Efectivamente:
existía la mujer salvaje. Esa mujer salvaje era Judit, aquella niña que muchos
años atrás había sido separada de su madre por una ráfaga del huracanado viento
que en aquella ocasión azotó las cumbres de la isla. Como consecuencia del
temporal la niña fue bajando, sin rumbo, por las agrestes laderas...
Aquel día, al igual que otros días, Juan
había salido muy de mañana desde su pequeña casita situada en Punta Brava, un
diminuto caserío costero del pueblo de Garafía, para dirigirse al monte. Con la
paciencia que caracteriza a los que, como Juan, viven lejos de los problemas
del mundanal, éste después de tomar un trago de café, se dirigió tranquilamente
el pajero, colocó la albarda sobre Ruperto, su mulo blanco, luego entró a su
casa para recoger la mochila, metió dentro de ésta el zurrón , el gofio, algo
de queso y una bota con vino tinto de tea. Después de despedirse de Concha, su
mujer, enfiló barranco arriba a lomos de Ruperto mientras que, durante el
viaje, entonaba las alegres canciones de una época ahora ya pasada, pero no por
ello menos recordada.
Aquel, día como todos los días, Juan acudía
al monte a por hierba para alimentar a sus cabras y ovejas, que eran su
única fuente de riqueza. Llegado al lugar conocido como La Desierta , como
siempre amarró el mulo junto a un moral y se dedicó a segar la fresca hierba,
aún cubierta por las gotas del rocío de la mañana. En ello estaba cuando de
repente oyó como un gran estruendo; se quedó inmóvil y expectante. Sabía que
los desprendimientos de piedras procedentes de los riscos que bordean el
barranco eran frecuentes y pensó que esta vez, al igual que las anteriores, lo
mejor sería quedarse quieto, si se quería estar fuera del alcance de estas
rocas. Por desgracia, esta vez todo cambió y a una roca le siguió la siguiente
y a esta ya casi media ladera se vino abajo alcanzando de lleno a Juan, que
recibió un terrible impacto cuando una le destrozó su cabeza.
Caía la tarde en Punta Brava y Juan no
regresaba. Concha, su mujer, y su hijita Judit se impacientaron, subieron hasta
lo alto de la ladera de enfrente y gritaron con potente voz: "¡Juan… Juan…
Papá… Papá!". Como respuesta oyeron el eco de sus propias voces, que
parecía se mofaban de ellas repitiendo sus mismas palabras. Asustadas,
nerviosas e intranquilas acudieron a casa de los primeros vecinos. Estos,
alarmados, se avisaron los unos y los otros en sucesión de mensajes. Al final
todos, como en común acuerdo, provistos de hachos de tea, de faroles y de
candiles subieron barranco arriba en busca de Juan.
El drama vivido, durante la noche, en el
fondo de aquel barranco era indescriptible. A la terrorífica visión del cadáver
de un hombre tendido en el suelo con su cabeza destrozada, se sumaba el
angustioso llanto de una viuda y de su hijita a quienes el grupo de vecinas
trataban de consolar de alguna manera, sin conseguirlo. A ello contribuía la
oscuridad de la noche más tenebrosa y triste jamás vivida por aquellos
solitarios parajes. Ahora los hombres, a la luz de los hachos de tea los unos,
y de los faroles los otros, trataban de trasladar el cuerpo de Juan hasta su
domicilio.
El traslado del cuerpo fue cuestión de
divergencias. Unos hablaban de preparar allí mismo una camilla cortando unos
palos y uniéndolos por medio de cuerdas o sogas trenzadas. Otros opinaban que
era mejor trasladar al muerto a lomos de Ruperto, el mulo blanco; e incluso
algún que otro vecino opinaba velar el cuerpo allí mismo durante toda la noche,
mientras alguien, conocedor del camino, acudía a avisar al juez para el
levantamiento del cadáver. Predominó la opinión de la mayoría, que deseaba
trasladar al muerto a lomos del mulo y así lo hicieron colocando cuidadosamente
el cuerpo sobre la albarda del animal, de tal manera que sus brazos y piernas
estuviesen bien atados, para así asegurarse de que cuando la bestia bajase
bruscamente alguna empinada cuesta el cadáver no viniese a caer por tierra.
Ya era casi de madrugada cuando la comitiva
fúnebre llegó a la casa del difunto Juan. Alguien acudió al único carpintero
del barrio para que éste tomara medidas y preparara la caja en la que se
trasladaría el cuerpo del muerto hasta el cementerio municipal, situado a
muchos kilómetros de distancia de aquel lugar, mientras que otros acudieron a
dar cuenta de lo sucedido al señor Alcalde del pueblo, para que éste a su vez
lo trasmitiera a quienes debieran quedar enterados de lo sucedido.
Inexorablemente pasaron los días, las
semanas y los meses y aquella viuda no cesaba de llorar y llorar. No comía y
apenas dormía. La visión de su marido tendido en el suelo se le presentaba en
su mente con tal viveza que creía oírle llamar por ella, durante el día y más
aún durante las largas noches invernales. La sola idea de pensar que el no
haber acompañado a su esposo en aquellos menesteres agrícolas, como lo había
hecho en otras ocasiones, fue el resultado de su muerte... "Quizás si yo
hubiese estado junto a él no le hubiese ocurrido nada. Yo le pude haber avisado
del peligro. Ahora por mi culpa está muerto..." Con estos pensamientos
ella misma se autoinculpaba día tras día.
El paso del tiempo no lograba borrar de la
mente de aquella pobre mujer la visión del cadáver de su marido y los primeros
síntomas de una profunda depresión no se dejaron esperar. Una deplorable
delgadez y un rostro demacrado por el sufrimiento alertaron a sus vecinas, las
cuales, por piedad, buscaban para ella los mejores remedios para mitigar sus
sufrimientos. Así, con el ánimo de restablecer una salud perdida, no dudaron en
prepararle toda clase de tizanas y mejunjes, una veces acudiendo a las consabidas
hierbas
medicinales y otras a santiguados y a otros enredos de una época en
que la medicina andaba aún en pañales. Acuciada por los consejos y
recomendaciones de cuantos a ella se acercaban, acudió a los mejores curanderos
de la Comarca. Una
veces acompañada de alguna vecina “dispuestona” y otras de su pequeña
hijita, Judit.
- ¿Por qué no te vas a Tazacorte para que
te vea Doroteo? -le dijo un día una vecina, que por saber se conocía de memoria
a todos los matasanos de la isla-.
- ¿Y quién es Doroteo? -preguntó la viuda-.
- Mujer, el mejor curandero que tenemos en la
isla.
- Sí, ¿quién te lo dijo?
- Anda, si ese hombre fue el que curó a Pedro el
de la Juliana
del mal de ojo que le hicieron, y…
Así, aquella buena vecina, armada de
paciencia, fue contando historias de sanaciones hasta bien entrada la noche y a
no ser porque se acordó de que su marido la esperaba para cenar, todavía
estaría contando y contando, lo que, según ella, otros le contaron.
A pesar de haberse recorrido toda la
zona en busca de curanderos, sus males no cesaban sino que más bien aquellas
pesadillas le atormentaban cada día más y más. En medio de estos padecimientos
y de tantas alucinaciones, su vida se hacía cada día más insoportable y tan mal
se encontraba que, sin pensárselo dos veces, un día preparó su cereta, puso en
ella algo de comida para el viaje, y acompañada de su hijita Judit muy de
mañana emprendió camino de la cumbre rumbo a Tazacorte. Era éste un largo viaje
en el cual, después de subir hasta el mismo Pico de la Nieve , había que atravesar
la cumbre siguiendo caminos y atajos que le llevarían hasta el pueblo de
Tazacorte en busca del famoso Doroteo, con la esperanza de que éste prestigioso
curandero lograra sacarla de aquel mar de angustias en la que se hallaba
sumergida. Al canto de los primeros gallos que anuncian el amanecer de un nuevo
día, madre e hija emprendieron un penoso y largo camino, lomo arriba. Después
de abandonar las últimas casas del pueblo se internaron por el camino real que,
bordeado de hayas y brezos, les va conduciendo hasta la misma cumbre. Nada
hacia presagiar lo que esperaba a aquella mujer y a su hijita, porque el
día que ahora nacía era un día tan normal como cualquier otro día de los
vividos en la soledad de los campos y de los montes garafianos.
Apenas habían dejado atrás el pequeño
caserío de El Roque del Faro cuando una ráfagas de caliente aire les sorprendía
repentinamente. Madre e hija presintieron que algo raro estaba engendrándose
entre los montes de aquellos parajes gara fianos. A aquellas olas de caliente
aire ahora les seguían otras y comenzaba a oírse un enfurecido viento que
sonaba cada vez más y más cerca de ellas. Por un momento pensaron retroceder,
volver a la casita, o al menos llegar a las primeras casas del barrio, pero ya
era tarde... Desandar el mismo camino andado lo consideraron tan peligroso como
continuar el viaje. Así, pensando que quizá el tiempo amainara,
prosiguieron la marcha.
Intentaron atravesar la cumbre y tomar
rumbo a Tazacorte, camino de El Paso. Aligeraron el paso cuanto pudieron pero
las ráfagas de viento se lo impedían cada vez más. Ahora ya no solo era el
viento, algo peor estaba ocurriendo. La nieve no se hizo esperar, y en medio de
aquella tormenta de viento agua y nieve, madre e hija continuaron el
camino aferradas la una a la otra. De repente el cielo se oscureció más
aún, el huracán se envalentonó, rugió como un león hambriento, tomó
fuerza con tan intensidad que la madre al resbalar soltó de su mano a la
hija y ambas, madre e hija, fueron suspendidas en el aire, cual hoja de papel,
y arrastradas por el viento que, sin piedad, las dejó caer en medio de las
verticales laderas de la
Caldera de Taburiente.
Al segundo día, después de pasada la
tormenta, Rogelia y Patricia, no más amanecer, corrieron la una en busca de la
otra para comunicarse los malos presagios que por sus mentes bullían.
- Vengo a buscarte porque estoy muy
preocupada -decía Romelia a Patricia-.
- ¿A que estás pensando lo mismo que yo? -le
respondió Patricia-.
- Lo de Concha.
- Sí, eso mismo.
- No llegó ayer a Tazacorte.
- Y tú, ¿cómo lo sabes?
- Porque un hermano de mi marido, que tiene
familia en Tazacorte y a quien ella tenía que ver, nos llamó y nos dijo que nada
se sabía de esa mujer y menos aún de su pequeña hijita.
- ¡Ay Dios mío! ¡Qué desgracia! De seguro las
cogió el temporal en la cumbre.
La noticia corrió como reguero de pólvora
por el barrio. Los hombres se reunieron junto a la fuente pública y allí mismo
acordaron salir de inmediato rumbo a las cumbres de la isla en busca de Concha
y de su hijita. Moría la tarde del siguiente día y aquellos hombres regresaron
al pueblo tristes, abatidos y cabizbajos, portando entre mantas el cadáver de
la madre que fue hallado, sin vida, junto a unos codesos, en la estribaciones
de la cumbre.
- ¿Encontraron a la niña? -preguntó Rogelia
a uno de los hombres que componían la comitiva-.
- No, por más que buscamos, hasta en el mismo
fondo de la Caldera ,
de la niña ni rastro.
- ¿No será que no buscaron bien? -insistió
Rogelia-.
- No, mujer, se buscó por todas partes, incluso
los perros llegaron hasta donde nosotros no podíamos llegar, pero ni rastro.
Pasaron los días y los meses en continua
sucesión sin que nadie diese noticias del hallazgo del cadáver de la niña. Ya
casi había transcurrido un año de aquel fatal accidente cuando un día unos
cabreros discutían entre sí:
- A mí me parece que yo oí el llanto de un
niño.
- Tú estás soñando -le contestó el otro-.
- Sí, hombre, era algo así como el “llanto de un
niño”.
Por más que Efraín aguzó el oído, no pudo
escuchar el llanto de ningún niño. Sólo el armonioso sonido que hace el viento
al rozar con las ramas de los pinos interrumpía la paz y la soledad de aquellos
grandiosos parajes que a modo de sinuosas vertientes componen el interior de la
hermosa Caldera de Taburiente.
Aquel comentario de Efraín sobre el
llanto del niño no cayó en el olvido y muchos cabreros de los que
anualmente acuden a la Caldera
de Taburiente a pastorear sus cabras creyeron haber oído también el llanto de
un niño. Al final todo quedó en el olvido y así fueron transcurriendo los años
y nadie más comentó aquel llanto.
Después de tantos años, un día, cuando ya
toda esta historia parecía olvidada, Patricio, un cabrero del pueblo, contó que
había visto junto a una de las fuentes de cristalinas aguas que salpican la Caldera , a una joven mujer
vestida con pieles de cabra bebiendo agua, y que en cuanto ésta percibió su
presencia, salió volando como alma que lleva el diablo y se ocultó tras la
frondosa vegetación del bosque. Muchos creyeron que Patricio debía de llevar
menos vino en su barrilete cuando acudía a cuidar sus cabras, porque
posiblemente todo aquello que decía ver era la consecuencia de algunos tragos
del mosto tomados en sobredosis.
- Patricio está loco -comentaba Pancracio
con otro compañero-.
- ¿Por qué dices eso? -le respondió
Faustino-.
- Hombre, dice haber visto a una mujer salvaje en
la Caldera.
Pasaron los meses de invierno y tras ellos
llegó el caluroso verano. Así que Sebastián, otro cabrero del pueblo,
convencido de que quizás Patricio no estaba tan loco como la gente decía,
vigilaba noche y día todas las fuentes y manantiales de la Caldera de Taburiente por
ver si localizaba a la mujer salvaje.
Efectivamente: existía la mujer salvaje.
Esa mujer salvaje era Judit, aquella niña que muchos años atrás había sido
separada de su madre por una ráfaga del huracanado viento que en aquella
ocasión azotó las cumbres de la isla. Como consecuencia del temporal la niña
fue bajando, sin rumbo, por las agrestes laderas que bordean al grandioso
cráter y finalmente, cuando la tormenta cesó, quedó en solitario entre peñascos
y riscos hasta venir a topar con unas cabras que, siguiendo su camino, la condujeron
hasta una cueva de difícil acceso. Allí pasó su niñez y parte de su juventud
rodeada de cabras salvajes, con las cuales convivía; y se alimentaba de su
leche y, a veces, de algunas frutas silvestres que en sus paseos encontraba. No
era pues de extrañar el que algunos pastores, en ciertas ocasiones, oyeran el
llanto del niño y que algunos otros tras el paso del tiempo vieran a una joven
salvaje acudir de las fuentes de la
Caldera de Taburiente a beber la fresca agua, al igual que lo
hacían las cabras salvajes. Durante muchos, muchísimos años, los cabreros
vivieron temerosos y aterrorizados en el interior de la Caldera ya que la visión
de una mujer salvaje fue detectada por algunos y comentado tal increíble
acontecimiento a lo largos de los años.
Algunas decían que era muy bella y que el
pelo le llegaba a la cintura, que caminaba sobre las rocas sorteando los mismos
peligros que sortean a diarios las cabras, que en estado salvaje moran en el
interior de la Caldera
de Taburiente. La Guerra
Civil Española comenzó y algunos palmeros temerosos de ser
fusilados por sus creencias, contrarias al régimen, acudieron a los montes de
la isla en busca de refugio. Eran los alzados del Movimiento. Con ánimos de
venganza, en busca de estos alzados y con intención de capturarlos, fueron
perseguidos en aquellos parajes por los guardias de las fuerzas adictas al
régimen ganador de la contienda.
En su incansable búsqueda, un buen día los
guardias localizaron a la mujer salvaje. Le dieron el alto. La joven no
contestó ni detuvo su marcha. Los guardias repitieron la orden pero Judit no
contestaba. Huía asustada, despavorida; aquellos brillantes uniformes y
aquellas armas eran algo extraños para ella. En su loca carrera a través de
jaras, brezos, hayas y pinos Judit atinó a ver a un joven que subido sobre un
viejo castaño le miraba asustado y tembloroso. Este joven era Pedro, a quien
los guardias buscaban porque había huido de su casa. Era, por lo tanto, Pedro
un alzado, un pobre muchacho que vio cómo otros huían y él hizo lo mismo. Ni él
mismo sabía por qué huía, ni menos aún sabía por qué aquellos dos hombres, uno
de ellos vecino suyo, le querían matar.
Judit detuvo su loca carrera y quedó
atónita contemplando a aquel joven, como quien contempla una aparición del más
allá. Pedro lo miró y haciendo una señal de silencio permaneció callado, casi
petrificado. Entendió la joven que aquel muchacho tenía miedo. Su instinto
natural así se lo decía. Presintió que no era miedo a ella sino miedo a morir
en manos de sus perseguidores. Nunca se supo qué ideas pasaron en aquel momento
por la mente de la salvaje Judit. Cuenta la leyenda que la joven miró fijamente
al muchacho, dio media vuelta y corrió en dirección opuesta hasta un
precipicio. Cuando junto a aquellos riscos estaba colocó sus manos a modo de
fonil y dio un fuerte y estridente grito. Ello llamó la atención de los dos
guardias, que de inmediato cambiaron el rumbo de su persecución y se dirigieron
hasta al lugar desde el cual procedía aquel salvaje y gutural grito. Nunca más
se supo de aquellos dos guardias buscadores de alzados.
Algunos cuentan que durante muchos años, al
atardecer, cuando el sol va muriendo, las aves cesan su canto y la noche avanza
lentamente, en medio del murmullo del agua al caer sobre las rocas creen ver a
Judit que, acompañada de un apuesto joven, corren unidos de manos saltando
entre las pulidas piedras del barranco hasta perderse allá, a lo lejos, donde
las cabras rumian tranquilamente y la paz, la tranquilidad y el sosiego son los
únicos signos de vida que reinan en la misteriosa Caldera de Taburiente.
Con la paciencia de un santo, porque el
amor todo lo puede, Pedro fue enseñando a Judit cómo era la convivencia entre
los humanos. Así que esta joven muchacha dejó de vivir entre cabras y se
integró plenamente en la convivencia de su joven amante. Pasaron los años y
ahora ya dos ancianos viven felizmente en el interior de la Caldera de Taburiente
cuidando sus cabras y disfrutando de la paz, el sosiego y la tranquilidad de
aquellos parajes.
(Manuel García
Rodríguez. Publicado en el número 371 de Bienmesabe)
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