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F R A N T Z F A N O N.
I I I . D E S V E N T U R A
S D E L A CO N C I E N C I A
N A C I O N A L
Viene de la página anterior.
Si se piensa que puede dirigirse
perfectamente un país sin
que el pueblo meta las narices,
si se piensa que el pueblo por su sola presencia obstaculiza el juego, sea
porque lo retrase o porque por su natural inconsciencia lo sabotee, no debe
haber ninguna vacilación: hay que apartar al pueblo. Pero resulta que el
pueblo, cuando se le invita a la dirección del país no retrasa, sino que
acelera el movimiento. Nosotros, los argelinos, hemos tenido en el curso
de esta guerra
la oportunidad, la
fortuna de palpar algunas cosas.
En ciertas regiones
rurales, los responsables político-militares de la
revolución se han enfrentado en efecto a situaciones que han exigido soluciones
radicales. Abordaremos algunas de esas situaciones.
En el curso de los años
1956-1957, el colonialismo francés había prohibido ciertas zonas, y la
circulación de personas en esas regiones estaba estrictamente reglamentada. Los
campesinos no tenían, pues, la posibilidad de acudir libremente a la ciudad
para renovar sus
provisiones. Los abarroteros
acumularon enormes utilidades durante ese periodo. El té, el café, el
azúcar, el tabaco y la sal alcanzaron precios exorbitantes. El mercado negro
triunfaba con una singular insolencia. Los campesinos que no podían pagar en
especie hipotecaban sus cosechas, sus tierras, o desmembraban a pedazos el
patrimonio familiar y, en una segunda etapa, ya lo trabajaban a cuenta del
abarrotero. Los comisarios políticos, cuando tomaron conciencia de ese peligro,
reaccionaron de manera inmediata. Así se instituyó un sistema racional de
aprovisionamiento: el abarrotero que va a la ciudad está obligado a hacer sus
compras en los almacenes de dueños nacionalistas que le entregan una factura
donde se precisan los precios de las
mercancías. Cuando el
detallista llega al aduar, debe
presentarse antes que
nada al comisario
político, que controla la
factura, fija el margen de utilidades y determina el precio de venta. Los
precios fijados son anunciados en la tienda y un miembro del aduar, una especie
de inspector, está presente para informar al fellah sobre los precios a que
deben ser vendidos los productos. Pero el detallista descubre rápidamente un
amaño y, después de tres o cuatro días, declara que se han agotado sus
existencias. Por debajo, reanuda su tráfico y continúa la venta en el mercado
negro. La reacción de la autoridad político-militar fue radical. Importantes
sanciones se formularon;
las multas recogidas y pagadas a
la caja de la aldea sirvieron para obras sociales o de interés colectivo.
Algunas veces, se decidió cerrar durante algún tiempo el comercio. Y en caso de
reincidencia, los fondos del comercio son inmediatamente requisados y un comité
de gestión electo los administra, entregando una mensualidad al ex propietario.
A partir de estas experiencias, se explicó al pueblo el funcionamiento de las
grandes leyes económicas basándose en casos concretos. La acumulación del
capital dejó de ser una teoría para
convertirse en un
comportamiento muy real
y muy presente. El pueblo
comprendió cómo a base de un comercio es posible enriquecerse y agrandar el
comercio. Sólo entonces los campesinos contaron cómo ese abarrotero les
prestaba a tasas de usura; otros recordaron cómo los habían expulsado de sus
tierras y cómo se
habían convertido de
propietarios en obreros.
A medida que el pueblo comprende mejor, se hace más vigilante, más
consciente de que en definitiva todo depende de él y de que su salvación reside
en su cohesión, en el conocimiento de sus intereses y
la identificación de
sus enemigos. El pueblo comprende que la riqueza no es el fruto
del trabajo, sino el resultado de un robo organizado y protegido. Los ricos
dejan de ser hombres respetables,
no son ya
sino bestias carnívoras, chacales y cuervos que se ceban
en la sangre del pueblo. En otra perspectiva, los comisarios políticos han
tenido que decidir que ya nadie trabajaría para nadie. La tierra es de quienes
la trabajan. Es un principio que se ha convertido en ley fundamental de la Revolución argelina.
Los campesinos que empleaban peones se han visto obligados a dar participación
a sus antiguos empleados.
Se advirtió
entonces que el
rendimiento por hectárea
se triplicaba, a pesar de los asaltos numerosos de los franceses, los
bombardeos aéreos y la dificultad de adquisición de abonos. Los fellahs que, en
el momento de la cosecha, podían apreciar y pesar los productos obtenidos,
trataron de comprender el fenómeno. Fácilmente descubrieron que el trabajo no
es una noción simple, que la esclavitud no permite el trabajo, que el trabajo
supone la libertad, la responsabilidad y la conciencia.
En esas
regiones donde pudimos
realizar experiencias edificantes,
donde asistimos a la construcción del hombre por la institución revolucionaria,
los campesinos comprendieron muy claramente el principio que establece que se
trabaja con tanto mayor gusto cuando uno se compromete más lúcidamente en el
esfuerzo. Se pudo hacer entender a las masas que el trabajo no es un gasto de
energía, ni el funcionamiento de ciertos músculos, sino que se trabaja más con
el cerebro y el corazón que con los músculos y el sudor. Igualmente, en esas
regiones liberadas, pero al mismo tiempo excluidas del antiguo circuito
comercial hubo que modificar la producción, dirigida antes únicamente hacia las
ciudades y la exportación. Se estableció una producción de consumo para el
pueblo y para las unidades del ejército de liberación nacional. Se cuadruplicó
la producción de lentejas y se organizó
la obtención de
carbón de madera.
Las legumbres verdes y el carbón
se dirigieron de las regiones del Norte hacia el Sur por las montañas, mientras
que las zonas del Sur enviaban carne
hacia el Norte.
Fue el F.L.N.
quien decidió esa coordinación, quien implantó el sistema
de comunicaciones. No teníamos técnicos, planificadores procedentes de las
grandes escuelas occidentales. Pero en esas regiones liberadas, la ración
diaria alcanzaba la cifra hasta entonces desconocida de 3.200 calorías. El
pueblo no se contentó con triunfar de esa prueba. Se planteó problemas
teóricos. Por ejemplo:
¿por qué ciertas regiones no veían jamás una naranja
antes de la guerra de liberación, cuando se expedían anualmente millares de
toneladas hacia el extranjero? ¿Por qué las uvas eran desconocidas para un gran
número de argelinos cuando millones de racimos hacían las delicias de
los pueblos europeos?
El pueblo tiene
ahora una noción muy clara de lo
que le pertenece. El pueblo argelino sabe ahora que es el propietario exclusivo
del suelo y del subsuelo de su país. Y si algunos no comprenden la decisión del
F.L.N. de no tolerar ninguna violación de esa propiedad y su feroz voluntad de
rechazar toda transacción en cuestión de principios, unos y otros harían bien
en recordar que
el pueblo argelino
es ahora un pueblo adulto, responsable, consciente. En
resumen, el pueblo argelino es un pueblo propietario.
Si hemos tomado el ejemplo
argelino para aclarar nuestros puntos de vista no es para enaltecer a nuestro
pueblo, sino simplemente para mostrar la importancia que ha tenido su lucha
para llegar a tomar conciencia. Es claro que otros pueblos han llegado a otros
resultados por vías diferentes. En Argelia, ahora lo sabemos mejor, la prueba
de fuerza era inevitable, pero otras regiones han conducido a sus pueblos a los
mismos resultados a través de la lucha política y el trabajo de clarificación
realizado por el partido. En Argelia, comprendimos que las masas están a la
altura de los problemas
con los que se enfrentan. En un país subdesarrollado, la experiencia
prueba que lo importante no es que trescientas personas conciban y decidan,
sino que todos, aun al precio de un tiempo doble o triple, comprendan y
decidan. En realidad, el tiempo
perdido en explicar,
el "perdido" en humanizar
al trabajador será
recuperado en la
ejecución. La gente debe saber
hacia dónde va y por qué. El político no
debe ignorar que el futuro permanecerá cerrado mientras la conciencia del
pueblo sea rudimentaria, primaria, opaca. Nosotros, políticos africanos debemos
tener ideas muy claras sobre la situación de nuestro pueblo. Pero esa lucidez
debe ser profundamente dialéctica. El despertar de todo el pueblo no se hará de
un solo golpe, su dedicación racional a la obra de edificación nacional será lineal,
primero porque las vías de comunicación y los medios de transmisión están poco
desarrollados y además porque la temporalidad debe dejar de ser la del instante
o de la próxima cosecha para convertirse en la del mundo; porque, por último,
el desaliento instalado muy
hondamente en el
cerebro por el dominio colonial siempre está a flor de
piel. Pero no debemos ignorar que la victoria sobre los nudos de menor
resistencia, herencias del dominio material y espiritual del país es una
necesidad que ningún gobierno podría evadir. Veamos el ejemplo del trabajo
en régimen colonial.
El colono no
ha dejado de afirmar que el indígena es lento. Ahora,
en algunos países independientes,
oímos a los cuadros
repetir esa acusación. En verdad, el colono quería que el esclavo
fuera entusiasta. Quería, por una especie de mistificación que constituye la
más sublime enajenación, persuadir al esclavo de que la tierra que trabaja le
pertenece, que las minas donde pierde su salud son de su propiedad. El colono
olvidaba singularmente que se enriquecía con la agonía del esclavo.
Prácticamente, el colono decía al colonizado: "Muérete, pero que yo me
enriquezca." Ahora debemos proceder de otra manera. No debemos decir al
pueblo: "Muérete, pero que se enriquezca el país." Si queremos
aumentar el ingreso nacional,
disminuir la importación
de ciertos productos inútiles o
nocivos, aumentar la producción agrícola y luchar contra
el analfabetismo, tenemos
que explicar. Es necesario que el pueblo comprenda la
importancia de lo que está en juego. La cosa pública debe ser la “cosa del
público”. Se desemboca, pues, en la necesidad de multiplicar las células de
base. Con demasiada frecuencia, en efecto, se instalan sólo organismos nacionales
en la cima
y siempre en
la capital: la
Unión de Mujeres, la
Unión de Jóvenes, los sindicatos, etcétera. Pero si se va a
buscar detrás de la oficina instalada en la capital, si se pasa a la trastienda
donde deberían estar los archivos, asusta el vacío, la nada, el bluff. Hace
falta una base, células que dan precisamente
el contenido y el dinamismo.
Las masas deben poder reunirse, discutir, proponer,
recibir instrucciones. Los ciudadanos deben tener la posibilidad de hablar, de
expresarse, de inventar. La reunión de célula, la reunión del comité es un acto
litúrgico. Es una ocasión privilegiada que tiene el hombre para oír y decir. En
cada reunión, el cerebro multiplica sus vías de asociación, el ojo descubre un
panorama cada vez más humanizado.
La gran proporción de jóvenes en
los países subdesarrollados plantea
al gobierno problemas
específicos que debe
abordar lúcidamente. La juventud urbana inactiva y con frecuencia
analfabeta se entrega a toda clase de experiencias disolventes. A la juventud
subdesarrollada se le
ofrecen casi siempre distracciones de los países
industrializados. Normalmente, en efecto, existe homogeneidad entre el nivel
mental y material de los miembros de una sociedad y los placeres que brinda esa
sociedad. Pero, en
los países subdesarrollados, la
juventud dispone de distracciones pensadas para la juventud de los
países capitalistas: novelas
policíacas, máquinas traganíqueles, fotografías obscenas,
literatura pornográfica, filmes prohibidos a los menores de dieciséis años, y
sobre todo el alcohol... En Occidente, el marco familiar, la escolarización, el
nivel de vida relativamente elevado de las masas trabajadoras sirven de barrera
relativa a la acción nefasta de esas distracciones. Pero en un país africano
donde el desarrollo mental es desigual, donde el choque violento de dos mundos
ha quebrantado considerablemente las viejas tradiciones y ha dislocado el
universo de la percepción, la afectividad del joven africano, su sensibilidad
están a merced de las distintas agresiones contenidas en la cultura occidental.
Su familia se muestra con frecuencia incapaz de oponer a esas violencias la
estabilidad, la homogeneidad.
En este campo, el gobierno debe
servir de filtro y de estabilizador. Los comisarios encargados de la juventud
en los países subdesarrollados cometen
frecuentemente errores. Conciben su
papel a la manera de los comisarios encargados de la juventud en
los países desarrollados. Hablan
de fortalecer el alma, de desarrollar el cuerpo, de
facilitar la manifestación de cualidades deportivas. En nuestra opinión, deben
cuidarse de esta concepción. La juventud de un país subdesarrollado es
frecuentemente una juventud ociosa. Primero hay que darle ocupación. Por eso el
comisario para la juventud debe depender institucionalmente del Ministerio del
Trabajo. El Ministerio del Trabajo,
que es una
necesidad en un
país subdesarrollado, funciona en
estrecha colaboración con el Ministerio de Planificación, otra necesidad en un
país subdesarrollado. La juventud africana no debe dirigirse a los estadios,
sino al campo, al campo y a las escuelas. El estadio no es ese sitio de
exhibición instalado en las ciudades, sino un espacio en medio de las tierras que
se siembran, que se trabaja y se ofrece a la nación. La concepción capitalista
del deporte es fundamentalmente distinta de la que debería existir en un país
subdesarrollado. El político africano
no debe preocuparse
por formar deportistas
sino, hombres conscientes que, además, sean deportistas. Si el deporte
no se integra a la vida nacional, es decir, a la construcción nacional, si se
forman deportistas nacionales y no hombres conscientes pronto se contemplará la
podredumbre del deporte por el profesionalismo, el comercialismo. El deporte no
debe ser un juego, una distracción que se brinda la burguesía de las ciudades.
La tarea más importante es comprender en todo momento lo que sucede en el país.
No hay que cultivar lo excepcional, buscar el héroe, otra forma del líder. Hay
que elevar al pueblo, ampliar el cerebro del pueblo, llenarlo, diferenciarlo,
humanizarlo.
Volvemos a caer en la obsesión
que nos gustaría ver compartida por todos los políticos africanos, la necesidad
de ilustrar el esfuerzo popular, de iluminar el trabajo, de desembarazarlo de
su opacidad histórica. Ser responsable en un país subdesarrollado es saber que
todo descansa en definitiva en la educación de las masas, en la elevación del
pensamiento, en lo que suele llamarse demasiado apresuradamente la politización.
Con frecuencia se cree, en
efecto, con una ligereza criminal, que
politizar a las masas
es dirigirles episódicamente un
gran discurso político. Se piensa que le basta al líder o a un dirigente
hablar en tono doctoral de las grandes cosas de la actualidad para cumplir con
ese imperioso deber de politización de las masas. Pero politizar es abrir el
espíritu, despertar el espíritu, dar a luz el espíritu. Es como decía Césaire:
"inventar almas". Politizar a las masas no es, no puede ser hacer un
discurso político. Es dedicarse con todas las fuerzas a hacer comprender a las
masas que todo depende de ellas, que si nos estancamos es por su culpa y si
avanzamos también es por ellas, que no hay demiurgo, que no hay hombre ilustre
y responsable de todo, que el demiurgo es el pueblo y que las manos mágicas no
son en definitiva sino las manos del pueblo. Para realizar esas cosas, para
encarnarlas verdaderamente, hay que repetirlo, es necesario descentralizar al
extremo. La circulación de la cima a la base y de la base a la cima debe ser un
principio rígido, no por preocupación de formalismo, sino porque simplemente el
respeto de ese principio es la garantía de la salvación. Es de la base de donde
suben las fuerzas que dinamizan a la cima y le permiten dialécticamente dar un
nuevo paso hacia adelante. También en este caso los argelinos hemos comprendido
rápidamente estas cosas porque ningún miembro de ninguna cima ha tenido la
posibilidad de revestirse de ninguna misión de salvación. Es la base la que
pelea en Argelia y esa base no ignora que sin su combate cotidiano, heroico y
difícil, la cima no se sostendría.
Como sabe que
sin una cima y sin
una dirección, la base se dispersaría en la incoherencia y la anarquía.
La cima no recibe su valor y su solidez, sino de la existencia del pueblo en el
combate. Literalmente, es el pueblo el que se da libremente a la cima y no la
cima la que tolera al pueblo.
Las masas deben saber que el
gobierno y el partido están a su servicio. Un pueblo digno, es decir, consciente
de su dignidad es un pueblo que no olvida jamás esas evidencias. Durante la ocupación colonial se dijo al
pueblo que era necesario que diera su vida por el triunfo de la dignidad. Pero
los pueblos africanos comprendieron pronto que su dignidad no sólo era
impugnada por el ocupante. Los pueblos africanos comprendieron en seguida que
había una equivalencia absoluta entre la dignidad y la soberanía. En realidad,
un pueblo digno y libre es un pueblo soberano. Un pueblo digno es un pueblo
responsable. Y de nada sirve
"demostrar" que los
pueblos africanos son
infantiles o débiles. Un
gobierno y un
partido tienen el
pueblo que se merecen. Y en un plazo más o menos largo
un pueblo tiene el gobierno que se merece.
La experiencia concreta en ciertas
regiones comprueba estas posiciones. En el curso de reuniones, sucede a veces
que algunos militantes, para resolver los problemas difíciles, se refieren a la
fórmula: "no hay más que...". Esta reducción voluntarista donde
culminan peligrosamente espontaneidad, sincretismo simplificador, falta de
elaboración intelectual, triunfa con frecuencia. Cada, vez que encontramos esta
abdicación de la responsabilidad en un militante
no basta con decirle
que está equivocado. Hay que
hacerlo responsable, invitarlo a llegar al final de su razonamiento y hacerle
comprender el carácter, con frecuencia atroz, inhumano y en definitiva estéril
de ese "no hay más que...". Nadie posee la verdad, ni el dirigente ni
el militante. La busca de la verdad en situaciones locales es asunto colectivo.
Algunos tienen una experiencia más rica, elaboran más rápidamente su
pensamiento, han podido establecer en el pasado un mayor número de asociaciones
mentales. Pero deben evitar sofocar al pueblo,
porque el éxito
de la decisión
adoptada depende de la participación coordinada y consciente de todo el
pueblo. Nadie puede retirar su alfiler del juego. Todos serán muertos o
torturados y en el marco de la nación independiente todos tendrán hambre y
participarán del marasmo. El combate colectivo supone una responsabilidad
colectiva en la base y una responsabilidad colegiada en la cima. Sí, hay que
comprometer a todo el mundo en el combate por la salvación común. No hay manos
puras, no hay inocentes, no hay espectadores. Todos nos ensuciamos las manos en
los pantanos de nuestro suelo y el vacío tremendo de nuestros cerebros. Todo
espectador es un cobarde o un traidor.
El deber de una dirección es
tener a las masas con ella. Pero la adhesión supone la conciencia, la
comprensión de la misión a cumplir, una intelectualización aunque sea
embrionaria. No hay que hechizar al pueblo, no hay que disolverlo en la emoción
y la confusión. Sólo los países subdesarrollados dirigidos por élites
revolucionarias salidas del
pueblo pueden permitir
en la actualidad el acceso de
las masas al escenario de la historia. Pero, una vez más, debemos oponernos
vigorosa y definitivamente al surgimiento de una burguesía nacional, de una
casta de privilegiados. Politizar a las masas es actualizar a toda la nación en
cada ciudadano. Es hacer de la experiencia de la nación la experiencia de cada
ciudadano. Como lo recordó tan oportunamente el presidente Sekou Touré en su
mensaje al Segundo Congreso de Escritores Africanos: "En el campo del pensamiento,
el hombre puede pretender ser el cerebro del mundo, pero en el plano de la vida
concreta donde toda intervención afecta al ser físico y espiritual, el mundo es
siempre el cerebro del
hombre porque es
en ese nivel
donde se encuentran la
totalización de las potencias y unidades pensantes, las fuerzas dinámicas de
desarrollo y perfeccionamiento, es allí donde se opera la fusión de las
energías y donde se inscribe en definitiva la suma de los valores intelectuales
del hombre." La experiencia individual, por ser nacional, eslabón de la
existencia nacional, deja de ser individual, limitada, restringida y puede
desembocar en la verdad de la nación y del mundo. Lo mismo que en la etapa de
lucha cada combatiente tenía la nación al alcance de la mano, en la fase de la
construcción nacional cada ciudadano debe continuar, en su acción concreta de
todos los días, asociado a la totalidad de la nación, encarnando la verdad
constantemente dialéctica de
la nación, propugnando
aquí y ahora por el triunfo del
hombre total. Si la construcción de un puente no ha de enriquecer la conciencia
de los que trabajan allí, vale más que no se construya el puente, que los
ciudadanos sigan atravesando el río a nado o en barcazas. El puente no debe
caer en paracaídas, no debe ser impuesto por un deus ex machina al panorama
social, sino que debe surgir por el contrario de los músculos y del cerebro de
los ciudadanos. Y por supuesto, harán falta quizá ingenieros y arquitectos
absolutamente extranjeros, pero los responsables locales del partido deben
estar presentes para que la
técnica se infiltre
en el desierto
cerebral del ciudadano, para que
el puente, en sus detalles y en su conjunto, sea deseado, concebido y asumido.
Hace falta que el ciudadano se apropie el puente. Sólo entonces todo es
posible. Un gobierno que se proclama nacional debe asumir la totalidad de la
nación y en los países subdesarrollados la juventud representa uno de los
sectores más importantes. Hay que elevar la conciencia de los jóvenes,
esclarecerla. Es esa juventud la que encontramos en el ejército nacional. Si la labor de explicación se ha hecho al
nivel de los jóvenes, si la
Unión Nacional de la Juventud ha cumplido su tarea que
es integrar a la juventud en la nación,
entonces podrán evitarse los
errores que han
hipotecado y minado
el futuro de las
repúblicas de América
Latina. El ejército
no es nunca una escuela de guerra
sino una escuela de civismo, una escuela política. El soldado de una nación
adulta no es un mercenario, sino un
ciudadano que defiende
a la nación
por medio de las armas. Por eso es fundamental que el soldado sepa que
está al servicio del país y no de un oficial, por prestigioso que éste sea. Hay
que aprovechar el servicio nacional, civil y militar, para elevar el nivel de
la conciencia nacional, para destribalizar y unificar. En un país
subdesarrollado hay que esforzarse, lo más rápidamente posible, por movilizar a
hombres y mujeres. El país subdesarrollado debe abstenerse de perpetuar las
tradiciones, feudales que consagran
la prioridad del
elemento masculino sobre el
elemento femenino. Las mujeres recibirán un lugar idéntico a los hombres, no
sólo en los artículos de la constitución, sino en la vida cotidiana, en la
fábrica, en la escuela, en las asambleas.
Si en los
países occidentales se
acuartela a los militares, eso no quiere decir que sea
siempre la mejor fórmula. No es indispensable militarizar a los reclutas. El
Servicio puede ser civil o militar y de todas maneras es recomendable que cada
ciudadano capacitado pueda ingresar en cualquier momento en una unidad de
combate y defender las conquistas nacionales y sociales.
Las grandes
obras de interés
colectivo deberán ser ejecutadas por los soldados. Es un medio
prodigioso para activar las regiones inertes, para dar a conocer a un mayor
número de ciudadanos las realidades del país. Hay que evitar la conversión del
ejército en un cuerpo autónomo que tarde o temprano, ocioso y sin misión, se
dedicará a "hacer política" y a amenazar al poder. Los generales de
salón, a fuerza de frecuentar las antecámaras del poder, sueñan con los
pronunciamientos. El único medio de evitarlo
es politizar al
ejército, es decir,
nacionalizarlo. Igualmente es urgente multiplicar las milicias. En caso
de guerra, es la nación entera la que combate y trabaja. No debe haber soldados
de oficio y el número de oficiales de carrera debe reducirse al mínimo.
Primero, porque con mucha frecuencia los oficiales son
escogidos entre los
cuadros universitarios que podrían ser mucho más útiles en otra
parte: un ingeniero es mil veces más indispensable a la nación que un oficial.
Después, porque hay que evitar la cristalización de un espíritu de casta. Hemos
visto en las páginas anteriores que el nacionalismo, ese canto magnífico que
sublevó a las masas contra el opresor, se desintegra después de la
independencia. El nacionalismo no es una doctrina política, no es un programa.
Si se quiere evitar realmente al país ese retroceso, esas interrupciones, esas
fallas hay que pasar
rápidamente de la
conciencia nacional a la conciencia
política y social. La nación no existe en ninguna parte, si no es en un
programa elaborado por una dirección revolucionaria y recogido lúcidamente y
con entusiasmo por las masas. Hay que situar constantemente el esfuerzo
nacional en el marco general de los países
subdesarrollados. El frente
del hambre y la oscuridad, el frente de la miseria y la conciencia
embrionaria debe estar presente en el espíritu y en los músculos de hombres y
mujeres. El trabajo de las masas, su voluntad de vencer las plagas que las han
excluido de la historia del pensamiento humano durante siglos deben
fundarse en los de todos los pueblos
subdesarrollados. Las noticias que interesan a los pueblos del Tercer Mundo no
son las que se refieren al matrimonio del rey Balduino o a los escándalos de la
burguesía italiana. Lo que queremos saber son las experiencias de los
argentinos o los birmanes en el marco de la lucha contra el analfabetismo o
contra las tendencias dictatoriales de los dirigentes. Éstos son elementos que
nos fortalecen, nos instruyen y
decuplican nuestra eficacia.
Como se ve,
un gobierno que quiera realmente liberar política y
socialmente al pueblo necesita un programa. Programa económico, pero también
doctrina sobre la distribución de las riquezas y sobre las relaciones
sociales. En realidad, hace falta una
concepción del hombre, una concepción del futuro de la humanidad. Lo que quiere
decir que ninguna fórmula
demagógica, ninguna complicidad
con el antiguo ocupante sustituye a un programa.
Los pueblos, primero inconscientes, pero cada vez más lúcidos exigirán
vigorosamente ese programa. Los pueblos africanos, los pueblos subdesarrollados
—al contrario de lo que suele creerse— edifican rápidamente su conciencia
política y social. Lo que puede ser grave es que con mucha frecuencia llegan a
esa conciencia social antes de la fase nacional. Así es posible encontrar en los países subdesarrollados
la exigencia violenta de una justicia social que, paradójicamente, está aliada
a un tribalismo con frecuencia primitivo. Los pueblos subdesarrollados tienen
un comportamiento de
gente hambrienta. Lo que significa que los días de quienes se divierten
en África están rigurosamente contados. Queremos decir con esto que su poder no
podría prolongarse indefinidamente. Una burguesía que da a las masas el único
alimento del nacionalismo fracasa en su misión y se enreda necesariamente en
una sucesión de desventuras. El nacionalismo, sí no se hace explícito, si no se
enriquece y se profundiza, si no se transforma rápidamente en conciencia política
y social, en
humanismo, conduce a un
callejón sin salida. La dirección burguesa de los países subdesarrollados
confina a la conciencia nacional en un formalismo esterilizante. Sólo la
dedicación masiva de hombres y mujeres a tareas inteligentes y fecundas presta
contenido y densidad a esta conciencia. Si no es así, la bandera y el palacio
de gobierno dejan de ser los símbolos de la nación. La nación se aleja de esos
sitios iluminados y
ficticios y se
refugia en el campo donde recibe vida y dinamismo. La
expresión viva de la nación es la
conciencia dinámica de
todo el pueblo.
Es la práctica coherente e inteligente de hombres
y mujeres. La construcción colectiva de un destino supone asumir una
responsabilidad a la medida de la historia. De otra manera es la anarquía, la
represión, el surgimiento de partidos tribalizados, del federalismo, etcétera.
El gobierno nacional, si quiere ser nacional, debe gobernar por el pueblo y
para el pueblo, por los desheredados y para los desheredados. Ningún líder,
cualquiera que sea su valor, puede sustituir a la voluntad popular, y el
gobierno nacional debe, antes de
preocuparse por el
prestigio internacional, devolver
la dignidad a cada ciudadano, poblar los cerebros, llenar los ojos de
cosas humanas, desarrollar un panorama humano, habitado por hombres conscientes
y soberanos.
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