sábado, 7 de junio de 2014

L O S C O N D E N A D O S D E L A T I E R R A-VII






F R A N T Z  F A N O N. 

I I I . D E S V E N T U R A S D E L A CO N C I E N C I A
N A C I O N A L



Que el combate anticolonialista no se inscribe de golpe en una perspectiva nacionalista es lo que la historia nos enseña. Durante mucho tiempo el colonizado dirige sus esfuerzos hacia la supresión de ciertas iniquidades: trabajo forzado, sanciones corporales, desigualdad en los salarios, limitación de los derechos políticos, etc… Este hombre por la democracia contra la opresión del hombre va a salir progresivamente de la confusión neoliberal universalista para desembocar, a veces laboriosamente, en la reivindicación nacional. Pero la impreparación de las élites, la ausencia de enlace orgánico entre ellas y las masas, su pereza y, hay que decirlo, la cobardía en el momento decisivo de la lucha van a dar origen a trágicas desventuras.

La conciencia nacional, en vez de ser la cristalización coordinada de las aspiraciones más íntimas de la totalidad del pueblo, en vez de ser el producto inmediato más palpable de la movilización popular, no será en todo caso sino una forma sin contenido, frágil, aproximada. Las fallas que se descubren en ella explican  ampliamente  la  facilidad  con  la  cual,  en  los  jóvenes países independientes, se pasa de la nación a lo étnico, del Estado a la tribu. Son esas grietas las que explican los retrocesos, tan penosos y perjudiciales para el desarrollo y la unidad nacionales. Veremos   cómo   esas   debilidades   y   los   peligros   graves   que encierran son el resultado histórico de la incapacidad de la burguesía  nacional  de  los  países  subdesarrollados  para racionalizar la praxis popular, es decir, descubrir su razón.

La   debilidad   clásica,   casi   congénita,   de   la   conciencia nacional de los países subdesarrollados no es sólo la consecuencia de la mutilación del hombre colonizado por el régimen colonial.

Es también el resultado de la pereza de la burguesía nacional, de su limitación, de la formación profundamente cosmopolita de su espíritu.

La burguesía nacional, que toma el poder al concluir el régimen colonial, es una burguesía subdesarrollada. Su poder económico es casi nulo y, en todo caso, sin semejanza con el de la burguesía metropolitana a la que pretende sustituir. En su narcisismo voluntarista, la burguesía nacional se ha convencido fácilmente de que podía sustituir con ventaja a la burguesía metropolitana. Pero la independencia que la pone literalmente contra la pared va a desencadenar en ella reacciones catastróficas y a obligarla a lanzar llamadas angustiosas a la antigua metrópoli. Los cuadros universitarios y los comerciantes que constituyen la fracción  más  ilustrada  del  nuevo  Estado  se  caracterizan,  en efecto, por su escaso número, su concentración en la capital, el tipo de sus actividades: negocios, explotaciones agrícolas, profesiones liberales. En el seno de esta burguesía nacional no hay ni industriales ni financieros. La burguesía nacional de los países subdesarrollados no se orienta hacia la producción, los inventos, la construcción, el trabajo. Se canaliza totalmente hacia actividades de tipo intermedio. Estar en el circuito, en las combinaciones, parece ser su vocación profunda. La burguesía nacional  tiene  una  psicología  de  hombre  de  negocios  no  de capitán de industria. Y en verdad que la rapacidad de los colonos y el sistema de embargo establecido por el colonialismo no le permitieron escoger.

En el sistema colonial, una burguesía que acumula capital es imposible. Pero, precisamente, parece que la vocación histórica de una burguesía nacional auténtica en un país subdesarrollado es negarse como burguesía, negarse en tanto que instrumento del capital y esclavizarse absolutamente al capital revolucionario que constituye el pueblo.

En   un   país   subdesarrollado,   una   burguesía   nacional auténtica debe convertir en deber imperioso la traición de la vocación a la que estaba destinada, ir a la escuela del pueblo, es decir, poner a disposición del pueblo el capital intelectual y técnico que ha extraído a su paso por las universidades coloniales. Veremos  cómo,   desgraciadamente,   la  burguesía  nacional   se desvía frecuentemente de ese camino heroico y positivo, fecundo y justo para emprender, con el alma tranquila, el camino terrible, por antinacional, de una burguesía clásica, de una burguesía burguesa, lisa, estúpida y cínicamente burguesa.

El objetivo de los partidos nacionalistas a partir de cierta época es, ya lo hemos visto, estrictamente nacional. Movilizan al pueblo en torno a la consigna de independencia y, en cuanto a lo demás, se remiten al futuro. Cuando se interroga a esos partidos acerca del programa económico del Estado que propugnan, sobre el régimen que se proponen instaurar, se muestran incapaces de responder porque, precisamente, ignoran en absoluto todo lo que se refiere a la economía de su propio país.

Esta  economía  se  ha  desarrollado  siempre  al  margen  de ellos.  De  los  recursos  actuales  y  potenciales  del  suelo  y  del subsuelo de su país no tienen sino un conocimiento libresco, aproximado. No pueden hablar de eso, en consecuencia, sino en un plano abstracto, general. Después de la independencia, esta burguesía  subdesarrollada,  numéricamente  reducida,  sin capitales, que rechaza la vía revolucionaria, va a estancarse lamentablemente. No puede dar libre curso a su genio del que podía afirmar, un poco ligeramente, que fue coartado por el dominio colonial. Lo precario de sus medios y la escasez de sus cuadros  la  reducen  durante  años  a  una  economía  de  tipo artesanal. En su perspectiva inevitablemente muy limitada, una economía nacional es una economía basada en lo que se llama los productos locales. Se pronunciarán grandes discursos sobre la artesanía. En la imposibilidad en que se encuentra de establecer fábricas más rentables para el país y para ella, la burguesía va a rodear a la artesanía de una ternura chauvinista que coincide con la nueva dignidad nacional además, le procurará sustanciales utilidades. Ese culto a los productos locales, esa imposibilidad de crear nuevas direcciones se manifestarán igualmente por el hundimiento de la burguesía nacional en la producción agrícola característica del periodo colonial.

La economía nacional del periodo de independencia no es reorientada. Siempre se trata de la cosecha de cacahuate, de la cosecha   de   cacao,   de   la   cosecha   de   aceituna.   Ninguna modificación  se  introduce  tampoco  en  la  elaboración  de  los productos  básicos.  Ninguna  industria  se  instala  en  el  país.  Se siguen exportando las materias primas, se sigue en el plano de pequeños agricultores de Europa, de especialistas en productos sin elaborar.

No  obstante,  la  burguesía  nacional  no  deja  de  exigir  la nacionalización de la economía y de los sectores comerciales. Es que, para ella, nacionalizar no significa poner la totalidad de la economía al servicio de la nación, decidir la satisfacción de todas las necesidades de la nación. Para ella, nacionalizar no significa ordenar el Estado en función de relaciones sociales nuevas cuya eclosión se decide facilitar. Nacionalización significa para ella, exactamente, transferencia a los autóctonos de los privilegios heredados de la etapa colonial.

Como, la burguesía no tiene ni los medios materiales, ni los medios  intelectuales  suficientes  (ingenieros,  técnicos),  limitará sus  pretensiones  al  manejo  de  los  despachos  y  las  casas  de comercio ocupados antes por los colonos. La burguesía nacional ocupa   el   lugar   de   la   antigua   población   europea:   médicos, abogados,  comerciantes,  representantes,  agentes  generales, agentes  aduanales.  Estima  que,  por  la  dignidad  del  país  y  su propia seguridad, debe ocupar todos esos puestos. En lo sucesivo exigirá que las grandes compañías extranjeras recurran a ella, ya sea que deseen mantenerse en el país, ya sea que tengan la intención de penetrar en éste. La burguesía nacional descubre como misión histórica la de servir de intermediario. Como se ve, no se trata de una vocación de transformar a la nación, sino prosaicamente   de   servir   de   correa   de   transmisión   a   un capitalismo reducido al camuflaje y que se cubre ahora con la máscara neocolonialista. La burguesía nacional va a complacerse, sin complejos y muy digna, con el papel de agente de negocios de la burguesía occidental. Ese papel lucrativo, esa función de pequeño gananciero, esa estrechez de visión, esa ausencia de ambición simbolizan la incapacidad de la burguesía nacional para cumplir su papel histórico de burguesía. El aspecto dinámico y de adelantado, el aspecto de inventor y descubridor de mundos que se encuentra en toda burguesía nacional está aquí lamentablemente ausente. En el seno de la burguesía nacional de los países coloniales domina el espíritu de disfrute. Es que en el plano psicológico se  identifica a la burguesía occidental  cuyas enseñanzas ha absorbido. Sigue a la burguesía occidental en su lado negativo y decadente, sin haber franqueado las primeras etapas  de  explotación  e  invención  que  son,  en  todo  caso,  un mérito de esa burguesía occidental. En sus inicios, la burguesía nacional de los países coloniales se identifica con la burguesía occidental en sus finales. No debe creerse que quema etapas. En realidad, comienza por el final. Está en la senectud sin haber conocido ni la petulancia, ni la intrepidez, ni el voluntarismo de la juventud y la adolescencia.

En   su   aspecto   decadente,   la   burguesía   nacional   será considerablemente ayudada por las burguesías occidentales que se presentan como turistas enamorados del exotismo, de la caza, de   los   casinos.   La   burguesía   nacional   organiza  centros   de descanso y recreo, curas de placer para la burguesía occidental. Esta actividad tomará el nombre de turismo y se asimilará circunstancialmente a una industria nacional. Si se quiere una prueba de esta eventual transformación de los elementos de la burguesía   ex   colonial   en   organizadores   de   fiestas   para   la burguesía occidental, vale la pena evocar lo que ha pasado en América Latina. Los casinos de La Habana, de México, las playas de  Río,  las  jovencitas  brasileñas  o  mexicanas,  las  mestizas  de trece años, Acapulco, Copacabana, son los estigmas de esa actitud de la burguesía nacional. Como no tiene ideas, como está encerrada en sí misma, aislada del pueblo, mimada por su incapacidad   congénita   para   pensar   en   la   totalidad   de   los problemas en función de la totalidad de la nación, la burguesía nacional va a asumir el papel de gerente de las empresas occidentales y convertirá a su país, prácticamente, en lupanar de Europa.
Una  vez  más  hay  que  tener  ante  los  ojos  el  espectáculo lamentable de ciertas repúblicas de América Latina. Tras un corto vuelo, los hombres de negocios de los Estados Unidos, los grandes banqueros, los tecnócratas desembarcan "en el trópico" y durante ocho  o  diez  días  se  entregan  a  la  dulce  depravación  que  les ofrecen sus "reservas".

El comportamiento de los propietarios rurales nacionales se identifica  con  el  de  la burguesía de  las  ciudades.  Los  grandes agricultores han exigido, desde la proclamación de la independencia, la nacionalización de las propiedades agrícolas. Con ayuda de múltiples combinaciones, logran apoderarse de las fincas poseídas antes por los colonos, reforzando así su dominio sobre la región. Pero no tratan de renovar la agricultura, de intensificarla ni de integrarla dentro de una economía realmente nacional.

En   realidad,   los   propietarios   agrícolas   exigirán   de   los poderes públicos que centupliquen a su favor las facilidades y los privilegios de que se beneficiaban antes los colonos extranjeros. La   explotación   de   los   obreros   agrícolas   será   reforzada   y legitimada. Manipulando dos o tres slogans, estos nuevos colonos van a exigir de los obreros agrícolas un trabajo enorme, por supuesto en nombre del esfuerzo nacional. No habrá modernización de la agricultura, no habrá plan de desarrollo, no habrá iniciativas porque las iniciativas, que implican un mínimo de riesgos producen pánico en esos medios y desorientan a la burguesía rural vacilante, prudente, que se sumerge cada vez más en los circuitos creados por el colonialismo. En esas regiones, las iniciativas se deben al gobierno. Es el gobierno quien las ordena, las alimenta, las financia. La burguesía agrícola se niega a correr el menor riesgo. Es contraria al azar, a la aventura. No quiere trabajar sobre la arena. Exige solidez, rapidez. Los beneficios que se embolsa, enormes si se tiene en cuenta el ingreso nacional, no son reinvertidos. El atesoramiento en el colchón domina la psicología de esos propietarios rurales. Algunas veces, sobre todo en los años que siguen a la independencia, la burguesía no vacila en confiar a los bancos extranjeros los beneficios que obtiene en el territorio nacional. Por otra parte, importantes sumas son utilizadas en gastos de aparato, en automóviles, en mansiones, caracterizados por los economistas como típicos de la burguesía subdesarrollada.

Hemos dicho que la burguesía colonizada que llega al poder emplea   su   agresividad   de   clase   para   acaparar   los   puestos detentados antes por los extranjeros. Inmediatamente después de la independencia tropieza, en efecto, con las secuelas humanas del colonialismo: abogados, comerciantes, propietarios rurales, médicos,       funcionarios       superiores.       Va       a       combatir implacablemente a esa gente "que insulta la dignidad nacional". Esgrime  enérgicamente  las  ideas  de  nacionalización  de  los cuadros, de africanización de los cuadros. En realidad, su actitud va a teñirse cada vez más de racismo. Brutalmente, plantea al gobierno un problema preciso: necesitamos esos puestos. Y no disminuirá su malhumor, sino cuando los haya ocupado en su totalidad.

Por su parte, el proletariado de las ciudades, la masa de desempleados, los pequeños artesanos, los que suelen llamarse los pequeños oficios, se unen a esa actitud nacionalista, pero hay que hacerles justicia: no hacen sino calcar su actitud de la actitud burguesa. Si la burguesía nacional entra en competencia con los europeos, los artesanos y los pequeños oficios desencadenan la lucha contra los africanos no nacionales. En Costa de Marfil, son los motines propiamente racistas contra los dahomeyanos o los naturales  del  Volta.  Los  dahomeyanos  y  los  voltianos  que ocupaban importantes sectores en el pequeño negocio son objeto, inmediatamente después de la independencia, de manifestaciones de hostilidad por parte de los indígenas de Costa de Marfil. Del nacionalismo  hemos  pasado  al  ultranacionalismo,  al chauvinismo, al racismo. Se exige la partida de esos extranjeros, se queman sus tiendas, se destruyen sus puestos, se les lincha y, efectivamente, el gobierno de Costa de Marfil los insta a partir, para complacer a los nacionales. En Senegal, son las manifestaciones antisudanesas las que harán decir a Mamadou- Dia: "En verdad el pueblo senegalés no ha adoptado la mística de Mali sino por apego a sus dirigentes. Su adhesión a Mali no tiene otro valor que la de un nuevo acto de fe en la política de esos últimos. El territorio senegalés no estaba menos vivo, tanto más cuanto que la presencia sudanesa en Dakar se manifestaba con demasiada indiscreción para hacerlo olvidar. Es este hecho lo que explica que, lejos de suscitar lamentaciones, el final de la Federación haya sido acogido por las masas populares con alivio y que en ninguna parte se haya manifestado una opinión tendiente a mantenerla." 13

Mientras que ciertas capas del pueblo senegalés aprovechan la ocasión, que les ofrecen sus propios dirigentes para desembarazarse  de  los  sudaneses  que  les  molestan,  sea  en  el sector comercial o en el de la administración, los congoleños, que asistían sin creerlo a la partida en masa de los belgas, deciden presionar a los senegaleses instalados en Leopoldville y en Elizabethville para que se vayan.

Como se ve, el mecanismo es idéntico en los dos tipos de fenómenos.   Si   los   europeos   limitan   la   voracidad   de   los intelectuales y de la burguesía de los negocios de la joven nación, para la masa popular de las ciudades la competencia está representada principalmente por los africanos de una nación distinta. En Costa de Marfil son, los dahomeyanos, en Ghana, los nigerianos, en Senegal, los sudaneses.

Cuando la exigencia de negrificación o arabización de los cuadros planteada por la burguesía no procede de una empresa auténtica de nacionalización, sino que corresponde simplemente al deseo de confiar a la burguesía el poder detentado hasta entonces  por  el  extranjero,  las  masas  plantean  en  su  nivel  la misma  reivindicación,  pero  restringiendo  a  los  límites territoriales la noción de negro o de árabe. Entre las afirmaciones obrantes sobre la unidad del Continente y ese comportamiento inspirado   a   las   masas   por   los   cuadros,   pueden   describirse múltiples actitudes. Asistimos a un ir y venir permanente entre la unidad africana, que se desvanece cada vez más, y la vuelta desesperante al chauvinismo más odioso, al más arisco.

"Por  el  lado  senegalés,  los  dirigentes  que  han  sido  los  principales teóricos de la unificación africana y que, en más de una ocasión, han sacrificado sus organizaciones políticas locales y sus  posiciones  personales  a  esta  idea  tienen,  de  buena  fe  es verdad, innegables responsabilidades. Su error, nuestro error, ha sido, con pretexto de luchar con la balcanización, de no tomar en consideración ese hecho precolonial, que es el territorialismo. Nuestro error ha sido no haber prestado suficiente atención en nuestros  análisis  a ese  fenómeno,  fruto  del  colonialismo,  pero también hecho sociológico que una teoría sobre la unidad, por loable o simpática que sea, no puede abolir. Nos hemos dejado seducir por el espejismo de la elaboración más satisfactoria para el espíritu y, tomando nuestro ideal como una realidad, hemos creído que bastaba condenar el territorialismo y su producto natural,  el  micro-nacionalismo,  para  suprimirlos  y  asegurar  el éxito de nuestra quimérica empresa."14.

Del chauvinismo senegalés al tribalismo uluf la distancia noes muy grande. Y, en realidad, dondequiera que la burguesía nacional por su comportamiento mezquino y la imprecisión de sus  posiciones  doctrinales  no  ha  podido  lograr  ilustrar  a  la totalidad del pueblo, plantear los problemas principalmente en función del pueblo, dondequiera que esa burguesía nacional se ha mostrado incapaz de dilatar suficientemente su visión del mundo, asistimos a un reflujo hacia las posiciones tribalistas; asistimos, airados, al triunfo exacerbado de las diferencias raciales. Como la única consigna de la burguesía es: hay que sustituir a los extranjeros, y en todos los sectores se apresura a hacerse justicia y tomar sus lugares, los demás nacionales, menos elevados — choferes  de  taxi,  vendedores  callejeros,  limpiabotas—  van  a exigir  igualmente  que  los  dahomeyanos  se  vayan  a  su  país  o, yendo más lejos, que los fulbés y los peules vuelvan a su selva o a sus montañas.

En esta perspectiva hay que interpretar el hecho de que, enlos jóvenes países independientes, triunfe aquí y allá el federalismo. El dominio colonial ha privilegiado, como se sabe, a ciertas regiones. La economía de la colonia no está integrada a la totalidad de la nación. Siempre está dispuesta en relaciones de complemento con las diferentes metrópolis. El colonialismo no explota casi nunca la totalidad del país. Se contenta con algunos recursos naturales que extrae y exporta a las industrias metropolitanas, permitiendo así una relativa riqueza por sectores mientras el resto de la colonia continúa, si no lo ahonda, su subdesarrollo y su miseria.

Después de la independencia, los nacionales que habitan las regiones prósperas toman conciencia de su suerte y por un reflejo visceral  y  primario  se  niegan  a  alimentar  al  resto  de  los nacionales. Las regiones ricas en cacahuate cacao, diamantes, se destacan frente al panorama vacío constituido por el resto de lanación. Los nacionales de esas regiones observan con odio a los otros, en quienes descubren la envidia, el apetito, impulsos homicidas. Las viejas rivalidades anticoloniales, los viejos odios interraciales resucitan. Los balubas se niegan a alimentar a los luluas. Katanga se constituye en Estado y Albert Kalondji se hace coronar rey del sur de Kasai.

La unidad africana, fórmula vaga a la que los hombres y mujeres de África se habían ligado emocionalmente y cuyo valor funcional consistía en presionar terriblemente al colonialismo, revela  su  verdadero  rostro  y  se  desmenuza  en  regionalismos dentro de una misma realidad nacional. La burguesía nacional, como piensa sólo en sus intereses inmediatos, como no ve más allá  de  sus  narices,  se  muestra  incapaz  de  realizar  la  simple unidad  nacional,  incapaz  de  edificar  a  la  nación  sobre  bases sólidas y fecundas. El frente nacional que había hecho retroceder al colonialismo se desintegra y consuma su derrota.

Esta lucha implacable que libran las razas y las tribus, esa preocupación agresiva por ocupar los puestos que han quedado libres por la marcha del extranjero van a dar origen igualmente, a competencias religiosas. En el campo y en la selva, las pequeñas sectas, las religiones locales, los cultos morabíticos vuelven a cobrar vitalidad y reiniciarán el ciclo de las excomuniones. En las grandes ciudades, en el nivel de los cuadros administrativos, asistiremos a la confrontación entre las dos grandes religiones reveladas: islamismo y catolicismo.
El colonialismo, que se tambaleó frente al nacimiento de la unidad africana, recupera sus dimensiones y trata ahora de quebrantar esa voluntad utilizando todas las debilidades del movimiento.  El  colonialismo  va  a  movilizar  a  los  pueblos africanos revelándoles la existencia de rivalidades "espirituales". En Senegal, es el periódico África Nueva, que cada semana destilará  odio  hacia  el  Islam  y  los  árabes.  Los  libaneses,  que poseen en la costa occidental la mayoría del pequeño comercio, son señalados a la vindicta nacional. Los misioneros recuerdan oportunamente a las masas que grandes imperios negros, mucho antes de la llegada del colonialismo europeo, habían sido destruidos por la invasión árabe. No se vacila en afirmar que fue la  ocupación  árabe  la  que  preparó  el  camino  al  colonialismo europeo; se habla de imperialismo árabe y se denuncia al imperialismo cultural del Islam. Los musulmanes son apartados generalmente dé los puestos de dirección. En otras regiones se produce el fenómeno inverso y los indígenas cristianizados son señalados como enemigos objetivos y conscientes de la independencia nacional.

El colonialismo utiliza desvergonzadamente todos sus hilos, feliz  de  enfrentar  entre    a  los  africanos  que  ayer  se  habían ligado contra él. La noche de San Bartolomé resucita en ciertos espíritus y el colonialismo se burla por lo bajo cuando escucha las magníficas declaraciones sobre la unidad africana. Dentro de una misma nación, la religión divide al pueblo y enfrenta entre sí a las comunidades espirituales mantenidas y fortalecidas por el colonialismo y sus instrumentos. Fenómenos totalmente inesperados irrumpen aquí y allá. En países con predominio católico o protestante, las minorías musulmanas demuestran una devoción inusitada. Las fiestas islámicas son estimuladas, la religión musulmana se defiende del absolutismo violento de la religión católica. Algunos sacerdotes afirman entonces que si esos individuos no están contentos, pueden irse a El Cairo. Algunas veces, el protestantismo norteamericano transporta a territorio africano sus prejuicios anticatólicos y fomenta a través de la religión las rivalidades tribales.

En el plano continental, esta tensión religiosa puede revestir la forma del racismo más vulgar. Se divide al África en una parte blanca y una parte negra. Los términos sustitutos de: África del Sur o al norte del Sahara no logran disimular ese racismo latente. Aquí se afirma que el África Blanca tiene una tradición cultural milenaria, que es mediterránea, que prolonga a Europa, que participa de la cultura grecolatina. Se concibe al África Negra como una región inerte, brutal, no civilizada... salvaje. Allá se escuchan todo el día reflexiones odiosas sobre violaciones de mujeres, sobre la poligamia, sobre el supuesto desprecio de los árabes por el sexo femenino. Todas estas reflexiones recuerdan por su agresividad las que se han descrito tan frecuentemente como propias del colono. La burguesía nacional de cada una de esas dos grandes regiones, que ha asimilado hasta las raíces más podridas del pensamiento colonialista, sustituye a los europeos y establece en el Continente una filosofía racista terriblemente perjudicial   para   el   futuro   de   África.   Por   su   pereza   y   su mimetismo favorece la implantación y el fortalecimiento del racismo que caracterizaba a la etapa colonial. No es sorprendente así, en un país que se dice africano, escuchar reflexiones racistas y comprobar la existencia de comportamientos paternalistas que dejan la impresión amarga de que uno se encuentra en París, en Bruselas o en Londres.

En  ciertas  regiones  de  África  los  balidos  paternalistas respecto de los negros, la idea obscena tomada de la cultura occidental de que el negro es impermeable a la lógica y a las ciencias reinan en toda su desnudez. Inclusive algunas veces se tiene la ocasión de comprobar que las minorías negras se encuentran  confinadas  en  una semiesclavitud  que  justifica esa especie de circunspección, de desconfianza, que los países del África Negra sienten por los países del África Blanca. No es raro que un ciudadano del África Negra, al visitar una gran ciudad del África Blanca, se oiga llamar "negro" por los niños o sea tratado como "negrito" por los funcionarios.

No, desgraciadamente no es raro que los estudiantes del África Negra inscritos en colegios establecidos al norte del Sahara escuchen preguntas de sus compañeros de colegio acerca de si hay casas en su país, si conocen la electricidad, si en su familia practican la antropofagia. No, desgraciadamente no es raro que en ciertas regiones al norte del Sahara, africanos procedentes de países situados al sur del Sahara se encuentren con individuos que les pidan "llevarlos a cualquier parte donde haya negras". Igualmente, en algunos Estados jóvenes del África Negra parlamentarios y ministros afirman seriamente que el peligro no está en una nueva ocupación de su país por el colonialismo, sino en la eventual invasión de "los árabes vándalos del Norte".

Como   se   ve,   las   limitaciones   de   la   burguesía   no   se manifiestan  únicamente  en  el  plano  económico.  Después  de llegar al poder en nombre de un nacionalismo mezquino, en nombre   de   la   raza,   la   burguesía,   a   pesar   de   hermosas declaraciones formales totalmente desprovistas de contenido, manejando con absoluta irresponsabilidad frases salidas directamente de los tratados de moral o de filosofía política de Europa, va a dar prueba de su incapacidad para hacer triunfar un catecismo humanista mínimo. La burguesía, cuando es fuerte, cuando dispone el mundo en función de su poder, no vacila en afirmar ideas democráticas con pretensión universitaria. Esa burguesía, sólida económicamente, necesita condiciones excepcionales para no respetar su ideología humanista. La burguesía  occidental,  aunque  fundamentalmente  racista, consigue casi siempre disfrazar ese racismo multiplicando los matices, lo que le permite conservar intacta su proclamación de la eminente dignidad humana.

La burguesía occidental ha levantado suficientes barreras y alambradas para no temer realmente la competencia de aquellos a quienes explota y desprecia. El racismo burgués occidental respecto del negro y del bicot es un racismo de desprecio; es un racismo empequeñecedor. Pero la ideología burguesa, que proclama una igualdad esencial entre los hombres, se las arregla para permanecer lógicamente consigo misma invitando a los subhombres a humanizarse por medio del tipo de humanidad occidental que ella encarna.

El racismo de la joven burguesía nacional es un racismo defensivo, un racismo basado en el miedo. No difiere esencialmente del vulgar tribalismo, es decir, de las rivalidades entre çofs o sectas. Es comprensible que los observadores internacionales perspicaces no hayan tomado en serio las grandes parrafadas sobre la unidad africana. Es que el número de grietas perceptibles a simple vista es tal que se presiente claramente que tendrán que resolverse todas esas contradicciones antes de que pueda sonar la hora de la unidad.

Los pueblos africanos se han descubierto recientemente y han decidido, en nombre del Continente, pesar de manera radical sobre el régimen colonial. Pero las burguesías nacionalistas que se apresuran, región tras región, a entablar su propia lucha y a crear un sistema nacional de explotación, multiplican los obstáculos para la realización de esa "utopía". Las burguesías nacionales, perfectamente conscientes de sus objetivos están decididas a cerrar el camino a esa unidad, a ese esfuerzo coordinado de doscientos cincuenta millones de hombres por vencer   al   mismo   tiempo   la   ignorancia,   el   hambre   y   la inhumanidad. Por eso es necesario saber que la unidad africana no puede hacerse, sino bajo el impulso y la dirección de los pueblos, es decir, descartando los intereses de la burguesía.

En el plano interior y en el marco institucional, la burguesía nacional va a demostrar igualmente su incapacidad. En cierto número de países subdesarrollados, el juego parlamentario es fundamentalmente falseado.   Económicamente impotente, sin poder   crear   relaciones   sociales   coherentes,   fundadas   en   el principio  de  su  dominio  como  clase,  la  burguesía  escoge  la solución que le parece más fácil, la del partido único. No posee todavía esa buena conciencia y esa tranquilidad que sólo el poder económico y el dominio del sistema estatal podrían conferirle. No crea un Estado que dé seguridades al ciudadano sino que lo inquieta.

El Estado que, por su robustez y al mismo tiempo por su discreción   debería   dar   confianza,   desarmar,   adormecer,   se impone al contrario espectacularmente, se exhibe, maltrata, molesta, haciendo ver al ciudadano que está en peligro permanente.  El  partido  único  es  la  forma  moderna  de  la dictadura burguesa sin máscara, sin afeites, sin escrúpulos, cínica.

Esta dictadura, es un hecho, no va muy lejos. No deja de segregar su propia contradicción. Como la burguesía no tiene los medios económicos para asegurar su dominio y distribuir algunas migajas a todo el país; como, además, está ocupada en llenarse los bolsillos lo más rápidamente posible, pero también lo más prosaicamente, el país se sumerge más en el marasmo. Y para esconder ese marasmo, para disfrazar esa regresión, para asegurar y darse pretextos de enorgullecerse, a la burguesía no le queda más recurso que elevar en la capital grandiosos edificios, hacer lo que se llama gastos de ostentación.

La  burguesía  nacional  vuelve  la  espalda  cada  vez  más  al interior, a las realidades del país baldío y mira hacia la antigua metrópoli, hacia los capitalistas extranjeros que buscan sus servicios. Como no comparte sus beneficios con el pueblo y no le permite aprovechar las prebendas que le otorgan las grandes compañías   extranjeras,   va   a   descubrir   la   necesidad   de   un dirigente   popular   al   que   corresponderá   el   doble   papel   de estabilizar al régimen y perpetuar el dominio de la burguesía. La  dictadura burguesa de los países subdesarrollados obtiene su solidez   de   la   existencia   de   un   dirigente.   En   los   países desarrollados, como se sabe, la dictadura burguesa es el producto del poder económico de la burguesía. En los países subdesarrollados, por el contrario, el líder representa la fuerza moral   al   abrigo   de   la   cual   la   burguesía   desguarnecida   y desmedrada de la joven nación decide enriquecerse.

El pueblo que, durante años, le ha visto u oído hablar; que de lejos, en una especie de sueño, ha seguido las relaciones del dirigente  con la potencia colonial,  otorga espontáneamente su confianza a ese patriota. Antes de la independencia, el dirigente encamaba en general las aspiraciones del pueblo: independencia, libertades políticas, dignidad nacional. Pero, después de la independencia, lejos de encarnar concretamente las necesidades del pueblo, lejos de convertirse en el promotor de la verdadera dignidad del pueblo, el dirigente va a revelar su función íntima: ser el presidente general de la sociedad de usufructuarios impacientes de disfrutar, que constituye la burguesía nacional.

A pesar de su frecuente honestidad y a pesar de sus sinceras declaraciones, el dirigente es objetivamente el defensor decidido de los intereses, ahora conjugados, de la burguesía nacional y de las antiguas compañías coloniales. Su honestidad, que era un puro estado de ánimo, se desvanece progresivamente. El contacto con las masas es tan irreal que el dirigente llega a convencerse de que se quiere atentar contra su autoridad y que se ponen en duda los servicios que prestó a la patria. El dirigente juzga duramente la ingratitud de las masas y se sitúa cada día un poco más resueltamente en el campo de los explotadores. Se transforma entonces, con conocimiento de causa, en cómplice de la nueva burguesía que se mueve en la corrupción y el disfrute.

Los  circuitos  económicos  del  joven  Estado  se  hunden irreversiblemente en la estructura neocolonialista. La economía nacional, antes protegida, es ahora literalmente dirigida.   El presupuesto se alimenta de préstamos y donaciones. Cada trimestre, los mismos jefes de Estado o las delegaciones gubernamentales se dirigen a las antiguas metrópolis o a otros países, a caza de capitales.

La antigua potencia colonial multiplica las exigencias, acumula concesiones y garantías, tomando cada vez menos precauciones para disfrazar la sujeción en que mantiene al poder nacional. El pueblo se estanca lamentablemente en una miseria insoportable y poco a poco pierde conciencia de la traición incalificable de sus dirigentes. Esa conciencia es tanto más aguda cuanto que la burguesía es incapaz de constituirse en clase. La distribución de las riquezas que organiza no se distingue en sectores múltiples, no es escalonada, no se jerarquiza por semitonos. La nueva casta es tanto más insultante y repulsiva cuanto que la inmensa mayoría, las nueve décimas partes de la población siguen muriéndose de hambre. El enriquecimiento escandaloso, rápido, implacable de esa casta va acompañado de un despertar decisivo del pueblo, de una toma de conciencia prometedora de violencias futuras. La casta burguesa, esa parte de la nación que suma a sus ganancias la totalidad de las riquezas del país, por una especie de lógica, por lo demás inesperada, va a formular sobre los demás negros o los demás árabes juicios peyorativos que recuerdan en más de un concepto la doctrina racista de los antiguos representantes de la potencia colonial. Es a la vez la miseria del pueblo, el enriquecimiento desordenado de la casta burguesa, su desprecio por el resto de la nación lo que va a endurecer las ideas y las actitudes.
Continua.

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