Eduardo
Pedro García Rodríguez
“En esta
situación, en medio de tantas trabas, limitaciones y prohibiciones,
la forma de comercio más beneficiosa es el contrabando. Este podría definirse, de manera quizá algo paradójico, como la respuesta de la libertad al desafío del monopolio.
No es ésta una manera de darle la razón al
contrabandista, sino de quitársela al monopolista.
El contrabando es característico de ciertas situaciones de penuria o de presión
fiscal, de que se aprovecha el detentor del monopolio para imponer su ley o, más exactamente, para hacer su
agosto. El contrabando nace bajo la presión de la
demanda: no desaparece con ella, sino que se muere de su muerte natural, a
partir del momento en que el detentor del
monopolio no teme más, o no puede oponerse ya a la presión de las realidades y acaba declarando legal lo que ayer no lo
era. Por algo el contrabando no es un delito, sino
una infracción.
Esta infracción es una constante de la
economía canaria, porque también son
constantes las condiciones adversas de la misma. Las islas fueron incluso una especie de central del
contrabando atlántico para algunos
historiadores, la misma economía canaria se define a partir de este carácter,
como un «prototipo de deformación fraudulenta por imposiciones
exteriores». Hay cierta exageración en esta definición, porque supone una especialización que nunca fue tan excesiva ni exclusiva, y, por otra parte, porque el contrabando
no es un mal canario. Desde este punto de vista, Cádiz también podría servir de
prototipo, y Buenos Aires todavía más
—para no salimos de las rutas del comercio insular. Así y todo, no cabe duda de que una gran parte de este comercio canario pasa por cauces que escapan a la
vigilancia oficial. Sería erróneo buscar la causa de esta situación, como se ha
querido hacer alguna vez, en una
vocación peculiar del comercio canario; sería más apropiado buscarla en las condiciones que se le
habían creado y, como decía el historiador
antes citado, en las «imposiciones exteriores». El comercio canario no puede vivir en circuito
cerrado y su vocación es la libertad.
Quizá es ésta la vocación de cualquier comercio en general.
Hasta cierto punto, el problema es vidrioso, porque
el proceso de intenciones hecho al tráfico canario ha servido de base a todas
las reclamaciones sevillanas, así
como a todas las prohibiciones reales. Debido a esta constancia en la acusación, la historiografía moderna ha considerado la culpa como probada y ha adoptado el
mismo punto de vista. Nosotros no nos
desviaremos de este camino: pero importa no desvirtuar las cosas. El contrabando ha sido floreciente en Canarias, sin que se pueda decir que ha prosperado aquí más
que en otras partes del inmenso imperio
español. Este imperio no podía ser gobernado todo desde Madrid o desde Sevilla: al empeñarse en su centralismo, la
política económica española abría por todas partes las compuertas del fraude que, más que compuertas, eran también
válvulas de seguridad.
El contrabando canario no debe, por consiguiente,
considerarse en sí mismo, sino como un factor
local dentro de un estado de cosas generalizado.
No aparece tan exagerado como se le hace, cuando se considera que a fines del
siglo XVII,
el tráfico ilícito representaba las dos terceras partes del comercio español en su
totalidad y que esta situación se había agravado en el siglo
siguiente; que de toda la cochinilla que exportaba Nueva España en el siglo XVII, el 80% salía por
caminos ilegales; que en Cádiz se burlaban
los derechos de aduana en el mismo puerto y a la vista de los aduaneros que
Buenos Aires ha sido «el puerto del
contrabando por antonomasia», que ha prosperado en competencia con el anémico puerto gobernativo, estrechamente vigilado por la autoridad, de Portobello. Las
Indias, asfixiadas por la penuria de
los envíos regulares, no se han mantenido gracias a estos navíos, sino gracias al comercio
clandestino canario (menos mal que
era, a pesar de todo, comercio español), al contrabando de los portugueses,
de los ingleses y de los holandeses.
Además, en Canarias, la mayor parte del contrabando
no estaba en manos de canarios, sino de
comerciantes y de navegantes sevillanos. Su pauta, siempre la misma, era fácil de seguir. El navio andaluz
salía de un puerto del sur de España, con destino a Canarias y con el propósito
anunciado públicamente de ir a comprar vinos canarios para conducirlos a España; pero luego, en lugar de ir a
descargarlos en lugares permitidos, ponían
el rumbo derecho a las Indias de Su Majestad. La Casa de la Contratación lo sabía perfectamente, como lo
sabía también el Consejo de Indias. Todos sabían, por ejemplo, que así había
pasado en 1610 y 1611, cuando once navíos habían salido de Sevilla con sus botas
vacías, para cargar en Canarias vinos y manufacturas «en casi tantas toneladas como la flota que se despacha», para
llevarlas luego a Indias pero los
castigados fueron los productores canarios, cuya permisión para 1611 fue cancelada, a causa del
«contrabando canario». Estos embarcos
clandestinos fueron muy numerosos. Su clandestino dad parece más bien relativa, porque no es posible
que la ignorancia del juez de Indias se haya extendido a tanto y que no
llegasen a su noticia embarcos clandestinos que en Sevilla eran del dominio
público.
Esto sentado no es menos cierto, y conviene
repetirlo, que el contrabando fue una tónica constante del comercio canario. A
finales del siglo XVI se consideraba que el contrabando pagaba cada año
los 78.000 ducados, más o menos, del déficit del
balance comercial canario. Aunque resulte difícil calcular su
importancia relativa, parece representar
cerca de la mitad del movimiento comercial.
Las técnicas y las modalidades del contrabando son
muy variadas. Como es natural, los que
lo practican disponen de «medios muy extraordinarios y exquisitos» para burlar
la ley. Se pueden agrupar según el objeto que se proponen: se refieren a la
salida o a la mercancía, cada una de
ellas con el carácter de ilícita o de desviada.
La salida ilícita de Tenerife era relativamente
fácil, sin dar cuenta al juez de Indias,
o dándole cuenta con algunos «medios exquisitos» que
todos conocían. Para burlar los gravámenes que pesan sobre la exportación a Indias, se había encontrado el
expediente de salir desde San Sebastián de la Gomera, donde se pagaba el
2,5% en lugar del 6%: no era puerto habilitado, pero lo habilitaba una simple
licencia verbal del juez. Los
extranjeros, que no podían enviar mercancías a las Indias ni aprovecharse del registro, pasaban con algún vecino un
contrato de compraventa ficticio, bien del navío o de su
carga, o de los dos a la vez, de modo que
sólo aparecía el vecino. Esta misma práctica sirvió a menudo en el
comercio luso-canario con Brasil: en estos casos, el navío solía hacer el viaje
con dos maestres a bordo, el español que aparecía en los puertos españoles, y
el portugués que no figuraba como maestre sino cuando el navío había llegado a
Angola o a algún puerto de Brasil.
La
salida desviada consiste en el aprovechamiento del registro oficial, para un destino que en realidad no conviene,
cuando no se puede conseguir otro destino mejor, por ejemplo, por
haberse agotado el cupo correspondiente: en
estos casos, el registro es mera cobertura legal, para poder salir del
puerto con la carga y tomar después algún rumbo diferente. Este subterfugio era cosa muy conocida en el comercio con Brasil. Muchos cargadores toman a bordo vinos que declaran
ir destinados a Brasil, porque es más
fácil embarcar, ya que las exportaciones a Brasil no están contingentadas. Luego, los mismos
cargadores no respetan los rumbos anunciados, porque en la colonia
portuguesa los precios son más bajos que
en las españolas y, además, los portugueses no suelen pagar al contado.
Lo que se estila es pedir licencia para Brasil, torcer el viaje para despachar la carga en Tierra Firme y al regreso ir
directamente a alguna isla portuguesa. Para hacerse admitir en Tierra Firme,
hay muchos subterfugios que valen: se fingen vientos contrarios, o
algún encuentro con piratas, o se tira por
la borda el agua de beber, o se rompen los árboles y las jarcias del navío, o
se da un barreño al casco para que entre un poco de agua, o se protesta que se está maleando el vino. Si no vale ninguno
de estos pretextos, se desembarca y se almacena el vino en el puerto de permisión,
con orden de no venderlo, y luego se aprovecha la primera oportunidad para
enviarlo a otros puntos de la costa, donde se sabe que tendrá mejor aceptación o desde donde le había sido
pedido al transportista.
La
mercancía ilícita también puede escapar a la vigilancia del juez. De la salida
clandestina es más fácil que se dé cuenta o que le avisen; mientras que las mercancías se pueden introducir
en el último momento, burlando la
vigilancia y aprovechando los descuidos. Precisamente allí es donde más
se esmera el juez; de modo que, cuando se hacen bien las cosas, se hacen con su anuencia. El fraude más
corriente es el que juega con las
cantidades. La Casa
de Sevilla afirma que, cada vez que se consigue para Canarias un permiso de 500 toneladas, en
realidad salen para las Indias 2.000 cuando menos. Hay en ello alguna
exageración, pero no mucha.
El juez debe velar también para impedir la
introducción fraudulenta de géneros
extranjeros, que legalmente no pueden pasar a Indias más que por el conducto del monopolio sevillano, y luego gaditano. Pero el prohibirlos era una empresa desesperada. Los
navios canarios no cargaban géneros extranjeros
en los puertos, sino en alta mar, donde se les acercaban los navios extranjeros y les ondeaban la
mercancía prohibida, pasándola de bordo a
bordo. En 1610 «llevaron gran cantidad de
mercadurías ondeadas de naos de los dichos estrangeros, que de todas naciones los llevan allí, en tanta cantidad
que sobran para proveer de ellas a todas las Indias».
También se pueden considerar como mercancía
ilícita los pasajeros clandestinos, frailes y personas encubiertas. Los jueces tenían órdenes terminantes
para no dejarlos embarcar, pero en ocasiones sabían abrir la mano. Lo mismo
pasaba con los esclavos, que no podían
llevarse a las Indias sin licencia, pero se
llevaban a vender, a pesar de las órdenes, bajo cubierto de alguna amistad o intervención de algún personaje poderoso.
La práctica de las mercancías desviadas es propia de
los viajes de retorno. Para evitar esta clase
de fraude, se había establecido que todos
los navíos que iban a Indias debían regresar directamente a Sevilla, donde se podía examinar y fiscalizar más
fácilmente su carga. El control sevillano se
eludía por medio del invento llamado arribada, y que ahora llamaríamos caso de fuerza mayor. Su principio es el mismo que hemos visto regir en la desviación de las
salidas. El viaje de retorno se hacía en condiciones de navegación difíciles,
que provocaban a menudo la pérdida del
rumbo y la desarticulación de las flotas.
La necesidad del contrabando inspiró a muchos que
fingiesen arribadas forzosas allí donde no las
había; y como algunas veces las había de verdad, era difícil determinar en cada caso la buena o la mala fe de los navegantes. El Consejo de Indias había llegado
rápidamente a la conclusión que todas las
arribadas forzosas de Canarias eran fraudulentas. Los jueces de Indias se permitían profesar una opinión
diferente y demostrarse más tolerantes y comprensivos. En este caso, parece que no se les debe culpar mucho: las
mismas residencias que se les toma a
los jueces suelen hacer la vista gorda sobre esta clase de infracciones, en consideración a la pobreza y a
las necesidades del país. A partir de
1652, el Consejo de Indias, a petición del Cabildo, autorizó a los barcos canarios a que regresasen directamente a sus
islas, con alguna carga de productos
americanos: es éste uno de los ejemplos de
contrabando que, por necesidad, se transforma del día a la mañana en tráfico legal.
Los productos americanos importados de este modo a
Canarias, tanto por contrabando como por
los medios legales del retorno autorizado,
rebasaban con mucho las necesidades del mercado insular. Era preciso darles una salida, con lo cual el primer
contrabando originaba otro. Los productos que se traían de América se escogían
de tal modo, que tuvieran aceptación en el
mercado internacional: era el caso del añil, del palo de Campeche, del tabaco, del cuero. Parte de estos productos
se llevaba a algún puerto peninsular, evitando la aduana de Sevilla pero en la mayor parte de los casos, entran en
el circuito del comercio internacional.
De este modo, las islas Canarias, y la plaza de
Santa Cruz en particular, se han transformado en
una central de redistribución de las mercancías americanas. No sólo de las colonias españolas: el palo de Brasil no llega, como debería, a Portugal, sino a
Canarias, y de ahí a Flandes, y lo mismo
pasa con los azúcares brasileños. El tabaco llevado
de La Habana a
Canarias se embarca en Santa Cruz para Inglaterra o Flandes para Francia,
debido a las relaciones privilegiadas con este país, el contrabando se transforma en 1719 en comercio legal. En
cuanto a cueros, Tenerife exporta anualmente
unas 11.000 piezas, es decir, bastante más
de lo que produce. El añil y el palo de Campeche tienen buena venta en los
mercados de Londres y Amsterdam. Algunas veces se cargan en Tenerife navíos enteros con géneros de contrabando.
En 1647 se mandan a Londres artículos prohibidos en tres navíos diferentes.
La mercancía es propiedad de Duarte Enríquez
Álvarez, recaudador de las reales rentas y por consiguiente persona por encima de los inconvenientes que comúnmente puede tener
el contrabando; sin duda el interesado está
preparando su próximo y definitivo traslado a
Londres, donde se establecerá como importador de vinos canarios y hará profesión de enemigo de los españoles.
Para con los traficantes a la exportación, el juez
de Indias solía mostrarse muy duro; quizá
influía en su ánimo el cuarto que pertenecía al juez en
todos los contrabandos que se descubrían. Algunas veces pudo beneficiarse, aunque ignoremos la cantidad de operaciones ilícitas que pudieron intervenir los jueces. De
todos modos, el comercio ilícito no dejó de florecer. En Tenerife saben todos
que se esperan navíos de partes
prohibidas, o con pasaporte falso, o con mercancías que no deberían admitirse. A menudo los contrabandistas no ponen reparos a la hora de declarar ante notario
los géneros que han introducido o que
pretenden vender.
Todo
se hace a la luz del día. No es misterio para nadie que el comandante general de la colonia marqués de
Tabalosos «era el que principalmente disfrutaba el comercio de Indias
y, como se sabía que el modo de conseguir lo que deseaban era por interesarlo,
daban a estos fines; y tuvo la bondad de volver algunas cantidades a algunos
que las havían dado por algún fin que no consiguieron» prueba de que en el
contrabando no falta la honradez
profesional. Más tarde, todos saben que, para introducir géneros prohibidos,
se debe pagar el 12% al comandante del Resguardo, don Antonio Silva,
protegido del comandante general y poeta en sus horas libres, marqués de Casa Cagigal.
Lo grave no es que una
política desacertada haya producido estos
efectos, sino que los mismos efectos se consideren
públicamente con tan culpable indulgencia. Una orden real de 1790
mandaba «que las personas que se hayan ocupado en el contrabando y no acrediten haberle dexado pasado tres años,
no puedan obtener los oficios de
república». Pasados tres años, todos los organismos oficiales pueden
estar llenos de contrabandistas arrepentidos.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 88 y ss.).
1601 diciembre
28.
El Cabildo colonial de Tenerife, dispone: “Que den 200 azotes y
destierren perpetuamente a un barquero que trae clandestinamente viajeros de Gran Canaria y los
desembarca en playas remotas.
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