Eduardo
Pedro García Rodríguez
Una
muestra de las diferencias de trato y de las injusticias en la sociedad canaria
del siglo XVIII, fue el llamado motín del Intendente en Santa Cruz
de Tenerife. Un gentío de casi mil personas se manifiesta violentamente y da
muerte sin la menor compasión al recién nombrado Intendente. De los hechos
acaecidos caben varias interpretaciones. Es posible que haya sido algo
espontáneo por parte de un sector de la población poco arraigada, que vivía del
trabajo del puerto y que respondió violentamente, al saber que una persona de
su clase, una criada del Intendente iba a ser castigada públicamente por éste
al estar amancebada con un mulato.
Pero
todos los datos apuntan a que el motín estuvo instigado por los grandes
comerciantes y autoridades insulares, que vieron en la nueva autoridad fiscal y
hacendística una amenaza a sus intereses. En este caso, asistimos también a un
descontento de las clases dirigentes debido a los cambios de carácter centralizador
producidos con la nueva dinastía borbónica y, por consiguiente, un
intento de rebeldía a las medidas tomadas por Felipe V en los Decretos de Nueva
Planta. También podría ser un avance parecido a lo que ocurrió en Madrid en el
reinado de Carlos III con el motín de Esquilache.
El
caso fue que, allá por el año 1718, llega a Tenerife, la isla más influyente
del Archipiélago, el nuevo Intendente General, cargo de nueva creación, con competencias exclusivas en
materia fiscal y económica,
funciones que hasta entonces ejercía el Capitán General y los cabildos
insulares. El enfrentamiento estaba servido entre Ceballos, así llamado el
Intendente, y la oligarquía tinerfeña.
Ceballos,
aparte de ejercer pronto con celo las labores del cargo, trató de cortar por lo
sano el contrabando y el fraude al Estanco del Tabaco, ley según la cual
la venta y comercio del tabaco era un monopolio del Estado. Ahora bien mucha
gente relacionada con el tráfico de mercancías vivía del comercio ilegal y del
“trapicheo” del tabaco y las autoridades se beneficiaban de ese
negocio de variadas maneras.
Como
individuo, el Intendente, al igual que su esposa, era una persona altanera,
como todos los recién llegados a ejercer un cargo en el Archipiélago máxime si
era de rancio abolengo familiar, y empeñado en hacer méritos. Venía con
instrucciones precisas de acabar con el fraude y el contrabando. Además,
decidió vivir en Santa Cruz, una ciudad que poco a poco se iba convirtiendo en
el principal puerto de Tenerife, desaparecido ya el de Garachico, y en plena
competencia con el Puerto de la
Cruz. Este hecho, aunque parezca banal, dividió y levantó los
ánimos de la aristocracia lagunera, que vio en ello un signo de menoscabar los
intereses de la todavía capital de la isla.
La
chispa que encendió la llama fue la amenaza del Intendente de atar a una mujer
de su servicio doméstico en la vía pública por mantener relaciones sexuales o
vivir amancebada con un esclavo mulato, cosa que se consideraba inmoral y
además ilegal por ir contra las ordenanzas y normas establecidas. Las argollas
fueron colocadas y vueltas a arrancar por la noche, lo que demuestra que había
gente interesada en mostrar al Intendente lo impopular de su medida. Además,
Ceballos no tenía autoridad para castigar este tipo de delitos, pues era
función del Corregidor residente en La laguna.
Con
estos precedentes, en el verano de 1720, dos años después de su llegada a la
isla, y llegada la noche, un tropel de gente, entre activistas y curiosos
rodearon la casa-palacio del Ceballos, que estaba muy cerca del Castillo y, al
grito de “Viva Felipe V” y “Hombre muerto no habla”, asaltaron la casa, sacaron
al Intendente a la calle y, en plena calle, a golpes y palos acabaron con él.
La furia de los participantes, todos pertenecientes al populacho según la jerga
del proceso, sorprendió a todo el mundo, pues a pesar de que sacaron el
Santísimo y las llamadas de algunos al sentido común, nada hizo desistir a los
amotinados de acabar con la vida del Intendente
Muerto el Intendente, llegaron los soldados al lugar del linchamiento cercano al Castillo, cuando ya habían desaparecido todos los manifestantes. Pronto se le hicieron al Intendente unas exequias fúnebres dignas de un representante del rey, al frente de las cuales se puso el Capitán General y regidores del Cabildo lagunero.
Muerto el Intendente, llegaron los soldados al lugar del linchamiento cercano al Castillo, cuando ya habían desaparecido todos los manifestantes. Pronto se le hicieron al Intendente unas exequias fúnebres dignas de un representante del rey, al frente de las cuales se puso el Capitán General y regidores del Cabildo lagunero.
El
hecho era grave de cara a la
Corte Real pues había que acallar cualquier sospecha de
instigación o conspiración por parte de la clase dirigente isleña, así que el
Capitán General ordena la detención de 24 personas, las cuales fueron
procesadas y condenadas a la horca y a galeras en pocos días. Todos ellos
pertenecían a los estratos más ínfimos de Santa Cruz: caleteros, (cargadores
del muelle), mulatos, negros, esclavos y gente de recién arribada a Santa Cruz,
que se “buscaban la vida” de mil maneras. Así terminó el motín y el Capitán
General recibió felicitaciones por la rapidez con que se desarrolló el proceso.
Después
de un juicio sumadísimo, doce de los condenados murieron en la horca instalada
deprisa y corriendo en la plaza del castillo, y los restantes condenados fueron
destinados a galeras.
Parece
ser que las órdenes del Capitán General eran encontrar culpables como fuera y
cuanto antes mejor, para demostrar al Rey la inocencia de los mandatarios y la
culpabilidad de las capas bajas del pueblo sometido. (gevic)
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