Juan Francisco Santana Domínguez
El día 21 de junio del año
1995 escribía este poema. En aquel entonces, de forma evidente, según se puede
apreciar, me dediqué a escribir poemas de corte histórico-amoroso. Hice muchos
de ellos pero la inmensa mayoría no los conservé, debido a que me los pedían y
los regalaba. El canto de rechazo a la invasión y expolio europeo, de aquel
alejado siglo XV, fue una constante por aquellos años y venían a mí imágenes
atroces, y desgarradoras, de una invasión que no aceptaba.
Los muros de aquel poblado
saltaron en mil pedazos.
Gritamos desesperados,
alzamos todas la piedras
rompiendo las pintaderas
que caían por los suelos.
Se desnudó tu mirada
con tacto de terciopelo
y manaron riachuelos
de fuentes que me atrapaban.
La lanza se hizo pañuelo
más no contuvo el manantial
que aquel día me ofreciste.
De repente comprendí
la sinrazón del pensar
que tú, hielo contenías.
Corrimos desesperados
pisando nuestras tuneras
de lágrimas rojas cubiertas.
Llegamos a nuestro riscón,
volamos por sus laderas
sobre los cuerpos inertes
de los tranquilos lagartos.
Por los huecos de aquel muro,
del pedregal protector,
lloramos el desaliento
tapado por la humareda.
De repente la quietud.
Tierras ensangrentadas,
cuerpos desmembrados
por truenos de fuego.
Nos cogimos de la mano
acercando nuestros labios
para apagar el dolor
que tanto daño nos produjo.
La cabras lloraron ausencias,
los niños quedaron al sol,
los viejos murieron de pena,
sólo quedamos los dos.
Los muros de aquel poblado
saltaron en mil pedazos.
Gritamos desesperados,
alzamos todas la piedras
rompiendo las pintaderas
que caían por los suelos.
Se desnudó tu mirada
con tacto de terciopelo
y manaron riachuelos
de fuentes que me atrapaban.
La lanza se hizo pañuelo
más no contuvo el manantial
que aquel día me ofreciste.
De repente comprendí
la sinrazón del pensar
que tú, hielo contenías.
Corrimos desesperados
pisando nuestras tuneras
de lágrimas rojas cubiertas.
Llegamos a nuestro riscón,
volamos por sus laderas
sobre los cuerpos inertes
de los tranquilos lagartos.
Por los huecos de aquel muro,
del pedregal protector,
lloramos el desaliento
tapado por la humareda.
De repente la quietud.
Tierras ensangrentadas,
cuerpos desmembrados
por truenos de fuego.
Nos cogimos de la mano
acercando nuestros labios
para apagar el dolor
que tanto daño nos produjo.
La cabras lloraron ausencias,
los niños quedaron al sol,
los viejos murieron de pena,
sólo quedamos los dos.
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