martes, 14 de julio de 2015

INHUMACIONES:

JUAN BETHENCOURT ALFONSO
Socio correspondiente de la Academia de Historia (1912)

Historia del
PUEBLO GUANCHE

Tomo II
Etnografía
.y
Organización socio-política
Edición anotada por MANUEL A. FARIÑA GONZÁLEZ
FRANCISCO LEMUS, EDITOR La Laguna, 1994





CAPITULO XI



Moribundos y exequias. De los embalsamadores, embalsamamientos y mortajas. Del chajasco o entierro: banquetes funerarios. Necrópolis. De algunos túmulos y menhires.

Era costumbre que los parientes y convecinos invadieran las moradas de los enfermos para acompañarlos, dando muestras de sentimiento, así como los moribundos despedirse de los circunstantes cuando llegaba su última hora. De ordinario afrontaban el supremo instante con valor resignado, procurando morir con la vista fija y las manos levantadas hacia el sol, y si era de noche mirando el fuego sagrado que ardía a la puerta de la choza. Con el postrer suspiro rompía la concurrencia en clamoroso llanto, arrojándose los allegados sobre el cadáver para abrazarlo y besarlo hasta que era conducido por los embalsama-dores a un lugar más o menos apartado del auchon, pero de donde pudiera la familia vigilarlo a distancia. En este mismo lugar encendían otra hoguera sagrada en sustitución a la anterior, que avivaban noche y día durante todo el tiempo de las operaciones del embalsamamiento.

Ahora bien, como la duración de las honras fúnebres dependía del número de días empleados en la preparación de los xaxos terrestres o momias y según la ley estas preparaciones tenían plazos marcados para cada clase social, quiere decir que las exequias duraban 3 días para los siervos, 5 para los hidalgos, 7 para los chaureros, 9 los tago-reros, 11 los achimenceyes y 15 los soberanos (menceyes). Dentro de estos períodos el xaxo ausente vagaba entre sus familiares recorriendo las viviendas del auchon, enterándose de las conversaciones, participando de las comidas, favoreciendo a los amigos y castigando no sólo a sus contrarios sino a los que mostraban tibieza en sus manifestaciones, «ya metiéndoles miedos» o encarnando en ellos.

De aquí las demostraciones de una piedad exagerada, de los estrepitosos duelos por un doble sentimiento de pena y terror, como aún acontece en no pocos caseríos de la isla. Las familias metidas y acu trucadas en los aucheros, bebiendo tibejas de leche o de sustancia de cabra entre el bajo susurrar de los acompañantes, ofrecían ratos alternados de silencio y de ruidosas lamentaciones. Después de un compás de reposo y a guisa de salmo, surgía de pronto la voz quejumbrosa de cualquiera de los asistentes haciendo la apología de alguna virtud, hecho heroico o favor recibido del muerto concluyendo en llanto, que era coreado a pulmón lleno por toda la concurrencia. Y así permanecían noche y día hasta ser mirlado el xaxo. Es evidente que tanto dolor exteriorizado, fuera de medida hasta por las personas menos ligadas al finado, más obedecía a la inquietud por una mala partida del xaxo ausente, que sabían rondaba entre ellos vigilándolos, que a un sentimiento de pena; no siendo paradójico afirmar que después de muertos se temían más que en vida'.

Entre los guanches el dogma de la resurrección y el principio de la perpetuidad de la carne o sea de la conservación de los cadáveres eran conceptos correlativos. La muerte dentro de sus creencias religiosas, era sencillamente la separación temporal de los dos xaxos que constituyen la personalidad humana como ya dijimos, que al realizarse, uno de ellos se ausenta para volver más tarde a encarnar en el otro que permanece en la tierra esperando. De aquí que desde el rey al último siervo se hallaran obsesionados por la idea de eternizar sus restos mortales y que el Estado fuera el encargado de cumplimentar tan suprema como universal aspiración. Por esto los beneficios de dicha piadosa institución nacional alcanzaba a todos los habitantes, como también lo expresa el historiador Viana, aunque con las desigualdades inherentes a una sociedad organizada bajo un régimen de privilegios que hacían extensivos al otro mundo.

Ocupándose fray Alonso de Espinosa de los funcionarios a quienes tenían encomendado este servicio, dice:

«Loa naturales desta isla piadosos para con sus difuntos, tenían por costumbre que cuando moría alguno dellos llamaban ciertos hombres (si era varón el difunto) o mugeres (si era mujer) que tenían este por oficio y desto vivían y se sustentaban... Mas los hombres y mugeres que los mirlaban (a los muertos), que ya eran conocidos, no tenían trato ni conversación con persona alguna, ni nadie osaba llegarse a ellos porque los tenían por contaminados; mas ellos y ellas tenían su trato y conversación y cuando ellas mirlaban alguna difunta, los maridos le traían la comida y por el contrario».

Aparte de que dentro del régimen social guanchinesco las artes, oficios y demás trabajos no eran remunerados en el sentido de la utilidad privada, es legendario que tan importante servicio estaba encomendado por el Estado a corporaciones especiales de ambos sexos de la vilipendiada clase de los achicaxnáis, que revestían carácter sacerdotal entre los de su casta; tradición igualmente recogida por Mr. Dau-benton, citado por Viera y Clavijo, quien escribe que los descendientes de los aborígenes le aseguraron «...de que el arte de embalsamar los cuerpos era conocido de sus mayores, y que había en su nación cierta Tribu de Sacerdotes, que hacían de él un secreto, y casi un misterio sagrado». De modo que «si nadie osaba llegarse a ellos porque los tenían por contaminados», como dice fray Alonso de Espinosa, «...igual interés mostraban los embalsamadores en rodearse del mayor sigilo.»

Por esto siempre fue un misterio no ya para los conquistadores sino para los mismos guanches el arte de momificar los cadáveres; y cuanto se ha dicho o diga sobre el particular no pasan de meras hipótesis, de noticias indirectas o de naturales deducciones tomando como fuente el estudio de las necrópolis, que es lo que vamos a exponer como resultado de nuestras investigaciones.

Verdad es que aunque los procedimientos y los medios industríales que empleaban estuvieran a cubierto de las indiscreciones, no fue óbice para que los indígenas se formaran una idea confusa de sus prácticas, puesto que si bien a distancia vigilaban a sus difuntos, y para conocer muchas de las primeras materias recolectadas por la administración pública con destino a los embalsamamientos. Sábese por esto que utilizaban productos naturales resinosos, óleo o goma resinosos, esencias y otras sustancias aromáticas, por recoger los jugos que fluían espontáneamente o por incisiones practicadas en las cortezas de los dragos, pinos, almacigos, sabinas, cedros, cardones, tabaibas y otras plantas; las flores y hojas más o menos astringentes y aromáticas de la algáfita, guaidín, corona de la reina, algaritofe, granadilla, torvisquillo, romanillo, yerba de cumbre, yerba de risco, etc.; así como otras sustancias desecantes, absorbentes o astringentes, ya de origen vegetal como el zumo del mocan y la corteza de haya, o de procedencia mineral tales como la sal común, piedra pómez, almagre, etc. (l).

De estas diversas  materias unas eran empleadas tal cual las ofrecía la naturaleza y con otras preparaban lo conocido bajo el nombre genérico de «bálsamo de los guanches» que se ignora si era uno o más productos diferentes 2.

Ahora bien, del estudio que hemos hecho de algunos centenares de cuevas funerarias se deduce que los embalsamadores disponían de tres procedimientos para mirlar los cadáveres, que empleaban según la categoría social del finado en conformidad con la ley, reservando naturalmente el más perfecto para los reyes o proceres y el más deficiente para los siervos, que denominamos, atendiendo al carácter más saliente que a nuestro juicio particulariza cada método, por rellena-miento, embadurnamiento y por desecación, teniendo de común sin embargo las operaciones preliminares.

Es tradicional que entregado el cadáver de varón a los embalsamadores y de mujer a las embalsamadoras, lo transportaban en un chajas-co3 al lugar elegido en las inmediaciones de la vivienda donde ya ardía la hoguera sagrada, lo tendían en el suelo sobre un lecho de ramas, briznas y yerbas secas aromáticas, para después de lavarlo extraerle las entrañas respetando el sistema piloso. Practicaban una incisión penetrante, y esto lo hemos comprobado (2), a partir del extremo inferior de la línea alba en dirección del hipocondrio derecho, por donde sacaban todas las visceras del vientre, y luego a a través de dicha abertura dividían el diafragma para vaciar la cavidad torácica; no existiendo huellas de que intentaran la extracción de la masa encefálica. Nuevamente lo lavaban por dentro y por fuera, para colocarlo seguidamente encima de un chajasco con patas a manera de mesita, mientras el lecho de yerbas empapado de sangre, restos orgánicos y visceras del difunto era arrojado a la hoguera sagrada, de propósito alimentada con gran cantidad de combustible aromático, de sabina, ajafo, etc., para consumir hasta el último residuo, evitando toda profanación. Los guanches, cuyas creencias y prácticas mortuorias tanto recuerdan a los egipcios, no guardaban como éstos las visceras en vasos canópicos, sino que las sacrificaban a Magec en su emblema terrestre.

Después de otras manipulaciones que se desconocen, procedían al embalsamamiento conforme a la categoría del finado. El método que hemos denominado por rellenamiento consistía en rellenar las cavidades torácica y abdominal con hojas y flores, de las que hemos podido constatar la yerba de risco, el tomillo, algaritofe, torvisquilla, guaidín, orchilla, y de leñanoel en uno de los cadáveres4. Esta era la práctica empleada para con los siervos.

Cuanto al método por embadurnamiento, que aplicaban a los hidalgos después de las operaciones preliminares comunes a todos, como la palabra lo indica se reducía a embadurnar completamente por fuera al cuerpo con el producto llamado bálsamo de los guanches y por dentro rellenarlo con la misma sustancia. Esta especie de pez se descompone y desaparece con el tiempo, por lo que es frecuente tropezar con cadáveres en los que únicamente aparecen lubrificadas algunas regiones.

Pero el procedimiento perfecto era el adoptado para la alta nobleza y los soberanos, que calificamos por desecación, porque según las tradiciones sometían los cadáveres en la hoguera sagrada a una especie de ahumado y desecación. Por otra parte, esta es la impresión que nos hacen los tejidos secos como el cartón y sin ofrecer los cadáveres ni el menor indicio de sustancias extrañas como las que llevamos referidas. A estas momias alude Marín y Cubas cuando escribe:
«Tenían grandes zumarrones de cuerpos mirlados, tan enjutos que parecían de madera y forrados en pieles. Había mujeres con los niños al pecho, enjutos con todas sus perfecciones, que podían conocerse, y sin faltarles cabellos, antes lo tenían rubios, largos y fuertes. Hacíanles ofrendas de comidas del modo que hemos dicho».

Y el obispo Rochester, citado por Viera y Clavijo, ocupándose del particular en su Historia de la Sociedad Regia de Londres, observa:

«Los guanches conservaban una extrema veneración a los cuerpos de sus mayores, y pasaba entre ellos por profanación la curiosidad de los extranjeros. Hallándose, pues, el autor en Güímar, lugar entonces casi únicamente poblado de los descendientes de aquella fiera, pobre y celosa Nación, tuvo crédito para hacerse conducir a sus cuevas. Son éstas (dice) unas concavidades formadas en las peñas por mano de la naturaleza, y perfeccionadas por el arte. Los cadáveres están envueltos en pieles de cabras, cosidas con correas, tan sutilmente, que es una admiración. Aunque arrugados, y perdido el color, se ven tan enteros que en ambos sexos se distinguen los ojos, los cabellos, las orejas, las narices, los dientes, los labios, las barbas, etc. El autor contó en una sola cueva de trescientos a cuatrocientos cuerpos, unos de pie y otros tendidos sobre ciertos catrecillos de madera, que los guanches, no sé con qué secreto ponían tan dura, que no hay hierro que la pueda romper. Por punto general les salían fuera de este pequeño lecho la cabeza y los pies, cuyos miembros descansaban sobre dos grandes piedras. Añade, que cierto cazador  cortó en una ocasión un trozo de la piel que tenía uno de estos difuntos encima del estómago, la que estaban tan suave, dócil y libre de corrupción, que la empleó muchos años en el uso de algunas cosas. Son estos cadáveres tan ligeros como la paja, y se le distinguen los nervios, tendones y aún las venas y arterías a modo de pequeños hilos. Tenían los guanches en estos sitios fúnebres unos vasos de tierra muy dura, que parece los ponían con leche o manteca al lado de los muertos, y decían que en Tenerife había más de veinte cuevas con los cuerpos de sus reyes y otras personas distinguidas, sin las que ellos mismos ignoraban, porque sólo los viejos eran depositarios de aquel secreto, y éstos no eran hombres que revelaban nada»

Respecto a los detalles del procedimiento para llevar a cabo la operación se ignora en absoluto, pues fue un secreto que se llevaron los embalsamadores a la tierra5. Terminado el embalsamamiento en el tiempo reglamentario procedían a amortajar los cuerpos. Cosían esmeradamente a sutura continua con correa la incisión del vientre; colocaban a los varones las extremidades superiores a lo largo de los costados a perderse en los muslos estrechamente ceñidas a las fosas ilíacas externas y a las mujeres con las manos sobrepuestas en el pubis, y en ambos los pies en posición vertical, unidos y con los dos dedos gordos (pulgares) atados con ancha cinta de cuero, unas veces dispuestos paralelamente y otras sobrepuestos; debiendo hacer constar que jamás hemos encontrado en los restos mortales de ninguno de los dos sexos objetos a título de joyas, pero sí rosarios aunque no en todos6.

Amortajaban a los siervos vistiéndoles el tamarco que usaron en vida; pero a los nobles los envolvían en pieles gamuzadas, de ordinario de cabras, en tanto mayor número cuanta más alta era la jerarquía, llegando hasta ocho y nueve como en las momias descubiertas en la Cueva de la Gotera, en Candelaria, y que fueron a parar al Gabinete de Casilda en Tacoronte. En estas pieles, que agrandaban con trozos esmeradamente cosidos, los liaban como quien hace un cigarrillo, fuertemente ceñidas al cuerpo y que aseguraban una por una para que no aflojaran con unas cuantas vueltas de ancha cinta de cuero o de corteza de torvisca, desde los pies a la cabeza; resultando el cadáver como metido en un tubo, que estrangulaban entre el pecho y la barba para que se amoldara al cuello. En las momias más perfectas remataban los extremos de dicho tubo dándole dos o más dobleces dispuestos con arte y cosidos con gusto; pero cuando se trataba de personas de menor importancia ataban el sobrante a manera de moño, lo mismo por la cabeza que por los pies. En los hidalgos dejaban libre la cabeza. A dos de los cadáveres del «Roque de la Hoya de Ucanca», que hemos citado en una nota, les salía de la parte de mortaja que cubría las espaldas dos cabos de ancha cinta de piel, que ataron en lazo sobre el pecho.

Ultimadas las operaciones de la momificación y ya transformado el cadáver en xaxo en estado de recibir a su duplo o sosias cuando lo dispusieran los dioses, lo transportaban a la vivienda donde se reproducían las escenas de abrazos y besos, así como los clamorosos llantos reforzados por los llorones y lloronas de oficio, que entraban en funciones desde ese momento hasta dejarlo depositado en el panteón al siguiente día. Durante este tiempo lo tenían de cuerpo presente en medio de la choza rodeado de la familia y acompañantes, colocado en un chaxaxo más o menos artístico según la categoría del finado, con profusión de flores y ramas olorosas si se trataba de doncella noble, o encerrado en el sarcófago siempre que el difunto pertenecía a la alta nobleza o algún soberano. A éstos se refiere fray Alonso de Espinosa al observar: «...y a algunos ponían en ataúd de madera incorruptible, como es tea, hecho todo de una pieza y cavado no sé con qué a la forma del cuerpo»1.

Todo esa noche se iba agudizando el duelo de hora en hora hasta la amanecida, que era el tiempo reglamentario para la celebración de los chaxascos o entierros; pero antes de ponerse en marcha el cortejo fúnebre, tanto los hombres como las mujeres que sentían grima saltaban por encima del cadáver o le besaban una mano «para que nos les dejara miedo» costumbre que aún conservan algunos caseríos de La Victoria, La Matanza, Arico y otros pueblos.

La comitiva, que iba atronando los aires con sus lamentaciones, hallábase formada por los individuos de ambos sexos de la. familia civil y de la individual, precediendo las mujeres y detrás los llorones, sacerdotes, amigos y numerosas personas de los distintos auchones o tagoros según el prestigio y clase del difunto. Llegada a la necrópolis, después de un variado ceremonial del clero en medio de grandes alaridos del séquito, encerraban con el xaxo cierta cantidad de alimento y tapiaban cuidadosamente la puerta de la gruta; alimento que como ya dijimos renovaban de vez en cuando por fuera de la cueva, para que comiera el sosia en sus visitas. Seguidamente los doloridos y todo el acompañamiento retornaban al auchon, para disolverse después de «celebrar el banquete fúnebre que daba el muerto».

Porque el difunto arrastraba consigo su capital social, es decir, gastaba en un banquete su reserva cuatrimestral y un número de cabezas de las reses de la quita equivalente al que usufructuaba. Se heredaba a sí propio consumiendo la herencia en una espléndida comida, pues es sabido que él era uno de los comensales 8. Cuanto a la ágapa fúnebre de los siervos debía ser poco aparatosa, por ignorarse cuál fuera el origen de los recursos, aunque es probable salieran del paso con los medios limitados de que disponían los auchones respectivos.

Como los guanches carecían de instrumentos metálicos y las cavernas naturales que les servían de panteones son de basalto u otra roca dura, convertían sus sentimientos de piedad en acomodar con mano solícita a los xaxos lo más decorosamente que podían, procurando desvanecer los relieves y baches del pavimento con pisos de barro gredoso o solándolos con lajas; sobre el que los colocaban sin orientación determinada unas veces de pie, por lo general tendidos, ya aisladamente o bien en rimeros de 3, 4, 5 ó más, coincidiendo en ocasiones las cabezas y otras los pies de unos con las cabezas de otros; particularidad más pronunciada en los mausoleos de la nobleza que en los de siervos.

Nos inclinamos a que estos rimeros estaban constituidos por individuos de una misma familia, máxime al considerar las formaban con frecuencia personas de ambos sexos; y hasta creemos que las señales que ponían a los xaxos, de que hablan los autores pero que no hemos visto, pudieran ser como un equivalente a los epitafios de nuestros actuales sepulcros familiares. Y esta interpretación es tanto más racional cuanto hemos encontrado cavernas funerarias con dichos cuerpos sobrepuestos, sin embargo de haber capacidad sobrada para yacer por separados.
La colocación de los cadáveres en los panteones de las nobleza afectaban los siguientes modos:

1.°) Los reyes y proceres en sarcófagos, ya de la tea del pino como el de la cueva del Picacho de que hemos hablado o de otra ma  dera incorruptible, corno uno de cedro encontrado en Petapodón, de Güímar, de una sola pieza y sin tapa como me aseguraron. Contenía una momia de adulto y las de dos niños.

2.°) Sobre chaxaxo pero provistos de cuatro patas como de medio metro de altas, como uno descubierto en el barranco de Amara, en Arona, que contenía los restos de tres cadáveres sobrepuestos. Esta especie de chajascos son los conocidos por los autores con los nombres de andamies o catresillos.

3.°) Tendidos sencillamente encima de una tabla de sabina, por ejemplo, como la que descubrimos en la cueva de La Gambuesa en Igueste de Candelaria. La tabla era más larga que el difunto.

4.°) Amontonados en una como tarima, como en la cueva del «Roque de la Hoya de Ucanca», formada por dos palos de tres varas de largo, uno de sabina y el otro de pino, dispuestos paralelamente a una vara de distancia, apoyados por uno de sus extremos en las grietas naturales de las paredes y descansando por el otro en dos pequeños majanos de piedra, sobre los que improvisaron un piso con seis lajones de piedra tosca. Ofrecía los restos de 8 cadáveres coincidiendo las cabezas. Pero en las cuevas del risco de Poíegre y del Rincón en el barranco de Tamadaya, en Arico, en ambas los largueros de sabina tenían encima otros atravesados de la misma madera.

5.°) Sobre poyos de piedra hechos con bastante esmero, arrimados a las paredes de las cavernas, como de 2 metros de largo, 1/2 de alto y de 0,60 centímetros a 1 metro de anchos, ofreciendo el aspecto de pesebreras, con los bordes libres sobresaliendo como una tercia del fondo embaldosado con lajas. En estos poyos apilaban las momias, siempre boca arriba. De esta variedad recordamos la cueva de Juan Luis en la Ladera de Güímar; 3 en el barranco de Amara en Arona y la «Cueva de la Ventana» en Las Cañadas, como a unos tres kilómetros del Llano de Maja.
6.°) De pie animadas a las paredes como refieren los historiadores, o acurrucadas en un rincón como la momia de un niño de 12 años en una cueva en Bilma, cumbre del Valle Santiago, o bien en pilas sobre el suelo de 7 y más cadáveres, como en la cueva de la Gotera en Candelaria.

Respecto a las necrópolis de los siervos utilizaban el suelo de las grutas tal cual los ofrece la naturaleza, aunque algunos los tenían embaldosados con lajas, como una cueva del Risco Bermejo en Chinama y otra en barranco de Gorda, ambas en Granadilla, así como en la de Posadas en el barranco de la urchilla de San Miguel y de la Marrera en Güímar, y en ocasiones, pocas, les ponían piso de barro gredoso amasado, como en la del Bucio ya citada. Concretábanse a colocar los cadáveres sobre el pavimento, a veces sobreponiéndolos como dijimos, pero otras sobre una alfombra o lecho de plantas, ya de yerba de risco como en dos cuevas del barranco de Tajo en Arico, bien de escobones y granadilla como en la cueva de la Reina en Arafo, ora de ramas de leñablanca cual las cuevas de Binchergue en Adeje y también de ajafo en los Salones de Guasa, en Arona. Ignoramos si esto fue costumbre general y que hayan desaparecido los restos vegetales por la acción destructora del tiempo y por la humedad y desprendimientos de los techos de las cavernas.

Y terminamos este particular con una observación. Descontados los rosarios de uso común, ¿por qué se encuentran en los mausoleos de los siervos anzuelos, tahonas, punzones de hueso, muelas de molino, agujas, fragmentos de cerámica, etc., y con nada de esto se tropieza en los panteones de la nobleza? ¿Pondrían a los xaxos de las clases de los achicaxnas y achicaxnáis los instrumentos de sus respectivos oficios, para que siguieran ejerciéndolos en el otro mundo a favor de sus señores?

De ordinario tapaban la puerta de las necrópolis con una pared doble de piedra seca muy bien hecha y a veces con una doble o triple pared; otras con grandes lajones de piedra viva empinados cuando son de boca estrecha, y algunas, muy pocas, con pared a piedra y barro como en la cueva de Bilma del Valle Santiago.

* * *

Aunque en escaso número existen huellas de que en un tiempo algunas razas inhumaran sus cadáveres en túmulos (3) y menhires 9.

Recordamos de un túmulo en las Galletas de Arona y de otros en el Traste, y la Ladera en Chasna, junto al Pinalito. Se diferencian de los menhires en que rematan en un cerrito o altozano de tierra acumulada como de 1 metro de altura, tan bien apisonada que han desafiado las injurias del tiempo, si es que antiguamente no fueron mayores. Y cuanto a los menhires los hemos visto en el Topo, cerca del barranco del Medio en Arona, en los altos de Chasna y de Candelaria, en Las Vegas de Granadilla y en la Cruz de Itote y Ayesa en Arafo. Consisten Posadas en el barranco de la urchilla de San Miguel y de la Marrera en Güímar, y en ocasiones, pocas, les ponían piso de barro gredoso amasado, como en la del Bucio ya citada. Concretábanse a colocar los cadáveres sobre el pavimento, a veces sobreponiéndolos como dijimos, pero otras sobre una alfombra o lecho de plantas, ya de yerba de risco como en dos cuevas del barranco de Tajo en Arico, bien de escobones y granadilla como en la cueva de la Reina en Arafo, ora de ramas de leñablanca cual las cuevas de Binchergue en Adeje y también de ajafo en los Salones de Guasa, en Arona. Ignoramos si esto fue costumbre general y que hayan desaparecido los restos vegetales por la acción destructora del tiempo y por la humedad y desprendimientos de los techos de las cavernas.

Y terminamos este particular con una observación. Descontados los rosarios de uso común, ¿por qué se encuentran en los mausoleos de los siervos anzuelos, tahonas, punzones de hueso, muelas de molino, agujas, fragmentos de cerámica, etc., y con nada de esto se tropieza en los panteones de la nobleza? ¿Pondrían a los xaxos de las clases de los achicaxnas y achicaxnáis los instrumentos de sus respectivos oficios, para que siguieran ejerciéndolos en el otro mundo a favor de sus señores?

De ordinario tapaban la puerta de las necrópolis con una pared doble de piedra seca muy bien hecha y a veces con una doble o triple pared; otras con grandes lajones de piedra viva empinados cuando son de boca estrecha, y algunas, muy pocas, con pared a piedra y barro como en la cueva de Bilma del Valle Santiago.

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Aunque en escaso número existen huellas de que en un tiempo algunas razas inhumaran sus cadáveres en túmulos (3) y menhires 9.

Recordamos de un túmulo en las Galletas de Arona y de otros en el Traste, y la Ladera en Chasna, junto al Pinalito. Se diferencian de los menhires en que rematan en un cerrito o altozano de tierra acumulada como de 1 metro de altura, tan bien apisonada que han desafiado las injurias del tiempo, si es que antiguamente no fueron mayores. Y cuanto a los menhires los hemos visto en el Topo, cerca del barranco del Medio en Arona, en los altos de Chasna y de Candelaria, en Las Vegas de Granadilla y en la Cruz de Itote y Ayesa en Arafo. Consisten en sepulcros formados con lajas de 2 a 3 cuartas de largas espetadas en la tierra, afectando la forma de un paralelogramo, capaces para contener el cuerpo de un hombre. Sobre un fondo baldosado de lajas colocaban el cadáver y después de cubrirlos con tierra le ponían encima otro embaldosado.

Recuérdese que la inscripción XLIL (Vid. Tomo i) de la isla del Hierro, se dice que el pueblo sepultó en un túmulo al gobernador romano Lamia.

* *  *

NOTAS
1  El clero católico se esforzó en combatir esta costumbre indígena. El bachiller Juan Fernández, vicario de la isla, en su decreto visita a la iglesia de Garachico en 1.545, prohibió «que vayan a los entierros a llorar sobre los difuntos»', y por decreto a la misma parroquia del obispo Dn. Fernando de la-Rueda, en 1584, dispuso:

• «...que ninguna mujer, ni hija, ni hermana del difunto fuesen a los entierros, como es costumbre, a llorar en la iglesia y a estar besando, abrazando y tocando el cuerpo cadáver como si fuesen gentiles».

Después de la conquista con el nuevo orden de cosas se fue estableciendo el uso de que en las casas mortuorias siguieran como antes y que al conducir el féretro a la iglesia lo fueran convoyando a grito tendido las lloronas y llorones que lo tenían por oficio. Para nosotros es indudable de que existían plañideras entre los guanches.

Estos llorones debieron provocar algazaras intolerables, porque en el libro de visitas de la referida parroquia de Garachico, consta que en 1.617 se prohibió «los llorones en los entierros sobre el difunto». Aún sobrevive entre nosotros refranes como el siguiente: «Llóramelo bien llorado, que yo te lo daré colmado», aludiendo a la promesa hecha a las lloronas de darles colmo en lugar de rayo el medio almud de trigo en que estaba tasado el servicio.

Aún subsiste esta costumbre en la isla de La Gomera, como en Alojera de Valle-hermoso, donde hay quien tiene el oficio de plagiar o llorar en los entierros; siendo preferidos los plagiadores de voz más resonante y resistente. Y en este mismo lugar hasta las mujeres salen a los caminos a llorar a gritos cuando conducen los cadáveres, aunque no sepan quién es el muerto.

2  De uno de estos productos hemos encontrado tres depósitos en otras tantas cavernas: en Bence de Candelaria, otro en barranco de Amara de Arona y el tercero en el Tabaibal de Valle Santiago, de los que hay muestras en el Museo Municipal.

Al examen macroscópico ni las distintas porciones de un mismo depósito ofrecían un producto definido, colocándonos en el dilema de considerarlos como bálsamos diversos o como fases distintas de la manipulación de un sólo producto a lo que nos inclinamos. Todo este bálsamo se hallaba en estado sólido, en especie de espuertas de hojas de drago, en horquetas de varas de sabina o en pellas arrimadas a las paredes.

Los que estimamos como preparaciones más acabadas eran de factura más o menos brillante, negra, desprendiendo unos trozos al arder olor agradable, otros acre y siendo algunos incombustibles. Ignoramos si se licúa bajo la acción del alcohol o del aceite.

Porque es indudable que lo usaban en estado líquido o semilíquido. Aparte de otros hechos que lo confirman, en 1880 tuvimos ocasión de examinar este mismo bálsamo i por lo menos ofrecía todos sus caracteres físicos!, en una cueva funeraria del barranco del Mocanal de Igueste de Candelaria, que fue utilizado en condiciones excepcionales.
Es la cueva de entrada estrecha y su pavimento roqueño hállase naturalmente dispuesto a manera de tina, donde yacían nueve cadáveres de hombres, revueltos, con los miembros entrelazados al acaso como arrojados precipitadamente en montón y contraídos en rigidez cadavérica sus extremidades. Sobre esta macabra mezcla de cuerpos vertieron bálsamo hasta cubrir el todo, que al solidificarse guardó a las generaciones futuras uno de tantos cuadros de las tristezas del pasado.

Contra el concepto general del vulgo dicho bálsamo no conservó incorruptibles los cadáveres que encerraba, fenómeno también comprobado en otras circunstancias; lo que significa que tenían otros bálsamos o sometían a otros procedimientos las conocidas universalmente por momias guanches, inalterables a despecho de los siglos.

3  Era una especie de parihuela o varal formado por dos palos de un par de metros de largos, más o menos pulidos, dispuestos paralelamente y unidos por travesanos encajados en muescas practicadas en los largueros. En el Museo Municipal existen dos ejemplares incompletos.

4  Entre otros ejemplares que nos ha dado más luz sobre éste procedimiento, recordamos el citado que descubrimos en la Mediamontaña de Barranco Hondo en Candelaria, en un panteón de siervos con los restos de 160 personas, que fueron a parar al Museo Municipal. Hallábase bastante conservado aunque en estado casi esquelético, envuelto en una piel de ganado lanar y se había salvado de la acción destructora de la humedad del suelo, por encontrarse suspendido y piadosamente acomodado entre las ramas de un desarrollado arbusto de leñablanca, que le sirvió de sarcófago. Otros residuos de vegetales que observamos en las cavidades no acertamos a clasificarlos, pero es probable fueran de romanillo, yerba cumbre, corona de la reina, etc. como hemos visto en casos similares.

5  No falta sin embargo algún autor de nuestros días que afirma, ¡sin duda aplicando a los guanches lo que se dice de los peruanos!, de que obtenían la momificación exponiendo sencillamente los cadáveres a la acción del ambiente libre, en las mayores alturas de la isla. Esta opinión la estimamos gratuita. Es indudable que los magnates por su régimen social de castas privilegiadas y sus creencias religiosas en consonancia con dicho régimen, procuraban elegir sus panteones en los puntos más elevados de la isla, «por su mayor categoría en la tierra y estar más cerca del xaxo ausente mientras morara en el «Lugar de las Delicias», pero esto no significa de que sus cadáveres fueran momificados en las referidas alturas, sino que eran allí conducidos después de ya embalsamado en su auchon bajo la vigilancia de los suyos, que siempre ejercían como obligación sagrada y por temor al xaxo de ultratumba.

Pero sobre estas consideraciones están los hechos. Aparte de las momias en perfecto estado encontradas en las regiones costeñas, que por lo menos prueban lo bien que se conservaban en dichos puntos, vamos a exponer lo que hemos observado en cavernas situadas sobre el nivel del mar de 800 a 2.000 metros.

Estas grutas, así como otras que pudiéramos citar, no contenían guanches enzurronados como el vulgo llama a las momias, sino restos de individuos de ambos sexos que se encerraron voluntariamente, por la disposición en que estaban tapadas las puertas que sólo podían hacerlo de dentro a fuera, y en las que el aire circulaba con facilidad. Nos referimos a una cueva en el barranco de Amara, en Arona, a otra en el Risco de La Tosca, del barranco del Bucio en San Miguel y a una tercera en el Roque Cinchado en la cumbre de Granadilla. La del Risco de La Tosca, por ejemplo, tenía la puerta tapiada con grandes lajas —sin duda procedentes de un lajial próximo a dicho punto— sostenidas por dentro con un leño de tajinaste atravesado que únicamente era factible colocarlo desde el interior. Encerraba el esqueleto de una mujer con otro de un niño como de tres años sobre el pecho, con el tamarquito recogido a la espalda en moño; a la izquierda los restos esqueléticos de otro niño como de 7 años y a la derecha los de un hombre.

Pues bien, tanto en ésta como en las demás cuevas se hallaban en favorables circunstancias para haberse momificado los cadáveres por las elevadas altitudes y acceso al aire, y nada de esto sucedió.

6  ¿Era el rosario de uso universal? Hemos registrado panteones de nobles y siervos en que abundaban, otros que carecían de ellos y algunos de ambas clases sociales en que aparecían cuentas junto a unos cadáveres y de otros no. ¿Sería el rosario importado en época relativamente moderna y aparecería en los difuntos de las últimas generaciones? Con ligerísimas excepciones lo llevaban colgado al cuello, engarzadas las cuentas en correas de corríales de cabra, peladas y torcidas, puestas antes de remojo. A la generalidad les llegaría a mitad del pecho en la estación bípeda y a otros algo más bajo. Siete de los nueve cadáveres de la cueva del barranco de Los Mocanes, de que ya hemos hablado, los tenían como todos al cuello, pero dos ceñidos a la cintura.

En una cueva del Roque de La Hoya de Ucanca, en la Cumbre, entre los restos de nueve cadáveres existían dos semimomias de mujer, una de las cuales conservaba en muy buen estado el brazo derecho con mano pequeña y bonita que ostentaba en la muñeca como un brazalete formado con un hilo de cuentas del tamaño de aljófar, engarzadas en cuerda de tripa torcida y fina. El hilo le daba dos vueltas a la muñeca. A nuestro juicio era también un rosario.

7  El Museo Municipal posee los fragmentos de un sarcófago de tea (4) encontrado en el Picacho, Barranco Hondo de Candelaria. Al tener noticia del hallazgo por más prisa que nos dimos ya lo habían destrozado. Era de una sola pieza de forma ligeramente ovoidea, tapado con una sola tabla también de tea que presentaba en sus bordes más largos cuatro agujeros, que correspondían a otros practicados en los dos bordes del sarcófago, para mantener ambas piezas unidas con clavijas de madera.

8  Una derivación de este banquete fúnebre sobrevive en la costumbre de la comida colectiva que celebran los acompañantes de los cadáveres procedentes de los caseríos en La Laguna, Candelaria, Arico, Adeje y otros pueblos; comidas que obedecen no a la distancia y al tiempo que pierden, pues aunque despachen y puedan estar de retorno en su casa a las 2 ó 3 horas, son de rigor los referidos banquetes «por ser uso antiguo».

Ya dijimos que los bimbapes del Hierro los celebraban además de vez en cuando alrededor «del goro de las víctimas», para que los muertos, saborearan los corderos y cabritos sacrificados en la pira, comiendo también de las demás viandas como gofio, mariscos, etc.

Igualmente creían que terminado el banquete seguían los espíritus apurando los restos, como huesos, espinas, etc. hasta que los vivos hincados de rodilla, elevaran cierta plegaria petitoria.
Estos banquetes fúnebres recuerdan el Sacrum novemdiale de los romanos en que después del sacrificio que hacían por el muerto a los 9 días de fallecido, celebraban un banquete al que eran invitados los amigos del difunto.

9 Los poquísimos túmulos de Tenerife no son en rigor parecidos, por ejemplo, a los de la Isleta de la isla de Canaria; y cuanto a los menhires escasean igualmente, pero son muy semejantes a los que hemos visto en Fuerteventura en 1874. Entre otros de esta isla recordamos un cementerio de 40 sepulturas en una cañadita de Parrado, en La Antigua. Estos son de forma elíptica, sin orientación, de unos 2 metros su eje mayor y de 0,65 m. por término medio de ancho. Están construidos con lajones hincados en la tierra de unos 0,30 m. de alto, empedrado el interior de la elipse y debajo del empedrado los cadáveres.

ANOTACIONES

(1)  «Recientemente... se analizaron los materiales que se encontraron en algunas momias del Museo Arqueológico de Tenerife con motivo de las necropsias a que fueron sometidas. Estos análisis han evidenciado la presencia de restos vegetales en pequeñas proporción (acículas de Pino Canario; pequeños fragmentos de tallos de gramíneas y semillas de Mocan en pequeña cantidad); grasa animal solidificada; y un contenido mineral de lapilli o picón rojo, en una proporción de más del 90% de la muestra total. Asimismo los autores coinciden en la utilización de pieles de cabras como envoltura de los cadáveres. Éstas, al parecer, marcadas con diversos signos, servían a su vez para identificar a los cuerpos momificados». (Catálogo de la exposición: Momias... Los secretos del pasado. Santa Cruz de Tenerife: Museo Arqueológico y Etnográfico de Tenerife, 1990, pág. 35).

Se demuestra aquí el interés científico de la información aportada por Bethencourt Alfonso.

(2)  La afirmación de Bethencourt Alfonso sobre la práctica de la incisión en el proceso de momificación es tajante. Dados los conocimientos y la práctica forense del referido autor, su opinión al respecto nos parece muy cualificada. Hacemos esta aclaración porque el argumento de D. Juan Bethencourt no coincide con la de investigadores más recientes, quizás porque han trabajado sobre momias diferentes:

«La simple observación y examen de fragmentos o de momias enteras permite hacer las siguientes precisiones:

1.—No se han encontrado incisiones en el abdomen ni dilataciones en los canales anal y genital. Esto está en contradicción con el supuesto embutido de sustancias conservadoras. Existía instrumental Utico que podría emplearse para la incisión, pero no se conoce ningún instrumento que sirviera para la inyección.

2.—En momias bien conservadas, persisten las visceras y el paquete intestinal. Por consiguiente no parece probable la práctica de la evisceración... No se han encontrado pruebas de que se perforara la bóveda nasal para la extracción del cerebro. Tampoco se extrajo a través del «foramen magnum», pues no hay señales en la región cervical.

3.—No se conoce la existencia de recipientes que diesen cabida al cadáver y al baño conservador. Se pudo practicar el lavado repetido y prolongado con salmuera, al aire y al sol, o el tratamiento con otras sustancias, sal común o natrón...

4.— La técnica de inyectar líquidos en el aparato circulatorio hay que desecharla por carencia de instrumental y de conocimientos quirúrgicos y anatómicos.

Todo ello lleva a la conclusión de que en vez de un embalsamamiento efectivo, entre los guanches lo que en realidad se practicó fue la desecación del cadáver mediante técnicas muy toscas y primitivas: detener la descomposición y al mismo tiempo proceder a la desecación...». (Vid., Luis Diego Cuscoy. «Glosa a un fragmento de los «Apuntes» de Don José de Anchieta y Alarcón. (Necrópolis y Momias)» en Anuario de Estudios Atlánticos. Madrid-Las Palmas de Gran Canaria: C.S.I.C.-Casa de Colón, 1976, (n.° 22), págs. 249-250).

«La momificación entre los aborígenes canarios contempla varias operaciones realizadas sobre el cadáver: lavado, manipulación y tratamiento con sustancias químicas, secado y envoltura. Los autores no coinciden en los datos referentes a la manipulación del cadáver antes de proceder a la incorporción de sustancias conservantes. Para algunos, los cuerpos eran eviscerados e incluso, se les extraía el cerebro. Otros, sin embargo, no hacen alusión alguna a la extracción de visceras (en los exámenes llevados a cabo en el Museo Arqueológico de Tenerife, no se ha podido observar la existencia de incisiones de ningún tipo en las momias y, además, las visceras se encontraban «in situ»)...». (Vid., Catálogo de la exposición: Momias; pág. 34).
(3)  Ésta es de las pocas ocasiones en las que se habla de la presencia de enterramientos en túmulos para la isla de Tenerife.

(4)  Aquí se presenta uno de los escasos datos conservados, con respecto a los restos arqueológicos funerarios de la prehistoria de Tenerife, (vid. nota 7).


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