jueves, 16 de julio de 2015

Sublevación de La Gomera



Diego García de Herrera, el mismo que en unión de su esposa doña Inés Peraza había cedido el dominio de las tres islas principales, Canaria, Palma y Tenerife a los Reyes Católicos, reservándose el señorío de Lanzarote, Fuerteventura, Gomera y Hierro, había fallecido el 22 de junio de 1485 en su residencia de Betancuria, dejando de su matrimonio cinco hijos llamados Pedro García de Herrera, Fernán Peraza, Sancho de Herrera, doña María de Ayala, casada con Diego de Silva, conde de Portalegre, y doña Constanza Sarmiento, que lo estaba con Pedro Fernández de Saavedra, hijo del mariscal de Zahara. De estos dos hijos, el primogénito, por su distraimiento, fue apartado de la herencia; el segundo, Sancho de Herrera, obtuvo cinco dozavas partes en las rentas y productos de Lanzarote y Fuerteventura, con la propiedad de los islotes Alegranza, Graciosa, Lobos y Santa Clara; doña María de Ayala recibió cuatro dozavos en aquellas mismas dos islas y doña Constanza los tres dozavos restantes. Fernán Peraza, hijo predilecto de su madre, heredó por mejora de ella las islas de Gomera y Hierro, en cuya posesión estaba cuando tuvo lugar la conquista de Gran Canaria.

Joven, atrevido y licencioso, aunque casado con la hermosa doña Beatriz de Bobadilla, dio muy luego rienda suelta a sus pasiones, exigiendo de sus vasallos no sólo crecidos tributos y pesadas alcabalas sino creando nuevas contribuciones, que ni el uso autorizaba ni aquellos pobres insulares podían satisfacer para servir a su señor en sus dispendiosos gastos y locas prodigalidades.

Tantas y tan grandes fueron sus exacciones y arbitrariedades que provocó entre aquellos pacíficos habitantes una sublevación general de carácter grave e imponente.

Peraza y su mujer no encontraron en La Gomera quien los defendiese, y custodiados sólo por una guardia de lanzaroteños que estaba a su servicio se encerraron en la torre o fortaleza de San Sebastián, capital de la isla, y allí se defendieron algunos días de los repetidos ataques de los rebeldes que los tenían sitiados, con el deseo de tomar venganza de sus agravios.

Temiendo Peraza el resultado de aquella sedición, halló medio de enviar un aviso a su madre, residente en Lanzarote, pidiéndole eficaz socorro si no quería que fuesen víctimas de la saña de los sublevados. Al recibir doña Inés el aviso, reunió algunas tropas fieles que tenía a su disposición en aquel momento y en dos carabelas y otras embarcaciones menores las envió al Real de Las Palmas con una carta dirigida a Pedro de Vera, suplicándole tomase el mando de los buques y con ellos se trasladase a La Gomera y salvase a su hijo de aquel inmediato peligro, castigando la insolencia de aquel rebelde paisanaje.

Vera, que deseaba encontrar una ocasión de manifestar su poder e influencia, demostrando a la vez su celo por sostener el orden y el respeto a la autoridad, aceptó con placer la invitación que se le dirigía y uniendo a los soldados lanzaroteños algunos castellanos y canarios se embarcó para San Sebastián, a cuyo puerto llegó a tiempo en que los amotinados, apretando el cerco, habían conseguido que su señor, acosado por el hambre, pensara en rendirse a su voluntad.


Pero cuando descubrieron las carabelas y supieron el socorro que en ellas venía, pasando de la arrogancia al terror y perdiendo toda esperanza de obtener justicia, huyeron en todas direcciones refugiándose en los sitios más escarpados de la isla.

El general desembarcó tranquilamente y fue recibido como ilustre vencedor por Hernán y su esposa, que se apresuraron a obsequiarle con festejos y regalos mientras algunas columnas de ágiles canarios perseguían en sus inaccesibles guaridas a los diseminados rebeldes. Al fin, culpables o inocentes, consiguió Vera capturar cierto número de familias que se llevó para Canaria en calidad de esclavos, para venderlas y sacar con su producto los gastos de la expedición (31).

No fue el recuerdo de este motín motivo suficiente para modificar la conducta de aquel mancebo soberbio y rencoroso. Cuando se halló de nuevo en tranquila posesión de su feudo, volvió a repetir con más crudeza sus actos de despotismo, de arbitrarias rapacidades y de ruines venganzas. Arrastrado por sus vicios y no contento con el cariño de doña Beatriz, solicitaba con torpes amaños a todas las mozas que tenían farna en el país por su gentileza y hermosura. Ehtre estas había una llamada Iballa, que habitaba en unas cuevas del cortijo de Guahedún y era prometida esposa de un isleño. El viejo Pablo Hupalupu, que pasaba por adivino y favorecido de espíritus superiores, advertido de la ofensa qife su señor meditaba convocó a sus amigos en un islote cerca de Tagualache y se concertó con ellos para impedir este nuevo ultraje. De acuerdo los conjurados con Iballa, resolvieron que ésta diese una cita al enamorado Peraza en una apartada cueva donde lo recibiría, acompañada de una vieja que estaba en el secreto y, a una señal convenida, caerían todos sobre el galán apoderándose de su persona.

Engañado éste por la moza y dando crédito a su aviso, se dirigió al lugar designado seguido por un paje y un escudero y entró solo en la cueva, sin sospechar el lazo que se le tendía. Era esta la señal que esperaban los conjurados, pues al verle desaparecer, lanzando feroces gritos y agudos silbos cercaron la colina donde se abría la habitación y, deteniendo al paje y escudero, creyeron ya asegurada su venganza. La isleña, para mejor disimular su complicidad, instó a su señor a que se disfrazara de mujer y huyese antes que los isleños se acercaran. Turbado Hernán con aquella imprevista sorpresa, aceptó el disfraz y se vistió de prisa con unas sayas y una toca; paro al salir, la vieja que lo espiaba gritó a los suyos: «Ese es, prendedle». Peraza, que la oyó, retrocedió al momento y despojándose de los  arreos mujeriles, embrazó la adarga y sacando su espada se adelantó con denuedo al encuentro de sus vasallos. En lo alto de la cueva acechaba su salida un pariente cercano de la joven llamado Pedro Hautacuperche, armado con una corta lanza con dos palmos de hierro en la punta, y arrojándosela con certera puntería le atravesó el pecho dejándole muerto en el acto. Al verle caer, los isleños asesinaron también al paje y, prorrumpiendo en alegres vítores, gritaban: «Ya se quebró el gánigo de Guahedun», aludiendo a la costumbre que tenían en sus fiestas populares de romper la olla de barro en que cocían sus viandas para no volver a servirse de ella, quedando abandonada como objeto vil y despreciable.

Engañados por tan malicioso pregón, acudió a la iglesia el día señalado una compacta multitud de hombres, mujeres y niños, con el afán de probar de este modo su inocencia. Según iban los isleños entrando en la población, y sin que llegasen al templo, el general los acorralaba en lugar apartado y cuando juzgó inútil todo disimulo, los declaró prisioneros sin escuchar sus ardientes protestas ni preocuparse de su miserable proceder.
Antes de que se sospechara esta deslealtad, había enviado emisarios a los puntos más remotos prometiendo a los refugiados un perdón generoso que todos creyeron verdadero, sometiéndose de nuevo bajo su condición; pero tan pronto como Vera los vio desarmados y a su alcance, condenó a muerte a los varones mayores de quince años procedentes de los distritos de Orone y Agana, y, a fin de que la ejecución fuese más rápida y ejemplar, a los que no ahorcaba o pasaba a cuchillo los colocaba en lanchas, atados los brazos por la espalda, y los lanzaba al mar en sitios donde no pudieran alcanzar la orilla si por casualidad se rompían sus ligaduras.. Las mujeres y los niños fueron vendidos en España y algunos que habían conseguido ser desterrados a Lanzarote, el patrón que los llevaba, llamado Alonso de Cota, los arrojó al mar siguiendo las órdenes de su jefe (32).

Esta horrible hecatombe, para mayor escarnio de la justicia, tuvo también su aparato de juicio, practicando el general en La Gomera una información, de la cual parecía resultar que, los isleños naturales de aquella isla y residentes en Canaria, habían aconsejado a sus paisanos el asesinato de Guahedun, preparando una muerte igual a Pedro de Vera si tratase de oprimirlas en Canaria. Estas declaraciones, arrancadas ^n medio de horrorosos tormentos y con el ciego anhelo de encontrar una disculpa que ablandase el rigor de sus verdugos, dio lugar a que el feroz conquistador, de regreso a Las Palmas, hiciera prender en una noche a todas las familias gomeras que estaban en aquella localidad, condenando a muerte a los hombres y a perpetua servidumbre a las mujeres y niños.

Tan horrible atentado encontró en el obispo don fr. Miguel de la Serna una generosa e intrépida oposición, que sólo dio por resultado apresurar la muerte de aquellos infelices y recibir el prelado del fiero capitán la sacrilega amenaza de que le pondría un casco ardiendo sobre su cabeza (33). Asegúrase que la Serna llevó sus quejas al pie del trono, pidiendo adeLa noticia de tan triste suceso llegó en breve a la villa capital, y al saberla doña Beatriz se encerró con sus hijos en la torre acompañada de sus más fieles servidores, esperando el socorro que de nuevo solicitaba del gobernador de Canaria a quien en una barca había dado aviso.

Mientras la viuda aguardaba ansiosa la llegada de sus amigos, Hautacuperche, blandiendo el arma homicida, se ponía al frente de los más audaces proclamando la independencia de la isla y anulando todos los tributos impuestos por Hernán.

Ya Pedro de Vera conocía el camino de La Gomera y en esta ocasión no se hizo esperar mucho. Llevaba consigo cuatrocientos hombres dispuestos a vengar el asesinato de Peraza, sin cuidarse de que su muerte era un justo castigo de su viciosa conducta.

El trágico suceso había tenido lugar en noviembre de 1487, y en enero del año siguiente abría Vera su campaña contra la rebelde población, atrincherada en los sitios más agrestes de la isla. Pero en vano el general agotaba su paciencia y exponía la vida de sus soldados sin conseguir resultado decisivo, hasta que se le ocurrió un ardid que creyó de buena guerra, aunque en realidad sólo fuese una acechanza indigna de un caballero.

Mandó, pues, publicar a son de trompetas la celebración de unas solemnes exequias por el descanso del alma del asesinado magnate, anunciando que aquellos que no concurriesen serían considerados como autores o cómplices del delito.

más clemencia y libertad para los inocentes gomeros; pero ello fue que, cuando Vera dejó el gobierno de Gran Canaria en diciembre de 1489, se le recibió por los reyes con cariñosa solicitud y marcada benevolencia, tomando parte en la tala de la Vega de Granada y luego en el sitio y rendición de aquella famosa ciudad (34). Estaba entonces tan perdida la noción de moralidad y justicia en actos políticos y gubernativos que no debe extrañarnos la impunidad del gobernador. Para vencer una sublevación contra su señor natural, todo era lícito en aquellos tiempos. Rebelarse el vasallo, aunque sus agravios fueran de los que condenan las leyes divinas y humanas, teniendo el atrevimiento de castigar por su mano esos crímenes, actos eran que no perdonaban nunca los reyes, encontrando disculpa para aquellos que se erigían en verdugos de los pueblos sublevados.

Vera fue desleal, sanguinario y perjuro, pero defendió el principio autoritario; lo cual, ante el tribunal de la historia, no lo absuelve. Para sostener el orden social no ha sido nunca necesario derramar sangre inocente ni faltar a la santidad de la palabra empeñada.

Notas:

(31)    Abreu   Galindo    asegura    (p.    158),    que   fueron más de doscientos los gomeros vendidos en aquella ocasión.

Fuentes:
Agustín Millares Torres
Historia General de las Islas Canarias, tomo II
Edirca, s.l. Editora General Canaria
Las Palmas de Gran Canaria
Deposito Legal TF. 512-177

ISBN: 84-400-3209-9

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