ALZAMIENTOS
Y MOTINES CONTRA LA REPRESIÓN COLONIAL EN
CANARIAS
Capitulo
XI-I
Eduardo
Pedro García Rodríguez
1851 junio 5.
Los amagos de
revuelta que hubo en marzo de 1847, en medio de una espantosa hambruna, pasaron
a ser verdaderas rebeldías en 1851 al acontecer la catástrofe del cólera morbo
asiático
El 21 de julio
y el 2 de agosto, al remitir aquella «horrorosa epidemia» que en palabras de
Millares Torres «estalló como la explosión de un volcán»
Se produjo
primero una agrupación facciosa y después un auténtico motín que tuvo por
esenciales protagonistas a los matriculados del mar en paro forzoso. El doctor
Chil fue el único historiador isleño que mencionó estos episodios, aunque lo hiciera
con extrema concisión y postergando la masa documental que tuvo a la vista,
procedente de los fondos municipales. Veamos su conciso enfoque antes de
acometer a la detallada exploración que un tema inédito y enjundioso merece:
«A fines de
Julio había ya principiado el Cólera a ceder en Las Palmas, pero la miseria era
grande a causa de la paralización de los trabajos y de la incomunicación en que
se hallaba la Gran
Canaria con las demás Islas. Con este motivo hubo en Las
Palmas disgustos causados por el embarque de patatas para América, pues habían
dos expediciones y los dueños llamaron a sus marineros y allegados con el
objeto de que saliese una antes que la otra, lo que dio lugar a malos
procederes, hecho que tuvo efecto el 21 de Julio. En la noche del 2 de Agosto
se levantó se puede decir todo el pueblo con un motivo semejante y al
presentarse el vocal del Ayuntamiento don Jerónimo Navarro, acompañado de seis
soldados, mandando se retirasen, aumentó el escándalo y la algaraba (sic), lo
que dio por resultado que arrojasen piedras, una de las cuales dio en la cabeza
del Concejal causándole una herida. Entonces huyeron a toda prisa, el señor
Navarro, los soldados y el pueblo les siguió temerosos todos de lo que podía
sobrevenir»
El darwinista
isleño aplicó unas claves no que se ajustan exactamente a los pliegos de la
documentación. La porfía empresarial jamás condujo a una pugna entre dos bandos
de marineros durante los «malos procederes» del 21 de julio, o al menos ninguna
de las testificaciones autoriza semejante hipótesis. Los vicios de una ligera
ojeada de los papeles le llevaron a desvirtuar los eventos, trasladando la
competencia entre los armadores a la movilización callejera y dando a entender
un rifirrafe dentro de los propios asalariados. Tampoco al término del motín
del 2 de agosto sucedió esa desbandada medrosa de quienes se levantaron en
algarabía, lo cual pudo parecer muy natural tras herir a un munícipe y temerse
la reacción de la superioridad. La sugerencia de una participación casi general
de «todo el pueblo» entra dentro de las exageraciones típicas de los relatores
entusiastas, a pesar de convenir el énfasis en la dimensión masiva. Por lo
demás, Chil se dejó en el tintero muchas particularidades que no conviene
omitir.
Pasemos a
nuestro análisis alternativo.
Un grupo de
«marineros ociosos» se congregó a primeras horas de la tarde del 21 de julio
ante el local del ayuntamiento, al conocerse que la corporación trataba sobre
las exportaciones de papas hacia América y que daría el visto bueno a la
facturación de ciertas remesas
La exhibición
fue impulsada al parecer por el armador y negociante Rafael Romero, vecino de
la arteria de Triana y con intereses directos en el ramo. El regidor Fernando
Báez y Cambreleng, desde su casa de la calle del Colegio, sintió llegar «un
tropel de gente» y desde una de sus ventanas contempló aquella «porción de
marineros» que exigía a voces la prohibición de los embarques. Inmediatamente
se dirigieron los alborotadores hacia la vivienda contigua del alcalde
corregidor José María Delgado, convaleciente aún del contagio colérico,
uniéndose a los mismos otros acólitos que arribaron por diversas travesías.
La
aglomeración, según la revista que dicho mandatario envió al juez de primera
instancia del partido, alcanzó «cosa de trescientas personas»; el consistorio
entendió que el cálculo era muy abultado y con «noticias más exactas» redujo la
cifra «ni aún a la mitad, puesto que sólo se componía, como se ha indicado, de
una parte de los matriculados que existen en la población, además de los
curiosos que nunca faltan en estos casos»
Más de un
centenar de manifestantes representaba de todas maneras un contingente digno de
consideración, en una ciudad que en 1856 contaba con 2.201 vecinos y que un
lustro atrás, con los estragos del cólera, debía tener bastantes menos.
Por ello
sembró la alarma entre la mayoría de los institutos públicos, muy sensibles al
mantenimiento del orden en aquel intervalo catastrófico. La actitud
contestataria de los apiñados y la condescendencia que hacia ellos mostró el
primer munícipe, añadieron otros factores para la inquietud de los responsables
de la política reaccionaria en tiempos de Bravo y Murillo. A Delgado le costó
enormemente que se disolviera la protesta, consiguiéndolo sólo tras apalabrar
que serían satisfechas las reivindicaciones de origen. Uno de sus parientes,
Marcial Del- gado, narró después lo sucedido en estos términos: «Que en su
misma casa, situada en la calle del Colegio, sintió el día veinte y uno del mes
pasado la reunión de gente que, a cosa de las dos o tres de la tarde, hubo
frente [a] la casa del Señor Corregidor Don José María Delgado, para pedirle
prohibiera la exportación de papas; el testigo vio y oyó del balcón de su casa
que el mismo corregidor, presentándose en el de la suya, intimó en alta voz a que
se retirara la gente reunida, invocando el nombre de Su Majestad la Reina; que le contestaron
que no se retiraban, añadiendo otras voces que el testigo no comprendió por la
distancia; que enseguida salió el declarante y se acercó por curiosidad a dicha
reunión y que oyó que el corregidor repetía que se retirasen todos, que
confiasen en él, puesto que las papas no se embarcarían; y que efectivamente se
retiraron con esta promesa...»
La mera
petición del alcalde desde los balcones de su domicilio, apelando al Trono
inclusive, no bastó para calmar los ánimos de los díscolos mareantes. Tuvo que
bajar al empedrado y allí encararse con quien los capitaneaba, el cual había
acompañado al fletador Romero durante la entrevista concedida el díaanterior.
El propio Delgado reconoció que las
turbas permanecieron «impávidas» ante su primera intimidación y que al
reiterarla «continuaron sin movimiento». La demostración sin duda «era
pacífica» y no podía llamarse motín, como aseguraron seguidamente los
regidores, pero adoptó un tinte sedicioso al implicar la reiterada
desobediencia al máximo representante del poder civil en la capital insular. La
discusión entre el corregidor y el referido cabecilla fue, a buen seguro, mucho
más enervante de lo que expuso el primero, empeñado sobremanera en hacer ver
que preservó cuanto pudo el principio de autoridad y ocultando que transgredió
una resolución corporativa. De acuerdo con su relato, el interlocutor creía
actuar al amparo de una real orden y siempre exhibió un enorme respeto hacia la
alcaldía, preocupado únicamente por sustraerla de los apetitos particulares
El alcalde
Delgado se cuidó mucho de esconder ante la justicia el compromiso que de
palabra asumió con los reclamantes, una debilidad que indignó a sus compañeros.
El instigador
principal de los «malos procederes» del doctor Chil fue el susodicho traficante
Rafael Romero, quien había contratado con el patrón del buque El Trueno (el mismo que trajo el cólera) la
expedición a Cuba de 700 fanegas de papas, el
pan de los pobres.
Al saber que la Diputación provincial
tenía prohibidas las remesas de tal artículo, cursó una instancia al corregidor
el día 19 de julio, como hombre «interesado en que no sufra perjuicios la
población», para que la interdicción afectara también a otros exportadores
«hasta que no varíen las circunstancias del vecindario». Estos últimos eran
sobre todo dos comerciantes de la calle de La Peregrina llamados
Francisco Rey y Bernardo Rolo, los cuales presentaron al unísono otra petición
para que fuesen autorizadas sus transacciones, alegando entre otras cosas la
abundancia y baratura de las mercancías de primera necesidad (papas, millo,
trigo y cebada). La poca estimación de las papas y la imposibilidad de
facturarlas hacia otras islas debido a la incomunicación vigente, iban a
deparar en opinión de ambos unas pérdidas considerables al comercio si no
imperaba la libertad mercantil con la América española.
El mismo 21 de
julio, el vicepresidente de la
Junta de Comercio y concejal Jerónimo Navarro avaló todas
estas argumentaciones librecambistas en un escrito al gobernador civil, donde
afirmaba que la profusión del tubérculo había bajado las cotizaciones a 20
rvon. por fanega y que sin el tráfico americano los excedentes «se pudrirían
infaliblemente por falta de consumo»
La competencia
empresarial alentó desde luego los episodios del 21 de julio en Las Palmas, mas
sin el desasosiego popular habría sido imposible el surtido de las
manipulaciones y la explosión que tuvo lugar doce días más tarde. En términos
de «farsa» e influencia personal, conforme a la lectura de la práctica
totalidad de los capitulares, no pueden entenderse con rigor estos bullicios
Los bulos
quizás echasen leña al fuego. Al decir del consignatario Francisco Rey se
difundió, «sin duda con siniestras intenciones», la especie de que estaba
determinado a cargar entre 5-6.000 fanegas de papas en la fragata Isis (capitán Eusebio Sierra) y el
bergantín-goleta Paquete de Trinidad
(capitán Luciano Rey), fondeados desde hacía tiempo en la rada de La Luz. El exportador rubricó
que sus proyectos reales eran expedir 1.000 fanegas en la primera embarcación y
400 en la segunda, porciones que fueron contratadas antes de sobrevenir la
epidemia de cólera y llevaban en sus almacenes más de un mes.
La comisión
que el alcalde nombró el 30 de julio a fin de examinar los volúmenes y el
estado de los cargamentos, formada por los regidores Manuel Sigler y Jerónimo
Navarro y dos peritos de confianza (el comerciante Cayetano Inglott y el
«labrador inteligente» Ventura Vázquez), calculó sin embargo que Rey disponía
de 1.200 fanegas, la mayor parte en «reventazón», más otras 600 en Telde. A
ellas agregó las 600 fanegas de su compañero Rolo, divididas por mitad entre
las existencias de su casa y los depósitos del campo. Por último computaron las
200 fanegas de Gaspar Medina en su establecimiento de la Vica de Triana. En total,
pues, 2.600 fanegas oficiales distribuidas entre las 1.700 de la ciudad y las
900 rurales
Los incidentes
ante la casa del corregidor harían que el juez de primera instancia del
partido, Jacinto Bravo de Laguna, ordenara la inmediata designación de
patrullas y rondas a objeto de prevenir «toda consecuencia desagradable».
Igualmente resolvió el día 23 la detención y el ingreso en la cárcel pública de
cuatro marineros señalados con antelación por la alcaldía: Luis Caraballo, José
Yanes, José Riperola y Segundo El Manco,
los probables compinches de Romero.
El inefable
Delgado comunicó al gobernador civil Antonio Halleg por aquellas fechas que la
tranquilidad de su jurisdicción seguía «en el estado más satisfactorio». A
pesar de ello, el delegado gubernativo exigió el 1 de agosto que se impidiera
por cualquier medio «toda alteración»
Las
alegaciones que el ayuntamiento transmitió a éste el 29 de julio terminaron
expresando la convicción de que el alcalde fuera obligado a ejecutar unos
acuerdos legales y razonables, «y que no
dé motivo con su condescendencia, que en estos casos puede calificarse de
debilidad, a que puedan suscitarse motines verdaderos». No sabían los ediles
hasta qué punto acertaban al vaticinar estos negros presagios.
Las
ocurrencias del 2 de agosto comenzaron alrededor de las diez de la mañana en el
muelle. Entre 150 y 200 marineros confluyeron allí al enterarse que 500 fanegas
de papas de Rey iban a ser embarcadas en la fragata Isis
Su piloto
informó en el acto al teniente y comandante de Carabineros, Jacinto Ruiz de
Quevedo, el cual observó que los apiñados mostraban «intenciones hostiles» y
escuchó entre los corrillos la determinación de paralizar la estiba. El oficial
colocó dos centinelas en el embarcadero y mantuvo otros cinco soldados en la
casilla para reforzar la guardia. Los revoltosos pasaron hasta la ermita de San
Telmo y el cercado de Antonio López Botas, tratando de tocar a rebato las
campanas del oratorio y de cometer «algunos otros excesos, como era el de no
dejar transitar a las personas indiferentes al tumulto que por allí pasaban».
Al llegar Ruiz hasta ellos e inquerir sus propósitos, un nauta que hacía las
veces de cabecilla, apodado El Fino, le
espetó: «Nosotros lo que queremos es que no se embarquen las papas, pues el
Señor Corregidor nos prometió el otro día que no se embarcarían y no se
embarcarán, porque nosotros moriremos por las papas»
La enérgica
respuesta fue seguida por «una porción de voces» de casi todos los asistentes
que cercaban a Ruiz, con gritos a coro de «¡No se embarcarán las papas, no se
embarcarán las papas, o de lo contrario ha de correr hoy sangre!» El uniformado
replicó a la bulla que, de no mediar un mandamiento expreso del corregidor, su
deber era garantizar las diligencias «a todo trance, invitándoles además a que
se dejasen de añadir alborotos a las desgracias que se habían hecho ya sentir
en el pueblo, y que se retirasen a sus casas»
Las
amonestaciones calmaron un tanto a los soliviantados, quienes «ya no pensaron
más en tocar la campana». El teniente de Carabineros, no obstante, marchó
enseguida a la residencia del gobernador militar José de Vidaurre y González y
le dio parte verbal de todas las incidencias, suplicándole que «por si acaso»
enviara refuerzos a su «corta» tropa.
El subdelegado
de Marina, en el ínterin, convocó a los patrones de todas las lanchas para
«cortar por su mediación aquellos excesos». A las 13,15 horas, desde el postigo
de la casilla del muelle, Ruiz de Quevedo constató que «el tumulto había
desaparecido completamente» e interrumpió la redacción de su instancia. Era la
calma que precede a la tempestad.
El aviso de
cuanto se estaba tramando bajo cuerda lo dio poco antes del anochecer el jefe
moderado y diputado provincial Antonio López Botas desde una de sus moradas y
refugio campestre, por medio de la breve esquela que hizo llegar al teniente de
alcalde y alcalde corregidor accidental Ignacio Díaz
En ella le
destapaba: «ha corrido por aquí que esta noche o mañana habrá allí bullanga, y
me apresuro a indicárselo a usted para que esté prevenido y me les dé una buena
lección»
Inmediatamente
el destinatario pidió al gobernador militar que pusiera a su disposición tres
piquetes de ocho soldados cada uno, para montar dos rondas en Triana y una en
Vegueta.
Las
precauciones llegaron tarde. Al poco del toque de oraciones, hacia las 20,30
horas, se escucharon «en casi toda la población» campanadas, caracoles y
bocinas que terminaron por convocar a más de 500 personas en torno a la ermita
de San Telmo
El estrépito
hizo que acudieran al cuartel y guardia de prevención de San Francisco el
alcalde accidental y los regidores Jerónimo Navarro, Manuel de Lugo, Antonio
Abad Navarro, Fernando Báez Cambreleng y Manuel Sigler, a quienes escoltarían
algunos ciudadanos (Fortunato de la
Cueva, capitán graduado de teniente coronel del Provincial de
Guía, Gaspar Medina Báez, Gregorio Gutiérrez, Fernando Cambreleng Vázquez,
Francisco Pestana Brito y Manuel Canales, sobrino de Sigler). Quien primero
llegó parece haber sido el más intrépido.
El concejal
Jerónimo Navarro, a pesar de que su condición de vicepresidente de la Junta de Comercio lo
convertía en diana de las iras populares, salió al frente de una patrulla de
seis milicianos provinciales que mandaba el cabo primero José Cipriano Díaz
Monagas
Su valentía
flaqueó un tanto al aproximarse al extremo de la calle Mayor de Triana y
apreciar que «el tumulto era de bastante consideración por el número de los
amotinados», así que envió a uno de los mílites a por refuerzos.
El referido
cabo primero contó que en dicho lugar «se oían los caracoles, donde llaman el
Callejón de la Vica,
que allí encontraron un pequeño grupo como de diez a doce hombres a quienes
trató de aprender, mas que habiendo el Concejal don Jerónimo Navarro
principiado a darles con la vara que llevaba, corrieron y se escaparon todos.
Que de allí se dirigió la patrulla hacia la Ermita de San Telmo, en donde encontraron ya
grupos de más consideración, de los cuales principiaron [a] arrojar algunas
piedras que hirieron al Concejal don Jerónimo Navarro y a uno de los soldados
de la patrulla. Que dicho concejal se retiró entonces, diciéndole al declarante
que permaneciese en aquel punto para impedir que el tumulto avanzase. Que desde
allí mandó dicho Concejal un soldado para que viniese otra patrulla...»
La herida que
sufrió el edil Navarro en la cabeza no fue de gravedad, como tampoco la del
miliciano que lo acompañaba.
Los rebeldes
apedrearon también la fachada de la casa habitación de la madre de aquél,
situada en las inmediaciones de la ermita. En el cuartel de San Francisco,
mientras tanto, el alcalde corregidor interino y sus escoltas no habían
conseguido que se les entregara toda la hueste disponible. Los efectivos eran
escasos, pero suficientes para liquidar el motín: 30 provinciales y unos 20
soldados del Batallón de Málaga que estaban en franquía
Las reiteradas
súplicas de Ignacio Díaz, que en vano intentó de nuevo ponerse al habla con el
gobernador militar, resultaron inútiles. Los oficiales no facilitaban más
fuerzas sin órdenes precisas. A un pelotón del Batallón de Málaga (un cabo y
cuatro soldados), formado en la plaza con el armamento de rigor, se le retiró
al venir el sargento Andrés González con la respuesta de la superioridad,
«reducida a que la tropa que debía salir del Cuartel, ya había salido»
Varios
testigos llegaron a denunciar que la mayor parte de los granaderos de la Compañía del Batallón de
Las Palmas no pasaron al acuartelamiento al escuchar las invocaciones al motín;
otros apreciaron que muchos formaban con los de San Telmo.
Entre éstos
reinaba la creencia de que la milicia no les iba a disparar.
El gobernador
militar, al lado de una docena de subalternos, parlamentó con los soliviantados
durante más de media hora sin hacerlos desistir. José de Vidaurre, otro de los
enfermos de cólera, no quiso de entrada utilizar la fuerza y confió en el peso
de su autoridad para disolver el levantamiento
Su actitud fue diametralmente contraria a
la del juez de primera instancia Jacinto Bravo de Laguna, que compareció en San
Telmo junto al promotor fiscal Mariano Vázquez y Bustamante y el escribano José
Benítez Cabrera. Haciendo honor a su apellido, Bravo exigió la terminante
dispersión de los revoltosos invocando el nombre de la reina y por única
reacción obtuvo insultos y amenazas. El choque con la jerarquía castrense se
escenificó ante la concurrencia, en medio de los «vivas» al militar y los
«mueras» al juez.
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