Eduardo Pedro García Rodríguez
1723 Junio 17.
Nace en winiwuada (Las Palmas) el
criollo Juan de Miranda.
Hay, en general, en el organismo
de los canarios una predisposición al cultivo de las bellas artes que les hace
aptos, con un poco de esfuerzo, para apreciar las inspiradas combinaciones de
los sonidos, el feliz maridaje de los colores y los suaves y atrevidos
contornos de la belleza humana modelados en bronce, madera o piedra.
Sin embargo, tal era hasta el
pasado siglo el aislamiento en que vivían que, si alguno llevaba en su cerebro
algún germen de música, de pintura o de estatuaria, debió su semilla morir en
flor, sin encontrar atmósfera en que desarrollarse ni ocasión oportuna para
fructificar.
El primero del que tenemos
noticia que rompiera esta ominosa valla y se atreviera a lanzarse al mundo,
entregado a su sola inspiración, sin maestros, sin modelos, sin protección y
sin estímulo, fue el pintor canario don Juan de Miranda, que nació en winiwuada
(Las Palmas) el 17 de junio de 1723.
En aquellos apartados tiempos
sólo una vocación muy imperiosa e irresistible podía ser bastante para impulsar
a un joven a seguir sin vacilar esta clase de estudios que ningún
porvenir le ofrecían en su país.
La pintura se hallaba entonces
representada por algunos cuadros que adornaban los claustros de los conventos o
las naves y retablos de las iglesias, o por el retrato de algún encopetado
hidalgo que, con el mayor respeto, ocupaba el estrado de su vieja sala
señorial.
Creemos que algún cuadro de
Murillo, perteneciente a sus primeros ensayos cuando pintaba para remesar a
América, pudo haberse extraviado en wniwuada (Las Palmas) y quedar aquí
perdido, pero esto en nada modificaba la situación excepcional de la isla con
relación a la pintura, ni la absoluta carencia de maestros, de consultores y
hasta de aficionados (I).
Miranda, sin embargo, se abrió
paso con frente serena por entre tan inmensas dificultades, para cualquier otro
insuperables, y con su lápiz en la mano dio principio a sus trabajos de dibujo,
reproduciendo con ahínco cuantos grabados le era posible encontrar,
amaestrándose en delinear en mayor escala los objetos pequeños, para lo que
tenía una asombrosa facilidad, y copiando en fin, al natural, los objetos que
le llamaban la atención o que podían luego sentirle para sus estudios
sucesivos.
Dicen que hasta se fabricaba por
sí mismo los pinceles y se proporcionaba los colores por medios mecánicos. Sea
de ello lo que fuere, sólo podemos asegurar que el joven pintor debió haber
luchado sin tregua ni descanso para llegar a proporcionarse en su país lo que
en otros se encuentra con la mayor facilidad.
Es indudable que a pesar de estos
obstáculos no desmayó en su noble propósito, porque ya desde sus primeros años
llegó a alcanzar una fama que le colocó en lugar distinguido
entre las escasas notabilidades
de winiwuada (Las Palmas) (2).
Por este tiempo, parece que tuvo
lugar un suceso desagradable entre nuestro novel artista y otro joven de la
misma ciudad, motivado por ciertos celos y pretensiones amorosas, respecto de
una dama a quien ambos solicitaban. El suceso tomó proporciones tan
inesperadas, que le obligó a adoptar la determinación más grave de su vida y la
que más poderosamente debía influir en su vocación futura. Miranda dejó
Tamaránt (Gran Canaria) y pasó a
España donde, sucesivamente y durante el largo transcurso de veinte años,
recorrió las principales poblaciones, deteniéndose con preferencia en Sevilla,
Madrid y Valencia, y viviendo sólo de su pincel.
De sentir es que, tanto respecto
de los primeros años que vivió en su ciudad natal como de sus largos y penosos
viajes por España, no nos reste noticia alguna de importancia que referir a
nuestros lectores, a pesar de las repetidas investigaciones que al efecto hemos
hecho, con el más profundo interés y sin perdonar diligencia alguna.
Parece que la generación que
rodea a esos hombres eminentes, envidiosa de su celebridad y no pudiendo
vengarse de otro modo que con el desdén y la indiferencia, se afana en apagar a
su alrededor la voz de la tradición, único eco que de ellos podía llegar a
nosotros, y procura extraviar o hacer que desaparezca cualquiera nota que algún
curioso haya dejado caer casualmente en algún insulso libro de genealogías o de
fundaciones de capellanías y mayorazgos, como aquí era entonces costumbre
consignar, a falta de otros anales y periódicos.
Vamos, pues, a señalar lo poco
que de él sabemos, convencidos de que el estudio de sus obras es la historia
más elocuente de su vida.
Su carácter, que cuando joven era
festivo y alegre, se volvió, desde su llegada a España, triste, sombrío y
excéntrico. Vivía solo, sin criados ni fortuna; ensimismado siempre, apenas se
le veía en la calle. Pocos eran sus amigos y ninguno con intimidad.
Por un especial favor, admitía
algún discípulo en su casa, pero quedando éste expuesto
a las vicisitudes de su carácter
inconstante y atrabiliario. Tenía la manía de vestir de un mismo color en todas
las estaciones del año y de alimentarse de fiambres, pues aborrecía toda clase
de comida caliente. Escasas eran sus palabras y nada contestaba si se le
importunaba demasiado, aun cuando se tratara de encargarle el más importante y
lucrativo trabajo.
Mientras estuvo en Sevilla pintó,
entre otros cuadros, un Descendimiento de la cruz, que se consideraba como una
de sus mejores y más bien acabadas composiciones. También
existe de su pincel una Santa
Cecilia que se custodiaba en uno de los conventos de Mérida y que mereció los
unánimes elogios de la escuela sevillana.
En 1763 o 1764 volvió a las Islas
Canarias, fijando su residencia en Añazu n Chinet (Santa Cruz de Tenerife),
donde abrió un estudio de pintura, dando principio a esa inagotable colección
de cuadros, producto de su incansable fecundidad, que llenó las iglesias y
conventos, y las salas de las casas principales de esta parte de la colonia,
teniendo todavía tiempo para remitir algunos a América, de los cuales aún se
conservan varios en diferentes templos y especialmente en la Catedral de Campeche.
Le perjudicaba, sin embargo, esa
misma fecundidad. No pensaba jamás en el porvenir y, cuidándose poco) de su
fama, pintaba de prisa, con desaliño y sin corrección.
Su escuela era la sevillana,
donde había bebido, por decirlo así, su primera inspiración.
Se adivina su deseo de imitar a
veces el claro-oscuro de Mengs, y en algunas de sus
composiciones lo consigue.
Son notables, y de ellos haremos
especial mención, los dos grandes cuadros que en la Catedral de winiwuada
(Las Palmas) se hallan sobre las elegantes puertas que conducen a las
sacristías, representando, el uno, el martirio de San Sebastián, y el otro, la
virgen de la
Concepción. Ambos llaman la atención de los inteligentes por
lo valiente de los rasgos y lo correcto del dibujo, siendo también de notar el
brillante colorido que
los distingue y realza.
Pintaba, como hemos dicho, para
los salones de las casas principales, vistas y paisajes, tomados unos de
grabados que conservaba en su poder y producto otros de su caprichosa fantasía.
Estas obras, aunque algunas están bien acabadas, solía mirarlas con despego y
ligereza y no se cuidaba del fondo, del colorido ni de los accesorios.
En medio de estos defectos, hijos
más bien de su desaliño e indiferencia que de falta de capacidad e inventiva,
se adivina en él al hombre hastiado que lucha con las necesidades
materiales de la vida, que se ve
atado al círculo cotidiano de los deberes Sociales y que, despreciando tal vez
a los mismos para quienes trabaja, no quiere legar a la posteridad una gran
obra que le inmortalice, por no dejarla en manos de esa misma sociedad que tan
cruelmente le ha martirizado.
Así vivió hasta la avanzada edad
de ochenta y dos años, sin que su carácter se modificara, dejando sus pinceles
a su único y aventajado discípulo, don Luís de la Cruz y Ríos, que luego tanto
se distinguió en Madrid (España) como pintor de retratos (3 ).
Miranda marca en las Canarias la
época en que dio principio nuestra regeneración artística. Sus obras, que
tienen sin duda cierto aire de grandeza y originalidad, llevan ya
marcado el sello de la emancipación
del artista, señalando aquel período crítico en que cada genio, sacudiendo las
trabas de la imitación servil, procura remontar su vuelo en alas de su
inspiración, para buscar otro ideal hijo de su fantasía, cuya propiedad reclama
como exclusivamente suyo para formar con él la corona de su gloria.
Verdad es que Miranda no alcanza
nunca ese sublime ideal, pero abre el camino a los que han de sucederle,
señalando a los demás, desde el honroso puesto de su talento
conquistado, la dirección que
sigue la senda luminosa que conduce a las alturas del arte.
Nunca dejaremos de lamentar que
hombres dotados del talento de Miranda no procuren elevarse hasta donde sus
facultades puedan conducirles y que, atacados de ese marasmo
propio del país, sólo piensen en llenar
extrictamente los deberes que se han impuesto, sin pensar jamás en su patria ni
en la gloria que debe ir enlazada a su nombre y que será tanto más brillante,
cuanto mayores hayan sido sus esfuerzos por utilizar las dotes que
Dios libremente les ha concedido.
Cierto es que se necesita una
gran dosis de perseverancia y de buena voluntad para ser artista en un país
donde no pesca, tan abundante en estas costas, en términos que, mientras
conservaba dinero en su bolsillo, pasaba los días entregado a su diversión
favorita. Luego que el dinero concluía, volvía a tomar la paleta y pintaba para
proporcionarse nuevos recursos con que volver a la playa y poder cambiar el
pincel por la caña.
Hay medios de publicidad,
estímulo ni entusiasmo. Pero cuando se ha conseguido traspasar el círculo. de
triste oscuridad que rodea siempre al principiante, y se ha logrado hacer
callar la envidia y quebrantar la indiferencia, conquistando, si no la completa
benevolencia del público, su aquiescencia al menos, deber es del artista y del
escritor avarizar en su carrera y ofrecer a su país los frutos de su
inteligencia en toda su plenitud, persuadidos de que, si aquella generación no
los aprecia, otra vendrá que recogerá con cariño sus obras y añadirá con ellas
una hoja más a la corona que cada pueblo lleva en su frente, tejidas con las
glorias literarias y artísticas de sus hijos.
Miranda es uno de esos hijos;
Canarias debe enorgullecerse de haberle visto nacer en su suelo, conservando
con cariño su memoria. Perdonemos al artista sus defectos, acor-
dándonos de sus desgracias.
Su misantropía es la revelación
de un alma enferma, y cuando el alma se halla dolorida sólo anhela dejar su
prisión y recobrar su libertad.
Tal vez a esta disposición de su
alma debamos muchas. de las bellezas que campean en sus obras.
Pero, sea como fuere, su memoria
debe siempre sernos grata y respetable; y cuando contemplemos cualquiera de sus
cuadros, acordémonos que fue el iniciador de las bellas
artes en el archipiélago, que su
pincel se empapó con frecuencia en lágrimas y que si no fue un Velázquez ni un
Murillo, su nombre figura con honra y distinción entre los pocos
pintores, sus contemporáneos, a
los cuales con frecuencia excede en colorido, invención y dibujo.
(I) Hace pocos años que en la sacristía
de la iglesia del caserío de Juan Grande, propiedad de los señores Condes de la Vega Grande, se
encontraron varios lienzos arrojados a un rincón, que habían adornado antes las
paredes de la ermita, los cuales, limpios, restaurados por una mano hábil y
examinados con atención por personas enten-
didas y competentes, se les ha
tenido y tiene por cuadros de Murillo, pertenecientes a su primera época. Hay
entre ellos una cabeza admirable, representando a San Bruno, que es una joya
del arte.
(2) Creemos que no será
inoportuno indicar en este lugar la época y circunstancias en que se inauguró
en Canaria el primer .establecimiento dedicado a la enseñanza de las bellas
artes en el archipiélago.
En sesión de 3 de abril de 1786, la Sociedad Económica
de Amigos del País de Canaria, en presencia de su director, el lltmo. Obispo
don Antonio de la Plaza,
acordó instalar en Las Palmas una escuela de dibujo, suplicando al señor don
Diego Nicolás Eduardo se prestara a ser su director, enseñando a algunos
jóvenes el diseño, para lo cual se procuraría traer todos los útiles
necesarios, a cuya invitación accedió el señor Eduardo.
V éase sobre el particular lo que
nos dice el señor don José de Viera y Clavijo en el extracto de actas de la
misma sociedad:
Con este antecedente se oyó con
indecible complacencia la noticia que en 30 de abril de 1787 comunicó el señor
director de la Sociedad,
de que acababan de llegar de Madrid todos los utensilios y modelos que había
S.nma. pedido para la escuela de dibujo, en concepto de que este cuerpo
patriótico se encargaría de este establecimiento, bajo la dirección del señor
don Diego Eduardo. Con efecto, inmediatamente se nombraron socios comisionados
para la habilitación de bancos, mesas, etc., y se solicitó del nmo. Cabildo
eclesiástico una sala del hospital antiguo de San Martín, la cual se compuso y
aseó lo mejor que se pudo. Los mismos cuatro señores comisionados se aplicaron
a disponer la apertura solemne en la víspera de la Concepción de Nuestra
Señora, bajo cuya tutela se puso y dedicó la nueva escuela. El aparato fue
vistoso y el concurso numeroso y lucido. El mismo fundador pronunció un
discurso muy elegante, en el cual dio razón de los fines de aquel
establecimiento y sus muchas utilidades.
(3) Cuentase que en sus últimos años
le dominaba la pasión de la
Aquella alma cansada y dolorida abandonó por fin su decrépito
cuerpo el 2 de octubre de 1805, en la misma población de Añazu n Chninet (Santa
Cruz de Tenerife), donde había vivido cons- tantemente desde su regreso de
España, y fue sepultado en el Convento de San Francisco, sin que señal alguna
diese a conocer a las futuras generaciones el lugar donde reposan sus cenizas.
(A. Millares T. Biografías, 1978).
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