Manuel García Rodríguez
Envalentonado por los éxitos conseguidos y apoyado
en los aplausos de los vecinos, le vino a la cabeza otra revolucionaria idea:
construir un pequeño avión, que le sirviera tanto para dar desde el cielo
publicidad a su talento cuanto para trasportarle a unos terrenos que poseía
abajo, en San Andrés, muy cerca de la costa.
De esta vez el tío Víctor estuvo más de una
semanaza durmiendo en la misma cama de la tía Juliana; sin embargo, tan
separado de ella estaba que entre los dos existía un espacio más ancho que el
canal de Los Tilos. Todavía oigo los gritos de la tía cuando ésta vio que
su ropa sí que estaba lavada, pero la mitad de ella echa trizas. El tío
Víctor oía con toda paciencia el sermón, asumía su culpabilidad sin rechistar,
mientras que en su interior se preguntaba cuál sería el fallo que provocó aquel
inesperado destrozo de la ropa.
- Son las aspas interiores -se decía para
sí-. Las aspas, ¡coño...! Tengo que recortarlas y no hacerlas amoladas, o al
mejor sería bueno sacarles las aspas.
Se sabe, por boca de algunos vecinos, que
al final logró perfeccionar su lavadora, de tal manera que aún hoy la guardan
sus familiares por si falla la luz.
Utilizando el mismo procedimiento que con
la lavadora, el tío Víctor compró otra bicicleta vieja y con el piñón, la
catalina y los pedales consiguió adaptar las viejas piedras del molino de gofio
a mano, herencia de sus antepasados, por otro sistema que consistía en dar
vueltas al pedal a la vez que éste, a través de la cadena unida al piñón, hacía
girar una de las dos piedras. Su molino de gofio casero funcionó a la
perfección y sirvió no solo para cubrir las necesidades de su propia casa, sino
que además prestaba servicio a otros vecinos del barrio. Tanto éxito tuvo
con sus inventos, que no quedó gente en el pueblo de Los Sauces que no acudiera
a él para consultar los problemas derivados del uso de los aparatos caseros.
Desde el reloj de campana hasta la máquina de coser pasaron por sus manos.
Envalentonado por los éxitos conseguidos y
apoyado en los aplausos de los vecinos, le vino a la cabeza otra revolucionaria
idea: construir un pequeño avión, que le sirviera tanto para dar desde el cielo
publicidad a su talento cuanto para trasportarle a unos terrenos que poseía
abajo, en San Andrés, muy cerca de la costa. Muchas y muchas noches se
pasó en vela imaginando una y mil veces el procedimiento de construcción del
avión.
Yo quisiera saber qué es lo que te pasa a
ti ahora -le dijo una noche la tía Juliana-.
- ¿Por qué me dices eso? -respondió al mismo tiempo que se preguntaba si su mujer sería tan adivina como para penetrar dentro de su cerebro y saber, por arte de magia (ya que leer no sabía), el contenido de sus pensamientos-.
- ¿Por qué me dices eso? -respondió al mismo tiempo que se preguntaba si su mujer sería tan adivina como para penetrar dentro de su cerebro y saber, por arte de magia (ya que leer no sabía), el contenido de sus pensamientos-.
-
- ¿Por qué, dices? Hombre, si no haces más que jablar solo por la noche y no me dejas pegar ojo.
- ¿Por qué, dices? Hombre, si no haces más que jablar solo por la noche y no me dejas pegar ojo.
- ¿Y qué digo, Juliana?
-preguntó temeroso de ser descubierto-.
- ¡Qué coño se yo lo que dices...! Que si la jélice, que si las alas, que si el timón… y más disparates. Y yo no comprendo... Mira, Víctor, si vas a seguir jablando de noche sin dejarme dormir, te digo que te vayas a dormir al pajero de las vacas y me dejes tranquila.
- ¡Qué coño se yo lo que dices...! Que si la jélice, que si las alas, que si el timón… y más disparates. Y yo no comprendo... Mira, Víctor, si vas a seguir jablando de noche sin dejarme dormir, te digo que te vayas a dormir al pajero de las vacas y me dejes tranquila.
No tenía el tío Víctor oportunidad de ver
un avión de cerca. Sabía algo de aviones porque los había visto dibujados. Por
otra parte, el procedimiento de adaptación de la catalina, la cadena y el piñón
de la bicicleta a la hélice del avión no le parecía un sistema “seguro” como
para pasar volando por sobre la plaza de Los Sauces y dar el susto a los
pacíficos sauceros. Pensaba que él podía mover la hélice, que previamente
había construido, adaptando a ella los pedales dentro del avión al igual que
había hecho con la lavadora y con el molino de gofio. Se imaginaba sentado
dando pedal y pedal y el avión volando. Mas le surgía la duda de que ello fuera
suficiente como para mantener el avión en pleno vuelo. Por otro lado, no
confiaba mucho en sí mismo, habida cuenta de que padecía de artrosis y ello
podía ocasionar que, en un momento dado, dejase de pelear; con lo cual la caída
del avión en picado a tierra era inevitable. Así que un día, muy a pesar suyo,
pensó el abandonar definitivamente la idea de construir su avión en su propia
casa pa asustar a los sauceros.
- Menos mal que este carajo ya no jabla por la noche
-comentaba la tía Juliana con su hermana Rosa-.- Alégrate mujer, no lo pelees, que él mala persona no es. Lo único que tiene de malo es esa manía de jacer lo que ya ve jecho.
- Y sabes qué te digo -continuó insistiendo su hermana-: pues más vale que se entretenga en jacer coñerías de esas, que en andar de jembrero por ahí.
- Pa todo esta él pa jembras... pos si no atiende lo que tiene en casa como lo hacía antes...
- No te confíes -continuó insistiendo su hermana-.
- ¡Coño!, pos tanto me lo dices que ahora sí que tú me dejas pendiente.. ¿Sabes algo?
- No lo digo por él, mujer; lo digo por Bernardo el Gallo.
- ¿Y qué pasó con Bernardo?
- Pos que lo agarraron en el monte practicando cochinadas con
- No
- Me da pena de Inés, su mujer, porque de buena se pasa.
Hasta las vacas cogieron otro pelaje
después de que el tío Víctor se dedicó por completo a ellas. Las cabras
salieron de su convalecencia y el mulo tuvo humor pa revolcarse en la mullida
tierra del cantero de las papas todos los días.
Un día de esos en que el tío Víctor bajaba para ir a un entierro en
Los Sauces, después de enterrar al muerto, acertó a topar con José Antonio de
apellido Corujo, un fiel amigo de toda la vida, hombre estudiado éste
en quien él confiaba y que le merecía todo el respeto del mundo.- Don José... Usted que tiene muchos libros en su casa, a lo mejor me consigue uno que jable de aviones...
- Hombre, don Víctor, si no los tengo yo se los consigo. No faltaría más. Para servir estamos.
- Me jace falta uno que tenga las partes del avión pintadas pa yo jacerme una idea.
- Tengo un amigo aficionado a la aviación y de seguro que me conseguirá lo que usted quiere -continuó diciendo Corujo, más por obligación moral que por ganas de colaborar en fantásticas ideas, de descabellados proyectos aeronáuticos, que no prometían eficientes resultados prácticos-.
- Carajo, no se me olvide usted...
- Descuide usted, ya le avisaré yo cuando consiga su encargo.
- Mire... don José. Usted perdone, pero otro favor sí que le voy a pedir.
- Estamos para servir, don Víctor, dígame usted.
- Pos que de esto no comente nada con Juliana, porque ella es una torrontuda y no me deja trabajar en mis cosas.
Menudo follón tuvo Corujo para conseguir
los planos de un avión. Mucho libro ojeó y mucho se informó en la biblioteca
del Instituto. Hasta en un viaje que hizo a La Laguna visitó la Biblioteca de la Universidad para
quedar mejor informado. Por fin, un día, consultado Manolo, un amigo suyo,
piloto éste, le consiguió un esquema del avión más antiguo y más sencillo que
existía en el mundo. "¿Haré bien en llevarle estos dibujos al tío
Víctor?", se preguntaba constantemente Corujo, ya que tenía serios cargos
de conciencia, pues presentía que mi tío no estaba en sus cabales. "¿Se
irá este hombre a matar con ese artefacto que piensa fabricar?". A
punto estuvo Corujo de darse por olvidado del tema por ver si el tío Víctor no
le hablaba más de este comprometido asunto.
Una de tantas tardes en las que Corujo iba
para Los Sauces, se encontró con Ángel, apodado el Loro, conocido como
Angelito, un arriero dedicado a la compra y venta de ganado en toda la
isla y a su vez amigo común del tío Víctor.
- Corujo, te andan buscando -le comentó
Hermes cuando se encontró con él-.
- ¿Quién me busca? -preguntó Corujo, con aire de asombro-.
- Te cuento -le respondió Angelito-.
- ¿Quién me busca? -preguntó Corujo, con aire de asombro-.
- Te cuento -le respondió Angelito-.
Ángel, muy lentamente y con todo lujo de
detalles, contó a Corujo que la pasada semana había estado en la casa del tío
Víctor, porque quería comprarle una yunta de vacas que éste tenía en venta.
Después de tratar el precio y llegar a un acuerdo, cuando ya se despedía, el
tío Víctor le comentó que había hecho un encargo a un tal José Antonio Corujo y
que esperaba que éste fuera un “hombre de palabra” y cumpliera con la que a él
le prometió. La verdad era que Corujo esperaba que el tío Víctor se
olvidara de dicho avión, de los planos y de todo este lío; pero su enc.uentro
con Ángel Pestana le puso algo nervioso y se dijo a sí mismo que la palabra
dada al tío Víctor estaba por encima de todo temeroso pensamiento. Esa
misma noche comentó Corujo con Ángeles, su mujer, el problema que se le había
planteado con el tío Víctor.
- Llevo dos días nervioso con lo del avión
del tío Víctor -le contaba Corujo a su mujer-.
- Te comprendo -le respondió ella y prosiguió-. No te atormentes, que él lo más que volará será lo que vuela una gallina de corral.
- Te comprendo -le respondió ella y prosiguió-. No te atormentes, que él lo más que volará será lo que vuela una gallina de corral.
Así que, un buen día, domingo, Corujo se puso
tras el volante de su coche y se acerco a
la casa del tío Víctor para entregarle su
encargo.
-
Ya este carajo está metido en jaleos otra vez
-comentaba la tía Juliana con su hermana-.
- ¿Y tú qué le ves ahora?
- ¿Y tú qué le ves ahora?
- ¿Que qué le veo? Noches y más noches sin dormir
jablando alto otra vez... El otro día lo vi con unos papeles que le
trajo un tal Corujo, y con una regla midiendo y midiendo unas tablas de madera
de castaño que allí tenía.
- Mientras no jaga más que medir, no te preocupes -le dijo su hermana-. Mira, vamos a jacer una cosa -le ofertó su hermana-.
- Y ¿qué podemos jacer? -contestó la tía Juliana con la lógica ansiedad del que espera un remedio para su peligroso mal-.
- Mañana mismo vamos a hablar con el alcalde de Los Sauces.
- Y ¿tú crees que nos recibirá?
- Por supuesto que sí. Don Antonio Hernández es muy buena persona y muy amable.
- Muchacha, ¿y qué le decimos?
- Le decimos que Víctor esta "jodido de la cabeza” y que como sabemos que él le respeta, que le dé un buen consejo pa que se deje de “coñerías” de aviones.
- Pos sí. A las nueve cogemos la guagua y pa allá vamos.
- Mientras no jaga más que medir, no te preocupes -le dijo su hermana-. Mira, vamos a jacer una cosa -le ofertó su hermana-.
- Y ¿qué podemos jacer? -contestó la tía Juliana con la lógica ansiedad del que espera un remedio para su peligroso mal-.
- Mañana mismo vamos a hablar con el alcalde de Los Sauces.
- Y ¿tú crees que nos recibirá?
- Por supuesto que sí. Don Antonio Hernández es muy buena persona y muy amable.
- Muchacha, ¿y qué le decimos?
- Le decimos que Víctor esta "jodido de la cabeza” y que como sabemos que él le respeta, que le dé un buen consejo pa que se deje de “coñerías” de aviones.
- Pos sí. A las nueve cogemos la guagua y pa allá vamos.
Era por aquella época don Antonio alcalde
de Los Sauces y persona que conocía muy bien a todos los vecinos del barrio.
Así que algunos de éstos ya le habían hablado del tío Víctor. En particular le
habían contado lo de la máquina de escribir de madera y lo de la lavadora, amén
de otros pequeños inventos no catalogados.
- Buenos días, don Antonio.- ¡Oh!, ¿y que les trae por aquí? -preguntó el alcalde a las dos hermanas-.
- Perdone que le moleste, pero nos vemos tan apuradas que venimos a pedirle un favor -dijeron las dos casi al mismo tiempo-.
- Pues ustedes dirán -contestó don Antonio con aire de misterio-.
- Es por lo de Víctor...
- ¿Qué le pasó a don Víctor? -respondió el alcalde disimulando no estar enterado de las aventuras del tío Víctor-.
- Que ahora está empeñado en jacer un avión y estamos muy asustadas porque de seguro que se va a matar.
- Eso será una broma -contestó Antonio-.
- No, don Antonio, yo misma le veo jaciendo las alas y por las noches sueña diciendo entre sueños la hélice, el piñón, la catalina y más disparates.
- Por favor, don Antonio, jable usted con él que yo sá que a usted si que le jace caso.
- Descuiden ustedes, váyanse tranquilas las dos que yo hablaré con él y trataré de sacarle esa fantasía de la cabeza.
No más salieron las dos mujeres del
despacho del alcalde, don Antonio llamó al municipal y le encargó que cuando
pudiera fuera a Las Lomadas, se viera con D. Víctor y le dijera que el alcalde
quiere hablar con él.
Pasados unos días el tío Víctor vio venir
camino arriba al municipal del pueblo. "Pa dónde irá este coño ahora -se
preguntó-. De seguro que viene a joder a alguien. Mira que no dejan a uno
tranquilo: que si a cobrar la luz, que si el agua, que la contribución y ahora
viene este coño a dar a uno más disgustos".
- Buenos días, don Víctor.- Buenos días. ¿Y tú por aquí hoy?
- Es que pasaba por la carretera y me acordé de que el alcalde me dijo el otro día que quería hablar con usted.
- ¿Conmigo?... Pa que carajo me querrá don Antonio -murmuró el tío Víctor entre dientes-.
- Pues no lo sé. Será pa lo de la contribución...
- No, yo no creo que el jodido de Julián me haya denunciado porque las cabras le comieron dos coles. Que por cierto, hasta llenas de roscas estaban.
Estaba don Antonio, el alcalde, a punto de
comenzar la sesión de la
Junta Plenaria que aquel día debía celebrarse en el
Ayuntamiento, cuando el guardia municipal le anunció la visita del tío Víctor.
- Dile que pase -ordenó al guardia-.- Don Víctor, pase usted. El alcalde le espera.
- Buenas tardes, don Víctor, ¿cómo le va la vida?
- Hombre, ahora no estamos muy mal que digamos. No nos podemos quejar, más jodidos que yo hay otros y pena me da de ellos.
- Hablando de todo, ¿me dijeron que esté fabricando un avión?
- De seguro que estuvo por aquí algún chivato del barrio -respondió con cara de enfado y casi perdiendo los estribos-.
- Bueno, uno se entera de todo, pero no se enfade, hombre... -le dijo don Antonio tratando de llevar la conversación con toda tranquilidad-.
- Bueno, pa que le voy a engañar, en ello estoy -le respondió mientras que sacaba el pañuelo y se secaba el sudor, que a causa de la cólera se había apoderado de su organismo-.
- Don Víctor... y digo yo si no será mejor que haga usted otra cosa y deje que el avión lo fabriquen otros.
- Don Antonio, sabe qué le digo, que yo cuando me encabrono en algo lo saco palante, sea como sea, y ahora estoy encalabernado en el avión y le digo, como Víctor que me llamo, que yo lo termino. Cuándo será… no sé, pero yo lo termino.
- Mi consejo es que deje usted eso, ¿no se da cuenta de que se va a matar, porque eso que va a hacer no tiene fuerza para volar?
- Mire, don Antonio; amigos pa siempre y a su disposición estoy, pero en eso del avión sí que no le jago caso; y es más, le prometo desde ahora mismo, y lo digo por segunda vez, como Víctor que me llamo, que usted me verá pasar volando algún día por sobre la plaza de Los Sauces. Gracias por el consejo, pero en esto sí que no le puedo jacer caso. Usted perdone. don Antonio.
- Nada hombre, vaya con Dios, seguiremos siendo amigos, no faltaba más -le contesto el alcalde con diplomacia huyendo de enemistarse con él, que al fin y al cabo era un contribuyente más del Ayuntamiento y, a lo mejor, le daría el voto el día de las próximas elecciones-.
Medía y volvía a medir los trozos de madera
que en el pajero tenía. Así un día y otro día. Con la poca herramental que
poseía, era una maravilla ver cómo aquellas manos, curtidas por el duro trabajo
del campo, eran capaces de unir pieza a pieza las partes de un supuesto avión
que construía. Consecuencia de esta constante ocupación era el estado
físico en que nuevamente se encontraban las vacas, las dos cabras que poseía y
el mulo. A las vacas se le podían contar cada una de las vértebras de su
esqueleto y sus ubres, más que ubres, parecían las desgastadas almohadas de la
cuna de un niño pobre. Los ojos de las cabras estaban encuevados. Víctimas
del hambre, sus cuellos se habían encogido tanto que los cascabeles parecían
salirles por la cabeza, y si ello no ocurría era porque sus encorvados cuernos
se lo impedían. Su pelaje había perdido tanto vigor que se habían vuelto del
color de la miseria. No digamos del mulo. El pobre mulo, más que mulo, se
parecía al caballo Rocinante de Don Quijote. La albarda le quedaba más ancha
que “zapato de viejo en pie de niño”, y a la cincha hubo que encogerla más de
medio metro para evitar que la albarda se viniera al suelo.
- Las vacas de Víctor ajorita estiran el rabo -comentaba un
vecino-.- Es que ese pobre hombre está loco -y continuó diciendo-. El otro día Luis el Gato lo asechó jaciendo un avión.
- Sí, eso también me dijeron a mí y que tuvo que romper la puerta del pajero pensando en sacarlo fuera porque no le cabía por la puerta que ahora tenía.
- ¿Rompiendo la puerta? -preguntó el amigo alarmado-.
- Bueno, a su mujer le dijo que era porque un día pensaba comprar un coche pa cuando viniera el hijo que tiene pa Venezuela.
Sabía el tío Víctor que Juan el Cuervo,
un vecino de Tijarafe, había hecho un avión y que éste no sirvió pa nada porque
pretendió que volara como los pájaros, o sea, sin tener motor. Así que,
basado en el “conocimiento previo” y en errores ajenos, huyendo del fracaso del
tijarafero, le vino a la cabeza una innovadora idea. Primero pensó en el
sistema de la bicicleta haciendo mover la hélice con los pedales que a tal fin
pensaba adecuar en el avión; después se lo pensó mejor pues, como comentamos
ya, temía que sus ya cansados pies, por medio de los pedales, no le dieran el
suficiente impulso a la hélice y pensar en la necesidad de un aterrizaje
forzoso le puso muy nervioso ya que en un momento dado se imaginó a todos los
sauceros riéndose de él.
Serían las tres de la madrugada cuando le
sobrevino la genial idea. "¡Coño!, la moto, el motor de la moto, ¿cómo no
lo había yo pensado antes?", se decía a sí mismo.
Ahora se le presentaba el problema de
conseguir una moto para sacarle el motor, colocarlo dentro del avión y adaptar
el movimiento del eje del motor a la hélice de su avión.
- Voy a - ¿Pos ya pasó un año después de que la pagaste de última vez? -preguntó ella, en plan dubitativo-.
- Sí, mujer, sí, el tiempo pasa volando.
- Pos si vas pa abajo trae una peja de pescado salado pa comer los boniatos pues el barril de la carne de cochino ya se le ve el fondo.
- Si tengo tiempo, sí.
- Coño, ¿no vas a tener tiempo en toda la mañana, o es que vas a estar de cháchara con algún amigo? Miedo te tengo...
Las últimas palabras disimuló como que no
las oyó, por miedo a que ella cayese en sospechas y se le jodiera todo
el negocio. Recorría el tío Víctor toda la ciudad y moto que veía allí, al
pie de ella, se pasaba más de una hora contemplándola e imaginándose la
extracción de su motor y posterior adecuación al avión, que en el pajero tenía
esperando por su motor. Vueltas y más vueltas dio por toda la ciudad. A
más de uno preguntó si vendía la moto y la respuesta era siempre la misma:
"Por ahora no". Aburrido y decepcionado ya se disponía a coger
la guagua rumbo a su casa cuando, por casualidad, vio a Hermelo, que, maletín
en mano, iba en busca de su coche.
- Qué tal, don Víctor... ¿Cómo le va?- Pues estoy mal y se lo digo en confianza.
- ¿Qué le pasa, hombre? -preguntó Hermelo creyendo que se trataba de alguna grave enfermedad-.
- Pues que quiero comprar una amoto y no la jallo.
- ¿Una moto? Hombre, yo sé quién vende una, o mejor dicho, vendía... porque ya hace tiempo que no sé de él.
- Pues dígame quién es y yo le busco. Usted no se preocupe.
- La verdad que el amigo que vende la moto es en Tenerife.
- Pos ya me dio usted otro disgusto.
- ¿Por qué? ¿Usted nunca va a Tenerife? -le preguntó Hermelo-.
- Si es por una enfermedad jabrá que ir, pero si
- Bueno, vamos a hacer una cosa -le propuso Hermelo-.
- Dígame, don Hermelo -le contestó con la esperanza puesta en virtud de servicio de Hermelo-.
- La próxima semana yo voy a Tenerife a la primera reunión y de camino veré al amigo de la moto, y si no la ha vendido yo se la encargo.
- ¡Ay, cuánto le agradecería yo ese favor, don Hermelo!
- Bueno, como usted quiere que no se entere
- Coño, el caso es que yo no sé montar en moto -dijo el tío Víctor volviendo a caer en disgusto-.
- Bueno, bueno -contestó Hermelo-. Yo hablaré con Los Pericos para ver si cuando van a traer los plátanos de Las Lomadas, de camino, le llevan para arriba la moto en el camión.
Cuando la tía Juliana entró en el taller
del tío Víctor no pudo ver la moto ya que éste la había descuartizado y
colocado su motor en el espacio previsto, dentro del avión.
- Yo quería saber dónde coño has conseguido tu tanto hierro y tanta
basura. Esos cuernos parecen de una bicicleta, aunque algo diferentes sí que
son... Víctor, aquí me huele a gasolina o algo parecido, ¿no irás tu a prender
fuego al pajero? Ya sería lo que te faltaba...- No, mujer, es gasolina que traje pa matar unas garrapatas que tienen las cabras.
- No le irás tú a echar gasolina por sobre el lomo de las pobres cabras.
- No, mujer, no, es para rociar el suelo con gasolina que me han dicho que es bueno pa matar garrapatas y pulgas -le explicaba mientras con su cuerpo pretendía ocultar el motor de la moto que ya tenía colocado dentro del avión-.
- Pos tu sabrás lo que jaces...
La disposición en que el tío Víctor había
colocado los artilugios de vuelo parecía, a su juicio, la correcta. El
manillar de la moto estaba colocado de tal modo que cuando lo subía y bajaba
hacía girar el timón del avión en los movimientos de despegue y
aterrizaje. Los frenos de la moto estaban situados de tal manera que
actuaban sobre las dos ruedas colocadas en el lugar correcto bajo las alas del
avión. Era el avión un monoplaza de apenas tres metros de largo y cinco
metros entre alas. Fabricado en madera de brezo, nogal y morera vendría a pesar
unos doscientos o doscientos cincuenta kilos más o menos con piloto incluido.
Un domingo, aprovechando que la tía Juliana había
ido a misa de once, encendió el motor e hizo las primeras comprobaciones en
tierra. Aceleró bastante, casi al máximo, la hélice obedecía
automáticamente al sistema de aceleración disminuyendo y aumentando la
velocidad a merced de las órdenes del piloto. Los frenos de las ruedas
respondían a la perfección. El timón también giraba a las órdenes del piloto.
Pero la emoción del tío Víctor llegó al máximo cuando de pronto notó que el
avión “intentaba moverse”. "¡Ya lo tengo!, ¡ya lo tengo!", se decía
interiormente, y por un momento se vio sobrevolando la plaza de Los Sauces, al
mismo tiempo que él, desde lo alto, contemplaba a don Antonio, el alcalde, y
todos los parroquianos mirando hacia el cielo con cara de payasotes espantados.
En estos pensamientos estaba cuando le
pareció oír un ruido muy cerca que le dejó muy preocupado. "¡Coño!,
Juliana", pensó, y apagando el motor del avión rápidamente recogió toda la
herramienta que por el suelo tenía desperdigada y cerró la puerta del
improvisado hangar. Cuando ya casi todo estaba a punto, se vino a dar
cuenta de que no tenía "pista de despegue”, necesaria ésta para salir
volando. La carencia de aeropuerto le entristeció y nuevamente casi a
punto estuvo de tirar todo por la borda. Estrujado tenía el cerebro cuando, por
fin, le sobrevino una inesperada y fecunda idea. Esta consistía en dos
proyectos.
El primero era preparar una huerta que al
borde del Barranco de Los Sauces, o Barranco del Agua, tenía, dándole a la
misma la inclinación debida como para que el avión bajase por su propio peso.
El segundo era transportar el avión hasta
allí, cosa que no le era difícil ya que el trayecto desde su hangar hasta la
huerta era cuesta abajo.
Así, todas las tardes, cuando Juliana
estaba ausente, iba a la huerta, la limpiaba de piedras y con la guataca subía
tierra hacia arriba de tal manera que la huerta quedaba con un plano de
inclinación de al menos el veinte por ciento. Pensaba él que, después de
dejar la huerta, el avión entraría en “espacio libre”, a cielo abierto, dentro
del Barranco de Los Sauces, pero siempre sin perder altura. Terminada esta
operación ya el resto no presentaba problema. "¡Coño!, si yo empujo el
avión cuesta abajo después, ¿cómo lo paro pa yo subirme encima?", se
preguntaba a sí mismo. "¿Cómo yo no me había dado cuenta de eso?", se
repetía mil veces.
Vivía por aquella época en el barrio un pobre muchacho medio
sunormalito, él llamado Lucio. Nunca pensó el tío Víctor que Lucio le
sería de tanta utilidad en su vida. "Si Lucio me empuja el avión, yo, ya
dentro de éste, puedo manejarlo bien". No se lo pensó dos veces y en
busca de Lucio fue, al cual le propuso un trabajo que éste aceptó sin
rechistar.- Lucio, una condición te pongo -le repitió por tres veces el tío Víctor antes de cerrar el trato-.
- Dígame don Víctor -le contestó Lucio medio asustado-.
- Que no digas a nadie que yo te he contratado pa empujar el avión -le recalcó el tío, dando a sus palabras un acento de amenaza-.
- ¿Ni a doña Juliana? -le preguntó el pobre Lucio creyendo que era un asunto familiar previamente convenido-.
- A esa menos , carajo – y en baja voz comentó: "No me irá este a joder todo en el momento final"-.
Era un sábado por la mañana, la tía Juliana
había ido a visitar a una vecina que estaba enferma en cama desde hacía varios
días. El tío Víctor la había oído decir: “Mañana, sin falta, debo de ir a ver a
Victoria”. La ocasión era propicia. El viento de la brisa venía desde
Barlovento con fuerza suficiente, a su juicio, pa hacer de colchón. Corrió
en busca de Lucio. Abrió la puerta del hangar, encendió el motor y gritó con
todas sus fuerzas: "¡Lucio, arrempuja!".
Camino abajo iba el avión y Lucio tras él
hasta que el tío Víctor lo pudo enfocar a la huerta. Lo que no sabia él es
que la tía Juliana, al llegar a casa de la vecina enferma, se encontró con que
ésta había empeorado y la habían enviado al hospital. Así que con la misma
regresó a su casa. Cuando iba llegando a la casa, oyó un extraño ruido de
motor que procedía de la huerta contigua al pajero. Sin pensárselo dos
veces se acercó por ver qué pasaba.
- ¡Ay, Dios mío!, éste es Víctor dentro de ese aparato -exclamó
horrorizada-.Aceleró el paso, y a medida que se acercaba a la huerta, el corazón se le aceleraba, de tal manera que la arritmia que padecía la amenazaba con mandarla al otro mundo.
- ¡Víctor, bájate de ahí, te vas a matar, bájate por Dios!
En respuesta el tío Víctor aceleraba más y más. El motor de la moto que había instalado en aquel artefacto, expelía al aire un humo blanco, denso, mezcla de gasolina y aceite.
- ¡Lucio, arrenpuja un poco más que ya va a salir! -gritaba con todas sus fuerzas al pobre subnormal-.
- Allá voy, don Víctor, allá voy -decía Lucio mientras empujaba todo lo que podía-.
De un fuerte empujón la tía Juliana apartó a
Lucio. Éste, al ver la cara de descompuesta de la tía, salió corriendo y
abandonó la empresa sin mirar para atrás. Colocada justamente frente el
avión, la tía Juliana, con sus brazos abiertos, en forma de cruz, imploraba una
y otra vez a su marido para que éste abandonara tan descabellada
proeza. La respuesta fue rápida: "Apártate, Juliana, que te llevo en
flor por delante…" y aceleró más…
En principio hasta pareció que aquel
artefacto iba a volar. Hay quien dice que incluso estuvo varios segundos en el
aire. Sin embargo, unos vecinos, que desde la ladera de enfrente contemplaban
la proeza, comentaron que gracias a Dios el avión cayó pronto a tierra, pues de
avanzar unos metros en el aire hubiese caído al fondo del Barranco de Los
sauces ocasionando la muerte instantánea del tío.
Como consecuencia del batacazo que dio al
caer dentro de las tuneras, se oyó un fuerte crash; el motor petardeó,
se apagó y hubo un momento en el que no se sabía si el tío era vivo o muerto.
- Ya se mató, Dios mío, ya se mató éste
-exclamó la tía al ver caer el avión dentro de las tuneras-.
Por unos instantes, la tía Juliana se quedó
totalmente muda del susto que se llevó. Sin embargo, haciendo un tremendo
esfuerzo logró gritar a unos sauceros, que al otro lado del barranco trabajan
raspando la hierba de sus plataneras. Estos, visto lo sucedido, acudieron,
con improvisada camilla en mano, a socorrer al tío Víctor, que dando grito de
dolor permanecía dentro de su avión y rodeado de tuneras por doquier.
A mi regreso de Cuba, un día topé con
Ernesto, un primo mío y a su vez sobrino del tío Víctor, y le pregunté por éste. Me
contó que estuvo varios días ingresado en el hospital, y lo último que sabía de
él era que ahora estaba completamente dedicado a su casa, que adoraba a la tía
Juliana y cuidaba con esmero de sus ganados y de sus cultivos.
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