EFEMERIDES DE LA NACION CANARIA
UNA HISTORIA RESUMIDA DE
CANARIAS
ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII
DECADA 1601-1700
CAPITULO XVI-II
Guayre
Adarguma Anez’ Ram n Yghasen
Viene
de la entrega anterior.
Sin embargo, la cita más afamada de los vinos de
malvasía está en boca de Shakespeare. En la segunda parte de El Rey Enrique IV,
Doll Teart-Sheet irrumpe alegre en la taberna de Eastcheap. Su posadera,
mistress Quickly, advierte que ha bebido demasiado “Canarias, vino
maravillosamente penetrante y que perfuma la sangre”. En Noche de Reyes o como
queráis, sir Toby Belch recomienda al decaído sir Andrew Aguacheek, la copa de
Canarias que le falta. Todavía encontramos otra cita shakesperiana extraída de
Las alegres comadres de Windsor, donde el dueño de la posada de Inn se despide
para beber Canarias junto con su honrado caballero Falstaff.
Y del vino, los bebedores. El personaje más
famoso de esta época es, sin duda, el duque de Clarence, de quien la leyenda
dice que pidió morir ahogado en un barril de malvasía.
Cuando el último prefecto francés de la Lousiana, en el brindis
rendido a España en el momento en que su antigua colonia se acoge bajo la
bandera de la Unión
Americana, el 20 de diciembre de 1805, se solemniza al
levantar las copas en honor de España y de su Rey con vino de Canarias.
El caballero Casanova, preso en la cárcel
veneciana de Los Plomos, relata en sus memorias el encuentro en ella con un
recluso ilustre, “dueño de aquella cantidad de malvasía capaz de aliviarle la
lóbrega estancia de su infortunio”.
El novelista norteamericano Mayne Reid, al
relatar en Guillermo el Grumete o Las reliquias del Océano, el naufragio del
velero Pandora, deja que flote sobre las aguas como una mágica evocación
exótica un tonelito de Canarias. El negro Bola-de-Nieve explica la presencia
del tonelito entre los náufragos. Él mismo, viéndole flotar, se había
apresurado a recoger “tan preciosa reliquia”.
René Verneau se refiere a esta variedad en los
siguientes términos:
“Pero… ¡qué vinos! No hay nadie que haya
saboreado los grandes vinos secos, el moscatel y la malvasía de este país que
pueda olvidarlos. Lo repito, son de los mejores que se cosechan en el mundo
entero. Los dulces (moscatel y malvasía) son claros, límpidos y de ningún modo
empalagosos, como algunos de los vinos que traemos de España. Por eso, aunque
el precio pueda parecer un poco elevado, estoy convencido de que el negociante
que los dé a conocer entre nosotros no dejará de venderlos en condiciones muy
ventajosas”.
La decadencia del gusto por la malvasía vino como
consecuencia de la Guerra
de los Siete Años, en que cedió su plaza a los vinos de Francia y creció el
gusto por los vinos de Madeira. Entonces cobraron fama en las islas los
vidueños, que gozaron de halagüeñas esperanzas, pues hacia 1783, EE.UU. e Inglaterra
les abrieron las puertas de sus mercados.
El espejismo duró poco. La competencia de los
vinos de Jerez y Madeira, así como las barreras arancelarias, estrangularon
cualquier reinicio del esplendor perdido. En 1848 la decadencia era evidente.
En 1877 y 1898, los vinos de Canarias
concurrieron a las exposiciones de Madrid y París. Patricio Estévanez, en un
artículo publicado en La
Ilustración de Canarias, detiene su pluma sobre los vinos de
la muestra parisina y dice: “La
Madera ha obtenido el gran premio de honor y nosotros gracias
que hemos obtenido unas cuantas medallas”. La sentencia se había pronunciado.
Juan Carlos Díaz Lorenzo, 2006, en: Diario de Avisos)
1611 marzo 14.
Notas en torno
al asentamiento europeo en el Valle Sagrado de Aguere (La Laguna) después de la
invasión y conquista de la isla Chinech (Tenerife).
Los
recursos económicos. Propios, Rentas e Ingresos
Extraordinarios del Cabildo Colonial
de Tenerife.
Los principales agentes destructores. Los
incendios.
Aunque,
como en todas las épocas, se produjese un incendio accidentalmente
por descuido de un labrador, caminante o usuario, el verdadero peligro se
hallaba en el fuego intencionado. El de origen fortuito
se intenta combatir desde 1507 y se completa más adelante la normativa
mediante la prohibición de portar hacho o lumbre por el monte
en cualquier época del año, si bien la pena impuesta por esta infracción era
doblada durante el verano, además de acarrear prisión. Incluso
se regulaban las condiciones en que era permitido encender una hoguera
por necesidad. Harina de otro costal es el fuego provocado, que
era el medio más eficaz para acabar con el monte y ha constituido de siempre el
arma utilizada por muchos agricultores y pastores. Las noticias
sobre incendios no son muy frecuentes en la documentación municipal,
y es seguro que hubo bastantes más de los reflejados en las fuentes
concejiles, de las que ofrecemos un resumen expositivo.
A
fines de 1532, los regidores Aguirre y Las Casas proporcionan a
sus compañeros de Cabildo una imagen catastrófica de la visita efectuada
por la vertiente norte del macizo de Anaga hasta llegar a Taga-nana (zona
trasera de las montañas del Obispo), sector enormemente castigado por talas
y quemas, así las laderas de un cabo e de otro, dende lo alto hasta lo baxo, a las corrientes de las aguas. Consideraban ynistimable
el destrozo, instando al gobernador y al resto de los regidores
a desplazarse al lugar y comprobar por sí mismos el daño. más
ostensible en la demarcación de las Aceñas y el río de agua de Tedexa,
es decir, la zona de los Batanes.
Casi
cotidiano era el uso indiscriminado del incendio por parte de los
pegueros con objeto de derribar los pinos y hacer teones para la fabricación
de la pez, pero era imposible probar responsabilidades concretas, dada la
lejanía de los hornos y la probable complicididad de vecinos
y montaraces.
La impunidad e inconsciencia invitaban a la continuidad, y sólo cuando
se pone en peligro algo tan caro al Ayuntamiento desde los inicios
colonizadores como la montaña del Obispo es cuando se decide de forma
clara a intervenir en asunto considerado de suma gravedad, aunque
no por ello dejan de repetirse los intentos usurpadores mediante el incendio
habida cuenta de la cercanía a la ciudad, que convertía a esa masa
forestal en sumamente tentadora. En marzo de 1543 el personero alertaba
en una sesión capitular sobre el grandísimo fuego que asolaba las
montañas del Obispo, exigiendo una intervención rápida al gobernador, a quien
achacaba pasividad. En el fondo latía una cuestión de rivalidad
entre los dos personajes, que se acusan mutuamente de indolencia ante
la situación. El gobernador justificaba su decisión señalando que en cuanto
se percató del incendio personalmente movilizó a los vecinos que
pudo, pues mediante un auto ordenó a 120 hombres que acudiesen a apagar
las llamas, acompañándolos dos alguaciles y proveyéndolos de mantenimientos;
censuraba, por contra, la actitud del personero, que debía haber
orientado a la multitud, yendo con el pueblo. A finales de julio
se declara otro incendio en las montañas capitalinas, y a instancia del
personero acuerda el Ayuntamiento que los regidores Aguirre y Mesa
reúnan gente y gasten lo necesario para sofocarlo, pero la tarea se complica
y prolonga durante las semanas siguientes porque un poderoso viento
levante propaga el fuego. Como afecta a una amplia extensión se acuerda
abrir una investigación, máxime al conocerse que la causa había radicado
en el descuido de unos personas que estaban cazando con candiles, y como medida
complementaria decretaron que nadie cortase madera verde,
sino que se utilizase lo chamuscado.
En agosto de 1564 se
extiende el fuego por la zona aledaña al Teide.
Se requiere entonces la colaboración de los alcaldes de La Orotava, Los Realejos, San
Juan, Santa Catalina e Icod de los Vinos, para que juntasen a los vecinos y extinguiesen el incendio. Sin llegar a la categoría de incendio generalizado, en noviembre
de 1572, tras una visitación, el
gobernador y los regidores diputados informan del recurso del fuego por parte de algunos usurpadores que
rozan terrenos de propios en diferentes partes del norte: Francisco de la Coba, Blas Hernández, Domingo Pérez (en Icod), Bartolomé de Ponte
(en Garachico), Hernando Calderón y
Acevedo (en Buenavista). A estos personajes, algunos de ellos componentes de la oligarquía insular y regidores del Cabildo, se les abrió proceso, pero en la práctica
las medidas judiciales de poco o
nada sirvieron. No resulta extraño que las llamas se reprodujeran en otras fechas, como en septiembre de
1575, afectando a La Orotava, Los Realejos y Acentejo.
Una
cosa son, naturalmente, los incendiarios, y otra los instigadores,
generalmente grandes propietarios y miembros de la oligarquía insular,
que azuzan a sus deudos y colonos para que extiendan sus fundos
a costa de la propiedad pública y del abastecimiento de aguas.Un prototipo
de estas quemas es la de 1588, cuando unos tributarios del escribano público
Lucas Rodríguez Sarmiento —quien tenía pleito sobre
la propiedad concejil en el Barranco de Pedro Álvarez—, prenden fuego a las montañas de Tegueste y del Obispo,
en las inmediaciones de los acuíferos de La Laguna y de una zona muy valiosa para los vecinos
de Tegueste para proveerse de madera y leña para sus casas, aperos, viñas, etc.319. Como suele
suceder en estos casos, los focos se localizaban
en diferentes puntos. El procurador mayor del Concejo y los diputados se querellaron contra 11 vecinos en
la noche del domingo 6 de noviembre y el lunes siguiente.
Disponiendo a su favor de tiempo levante,
comenzaron el incendio en Tegueste en lugares con acebiños, haya, pinos y otras
especies, propalándose las llamas a mas de una legua de tierra. El
riesgo principal, con todo, residía en un eventual
cambio de dirección del viento, circunstancia relativamente frecuente en la isla.
Era
un hecho conocido que los arrendatarios y censualistas alentaban la usurpación
de tierras realengas, hasta el punto de que en algunos contratos, como uno
relativo al barranco de Pedro Álvarez (entonces con matorral, brezo,
heléchos, granadillos y zarzas), se incluyese el
compromiso de aquéllos de abonar las penas pecuniarias que pudieran
derivarse de roturaciones ilegales, consintiendo el fuego guando los vezinos comarcanos lo echaren en el dho. término.
El problema era que la Justicia apenas imponía
una pequeña multa por estos actos, y los
instigadores se quedaban con la propiedad. Es más, los denunciados, como en
esta ocasión, podían acogerse al derecho de asilo en recinto sagrado (se
refugian en el convento de San Francisco), y hasta tienen la desfachatez de
implorar justicia ante la
Real Audiencia.
Rozas
y excesos
en las datas y mercedes reales.
De
poco podía servir el arsenal legal (provisiones y cédulas reales,
ordenanzas) cuando la ausencia de concreción en los límites de la propiedad
pública, la carencia de una infraestructura de vigilancia, el descontrol
en las datas, la tolerancia de las autoridades pedáneas y concejiles, la falta
de conocimiento de la situación por los monarcas que
conceden exorbitantes mercedes a paniaguados, las peculiares relaciones
sociopolíticas que mantenían a la masa dominada y dependiente,
de una poderosa oligarquía, y el deseo de propiedad —aunque fuera
en condición de enfiteuta— de gran parte de la población, se aliaban
para mermar desmesuradamente la superficie arbolada.
No
fueron, pues, los ingenios, ni las necesidades vecinales para la labranza,
ni la construcción de navíos, ni siquiera la pez, los principales
culpables de la caótica situación que suponía el que a fines de siglo se
hubiese esfumado la titularidad pública municipal de decenas de miles de
fanegadas, que son despojadas de la primitiva capa forestal de dominio municipal. En los párrafos que
siguen sólo se presenta referencia global a un problema secular, explicitado
aquí en significativos
ejemplos.
Los ocupantes
ilegales son numerosos y generalmente no existe un acuerdo ni siempre está detrás un encumbrado protector, pero son las roturaciones menos dañinas, por lo escaso de
la superficie arrebatada, que busca además no despertar la mirada de las
autoridades concejiles, más proclives a castigar al menesteroso. En esos casos
los procedimientos son expeditivos,
y el Cabildo se muestra bien dispuesto a actuar en mayo de 1527 el regidor Las Casas denunciaba que un tal Juan Luís había talado la montaña de la capital y
había edificado una choza de madera, exigiendo que se le quemase.
Los
males venían de atrás, de los orígenes mismos de la puesta en explotación.
En 1514 el Concejo se hace eco de los grandes daños causados en la vertiente norte,
desde los montes de Taoro hasta el Malpaís
de Icod, debido a la saca ilegal de madera de la isla. Aprovechando la zona trazada como dehesa y
área labradía en torno a Los Rodeos, en 1515 muchos desmontan ilegalmente
bordeando el camino que conducía a
Tacoronte 322. En 1522, como se talaba en la montaña del Obispo, en el origen de las aguas, el
gobernador con dos acompañados
acuden a visitar la zona.
Por
desgracia, la actuación concejil solía ser «a posterior!», ante hechos
consumados. Así, en noviembre de 1532 el Cabildo comisionó a
los regidores Aguirre y Las Casas para que inspeccionasen las montañas
de las Aceñas y averiguasen quiénes habían desmontado en ese término,
aunque se sospechaba de un tal Luís Velázquez y del clérigo Juan
de Adarve. No obstante, algunas veces —parece que fueron pocas—
el montaraz cumplía su función denunciando lo que entendía pernicioso:
en febrero de 1539, Juan de Saucedo, beneficiario de una merced
real de tierras en la vertiente más meridional de la zona de Ge-neto,
había talado muchos pinos, que eran numerosos y espesos, y solicitaba
permiso al Ayuntamiento —después de la denuncia del montaraz— para entresacar
algunos para que los restantes crecieran.
El
drama del Cabildo era la enorme confusión reinante en lo relativo a las
fronteras entre la propiedad pública y la particular. La madeja se enredó
más con el acrecentamiento del patrimonio municipal al adquirir
la corporación —en una buena política comunitaria— determinadas
propiedades para su uso como dehesa, generalmente, pero con el resultado de
quedar fincas particulares mezcladas con bienes de propios. Todo ello
propició la entrada de muchos en los montes públicos. Algunos tímidos intentos
se realizaron para aclarar la situación en ciertos enclaves, pero la realidad
global de confusión persistió. Un ejemplo de lo
expuesto es el amojonamiento de tierras en el barranco del Mocan,
al sur de la capital, ante las dudas planteadas en las lindes.
Además,
por esas fechas, en 1541, se conoce que muchos cortaban y exportaban sin
licencia cantidad de vigas y jibrones en el Malpaís de Icod327.
En 1552 esta situación se repetía en las montañas comarcanas de
la capital, por mano de Pérez de Hemerando. En 1556 el problema
se denuncia en Abona, y en la propia Montaña del Obispo se cortan
laureles para barcos y otras utilidades.
Constituyó
un procedimiento ordinario el aumento de la propiedad a costa
de los montes cercanos o limítrofes, basándose en supuestos títulos: en
noviembre de 1554 se discute en el Cabildo acerca de la destrucción
de las montañas de Icod, roturadas por muchas personas. El
gobernador actúa de acuerdo con la ley de Toledo y encomienda al procurador
mayor que se persone en la causa. Pero los procesos no disuadían
a los infractores, pues en noviembre de 1558 se insta al regidor
Alonso Jáimez a que vele especialmente por esa zona para que los
vecinos icodenses no labrasen ni desmontasen mientras duraba el pleito.
Nuevamente, los vecinos de la zona piden al Ayuntamiento en noviembre de 1565 que intervenga ante el desmonte que realiza
sin licencia Martín Cosme, pero el asunto queda en
principio sin resolver a causa de las diferencias surgidas entre los regidores
acerca de la competencia del Cabildo, por lo que se solicita informe
al letrado de la corporación.
En
los primeros meses de 1576 se alude a las rozas que los Calza-dilla
habían efectuado en las montañas de la cuesta de Acentejo, y a fines del mismo
año Coronado expone que la falta de agua en la ciudad radica
en cortes ilegales en la montaña del Obispo y Tegueste. A fines
de 1579 otro destacado gran propietario, Juan de Azoca, es objeto
de acción judicial por el Cabildo por detentar bienes concejiles en Las
Abiertas de Mateo Viña, en zona montuosa334. Pero la gente sigue talando
en ese codiciado término de Agua García, cortando muchos árboles
y edificando casas.
A
pesar del interés que el Ayuntamiento mostró por la conservación de las
montañas cercanas a La Laguna,
las propias denuncias de miembros de la institución
acerca de su infracción, responsabilizando de ello al
Cabildo, son prueba de su ineficacia. En 1577 hasta se llega a
pedir que se traigan las ordenanzas relativas a esas montañas a otra sesión
para leerlas —a tanto llegaba el «olvido» del gobernador y otros
componentes del Regimiento—, pero los cortes (los leñadores acuden
allí por comodidad, dada la cercanía) y la introducción de ganado
—que consume los pimpollos— continúa, decidiéndose al fin pregonar nuevamente
las ordenanzas antiguas336. Ni que decir tiene que en términos más
alejados de la autoridad todo quedaba al arbitrio de las autoridades locales y de
los regidores presentes en esas zonas.
Lo
curioso es que a veces los regidores que condenan determinadas usurpaciones a
su vez son protagonistas de hechos similares en otras demarcaciones. Por
ejemplo, Pedro Soler señalaba en noviembre
de 1587 que se estaban haciendo talas y rozas en las montañas del Obispo, e inculpaba a Alonso de Paz y a sus
tributarios y arrendatarios, así como a Agustín Rengifo de Vargas y a un
palmero. En mayo de 1589 es el regidor Juan de Gordejuela el que
perpetra talas en Icod el Alto, e igualmente
es citado por desmontar en 1596 y 1597 —haciendo
oídos sordos a los pregones del Cabildo para que cesasen los cortes— en las montañas
de Los Realejos con otra mucha gente: Francisco Duarte, Miguel González, Diego Afonso, Diego Hernández
En
octubre de 1593 se siguen rozando montañas en Acentejo y Agua
García, y en junio de 1596 el procurador mayor del Concejo señalaba
que las montañas de El Sauzal, Tacoronte y Agua García se estaban
desmontando a toda prisa, y en el Realejo de Arriba el beneficiado
del lugar y otros vecinos no paraban de roturar. El mentado clérigo
y el alcalde del lugar seguían rozando impunemente en los primeros
meses de 1597. En 1599, en fin, el gobernador manifestaba impotente
que en las montañas del Realejo andaba talando mucha gente, por
lo que había enviado a un alguacil, que había prendido a Francisco
Afonso y a otros vecinos, notificando al procurador mayor que
interviniese en la causa.
No
debe extrañar, por tanto, el panorama dibujado por el gobernador
en julio de 1585, al término de una visitación con algunos regidores:
an venido en gran quiebra y menoscabo en más que la tercia parte
[las montañas], así por la mucha madera que
deltas se a sacado para fuera de la ysla como por averse entrado en ellas
muchas personas, talándolas y rogándolas, quemándolas y
sembrándolas, de que an sydo lesos e danificados los
propios desta ysla. Decían los informantes que
pronto iba a resultar problemático hallar madera para construcción
y reparación de viviendas. Una medida que se proponía era
la de comisionar a un grupo de regidores que, acompañándose de personas
ancianas y llevando títulos reales, fijasen mojones altos y con escasa
separación, de modo que fuesen visibles entre sí, con objeto de restar
justificación a los que robaban terreno aduciendo que la montaña
estaba ya rozada y que sólo se trataba de un matorral o pimpollada porque
la habían dejado de sembrar dos o tres años como syenpre dizen,
quedándose con ellas. Pero no todos los regidores
compartían ese optimismo, pues entendían —como Bartolomé de
Ponte— que el amojonamiento no servía como disuasión o remedio,
dado que las penas contra los usurpadores eran muy leves.
Como
bien exponía el gobernador, las lindes de los propios de barlovento (de cumbre
a mar) eran absurdas, e incluso el propio primer Adelantado había
concedido con anterioridad al señalamiento de los mismos
varias haciendas a particulares dentro de esos límites, por lo
que aprovechando la confusión muchos talaban y roturaban en montes
concejiles. En ese juicio podían estar todos de acuerdo, pero no había consenso
en la receta idónea para acabar con un mal secular y que había
alcanzado ya vastas proporciones, pues los regidores no compartían
el criterio de la Justicia,
que quería alcanzar un acuerdo con los detentadores (más bien parecía una
victoria para éstos), en cuanto consagraba la legalidad
de lo expoliado a cambio de un moderado tributo de trigo para pósito de la isla,
en una época en que la isla cobraba conciencia de su condición de importadora
de grano.
Antes se aludió a que la intervención de los monarcas al conceder
determinadas mercedes fue negativa, pues por un lado suponían directamente
un recorte del patrimonio público, y por otra sentaron las bases,
por su indeterminación, para la apropiación ilegal de una superficie muy
superior a la donada. El Cabildo así lo entendió, y trató en alguna
ocasión de oponerse a este tipo de datas extemporáneas, como la
de Ruy Gomes da Silva, que ya disfrutaba de amplias posesiones, y que en 1555
recibe nada menos que todas las tierras públicas y realengas
sin repartir, más el remanente de la laguna de la ciudad. En otros casos
la política del Ayuntamiento, harto ya de lentos y costosos pleitos, se
orientaba hacia la búsqueda de un arreglo con los detentadores, que
valiéndose de las mercedes se habían introducido en los montes públicos
y usurpado una cantidad de fanegadas desproporcionada a cuenta de la data. Los
casos del bach. Funes, bach. Fraga, Juan de Aguirre, la
familia Soler y Francisco de la
Coba son los más flagrantes y
controvertidos en muchas sesiones capitulares.
Las negociaciones con el Bachiller Fraga y su familia son largas, pues
se presentan sucesivamente diferentes propuestas de transacción por
parte de la corporación, rectificadas ante las demandas de los vendedores
en otra dirección. El grueso de las tierras montuosas que andaban en litigio
eran un sector del Rodeo y otro de Agua García. En agosto de
1566 ofrecía el Concejo el perdón de 130 fas. de trigo que la familia debía a
la institución, más la cesión de 2 suertes francas de tierra
durante cuatro años (alternando el Rodeo alto y el bajo). En 1571 aún
no se había llegado a un acuerdo, al menos sobre Agua García, que
era lo más importante. En octubre de 1557 el personero denunciaba
en cabildo que el bach. Fraga y Aguirre, aprovechando una carta de
vecindad que otorgaba 50 fas., habían tomado más de 1.000.
Quizá
el modelo más lacerante de este género de esquilmados haya sido Francisco
de la Coba. El
30 de junio de 1505, el licdo. d. Luis
Alarcón había recibió una merced real de 8 caballerías de tierras más
200 fas.(en total, 360 fas.) de sequero en Taoro o en el término por él elegido. Este personaje deja como heredero
a d. Zoilo Ramírez, deán de Canaria,
el cual hizo donación a Francisco de la
Coba de sus
derechos.
Entonces
comienza la rocambolesca trayectoria de un latrocinio
histórico que afectó de un modo extraordinario e indiscriminado a los montes
municipales. Primero se adueña del Valle de Afur, sin
mandamiento judicial, tomando posesión ante escribano de ese término y de
otras tierras en el Valle de Salazar. El Ayuntamiento le puso pleito
porque el valle primero tenía por sí solo 5 ó 6.000 fas. Pero lejos de
contentarse, bajo el amparo del título de Alarcón, de la Coba se introduce
en montes y dehesas de Abona, Agache, Los Realejos, La Orotava, cabezadas de La Matanza, Sta. Úrsula, La Victoria, Los Llanos
de Santa Cruz (debajo de La
Cuesta), Icod de los Vinos y de los Trigos
(Icod el Alto), Geneto, Adeje, Ifonche. Según algunas informaciones,
en esos parajes se apoderó de 10.000
a 12.000 fas. de tierras realengas.
Las escribanías de la isla, en especial las de Daute, registran docenas
de enajenaciones de los Coba en la segunda mitad del s. xvi, pues
esta familia emprendió rápidamente —casi con la misma velocidad
con la que iba «adquiriendo» las posesiones— una serie de ventas, posiblemente
conociendo los compradores el origen ilegal de la propiedad. Por ejemplo,
en 1556 traspasó a Bartolomé de Fonseca las aguas
de Ifonche y otras adyacentes, como las de Aranaga y Guayero, y las tierras regables con esos caudales (cinco
doceavas partes de todo ello). En 1558 vendía al mismo Fonseca otras 5 doceavas
partes.
El regidor Francisco de Coronado, en su papel de principal fustigador
de los usurpadores y destructores de los montes, exponía en octubre
de 1565 a
sus compañeros de corporación que —como era de dominio
público— De la Coba
había tomado una cuantiosa superficie cetierras en
toda la isla, en las que entraba una considerable porción de montes, dehesas y
baldíos, e que no ay quien le vaya a la mano, y demandaba una acción
tajante de la institución, poniéndole demanda, pues si no se le ponía freno usurparía mucho más. A pesar de que algún edil era de la misma opinión y de que se trataba
de un hecho notorio y muy bien
conocido, la decisión es la de recabar información sobre el asunto. De la Coba seguirá con sus acciones ilegales, y de poco
servía la firme actitud de Coronado,
que no cesa de denunciarlas, como en octubre de 1568; esta vez se había
adentrado en terrenos adquiridos por el
Concejo a particulares, haciendo caso omiso de las repetidas prohibiciones. En septiembre de 1571 son los vecinos de La Orotava los que se quejan de sus usurpaciones. Casi un año más
tarde se trata nuevamente en cabildo
sobre las tierras detentadas por De la
Coba, y ya hemos visto en el apartado dedicado a los
incendios cómo este personaje roza
y quema montañas de propios en ese mismo año.
A
principios de 1576, Coronado hace una síntesis de la situación: no
es que el Concejo denunciase a Francisco de la Coba, sino que éste —haciendo
suyo el principio de que la mejor defensa es un ataque— tenía demanda contra
aquél porque pretendía que le pertenecían nada menos que
las dehesas de La Orotava
y Los Realejos, mientras exhibía permanentemente los títulos del licdo. Alarcón.
Señalaba el regidor que las famosas 6 caballerías de tierra se habían transformado
ya en 12 ó 20.000 fas. del patrimonio real,
baldíos, montes, pastos concejiles..., sin contar lo que el deán
Alarcón había tomado en el valle de Afur,
que se había vendido o atributado a varias personas. Y es que, además del daño
directo inferido por este grupo de grandes detentadores, la táctica que seguían algunos
—especialmente De la Coba—
agudizaba el problema, tanto desde
una perspectiva jurídica, como social, convirtiendo
las usurpaciones en hechos prácticamente irreversibles.
La
familia De la Coba
coloca en el mercado miles de fanegadas, que cambian de
manos en pocos decenios. Se hacen así con una gran fortuna, enmarañan los
litigios, aumentan la confusión, mientras los nuevos propietarios se apresuran
a roturar los antiguos montes concejiles.
Por ejemplo, en La Orotava y El Realejo
algunas personas se habían valido de
escrituras de compra al usurpador para ocupar terrenos públicos en 1573. Coronado planteaba que era
precisa una acción legal en toda
regla, sacando copias de todas las escrituras de ventas, tributos y trueques que afectaban a esas tierras, lo que
no era tan sencillo, pues se
calculaba en unos trescientos los documentos, diseminados por todas las escribanías. Un ejemplo de lo que
suponían las ventas eran las talas
que en 1594 realizaba en las montañas de Garachico el alcalde del lugar, Pedro Jáimez de Almonte, amparándose
en una de las escrituras de venta
citadas, que alcanzaron unas 200 fas
Otro
personaje de cuidado era Baltasar de Funes, a quien Coronado
denunciaba en enero de 1580 por ocupar parte de las montañas concejiles de
Agua García, amojonando y roturando, de modo que si no se remedia
no queda ya montaña para los vezinos. La
premonición del regidor no era exagerada: en octubre de 1591
se registran nuevas denuncias de que el citado Funes y el médico,
licdo. Romero, habían talado en montes de esa zona. El
alcalde de Tacoronte, con cuatro acompañados, fue
comisionado para elaborar un informe, en el que se aseguraba
que se habían practicado rozas en unas 20 fas. con el corte de más de
7.000 acebiños y una enorme cantidad de otras especies. La acción judicial no
apoyaba los dispersos esfuerzos del Ayuntamiento, pues años atrás había iniciado una causa contra el licdo. Romero apoyándose
en la Ley de
Toledo, pero el galeno había continuado valiéndose de una provisión inhibitoria de la Audiencia. En cuanto
a Funes, se apoyaba —por ser su
deudo— en Romero. La impotencia del Cabildo facilita la prosecución de las roturaciones en esa zona, que no parecen tener fin en junio de 1596 el regidor
Bernardino Justiniano fue testigo presencial en Tacoronte de la tala de
acebiños y otros árboles protegidos por el Concejo, en un área de superficie
comparable a la de El Peñol. Los
protagonistas eran los citados Romero y Funes, más otros vecinos de El Sauzal. El objetivo era aumentar la
superficie destinada a pan. Como ya era habitual, a pesar de los
procesos que desde hacía años se seguían,
los pleitos no prosperaban y no se restituían las tierras al municipio.
Las
causas contra particulares a veces se enredan entre sí, como sucedió
en una intervención contra estos personajes y Cabrera de Rojas.
Romero y Funes pretendían derecho sobre 400 fas. que el Adelantado
había donado a su esposa doña Juana de Masieres, y además había
dado terrenos al bach. Alonso de Belmente, de quien tomaba su derecho Rojas.
Los regidores diputados, tras efectuar una medición en 1596,
declaran que el terreno en litigio contra Romero y Funes son 400
fas., y llegaban a 300 fas. las de Cabrera. A esas alturas todo estaba
desbrozado, y era preciso distinguir entre tierras cultivadas y sin desmontar.
El término en disputa con Romero y Funes se centraba en el
espacio existente entre el barranco de Ravelo y el del Ahorcado, desde
el camino real hacia la cumbre, donde se realizaban rozas diariamente. En un
intento de llegar a un acuerdo con los particulares, el Ayuntamiento propone
que de las 660 fas. en disputa, se queden ellos con 300 más la renta de una
suerte de 8 fas.
En
otros casos el apropiamiento fue algo menor. Citemos el ejemplo de la
oposición del regidor Coronado en 1565 a una compra de tierras
que se disponía a formalizar el Cabildo con los herederos de Antón
Ximénez, porque argumentaba que las mismas eran en realidad montes
propiedad de la institución desde 1520, mientras el título aireado por los
supuestos dueños era de 1522. Sus compañeros toman en consideración
la intervención y piden a los vendedores que muestren sus
escrituras de posesión.
La
familia Soler fue otra usurpadora de montes, si bien no gozaron
en general de la condición de propios. D. Pedro Soler había adquirido
mediante compra una serie de datas entre 1511 y 1520 a varios particulares,
totalizando 494 fas. de tierras. Ahora bien, con esos títulos
en la mano, la familia pretendía derecho a más de 6.000 fas., para lo que se
basaban especialmente en la data referente a las aguas de Chasna
y las tierras aprovechables con las mismas, y de hecho condujeron
el agua por canales hasta tierras distantes dos leguas. Los vecinos
de Vilaflor, como se sabe, mantuvieron un secular pleito con los Soler
por apropiación de bienes comunales. Por ejemplo, el 29 de agosto
de 1592 se querellaron el procurador mayor del Concejo y los vecinos
de Chasna contra Pedro Soler y Juan de Gordejuela —ya citado condenó
a la restitución. La zona objeto de expolio era la comprendida entre
el barranco de Vilaflor, los riscos de los Abades y Abona, la cumbre,
y la Montaña Bermeja
de Cheseben, incluida lo que entonces se llamaba «La Granadilla». Como habían
practicado otros de su condición, los Soler y Gordejuela
habían vendido ya a d. Nicoloso de Ponte tierras en
la zona, sin duda para buscar apoyos a sus ilegales acciones.
Como factor añadido,
la lejanía de la Justicia
es un factor decisivo. junto con el
extraordinario poder de los Soler y Ponte en la demarcación, para explicar la
casi nula efectividad de las demandas judiciales.
Por
si había pocos solicitadores de montes y tierras comunales y dehesas,
a principios de 1568 el convento de Sto. Domingo presenta una
merced real de 600 fas. de tierras en zona realenga, exigiendo lugar
para posesión. Lo mismo pide Juan de Vega, escribano del Juzgado de Registros,
que presenta una cédula real que le concedía 1.000 fas. El licdo. Gallinato
opinaba que el Concejo debía dirigirse al monarca para
que rectificase, exponiendo el aumento demográfico, la disminución
de pastos y campos realengos, y que incluso descendientes de
conquistadores no podían «enterar» sus títulos por falta de terreno disponible. Pero,
como en otras muchas ocasiones, la división entre los regidores dilata una rápida respuesta, prefiriéndose retomar la materia
a la vista de las cédulas que exhibiesen los beneficiarios.
Los
sucesores de Lugo (el Adelantamiento estaba en posesión a la sazón de la Princesa de Ásculi) no
podían quedarse al margen del movimiento roturador que se generalizaba en las
últimas décadas del Quinientos, en el marco de una coyuntura excepcional para
la isla, que necesitaba aumentar sus producciones vitícola y cerealística. En 1586 Juan de Gordejuela, apoderado de la Princesa, toma posesión
de las montañas de Icod y fuentes comunes y concejiles, ante lo que el Concejo acordó entablar litigio.
A
pesar de las gestiones del Cabildo, Felipe II seguía despachando mercedes,
como la concedida en 1596 al cap. Alonso Cabrera de Rojas,
quien pidió licencia para rozar 300 fas., en Acentejo. El Cabildo se limita ya a
alcanzar acuerdos para salvar lo posible, y en esa línea propone a Rojas que las sobrantes del desmonte se
las compraba a 3 doblas, a cambio de no entablar litigio, de modo que
podía quedar con las que rozase; pero al
final tiene que contentarse con una pequeña parte para montaña (60 fa.), y de las otras 240 se le autorizaba a posesionarse de las lindantes.
Lope
de Azoca y Hernando del Hoyo también tenían pendientes pleitos con el
Concejo sobre la propiedad de montañas, sobre todo junto a Agua García, intentándose en 1596 —en una acción global de transacción que emprende el Cabildo con varios
grandes propietarios —el
reconocimiento de unas 80 fas., para la institución a cambio de 400 ducs. De
hecho, el Cabildo compra 80 fas. en 1587 a la viuda de Juan de Azoca.
Como
confesaba con desconsuelo el regidor Bernardino Justiniano
en 1597, en los últimos años todas las personas que an querido entrarse en
las montañas realengas y consejiles desta ysla, quier tengan título
o no, se an entrado en ellas talándolas y destruyéndolas, y gozando
de las tierras por suyas e como suya», ante la
desesperación del Cabildo, cuyas gestiones se veían invalidadas
por las livianas penas impuestas por la justicia. El regidor proponía que se solicitase al
rey un juez particular de cuya actuación se
derivase la restitución al Ayuntamiento
de todas las tierras usurpadas en los últimos 30 años.
La
situación, desgraciadamente, se deteriora durante el Seiscientos,
reduciéndose el patrimonio municipal en beneficio particular. Unas
pocas muestras de las primeras décadas servirán para reflejar lo que constituyó
una denuncia reiterada todos los años en las Actas capitulares,
generalmente expresada en términos generales y aludiendo a la necesidad de
acelerar las gestiones ante la Real Audiencia, que a largo plazo se revelan ineficaces y más bien animan a todos los usurpadores
ante la impunidad efectiva que en general existió.
En
1611 se detecta en los primeros meses del año que algunos vecinos
ocupan tierras en el Rodeo Alto, y en diciembre los diputados de visita
ratifican lo que todos sabían: eran muchos los que se estaban apoderando de
tierras concejiles en la isla. En 1627 otra información delata
ocupaciones ilegales en montañas de La Orotava y en la caleta de ese
lugar.
A
principios del siguiente año parece que por fin el Cabildo está dispuesto a
intervenir de una manera operativa a instancias del regidor Bernardino
Justiniano, que planteó en una sesión que la apropiación de
montes y montañas tenía su raíz en la carencia de mojones que delimitasen
nítidamente la propiedad municipal de la particular de los vecinos colindantes,
originando así o justificando la entrada de éstos. Este
razonamiento, además de ingenuo o interesado, no era novedoso. como ya hemos
comprobado, y el propio Justiniano señalaba que aunque
utilizando la ley de Toledo el Ayuntamiento seguramente obtendría
sentencia favorable y sería restituido, era conveniente amojonar con
columnas de piedra que sirviesen de linderos, y esto debía hacerse con
la mayor solemnidad, con la asistencia del gobernador, procuradores
mayores, guardas de montañas y los regidores que quisiesen. En principio,
la propuesta halla buena acogida, e incluso se piensa que al mismo tiempo
podían embargarse las sementeras ilegales.
La realidad es que el
Ayuntamiento ni acometió el deslinde ni logró
imponer su autoridad, como lo ponen de manifiesto las numerosas denuncias y debates sobre las usurpaciones en
los veranos de ese mismo año y del
posterior. Por un lado, se seguía expoliando el dominio público en las zonas altas de La Orotava y los Realejos,
así como en La Rambla y en las montañas de
la Fuente del Adelantado
(La Laguna); por
otro, persistían las talas en las montañas del Obispo, y para evitar esto
último se decide que un labrador auxilie a los diputados de meses cuando ejerzan en su turno como guardas
mayores. Pocos años más tarde, en
1635, una cadena de fuegos y subsiguientes roturaciones castigan nuevamente la
propiedad municipal, desde Icod hasta cerca
de La Laguna,
y en 1641 por enésima vez se estaba rozando en el monte de las Mercedes, y de modo rutinario de ordena castigar u los infractores.” (Miguel Rodríguez
Yánez. La Laguna
500 años de historia Tomo I. Volumen I.: 416 y ss.).
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