Érase una vez un fiscanguallo chica, menuda,
chinija, llamada Caperucita Encarnada, desinquieta, más ensayada que una
escopeta y con mucho tino para hablar, que nunca se metía en rebotallos ni
rifirrafes, que no era faltona e iba arregladita como un tollo compuesto pues
no le gustaba afrentar a su madre vistiendo como un pilfo.
Se emperretó en visitar a su viejita abuela que
vivía en el monte y a quien ya se le estaba yendo el baifo porque la estaba
abicando, y antes de que la espichara quería llevarle una cereta de tunos
indios, una lecherita de beletén más una taleguita de gofio misturado, o sea,
de trigo y millo que tanto le agradaba a la anciana señora.
Así es que arrancando la penca, la niña se
adentró en el monte con cierto chirgo, pues sabía que el rabo de perinqué
y totorata del lobo, confianzudo y de mal tabefe, la espiaba para trincarla y
comérsela de enyesque acompañado de una pella de gofio y plátano, dos jareas,
un lebrillo de arvejas, papitas arrugadas con mojo encarnado de la puta la
madre y una botella de agua de San Roque con gas.
El lobo era un palanquín de aspecto revejido,
flaco como una verguilla y un pejiguera siempre dispuesto a jeringar. Así es
que en cuando vio a Caperucita se puso a dar esperridos como un mataperro para
asustarla, pero Caperucita, enrroñada y con su pachorra de siempre, ante aquel
cloquío lo miró de refilón y sin levantarle el gallo le dijo que el que iba a
cobrar iba a ser él, que a ella nadie le cogía la camella……, haciéndole fos y
continuando su camino sin atorrarse, lo que dejó al laja del lobo margullando
en saliva y rezongando de amulamiento por no poder comérsela y empajarse.
El lobo, rascado y de mala tiempla, se acercó al
chorro a refrescarse el totiso y el gaznate por no tener cerca un cafetín para
un carajillo, y allí, sentado sobre una piedra, pegó la hebra consigo mismo
mientras se comía las uñas hasta las raspas y con el pensamiento trataba a
Caperucita de risquera, echona, cocorioco, erizo cachero, trasmallo y no sé
cuántos piropos a cual más pior.
Emborregado, agoniado y con la matraquilla de
querer comérsela, corrió desesperado a casa de la abuelita bajo un chipi-chipi
que lo dejó entripado, medio enchumbado y renqueando de tanto correr.
Como era un poco tabaiba, aunque farol y malo
como un aguaviva, estornudó cerca de la ventana, con lo cual al oírlo, abuela y
nieta, que le escarmenaba el pelo a aquella, cogieron sendos teniques para
darle un macanazo y acabar con el guineo ya que no podían verlo ni en pintura y
que así se fuera escaldado de una vez por todas.
Los teniques salieron como voladores rabúos por
la ventana yendo a caer con geito sobre el zarandajo del lobo que,
escarranchado en el suelo, se comía una embozada de fresas para matar el
hambre.
Como un sanana, enchapado de vergüenza y doblado
como una alcayata salió de allí enfoguetado, mientras Caperucita y su abuelita
(que se había olvidado que estaba con la quilla en el marisco y ya para la
gueldera) se comieron un cucurucho de helado y cotufas con azúcar mientras
llenaban la habitación de sopladeras de colores con belingo incluido. (Canarizame)
No hay comentarios:
Publicar un comentario