lunes, 9 de junio de 2014

L O S C O N D E N A D O S D E L A T I E R R A-IX



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F R A N T Z  F A N O N. 

I I I . D E S V E N T U R A S D E L A CO N C I E N C I A
N A C I O N A L


Viene de la página anterior.


Si se piensa que puede dirigirse perfectamente un país sin
que el pueblo meta las narices, si se piensa que el pueblo por su sola presencia obstaculiza el juego, sea porque lo retrase o porque por su natural inconsciencia lo sabotee, no debe haber ninguna vacilación: hay que apartar al pueblo. Pero resulta que el pueblo, cuando se le invita a la dirección del país no retrasa, sino que acelera el movimiento. Nosotros, los argelinos, hemos tenido en el  curso  de  esta  guerra  la  oportunidad,  la  fortuna  de  palpar algunas  cosas.  En  ciertas  regiones  rurales,  los  responsables político-militares de la revolución se han enfrentado en efecto a situaciones que han exigido soluciones radicales. Abordaremos algunas de esas situaciones.

En el curso de los años 1956-1957, el colonialismo francés había prohibido ciertas zonas, y la circulación de personas en esas regiones estaba estrictamente reglamentada. Los campesinos no tenían, pues, la posibilidad de acudir libremente a la ciudad para   renovar   sus   provisiones.   Los   abarroteros   acumularon enormes utilidades durante ese periodo. El té, el café, el azúcar, el tabaco y la sal alcanzaron precios exorbitantes. El mercado negro triunfaba con una singular insolencia. Los campesinos que no podían pagar en especie hipotecaban sus cosechas, sus tierras, o desmembraban a pedazos el patrimonio familiar y, en una segunda etapa, ya lo trabajaban a cuenta del abarrotero. Los comisarios políticos, cuando tomaron conciencia de ese peligro, reaccionaron de manera inmediata. Así se instituyó un sistema racional de aprovisionamiento: el abarrotero que va a la ciudad está obligado a hacer sus compras en los almacenes de dueños nacionalistas que le entregan una factura donde se precisan los precios  de  las  mercancías.  Cuando  el  detallista llega  al  aduar, debe  presentarse  antes  que  nada  al  comisario  político,  que controla la factura, fija el margen de utilidades y determina el precio de venta. Los precios fijados son anunciados en la tienda y un miembro del aduar, una especie de inspector, está presente para informar al fellah sobre los precios a que deben ser vendidos los productos. Pero el detallista descubre rápidamente un amaño y, después de tres o cuatro días, declara que se han agotado sus existencias. Por debajo, reanuda su tráfico y continúa la venta en el mercado negro. La reacción de la autoridad político-militar fue radical.   Importantes   sanciones   se   formularon;   las   multas recogidas y pagadas a la caja de la aldea sirvieron para obras sociales o de interés colectivo. Algunas veces, se decidió cerrar durante algún tiempo el comercio. Y en caso de reincidencia, los fondos del comercio son inmediatamente requisados y un comité de gestión electo los administra, entregando una mensualidad al ex propietario. A partir de estas experiencias, se explicó al pueblo el funcionamiento de las grandes leyes económicas basándose en casos concretos. La acumulación del capital dejó de ser una teoría para   convertirse   en   un   comportamiento   muy   real   y   muy presente. El pueblo comprendió cómo a base de un comercio es posible enriquecerse y agrandar el comercio. Sólo entonces los campesinos contaron cómo ese abarrotero les prestaba a tasas de usura; otros recordaron cómo los habían expulsado de sus tierras y  cómo  se  habían  convertido  de  propietarios  en  obreros.  A medida que el pueblo comprende mejor, se hace más vigilante, más consciente de que en definitiva todo depende de él y de que su salvación reside en su cohesión, en el conocimiento de sus intereses   y   la   identificación   de   sus   enemigos.   El   pueblo comprende que la riqueza no es el fruto del trabajo, sino el resultado de un robo organizado y protegido. Los ricos dejan de ser  hombres  respetables,  no  son  ya  sino  bestias  carnívoras, chacales y cuervos que se ceban en la sangre del pueblo. En otra perspectiva, los comisarios políticos han tenido que decidir que ya nadie trabajaría para nadie. La tierra es de quienes la trabajan. Es un principio que se ha convertido en ley fundamental de la Revolución argelina. Los campesinos que empleaban peones se han visto obligados a dar participación a sus antiguos empleados.

Se  advirtió  entonces  que  el  rendimiento  por  hectárea  se triplicaba, a pesar de los asaltos numerosos de los franceses, los bombardeos aéreos y la dificultad de adquisición de abonos. Los fellahs que, en el momento de la cosecha, podían apreciar y pesar los productos obtenidos, trataron de comprender el fenómeno. Fácilmente descubrieron que el trabajo no es una noción simple, que la esclavitud no permite el trabajo, que el trabajo supone la libertad, la responsabilidad y la conciencia.

En   esas   regiones   donde   pudimos   realizar   experiencias edificantes, donde asistimos a la construcción del hombre por la institución revolucionaria, los campesinos comprendieron muy claramente el principio que establece que se trabaja con tanto mayor gusto cuando uno se compromete más lúcidamente en el esfuerzo. Se pudo hacer entender a las masas que el trabajo no es un gasto de energía, ni el funcionamiento de ciertos músculos, sino que se trabaja más con el cerebro y el corazón que con los músculos y el sudor. Igualmente, en esas regiones liberadas, pero al mismo tiempo excluidas del antiguo circuito comercial hubo que modificar la producción, dirigida antes únicamente hacia las ciudades y la exportación. Se estableció una producción de consumo para el pueblo y para las unidades del ejército de liberación nacional. Se cuadruplicó la producción de lentejas y se organizó  la  obtención  de  carbón  de  madera.  Las  legumbres verdes y el carbón se dirigieron de las regiones del Norte hacia el Sur por las montañas, mientras que las zonas del Sur enviaban carne   hacia   el   Norte.   Fue   el   F.L.N.   quien   decidió   esa coordinación, quien implantó el sistema de comunicaciones. No teníamos técnicos, planificadores procedentes de las grandes escuelas occidentales. Pero en esas regiones liberadas, la ración diaria alcanzaba la cifra hasta entonces desconocida de 3.200 calorías. El pueblo no se contentó con triunfar de esa prueba. Se planteó   problemas   teóricos.   Por   ejemplo:   ¿por   qué   ciertas regiones no veían jamás una naranja antes de la guerra de liberación, cuando se expedían anualmente millares de toneladas hacia el extranjero? ¿Por qué las uvas eran desconocidas para un gran número de argelinos cuando millones de racimos hacían las delicias  de  los  pueblos  europeos?  El  pueblo  tiene  ahora  una noción muy clara de lo que le pertenece. El pueblo argelino sabe ahora que es el propietario exclusivo del suelo y del subsuelo de su país. Y si algunos no comprenden la decisión del F.L.N. de no tolerar ninguna violación de esa propiedad y su feroz voluntad de rechazar toda transacción en cuestión de principios, unos y otros harían  bien  en  recordar  que  el  pueblo  argelino  es  ahora  un pueblo adulto, responsable, consciente. En resumen, el pueblo argelino es un pueblo propietario.

Si hemos tomado el ejemplo argelino para aclarar nuestros puntos de vista no es para enaltecer a nuestro pueblo, sino simplemente para mostrar la importancia que ha tenido su lucha para llegar a tomar conciencia. Es claro que otros pueblos han llegado a otros resultados por vías diferentes. En Argelia, ahora lo sabemos mejor, la prueba de fuerza era inevitable, pero otras regiones han conducido a sus pueblos a los mismos resultados a través de la lucha política y el trabajo de clarificación realizado por el partido. En Argelia, comprendimos que las masas están a la altura de  los  problemas  con los  que  se enfrentan. En  un país subdesarrollado, la experiencia prueba que lo importante no es que trescientas personas conciban y decidan, sino que todos, aun al precio de un tiempo doble o triple, comprendan y decidan. En realidad,   el   tiempo   perdido   en   explicar,   el   "perdido"   en humanizar  al  trabajador  será  recuperado  en  la  ejecución.  La gente debe saber hacia dónde va y por qué.  El político no debe ignorar que el futuro permanecerá cerrado mientras la conciencia del pueblo sea rudimentaria, primaria, opaca. Nosotros, políticos africanos debemos tener ideas muy claras sobre la situación de nuestro pueblo. Pero esa lucidez debe ser profundamente dialéctica. El despertar de todo el pueblo no se hará de un solo golpe, su dedicación racional a la obra de edificación nacional será lineal, primero porque las vías de comunicación y los medios de transmisión están poco desarrollados y además porque la temporalidad debe dejar de ser la del instante o de la próxima cosecha para convertirse en la del mundo; porque, por último, el desaliento  instalado  muy  hondamente  en  el  cerebro  por  el dominio colonial siempre está a flor de piel. Pero no debemos ignorar que la victoria sobre los nudos de menor resistencia, herencias del dominio material y espiritual del país es una necesidad que ningún gobierno podría evadir. Veamos el ejemplo del  trabajo  en  régimen  colonial.  El  colono  no  ha  dejado  de afirmar que el indígena es lento. Ahora, en algunos países independientes,  oímos  a los  cuadros  repetir  esa acusación.  En verdad, el colono quería que el esclavo fuera entusiasta. Quería, por una especie de mistificación que constituye la más sublime enajenación, persuadir al esclavo de que la tierra que trabaja le pertenece, que las minas donde pierde su salud son de su propiedad. El colono olvidaba singularmente que se enriquecía con la agonía del esclavo. Prácticamente, el colono decía al colonizado: "Muérete, pero que yo me enriquezca." Ahora debemos proceder de otra manera. No debemos decir al pueblo: "Muérete, pero que se enriquezca el país." Si queremos aumentar el   ingreso   nacional,   disminuir   la   importación   de   ciertos productos inútiles o nocivos, aumentar la producción agrícola y luchar   contra   el   analfabetismo,   tenemos   que   explicar.   Es necesario que el pueblo comprenda la importancia de lo que está en juego. La cosa pública debe ser la “cosa del público”. Se desemboca, pues, en la necesidad de multiplicar las células de base. Con demasiada frecuencia, en efecto, se instalan sólo organismos  nacionales  en  la  cima  y  siempre  en  la  capital:  la Unión de Mujeres, la Unión de Jóvenes, los sindicatos, etcétera. Pero si se va a buscar detrás de la oficina instalada en la capital, si se pasa a la trastienda donde deberían estar los archivos, asusta el vacío, la nada, el bluff. Hace falta una base, células que dan precisamente  el  contenido  y  el  dinamismo.  Las  masas  deben poder reunirse, discutir, proponer, recibir instrucciones. Los ciudadanos deben tener la posibilidad de hablar, de expresarse, de inventar. La reunión de célula, la reunión del comité es un acto litúrgico. Es una ocasión privilegiada que tiene el hombre para oír y decir. En cada reunión, el cerebro multiplica sus vías de asociación, el ojo descubre un panorama cada vez más humanizado.



La gran proporción de jóvenes en los países subdesarrollados plantea  al  gobierno  problemas  específicos  que  debe  abordar lúcidamente. La juventud urbana inactiva y con frecuencia analfabeta se entrega a toda clase de experiencias disolventes. A la  juventud  subdesarrollada  se  le  ofrecen  casi  siempre distracciones de los países industrializados. Normalmente, en efecto, existe homogeneidad entre el nivel mental y material de los miembros de una sociedad y los placeres que brinda esa sociedad.   Pero,   en   los   países   subdesarrollados,   la   juventud dispone de distracciones pensadas para la juventud de los países capitalistas: novelas  policíacas,  máquinas  traganíqueles, fotografías obscenas, literatura pornográfica, filmes prohibidos a los menores de dieciséis años, y sobre todo el alcohol... En Occidente, el marco familiar, la escolarización, el nivel de vida relativamente elevado de las masas trabajadoras sirven de barrera relativa a la acción nefasta de esas distracciones. Pero en un país africano donde el desarrollo mental es desigual, donde el choque violento de dos mundos ha quebrantado considerablemente las viejas tradiciones y ha dislocado el universo de la percepción, la afectividad del joven africano, su sensibilidad están a merced de las distintas agresiones contenidas en la cultura occidental. Su familia se muestra con frecuencia incapaz de oponer a esas violencias la estabilidad, la homogeneidad.

En este campo, el gobierno debe servir de filtro y de estabilizador. Los comisarios encargados de la juventud en los países  subdesarrollados  cometen  frecuentemente  errores. Conciben su papel a la manera de los comisarios encargados de la juventud  en  los  países  desarrollados.  Hablan  de  fortalecer  el alma, de desarrollar el cuerpo, de facilitar la manifestación de cualidades deportivas. En nuestra opinión, deben cuidarse de esta concepción. La juventud de un país subdesarrollado es frecuentemente una juventud ociosa. Primero hay que darle ocupación. Por eso el comisario para la juventud debe depender institucionalmente del Ministerio del Trabajo. El Ministerio del Trabajo,  que  es  una  necesidad  en  un  país  subdesarrollado, funciona en estrecha colaboración con el Ministerio de Planificación, otra necesidad en un país subdesarrollado. La juventud africana no debe dirigirse a los estadios, sino al campo, al campo y a las escuelas. El estadio no es ese sitio de exhibición instalado en las ciudades, sino un espacio en medio de las tierras que se siembran, que se trabaja y se ofrece a la nación. La concepción capitalista del deporte es fundamentalmente distinta de la que debería existir en un país subdesarrollado. El político africano   no   debe   preocuparse   por   formar   deportistas   sino, hombres conscientes que, además, sean deportistas. Si el deporte no se integra a la vida nacional, es decir, a la construcción nacional, si se forman deportistas nacionales y no hombres conscientes pronto se contemplará la podredumbre del deporte por el profesionalismo, el comercialismo. El deporte no debe ser un juego, una distracción que se brinda la burguesía de las ciudades. La tarea más importante es comprender en todo momento lo que sucede en el país. No hay que cultivar lo excepcional, buscar el héroe, otra forma del líder. Hay que elevar al pueblo, ampliar el cerebro del pueblo, llenarlo, diferenciarlo, humanizarlo.

Volvemos a caer en la obsesión que nos gustaría ver compartida por todos los políticos africanos, la necesidad de ilustrar el esfuerzo popular, de iluminar el trabajo, de desembarazarlo de su opacidad histórica. Ser responsable en un país subdesarrollado es saber que todo descansa en definitiva en la educación de las masas, en la elevación del pensamiento, en lo que suele llamarse demasiado apresuradamente la politización.

Con frecuencia se cree, en efecto, con una ligereza criminal, que  politizar  a las  masas  es  dirigirles  episódicamente  un  gran discurso político. Se piensa que le basta al líder o a un dirigente hablar en tono doctoral de las grandes cosas de la actualidad para cumplir con ese imperioso deber de politización de las masas. Pero politizar es abrir el espíritu, despertar el espíritu, dar a luz el espíritu. Es como decía Césaire: "inventar almas". Politizar a las masas no es, no puede ser hacer un discurso político. Es dedicarse con todas las fuerzas a hacer comprender a las masas que todo depende de ellas, que si nos estancamos es por su culpa y si avanzamos también es por ellas, que no hay demiurgo, que no hay hombre ilustre y responsable de todo, que el demiurgo es el pueblo y que las manos mágicas no son en definitiva sino las manos del pueblo. Para realizar esas cosas, para encarnarlas verdaderamente, hay que repetirlo, es necesario descentralizar al extremo. La circulación de la cima a la base y de la base a la cima debe ser un principio rígido, no por preocupación de formalismo, sino porque simplemente el respeto de ese principio es la garantía de la salvación. Es de la base de donde suben las fuerzas que dinamizan a la cima y le permiten dialécticamente dar un nuevo paso hacia adelante. También en este caso los argelinos hemos comprendido rápidamente estas cosas porque ningún miembro de ninguna cima ha tenido la posibilidad de revestirse de ninguna misión de salvación. Es la base la que pelea en Argelia y esa base no ignora que sin su combate cotidiano, heroico y difícil, la cima no  se  sostendría.  Como  sabe  que  sin  una  cima  y  sin  una dirección, la base se dispersaría en la incoherencia y la anarquía. La cima no recibe su valor y su solidez, sino de la existencia del pueblo en el combate. Literalmente, es el pueblo el que se da libremente a la cima y no la cima la que tolera al pueblo.

Las masas deben saber que el gobierno y el partido están a su servicio. Un pueblo digno, es decir, consciente de su dignidad es un pueblo que no olvida jamás esas evidencias.  Durante la ocupación colonial se dijo al pueblo que era necesario que diera su vida por el triunfo de la dignidad. Pero los pueblos africanos comprendieron pronto que su dignidad no sólo era impugnada por el ocupante. Los pueblos africanos comprendieron en seguida que había una equivalencia absoluta entre la dignidad y la soberanía. En realidad, un pueblo digno y libre es un pueblo soberano. Un pueblo digno es un pueblo responsable. Y de nada sirve  "demostrar"  que  los  pueblos  africanos  son  infantiles  o débiles.  Un  gobierno  y  un  partido  tienen  el  pueblo  que  se merecen. Y en un plazo más o menos largo un pueblo tiene el gobierno que se merece.

La experiencia concreta en ciertas regiones comprueba estas posiciones. En el curso de reuniones, sucede a veces que algunos militantes, para resolver los problemas difíciles, se refieren a la fórmula: "no hay más que...". Esta reducción voluntarista donde culminan peligrosamente espontaneidad, sincretismo simplificador, falta de elaboración intelectual, triunfa con frecuencia. Cada, vez que encontramos esta abdicación de la responsabilidad  en  un militante  no  basta con  decirle  que  está equivocado. Hay que hacerlo responsable, invitarlo a llegar al final de su razonamiento y hacerle comprender el carácter, con frecuencia atroz, inhumano y en definitiva estéril de ese "no hay más que...". Nadie posee la verdad, ni el dirigente ni el militante. La busca de la verdad en situaciones locales es asunto colectivo. Algunos tienen una experiencia más rica, elaboran más rápidamente su pensamiento, han podido establecer en el pasado un mayor número de asociaciones mentales. Pero deben evitar sofocar  al  pueblo,  porque  el  éxito  de  la  decisión  adoptada depende de la participación coordinada y consciente de todo el pueblo. Nadie puede retirar su alfiler del juego. Todos serán muertos o torturados y en el marco de la nación independiente todos tendrán hambre y participarán del marasmo. El combate colectivo supone una responsabilidad colectiva en la base y una responsabilidad colegiada en la cima. Sí, hay que comprometer a todo el mundo en el combate por la salvación común. No hay manos puras, no hay inocentes, no hay espectadores. Todos nos ensuciamos las manos en los pantanos de nuestro suelo y el vacío tremendo de nuestros cerebros. Todo espectador es un cobarde o un traidor.

El deber de una dirección es tener a las masas con ella. Pero la adhesión supone la conciencia, la comprensión de la misión a cumplir, una intelectualización aunque sea embrionaria. No hay que hechizar al pueblo, no hay que disolverlo en la emoción y la confusión. Sólo los países subdesarrollados dirigidos por élites revolucionarias   salidas   del   pueblo   pueden   permitir   en   la actualidad el acceso de las masas al escenario de la historia. Pero, una vez más, debemos oponernos vigorosa y definitivamente al surgimiento de una burguesía nacional, de una casta de privilegiados. Politizar a las masas es actualizar a toda la nación en cada ciudadano. Es hacer de la experiencia de la nación la experiencia de cada ciudadano. Como lo recordó tan oportunamente el presidente Sekou Touré en su mensaje al Segundo Congreso de Escritores Africanos: "En el campo del pensamiento, el hombre puede pretender ser el cerebro del mundo, pero en el plano de la vida concreta donde toda intervención afecta al ser físico y espiritual, el mundo es siempre el   cerebro   del   hombre   porque   es   en   ese   nivel   donde   se encuentran la totalización de las potencias y unidades pensantes, las fuerzas dinámicas de desarrollo y perfeccionamiento, es allí donde se opera la fusión de las energías y donde se inscribe en definitiva la suma de los valores intelectuales del hombre." La experiencia individual, por ser nacional, eslabón de la existencia nacional, deja de ser individual, limitada, restringida y puede desembocar en la verdad de la nación y del mundo. Lo mismo que en la etapa de lucha cada combatiente tenía la nación al alcance de la mano, en la fase de la construcción nacional cada ciudadano debe continuar, en su acción concreta de todos los días, asociado a la totalidad de la nación, encarnando la verdad constantemente  dialéctica  de  la  nación,  propugnando  aquí  y ahora por el triunfo del hombre total. Si la construcción de un puente no ha de enriquecer la conciencia de los que trabajan allí, vale más que no se construya el puente, que los ciudadanos sigan atravesando el río a nado o en barcazas. El puente no debe caer en paracaídas, no debe ser impuesto por un deus ex machina al panorama social, sino que debe surgir por el contrario de los músculos y del cerebro de los ciudadanos. Y por supuesto, harán falta quizá ingenieros y arquitectos absolutamente extranjeros, pero los responsables locales del partido deben estar presentes para  que  la  técnica  se  infiltre  en  el  desierto  cerebral  del ciudadano, para que el puente, en sus detalles y en su conjunto, sea deseado, concebido y asumido. Hace falta que el ciudadano se apropie el puente. Sólo entonces todo es posible. Un gobierno que se proclama nacional debe asumir la totalidad de la nación y en los países subdesarrollados la juventud representa uno de los sectores más importantes. Hay que elevar la conciencia de los jóvenes, esclarecerla. Es esa juventud la que encontramos en el ejército nacional.  Si la labor de explicación se ha hecho al nivel de los jóvenes, si la Unión Nacional de la Juventud ha cumplido su  tarea que  es  integrar a la juventud  en  la  nación,  entonces podrán  evitarse  los  errores  que  han  hipotecado  y  minado  el futuro  de  las  repúblicas  de  América  Latina.  El  ejército  no  es nunca una escuela de guerra sino una escuela de civismo, una escuela política. El soldado de una nación adulta no es un mercenario,  sino  un  ciudadano  que  defiende  a  la  nación  por medio de las armas. Por eso es fundamental que el soldado sepa que está al servicio del país y no de un oficial, por prestigioso que éste sea. Hay que aprovechar el servicio nacional, civil y militar, para elevar el nivel de la conciencia nacional, para destribalizar y unificar. En un país subdesarrollado hay que esforzarse, lo más rápidamente posible, por movilizar a hombres y mujeres. El país subdesarrollado debe abstenerse de perpetuar las tradiciones, feudales  que  consagran  la  prioridad  del  elemento  masculino sobre el elemento femenino. Las mujeres recibirán un lugar idéntico a los hombres, no sólo en los artículos de la constitución, sino en la vida cotidiana, en la fábrica, en la escuela, en las asambleas.  Si  en  los  países  occidentales  se  acuartela  a  los militares, eso no quiere decir que sea siempre la mejor fórmula. No es indispensable militarizar a los reclutas. El Servicio puede ser civil o militar y de todas maneras es recomendable que cada ciudadano capacitado pueda ingresar en cualquier momento en una unidad de combate y defender las conquistas nacionales y sociales.

Las   grandes   obras   de   interés   colectivo   deberán   ser ejecutadas por los soldados. Es un medio prodigioso para activar las regiones inertes, para dar a conocer a un mayor número de ciudadanos las realidades del país. Hay que evitar la conversión del ejército en un cuerpo autónomo que tarde o temprano, ocioso y sin misión, se dedicará a "hacer política" y a amenazar al poder. Los generales de salón, a fuerza de frecuentar las antecámaras del poder, sueñan con los pronunciamientos. El único medio de evitarlo   es   politizar   al   ejército,   es   decir,   nacionalizarlo. Igualmente es urgente multiplicar las milicias. En caso de guerra, es la nación entera la que combate y trabaja. No debe haber soldados de oficio y el número de oficiales de carrera debe reducirse al mínimo. Primero, porque con mucha frecuencia los oficiales  son  escogidos  entre  los  cuadros  universitarios  que podrían ser mucho más útiles en otra parte: un ingeniero es mil veces más indispensable a la nación que un oficial. Después, porque hay que evitar la cristalización de un espíritu de casta. Hemos visto en las páginas anteriores que el nacionalismo, ese canto magnífico que sublevó a las masas contra el opresor, se desintegra después de la independencia. El nacionalismo no es una doctrina política, no es un programa. Si se quiere evitar realmente al país ese retroceso, esas interrupciones, esas fallas hay  que  pasar  rápidamente  de  la  conciencia  nacional  a  la conciencia política y social. La nación no existe en ninguna parte, si no es en un programa elaborado por una dirección revolucionaria y recogido lúcidamente y con entusiasmo por las masas. Hay que situar constantemente el esfuerzo nacional en el marco  general  de  los  países  subdesarrollados.  El  frente  del hambre y la oscuridad, el frente de la miseria y la conciencia embrionaria debe estar presente en el espíritu y en los músculos de hombres y mujeres. El trabajo de las masas, su voluntad de vencer las plagas que las han excluido de la historia del pensamiento humano durante siglos deben fundarse  en los de todos los pueblos subdesarrollados. Las noticias que interesan a los pueblos del Tercer Mundo no son las que se refieren al matrimonio del rey Balduino o a los escándalos de la burguesía italiana. Lo que queremos saber son las experiencias de los argentinos o los birmanes en el marco de la lucha contra el analfabetismo o contra las tendencias dictatoriales de los dirigentes. Éstos son elementos que nos fortalecen, nos instruyen y  decuplican  nuestra  eficacia.  Como  se  ve,  un  gobierno  que quiera realmente liberar política y socialmente al pueblo necesita un programa. Programa económico, pero también doctrina sobre la distribución de las riquezas y sobre las relaciones sociales.  En realidad, hace falta una concepción del hombre, una concepción del futuro de la humanidad. Lo que quiere decir que ninguna fórmula   demagógica,   ninguna   complicidad   con   el   antiguo ocupante sustituye a un programa. Los pueblos, primero inconscientes, pero cada vez más lúcidos exigirán vigorosamente ese programa. Los pueblos africanos, los pueblos subdesarrollados —al contrario de lo que suele creerse— edifican rápidamente su conciencia política y social. Lo que puede ser grave es que con mucha frecuencia llegan a esa conciencia social antes de la fase nacional.  Así es posible encontrar en los países subdesarrollados la exigencia violenta de una justicia social que, paradójicamente, está aliada a un tribalismo con frecuencia primitivo. Los pueblos subdesarrollados  tienen  un  comportamiento  de  gente hambrienta. Lo que significa que los días de quienes se divierten en África están rigurosamente contados. Queremos decir con esto que su poder no podría prolongarse indefinidamente. Una burguesía que da a las masas el único alimento del nacionalismo fracasa en su misión y se enreda necesariamente en una sucesión de desventuras. El nacionalismo, sí no se hace explícito, si no se enriquece y se profundiza, si no se transforma rápidamente en conciencia  política  y  social,  en  humanismo,  conduce  a  un callejón sin salida. La dirección burguesa de los países subdesarrollados confina a la conciencia nacional en un formalismo esterilizante. Sólo la dedicación masiva de hombres y mujeres a tareas inteligentes y fecundas presta contenido y densidad a esta conciencia. Si no es así, la bandera y el palacio de gobierno dejan de ser los símbolos de la nación. La nación se aleja de  esos  sitios  iluminados  y  ficticios  y  se  refugia en  el  campo donde recibe vida y dinamismo. La expresión viva de la nación es la   conciencia   dinámica   de   todo   el   pueblo.   Es   la   práctica coherente e inteligente de hombres y mujeres. La construcción colectiva de un destino supone asumir una responsabilidad a la medida de la historia. De otra manera es la anarquía, la represión, el surgimiento de partidos tribalizados, del federalismo, etcétera. El gobierno nacional, si quiere ser nacional, debe gobernar por el pueblo y para el pueblo, por los desheredados y para los desheredados. Ningún líder, cualquiera que sea su valor, puede sustituir a la voluntad popular, y el gobierno nacional debe, antes de   preocuparse   por   el   prestigio   internacional,   devolver   la dignidad a cada ciudadano, poblar los cerebros, llenar los ojos de cosas humanas, desarrollar un panorama humano, habitado por hombres conscientes y soberanos.

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