pueblo, en calidad de Alcalde Real, don José Almeida Domínguez y destacaban
como figuras preeminentes nacidas en Guía tres nombres propios que han pasado a
la historia de Canarias: el escultor José Lujan Pérez, el canónigo y diputado,
Pedro José Gordillo y el militar y poeta, Rafael Bento y Travieso.
Pero, ¿qué hacían estos
ilustres personajes guienses entre finales de 1810 y 1811?
José Lujan Pérez recibía el
encargo del Cabildo Catedral para hacer una nueva imagen de la Virgen de la Antigua que sustituyera
aquella otra que se veneraba gracias a la fundación del Deán don Zoilo Ramírez,
y contemplaba cómo se colocaban las doce estatuas de los apóstoles en el
Cimborrio de la Catedral
en septiembre de 1810; o seguía trabajando en las obras del frontis del primer
templo catedralicio.
Gordillo y Ramos estaba en Cádiz
pues había sido elegido Diputado en Abril de 1810. Gordillo, ya se sabe,
"había sido un miembro destacado de la conspiración de los primeros días
de mayo de este año, en los que el Cabildo Catedral actuaba contra la Audiencia, para el
establecimiento de un gobierno autónomo".
Y Rafael Bento y Travieso, seguía
viviendo en Guía por su calidad de militar, teniente de capitán y juez militar
y civil en el pueblo, y hubo de padecer directamente los efectos de la
epidemia, porque su mujer, doña Fermina Fernández, murió de la fiebre amarilla,
marchando luego el poeta a Sevilla y durante cuya ausencia se le instruyó por la Inquisición un
proceso, con las denuncias de ciertos personajes religiosos guienses de la
época, "por las blasfemias que hizo contra Dios y la religión".
Ante este panorama y en esta
situación llega el contagio de la fiebre amarilla a Guía por culpa del viaje
que desde Las Palmas realizó al pueblo una mujer, vecina de allí, que murió
casi sin que nadie se diera cuenta que había fallecido contaminada y que al
contagiar a su familia propagó el virus, primero en su casa y desde allí a todo
el pueblo. Esto ocurría, exactamente, el 26 de agosto de 1811.
Aparición de la epidemia en
las islas
La epidemia de fiebre amarilla de
1811 dejó sentir sus efectos inicialmente en la vecina isla de Tenerife, a
principios de 1810 a
donde llegó el virus procedente del Puerto de Cádiz por transmisión a cargo de
algún pasajero de cualquiera de los navíos que transitaban entre Canarias y la
península ibérica.
Los estragos en la vecina isla fueron notorios, lo que hizo que, debido al tráfico de barcos entre Tenerife y Gran Canaria se tomaran las debidas precauciones por parte de las autoridades de la isla en colaboración con los responsables sanitarios. En algunos casos, las medidas fueron concretas, como la vigilancia de las costas para evitar la entrada clandestina y sin control de pasajeros que pudieran transmitir el mal. Notorio fue un bando hecho público por la Junta de Sanidad de Gran Canaria en el que se ordenaba poner vigilancia a los barcos con sus tripulaciones que habían arribado procedente de cualquier punto de Tenerife al Puerto de la Luz, después de hacer su tráfico comercial con Gáldar y Santa Cruz.
Los efectos de la fiebre fueron
en aumento en Tenerife con tal magnitud que ante la visita de un emisario de
Gran Canaria al Capitán General, éste confirmó la existencia y se apresuró a
pedir ayudas, sobre todo "víveres, por lo que se embarcó por el Puerto de
Sardina de Gáldar 27 reses vacunas y 200 carneros al mando de un hombre".
Pero las preocupaciones fueron
inútiles. No se pudo evitar que de Tenerife saliera algún que otro navío para
Gran Canaria portando el virus, en los momentos en que la epidemia hacía más
estragos allí. Así que llegó a Gran Canaria la fiebre amarilla a principios del
mes de octubre: gentes de Tenerife queriendo salvarse de los efectos y estragos
de la enfermedad embarcaron en algunos navíos sin orden ni control. Y sin orden
ni control — una vez desembarcados por el Puerto de Sardina de Gáldar—56
empezaron a desperdigarse por la isla. A los dos o tres días de su arribada, se
tuvo el primer aviso o síntoma en la
Cuesta de Silva, de la jurisdicción de Guía —proximidades del
lugar donde está el Cenobio de Valerón— había enfermado uno de aquellos
pasajeros y murió a los cinco días de su arribada.
Fue así cómo la epidemia enraizó
entre las gentes de Gran-Canaria y sus efectos fueron de tal magnitud que los
médicos de la época —doctores Antonio Roig, Bautista Bandini, Francisco Paño y
Nicolás Negrín— no daban abasto para sus intervenciones entre los afectados.
Pese a las precauciones y toda clase de medidas tomadas, fue imposible que la
fiebre se propagara por toda la isla. Y la villa de Guía tampoco se libró de
sus virulentos efectos.
La epidemia en Guía, Gran
Canaria
La epidemia llegó a Guía portada
por una mujer, María Guadalupe Benítez Gramas, soltera, que había salido de Las
Palmas con pasaporte; esto es, con un permiso especial para poder romper el
cordón establecido en la Ciudad
una vez que, después de tantas vicisitudes, fue declarada la epidemia.
En realidad, la muerte de María
Guadalupe Benítez Oramas se creyó en el pueblo que había sido por causa
natural. De ahí que su cadáver fuera enterrado en la iglesia parroquial,
práctica habitual desde siempre y hasta unos días después en que, por mor de
esta epidemia, se abrió el que sería el primer cementerio de Guía, como luego
veremos.
Nadie imaginó que esta mujer
fuera portadora del virus. Pero había invadido su casa y contagiado a su
familia. De esta forma comienza a cebarse la muerte de otros miembros de la
familia, lo que dio pie para que las autoridades del pueblo, junto con las
sanitarias, tomasen cartas en el asunto.
María Guadalupe murió el 26 de
agosto. Cuatro días después, el 30, su abuela materna, Lorenza Fernández, viuda
de Antonio Gramas; el día 16 de septiembre, su abuela paterna, María Isabel
Ramos; el día 19, su padre, Blas Benítez Ramos y al día siguiente, 20 de
septiembre, su madre, Bernarda Gramas Hernández.
A partir de aquí la epidemia
campea a sus anchas por el pueblo y los fallecimientos se irán sucediendo
—algunos días hasta nueve y en ocasiones, siete u ocho miembros de una misma
familia— hasta el 8 de enero de 1812. En total, según la estadística realizada
a base de los Libros Sacramentales y otros documentos, por lo menos 267 persona
murieron en el casco, pues no están registradas ni contabilizadas las posibles
muertes en los pagos o barrios de las medianías, aunque rara vez se bajó al
pueblo algún que otro cadáver para ser sepultado en La Atalaya.
En este período se producen, mensualmente, los siguientes fallecimientos: 1, en agosto; 3, en septiembre; 91, en octubre; 106, en noviembre 60, en diciembre y seis en enero siguiente. Son varones, 122, y 145 hembra. De los hombres, solteros fueron 51 (de los que tres sacerdotes, entre ellos el beneficiado), 45 casados, 12 viudos y 14 niños. De las mujeres, 62 solteras, 33 casadas, 37 viudas y 13 niñas.
La enfermedad se da por propagada
en la localidad, alarmado el pueblo y sus autoridades y pese a la guardia que
en los primeros días se puso en la casa de la familia que sufrió las primeras
bajas, "pasados diez días volvieron a presentarse otros casos, sin
diagnóstico, con una mortalidad de cinco, porque en Guía —como en Las Palmas—
se seguía negando la existencia de la fiebre amarilla".
No ha sido posible seguir al
detalle la evolución o desarrollo de la enfermedad, ni cuales fueron las
actuaciones y decisiones de las autoridades políticas y sanitarias. La falta de
documentación en el Archivo Municipal al respecto -al menos conocida por
nosotros y mucho menos localizada- privan de este conocimiento fundamental.
Pero baste seguir la evolución, en su conjunto, en la isla, para saber que la
epidemia causó muchos estragos, que se hizo imposible pararla, que debió cundir
el pánico al tiempo que la improvisación y que las condiciones sociales de la
época hacían posible y más fácil el contagio entre los vecinos que no podían
salir del pueblo para refugiarse en los barrios de las medianías, en sus
propiedades o en casa de amigos o familiares.
El cura no daba abasto para
administrar los Sacramentos; la mayoría moría sin recibirlos o, en último
extremo, sólo los Santos Óleos y también casi todos morían sin testar: muy
pocos por no darle tiempo y la mayoría por carecer de nada o casi nada que
dejar en la testamentaría.
El contagio —como luego veremos—
llegó incluso al Beneficiado, don Francisco Almeida, que moriría de la
enfermedad el 28 de octubre. Y también murieron los sacerdotes, don Francisco
Posadas Gordillo y don Manuel Rodríguez.
Estudio de la evolución de la
enfermedad
La estadística que hemos
realizado permite conocer cuál fue la evolución de la epidemia y sus estragos,
a través del número de fallecimientos que se producía cada día. La epidemia, en
Guía, tuvo altibajos, con jornadas en que las muertes se elevaron hasta 9 y
otras en que sólo se producía una o dos. Incluso, siempre a juzgar por los
asientos del Libro de Defunciones de la Parroquia, hubo días en que, aparentemente, no se
registraron.
Pero está claro que, después de
octubre en que se contabilizaron 91 fallecimientos (con jornadas en que hubo
ocho, siete y seis), fue noviembre el que registra un mayor número de bajas,
con 106. Aquí hubo un día, concretamente el 20 en que fueron nueve, cifra que
también registró el 2 de diciembre, mes en que las muertes bajaron a 60, pues
se advierte una disminución de los efectos y estragos de la epidemia. En enero
de 1812, entre el 3 y el 8 en que prácticamente se dio por finalizada la
enfermedad, murieron 6 personas.
A partir del 8 de enero, comienza
a firmar las partidas de defunción el cura don Juan Suárez Aguilar y la
epidemia se presiente remitida, pues los fallecimientos son más espaciadas.
Por ejemplo, después del asiento
de una defunción, fechado el citado 8 de enero de 1812, le sigue el de 9 de
marzo. De todas formas es de notar un recrudecimiento en el mes de mayo, a
juzgar por el elevado número de personas que mueren entre el día 8 y el 10:
cinco. Demasiadas si se piensa en lo muy diezmada que quedó la población y en
que, en época normal, las defunciones no se producen con tanta frecuencia.
Además, a partir del 8 de enero
ya no se escribe en el Libro de Defunciones, "En el cementerio de la Atalaya" que era
donde se sepultaba a los que morían de la epidemia o sospechoso de ella, sino
que se generaliza y se especifica, "en el cementerio de esta villa",
pues como tal cementerio quedó después de la plaga, al quedar expresamente
prohibido durante y después de ella que ya nadie se sepultase en las iglesias.
Y esto también se llevó a cumplimiento en Guía.
Como simple dato complementario,
veamos el número de fallecimientos que se producen en los meses siguientes al
de mayo de 1812: en junio, 8 personas; en julio, 5; en agosto, 3; en
septiembre, 8; en octubre, 6; en noviembre, 15, concretamente entre los días 4
y 16 de dicho mes. Debió recrudecerse la epidemia, aunque no con tanta
virulencia y, desde luego, ya controlada sin miedo de propagación, pues el
pueblo se sometió a las lógicas medidas sanitarias para su fumigación. [Pedro
González Sosa] (Transcripción de Antonio Aguiar Díaz, 2007)
1811.
En Añazu n Chinech (Santa Cruz de
Tenerife) se estropeó la cañería que surtía de agua al muelle y la dificultad
de poner otra nueva sin descomponer todo el muelle hizo que se quedara
abandonada. A partir de esta época, la aguada se hizo exclusivamente en la pila
del muelle. En 1856 Juan Cumella fue autorizado para poner a espaldas de la
fuente de Isabel II un depósito de agua, con cañería propia para conducirla a
la punta del muelle, con el propósito de surtir los buques directamente,
pagando el 10% de la recaudación al ayuntamiento.
1811.
Aportó al
Puerto de Arrecife (Lanzarote) una fragata de la Rl. Compañía de
Filipinas
la cual había salido de Manila muy interesada; y como las noticias tenidas en el Asia al tiempo de su salida,
hacían dudar hubiese algún gobierno español existente en la península, vino a saber si aún Cádiz se conservaba nuestra. Enterada
de que todavía se mantenía bien
defendido refrescó y zarpó a pocos. (José
A. Álvarez Rixo, 1982:202-204)
1811.
…Con Dn.
Bartolomé Lorenzo Guerra, casi sucedió lo mismo era también de buena presencia,
trigueño, y algo más serio y sobre sí que su rival. Todavía se conservaba
soltero. No había ojeriza directa contra él sino que se temía
demasiado el influjo de su larga parentela. Y he aquí dos hombres cada uno de
los cuales muy capaz de hacer bien a sus
paisanos y que ninguna antipatía había entre ellos; otros a título de
quererlos exaltar con tomarlos por enseña, los hicieron desgraciados.
Cuando después de transcurridos
muchos años, (de los alzamientos en Lanzarote) que las vicisitudes de la vida
han abatido los rencores, mudándose todas las circunstancias del gobierno, y desaparecido del teatro de acción los sujetos que
lo turbaron, afanándose por dirigir sus pueblos según su gusto, intereses
personales y pasiones; no sabe uno si se ría, o compadezca. Al acordarme de los
más de aquellos hombres honrados, amistosos y joviales,
que se tornaron sandios y rencorosos, pensando que cuanto decretaban
habían de ser duradero y eterno; que dirían si viesen los multiplicados
trastornos que hasta casi hace desarraigado de la memoria los alborotos que, los tenían medio enfatuados y locos? Eranlo, y algunos de ellos mismos lo llegaron a conocer
y avergonzaron de haberlo sido. Pues cuando sucedió que algunas de sus
hijas llegaron a ser pedidas por jóvenes de
conveniencias que hacían buena cuenta,
pero que eran hijos de un partidario contrario a quien habían
perseguido, difamando de su persona y familia; no sabían como hacer para soldar la reputación que habían ajado,
la cual revertía contra sí mismos si
los muchachos se casaban. Algunos más ingenuos se pidieron perdón; otros fueron
grangeándose amistad con redprocos servicios, y cuando todavía no se
abatían a buscarse recíprocamente en sus domicilios para tratar algún negocio
preciso, lo hacían como encontrándose por
incidencia casa de Dn. Manuel Álvarez, quien habiéndose conservado neutral su habitación fúe siempre
respetada, y concurrida.
Luego que el tente.
coronel Dn. José Perol tomó el mando, trató de conciliar los ánimos, a cuyo fin dio un espléndido baile general en la
desocupada casa del Sr. brigadier Clavijo de la villa de Teguise;
donde concurrió toda la gente más visible de ambos bandos de todos los pueblos de la isla. Algunos fueron temerosos
de cualesquiera desmán de parte de
sus enemigos a quienes ni ver querían. Perol les so segó portándose con la mayor atención y fineza con
los unos y los oíros, por lo que
renació cierta confianza. El que escribe concurrió con su padre y presenció una acción que cuando
mucha poco le interesó, pero
hoy la considera con otro aspecto y la relata.
Junto a las poncheras estaba el
prior dominico fr. Bernardino de Acosta, y el
gobernador Perol, trajo hacia allí al subtc. Dn. Leandro
Camacho para beber. Pero al reparar en el fraile hizo pie atrás. Reparólo el prior y le dijo cariñoso: llega Leandro,
ya se acabó todo. ¿Corno todo?
después de tanta cosa y verme perseguido y expatriado tanto tiempo? -Tú también nos hiciste fuego...
Perol al advertir el tuteo, conoció que habían sido amigos, y cortó el
diálogo de reconvenciones diciendo con cierto imperio: Renazca la amistad con
un abrazo! El fraile se enterneció bebieron juntos, y toda la noche estuvieron recordando no agravios ni persecuciones,
sino las diversas fiestas en que se
habían divertido. Esta reconciliación siendo aún la primera, la tuvieron
algunos por debilidad de estos amigos, yo la tenia por acción muy buena. (José A.
Álvarez Rixo, 1982:183)
1811.
La
epidemia de fiebre amarilla de 1811 dejó sentir sus efectos inicialmente en la
vecina isla de Tenerife, a principios de 1810 a donde llegó el virus procedente del
Puerto de Cádiz por transmisión a cargo de algún pasajero de cualquiera de los
navíos que transitaban entre Canarias y la Península.
Los estragos en la vecina isla fueron notorios, lo que hizo que, debido al tráfico de barcos entre Tenerife y Gran Canaria se tomaran las debidas precauciones por parte de las autoridades de la isla en colaboración con los responsables sanitarios. En algunos casos, las medidas fueron concretas, como la vigilancia de las costas para evitar la entrada clandestina y sin control de pasajeros que pudieran transmitir el mal. Notorio fue un bando hecho público por la Junta de Sanidad de Gran Canaria en el que se ordenaba poner vigilancia a los barcos con sus tripulaciones que habían arribado procedente de cualquier punto de Tenerife al Puerto de la Luz, después de hacer su tráfico comercial con Gáldar y Santa Cruz.
Los
efectos de la fiebre fueron en aumento en Tenerife con tal magnitud que ante la
visita de un emisario de Gran Canaria al Capitán General, éste confirmó la
existencia y se apresuró a pedir ayudas, sobre todo "víveres, por lo que
se embarcó por el Puerto de Sardina de Gáldar 27 reses vacunas y 200 carneros
al mando de un hombre".
Pero
las preocupaciones fueron inútiles. No se pudo evitar que de Tenerife saliera
algún que otro navío para Gran Canaria portando el virus, en los momentos en
que la epidemia hacía más estragos allí. Así que llegó a Gran Canaria la fiebre
amarilla a principios del mes de octubre: gentes de Tenerife queriendo salvarse
de los efectos y estragos de la enfermedad embarcaron en algunos navíos sin
orden ni control. Y sin orden ni control — una vez desembarcados por el Puerto
de Sardina de Gáldar—56 empezaron a desperdigarse por la isla. A los dos o tres
días de su arribada, se tuvo el primer aviso o síntoma en la Cuesta de Silva, de la
jurisdicción de Guía —proximidades del lugar donde está el Cenobio de Valerón—
había enfermado uno de aquellos pasajeros y murió a los cinco días de su
arribada.
Fue así
cómo la epidemia enraizó entre las gentes de Gran-Canaria y sus efectos fueron
de tal magnitud que los médicos de la época —doctores Antonio Roig, Bautista
Bandini, Francisco Paño y Nicolás Negrín— no daban abasto para sus
intervenciones entre los afectados. Pese a las precauciones y toda clase de
medidas tomadas, fue imposible que la fiebre se propagara por toda la isla. Y
la villa de Guía tampoco se libró de sus virulentos efectos. (Pedro González-Sosa)
1811. Son abolidos los
Señoríos en la colonia de Canarias. – Se instala en el Pescante de Agulo la Gomera el primer teléfono
de la isla.
1811. De gran trascendencia para
las Islas de Señorío en la colonia de Canarias serán las Cortes de Cádiz. En
1811 proceden por parte de la s Cortes de la metrópoli a la abolición de todos
ellos, aunque de hecho ya habían perdido muchas competencias y poder, en favor
del Estado de la metrópoli.
1811. En Añazu (Santa Cruz) reprodújose la fiebre en la primavera
de este año, causando nuevas víctimas por falta de desinfectantes y de trabajos
higiénicos.
Respecto al duque, Vicente Cañas
Portocarrero, duque del Parque, marqués de Castilla y grande de España de
primera clase, seguro de que la epidemia no alcanzaría a los que se refugiaban
en poblaciones que estuviesen a 300 metros sobre el nivel del mar, abandonó
precipitadamente Winiwuada (Las Palmas) tan pronto fue un hecho la aparición en
ella de la fiebre y se trasladó a Eguerew (La Laguna,) no sin dejar tristes huellas de su
caprichoso despotismo mientras permaneció en Canaria.
1811.
La segunda expedición emigrantes lanzaroteños la emprendió J. Figuerón
camponés del higo de Árgana, que habiéndole pillado en Sta. Cruz la
epidemia del ano 1810, dónde por la misma
razón se hubo de rematar baratísimo un grande
bergantín americano lo tomó, e hizo viaje al siguiente 181, con tripularios y familias de Lanzarote. Llegó a
Montevideo en lo más afanoso del bloqueo
que le tenían puesto por tierra los patriotas de Buenos Aires. El paradero del
barco no supe, sólo sí, que en marzo de 1814,
regresó con su cuerpo vellido de simple marinero en el navío de guerra «S.
Pablo», el cual arribó a la isla de la Madera en el estado más deplorable que puede recordar la historia. Pues de
400 hombres que sacó de tripulación de
Montevideo, 110, habían muerto de de
escorbuto en la travesía y los demás venían enfermos dando alaridos, sin quedar más de 30 sanos incluso la
oficialidad, Figueroa y su hijo; en cuya virtud
iban a varar el navío en la primera tierra que viesen, por no poder ya manejarlo. Asimismo, no traían ni un maravedí para proveerse. El gobierno portugués por
intervención del vicecónsul de España
D. Antonio de Castro, también maderense, se condujo
generosamente: franqueó dinero, alojamiento a los enfermos, que acto continuo que comieron naranjas y otros
víveres frescos empezaron a mejorar,
y ya no murió nadie; cuando antes era de 3 a 10 los cadáveres que se arrojaban al mar diariamente.
El navio se recondujo a Cádiz: con marineros portugueses, y Figueroa
habiendo encontrado en la
Madera barcos de su tierra regresó a ella pobre y con deudas.
Otra expedición con familias emprendió Dn. Policarpo Medinilla,
portugués, vecino de Lanzarote, en un lugre que trajo de Inglaterra al efecto. Arribó al Río Janeiro donde supo la
continuación de la guerra civil en las provincias del Río de la Plata, y desembarcó los
pasajeros en Janeiro, en cuyo país cada cual buscó su vida, se vendió el barco, y Medinilla volvió a Lanzarote sólo con
una casaca bordada, y espectativa de ser cónsul de Portugal en Canarias, para
cuando el que lo era fuese para otra parte. (J.A. Álvarez Rixo, 1982:166)
1811 Enero 4. Se da por
concluida la epidemia de fiebre amarilla que había sido introducida en la isla
por dos paquebotes procedentes de la metrópoli
el Saint-Louis-de Gonzague y el Phénix, atracaron en Añazu n Chinech (Santa Cruz de Tenerife) y no
obtuvieron permiso de desembarco hasta que los dos capitanes juraron por su
honor que en la metrópoli, a la salida de Cádiz, no reinaba ninguna enfermedad
contagiosa y que durante la travesía sólo había habido a bordo algunos hombres
ligeramente indispuestos.
Autorizado el desembarco, algunos
viajeros lo aprovecharon. Uno de ellos, acompañado por su esposa e hijo, fue
recibido por el virrey gobernador general. El niño de diez años de edad, cayó
enseguida gravemente enfermo. Sin duda, sufría el temido mal y la declaración
de los dos capitanes de navío era falsa.
Esa mentira, o quizás esa falta
de vigilancia, iba acostar, sólo ala ciudad de Santa Cruz, cerca de mil
cuatrocientos habitantes ( exactamente ochocientos veinticuatro hombres y quinientas
ocho mujeres) de los nueve mil que contaba entonces. Fue necesario este triste
acontecimiento para obligar a los ediles coloniales a crear un cementerio
público. Hasta entonces los cadáveres se inhumaban en las iglesias o en los
conventos, sin que nadie se preocupara de sus consecuencias.
Desde el puerto de Añazu (Santa
Cruz) el mal se extendió a la capital, Eguerw (La Laguna), pero, sin duda
gracias al aire tónico de esa llanura azotada por los vientos y (a pesar de su
nombre) desprovista de ciénagas, el contagio desapareció. En otras regiones de
menor altitud, en el Pueto Meqínez (Puerto de la Orotava) por ejemplo, se
registraron mil quinientos sesenta y cinco casos, de los que setecientos
veintiuno fueron mortales, exactamente un tercio de la oblación. y esto en tres
meses, día a día, habiéndose producido el primero el 4 de octubre de 1810 y el
último el 4 de enero de 1811.
Para detener la epidemia en el
interior de la isla, el Cabildo de Eguerew (La Laguna), felizmente
inspirado por Don Ramón Carvajal, se esforzó en tomar algunas medidas
profilácticas, pero se verá que su efectividad fue muy relativa y que unos
inocentes tuvieron que pagar con su vida las sospechas de un pueblo exasperado.
En un momento en que los
prisioneros franceses eran objeto de las prevenciones públicas, que los
sermones del clero avivaban aún más, se supone que la clase humilde, crédula
hasta la superstición, no dejaría de ver en ellos a los responsables. Se les
carga con todos los pecados de Israel, igual que en el África continental se
persigue a los hechiceros para hacerlos expiar las desgracias públicas.
El Dr. Espinosa, que por otra
parte cita a un médico canario, el Dr. Vergara, de Añazu (Santa Cruz),
reconoce, bastante en broma, que la fiebre amarilla ejercía sus estragos
"principalmente entre los que se entregaban a los placeres de Venus, los
pusilánimes y los que se dedicaban al estudio”. Estas observaciones hacen creer
que los buenos canarios juzgaban el trabajo del espíritu tan agotador como los
excesos de los sentidos.
Pero los tripulantes de Rosily
que se hubieran podido incluir en esa triple categoría de candidatos a la
muerte eran, sin duda, poco numerosos. No se observa que la epidemia les haya
atacado particularmente; la voz popular sólo los acusa de ser el origen del
mal. Cunéo d'Ornano relata: "Cuando se encontraba en su paroxismo, algunos
propagaron por el país la calumnia más abominable y una acusación imposible, a
saber, que los franceses habían envenenado las fuentes, crimen del que habría
salido la enfermedad que asolaba la ciudad de Añazu (Santa Cruz)". El
cónsul de Francia añade: "Esta impostura fue difundida por los
malintencionados que deseaban su matanza. Dos compatriotas nuestros fueron
detenidos en la carretera por los habitantes de Tacheronte (en realidad
Tacoronte) y los amenazaron de muerte. Pero fueron lo suficientemente
afortunados como para hacerles comprender la imposibilidad de tal crimen y
alejar sus sospechas. Aún más, para persuadir a sus acusadores, se fueron con
ellos a una fuente
y bebieron en su presencias".(Geisendor-Ded Gouttes;
1994).
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