UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII
DECADA 1601-1700
CAPITULO XV-XII
Guayre
Adarguma Anez’ Ram n Yghasen
1604.
Se
levantan en el Puerto de la
Orotava, Tenerife, donde dicen el Puerto Viejo,
fortificaciones con Artillería que en el año siguiente rechazaron a cinco naves
de piratas que intentaron apoderarse de alguna de las carabelas allí surtas: la
defensa fue dirigida por el Regidor Don Antonio Lutzardo de Franchy.
1604.
El
Cabildo de La Laguna
conocía hasta 10.000 mrs. A partir de 1604 se le atribuyó, como a todos los
ayuntamientos, el conocimiento hasta 20.000 mrs., elevado a 30.000 para casos de apelación (LL: R.XI/25 y R.XII/13).
1604.
El hospital en Icod se empezó a reedificar en el año
1604 por cuanto era muy viejo y se estaba cayendo. En el altar de la iglesia,
cuya reconstrucción se acabó en el año 1609, se pusieron el Crucificado de
madera grande que estaba colocado en él desde el año 1580, la imagen de bulto
de la Virgen
de los Dolores de la hermandad de la Misericordia, que lo estaba desde el año 1584, y
la de bulto de San Juan Ante Portarla Latina, que hicieron traer el capitán
Juan de Alzola, fallecido a principios del año 1605, y otros vecinos por haber
salido patrono de las viñas. (Espinosa de los Monteros y Moas, 2006).
1604.
El Cabildo colonial de Tenerife, autoriza la saca de
2.041 fanegas de trigo con destino a
Sevilla (España), procedentes de las rentas eclesiásticas (AHP: 1528/226).
1604.
El
colono y regidor Luís de Samartín Cabrera vendió 70 botas de mosto de 136
azumbres a Diego de Monsalve, vecino de La Laguna, de sus viñas de
Tegueste el Nuevo y de la capital (La Laguna), recibiendo en el acto 10.000 rs. a
cuenta (AHPSCT, leg. 465, P 76).
Los abastos
En los abastos, el trigo fue siempre la preocupación
primordial y la más acuciante de todas. Las
carestías fueron frecuentes; e incluso sin ellas, Tenerife había dejado de ser
autosuficiente desde el punto de vista de la
producción de cereales y dependía en gran parte del mercado exterior. Una guerra era igual o peor que una
sequía; entre las dos, el espectro del hambre no se alejaba nunca lo bastante
como para que se le olvidase. Las decisiones
referentes a la saca y a la veda, a la compra
de trigo de fuera y a los precios del pan, forman la parte más importante de los temas que trata ordinariamente el
Cabildo.
La saca era la licencia concedida a los vecinos de
Tenerife, de poder vender fuera de su isla la
tercera parte de su producción de trigo y de cebada, cuando las necesidades del abastecimiento quedaban convenientemente aseguradas. Esta licencia se ha
repetido varias veces a lo largo del siglo XVI; en el siglo siguiente vino a ser inútil, porque la
producción de la isla no llegaba ya nunca a
ser excedentaria, para dar lugar a la
exportación.
La prohibición de la saca era más difícil de
hacer observar. Se necesitaba toda una
organización de vigilancia, que efectivamente se proveyó. Se necesitaba derogar la ordenanza que había establecido el trigo como moneda legal, y la cosa era bastante más
difícil, porque podía dar al traste con
todo el sistema ! . Era preciso quitarles a los vecinos su única ganancia, en una época en que el trigo era
el solo producto exportable de Tenerife is.
Así y todo, las prohibiciones o vedas fueron frecuentes.
La policía de la veda se hacía bastante bien. Sin
embargo, grandes cantidades de productos vedados
escapaban legalmente a la vigilancia, bien por pertenecer a las tercias reales,
que no podían ser sometidas a ninguna medida restrictiva. O porque procedían de
las rentas eclesiásticas, que gozaban de
exención. Cuando había escasez, se compraba
trigo de cualquier parte, incluso con cierta febrilidad, que podía ir a veces más allá de su objeto y comprar más de lo
que se necesitaba.
Cuando sobraba, no se podía conservar y se calentaba
o criaba gorgojo, afortunadamente no era frecuente
que quedase trigo de un año para otro. Además,
para importar hacía falta tener dinero líquido, que era otro de los problemas acuciantes de la economía
isleña y dificultaba a menudo la operación.
La pragmática de 1765, que establecía la libertad del comercio de granos, no tuvo efectos inmediatos en
Tenerife, porque en los años siguientes el Cabildo
hizo postura como antes.
En el caso del pescado, el problema con que se
enfrenta la administración no es la escasez, sino el precio de venta, que le
parece siempre demasiado alto.
Periódicamente se fijan los precios oficiales, por categorías
de pescado, que tienen por lo menos el interés de documentar las preferencias de cada época y la existencia
de una escala de valores de las distintas
especies, que no coincide con la nuestra'.
Las condiciones en que se verifica la venta son
objeto de tanteos y experiencias incesantes. El
pescado salado se vende por docenas, según lo dispuesto por el Cabildo; luego parece que la ordenanza no es justa, porque con este sistema tanto vale el pargo
grande como el pequeño y resultan perjudicados
los pobres, de modo que se acuerda que se vendan al peso. Después, sin que sepamos por qué, consta que se vuelve a vender por docenas o, como dicen, por
ruedas, porque vienen ensartados en
redondo. Luego se decide que el pescado salado se debe vender al peso. sin duda por razones similares a las anteriores; y
a las tres semanas se conviene que es mejor que
se venda como antes, a ojo. De igual modo,
las normas referentes al lugar de la venta oscilan durante dos siglos, porque
se quiere probar alternativamente si es mejor fórmula la obligación de vender
en el mercado, o la libertad de despachar en la calle. En cuanto
a los precios establecidos en las posturas,
parece que miran siempre hacia abajo. El Cabildo considera su deber mantener sin alteración el nivel de los
precios, «según la práctica inmemorial»; pero
los pescadores aprecian menos esta tradición y público, por dos caminos distintos: por medio de los taberneros y de las vendederas, que compran el vino directamente de
los cosecheros, y por algunos vecinos
que son al mismo tiempo cosecheros y despachan en su casa su propia producción. La política de los gobernantes, fundada en la represión de la reventa, estimula
naturalmente a los últimos. Para
mejor distinguirlos, los vecinos cosecheros pondrán en la entrada de sus casas un ramo que sirva de
distintivo, mientras los taberneros utilizarán un pendón. Además, queda
prohibida la importación de vino,
incluyendo a los que proceden de las demás islas.
El proteccionismo a la producción se hace evidente
en el largo pleito que tuvieron los mismos vecinos cosecheros de Santa Cruz con
los comerciantes extranjeros. Una provisión de la Real Audiencia había prohibido a los forasteros de Santa Cruz la
venta de vinos al por menor. Esta medida,
que no hacía más que repetir una disposición administrativa general que impedía a los extranjeros el comercio al detalle,
estaba perfectamente de acuerdo con la política económica del Cabildo y había intervenido en un momento en que
precisamente se intentaba romper el monopolio de
hecho de los extranjeros en el comercio
insular. El alcalde de Santa Cruz, Antonio Tomás de Castro, mandó ejecutar la
provisión. Pero los intereses en juego eran importantes
y los forasteros supieron defenderse con eficacia. El corregidor, convencido de
la justicia de la causa extranjera, por argumentos que ignoramos, suspendió de su cargo al alcalde y dio
comisión a Juan de Quiñones para
administrar la justicia en su lugar.
El alcalde depuesto apeló al tribunal de la Audiencia, quien mandó que se le devolviese el cargo, por su provisión
de 1 de marzo de 1732.
A su vez, el corregidor apeló de la sentencia y, con la rapidez que caracterizaba a la justicia, al cabo de seis
años recayó nueva provisión, idéntica a la
primera: la venta de vinos al pormenor no se permitía en Santa Cruz más que por mano de los vecinos cosecheros. Luego hubo nueva oposición y apelación del Cabildo,
nuevo y largo pleito, con providencia que
confirmaba a las anteriores, despachada en 3 de
noviembre de 1756 y ejecutada en Santa Cruz por edicto publicado en 15 de febrero de 1757 por el alcalde
Francisco Javier de Lima, cuando ya
habían pasado 25 años de la primera sentencia favorable.
Los vecinos cosecheros tenían todos los derechos.
Después de haber ganado contra los
regatones y contra los forasteros, pretendieron ganar también contra los
productores de otros lugares de la isla y hacerse dueños del mercado santacrucero. En 1737 se opusieron a la venta de vinos introducidos en Santa Cruz por
particulares de La Laguna y por el beneficiado de Taganana. Más aun,
habían sacado provisión de la Audiencia, para que
fuesen preferidos en el embarque de vinos a
Indias; pero protestaron el Cabildo y el síndico personero, representando al tribunal que los de Santa Cruz no
eran precisamente lo que se llama
cosecheros.
La verdad de esta observación se hizo evidente años
más tarde. En 1757, una orden real prohibió una vez más la introducción de vinos
de fuera, pero con una cláusula de reserva que ocasionó mucho ruido. Aun dando
por entendido que no se admitía la importación de vinos y aguardientes, se les dejaba excepcionalmente la libertad de entrada en los casos en que no era suficiente la
producción local para completar el
registro de Indias. Es curioso observar que, en este caso, Santa Cruz aboga en favor de la libertad, en contra
de la corriente unánime de la opinión
tinerfeña. Curioso, pero no inexplicable, si se considera
que, así como ya lo había afirmado el Cabildo, la opinión santacrucera era la del comercio de exportación: y
al comercio e interesaba tener qué
vender, sin mirar de dónde venía. Es una incoherencia más: a pocos años de distancia, Santa Cruz lucha para prohibir, y luego para conseguir la importación de vinos
extranjeros. Pero la incoherencia es sólo
aparente: en realidad se persigue el mismo objeto, que es asegurarse la posibilidad de vender.
En Santa Cruz, los despachos de bebida eran
comercios que generalmente estaban en manos de
mujeres. De las veinte lonjas que existían en
1739, sólo en dos había hombres como dueños. Todos o casi todos estos locales estaban concentrados, por un lado en la calle
de San José, y por el otro en los alrededores
de la Caleta y
en el Cabo: en la misma fecha, sólo había una fonda aislada, más arriba del convento de San Francisco. Hacia 1802 había 36 tabernas
y 22 bodegas, con 32 figones o casas de
comidas: es decir que para cada 77 habitantes
había una tienda que despachaba vino —sin contar a los que vendían de su propia cosecha—. La concentración de
este comercio en la parte baja del lugar se
explica por la frecuentación de los marineros,
a quienes debían llamar la atención. Hasta muy recientemente, los tres núcleos de esta concentración, la calle de
San Sebastián en su tramo más bajo, las
calles entre la Caleta
y la de Cruz Verde, y la calle de San José, han
conservado este carácter primitivo, de refugio o cebo para el viajero, muy típico en todos los puertos del
mundo y que ahora está desapareciendo en Santa Cruz.
Las fondas fueron duramente castigadas en sus
principios, como enemigos que eran del bien
público. Ningún tabernero tenía licencia de dar de comer, «porque compran la carne o pescado de secreto y las otras cosas, en manera que el pueblo no se
aprovecha» y, caso de olvidarse de esta ordenanza, se le refrescará la memoria
con cien azotes"'. Pero es preciso transigir con la dura necesidad: ya que
de todos modos dan de comer, por lo menos que
lo puedan hacer «con tal que compren la carne
e pescado de la carnecería e plazas»; además, que no sirvan comida a ningún bergante, porque el que quiere
comer, primero tiene que trabaja. Debe tenerse
en cuenta que los regidores que establecen
tales normas son contemporáneos de Tomás Moro y de su Utopía. En conformidad con las profundas
convicciones que abrigan en sus pechos de
ciudadanos honrados, deciden de igual modo que los esclavos
no deben beber vino en las tabernas, y que los pescadores no pueden vender a
los taberneros más pescado que a los otros vecinos. A pesar de todas las severidades del Cabildo, hubo mesones en La Laguna, y también los hubo en Santa Cruz. El primer
mesonero del lugar al que conocemos por su nombre fue Lope de Fuentes,
en 1507; a lo mejor no era el primero, ya que
en el año siguiente consta a existencia de otro mesón, en que vende Alonso de las Hijas a Fernando de Talavera. En general el mesonero tenía por oficio
principal el de tendero o de tabernero, y sólo
casualmente ponía alguna cama a disposición de sus clientes.
Durante largo tiempo no hubo en Santa Cruz ni en todas las islas ninguna posada verdadera. Cuando la real orden
de 22 de septiembre de 1770 quiso reglamentar esta última profesión, el
Cabildo no recogió la sugerencia del
gobierno. Su parecer era «que en esta ysla, así por la estreches de su terreno como por la grande inmediación que entre sí
Pero los extranjeros son testarudos y no les
basta, para convencerse, los dictados del
Cabildo. El francés Juan Francisco Bocher, que había venido como cocinero del marqués de Branciforte, se dio cuenta que allí había un negocio y que un mesón de verdad
no había de resultar inútil: puso, pues, la
hospedería en la calle de San José, ofreciendo a sus clientes comida, cama, cuarto y luz. El comandante general lo
había apoyado en su empresa; pero al poco
tiempo se percató Bocher que muchos de los
clientes eventuales preferían la competencia desleal que le hacían un sastre y
un panadero, con las camas que ponían a su disposición. Los denunció por ejercicio ilegal de la profesión y, para
distinguirse de aquellos intrusos, pidió
licencia para poner un cartel o muestra en la calle. Como había tenido la buena
idea de presentar su queja al comandante, no le fue difícil conseguir lo que
solicitaba"'. Después hubo otra
fonda, mala, en que se comía todavía peor, tenida por un milanés. En 1810, Santa Cruz era la única población del archipiélago, que disponía de una fonda para viajeros.
De una manera general, el
comercio adolece de cierta promiscuidad. Todos venden de todo, desde que hay algo para vender y alguien
para comprar. Así como el mesonero puede ser al mismo tiempo panadero, no es
raro que el sastre venda vino o que la lonja de sal la tenga un marinero. En cuando a las tiendas de
menudencias, objetos de lujo o de modas,
parecen haber hecho su primera aparición hacia 1730-1750 y estuvieron casi exclusivamente en manos de comerciantes malteses.
todavía siguen formando un renglón importante del comercio santacrucero, y,
como entonces, en manos de comerciantes extranjeros. Las facilidades que
ofrecían a la vez que, las tentaciones que representaban llamaron la atención de
los moralistas del siglo: fueron ampliamente discutidas, tanto positiva como negativamente, y no faltó quien pensara que
con ellas había entrado en las islas el espíritu de perdición. Si fue así, entonces Santa Cruz era
ya un lugar perdido, porque el pandemónium del comercio callejero se había instalado definitivamente «en el
lugar de Santa Cruz, como el más rico» °. Sus tiendas, que eran 33 en 1789, nueve de
ellas de mayoristas, eran 147 en 1803, de ellas 29 de primera clase, 36 de la segunda, 61 de la tercera y 21 almacenes, sin
contar con cuatro casas de juego. (Alejandro
Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 23 y ss.).
1604.
Autores
criollos canarios que han escrito sobre la colonia, según el clérigo católico e
historiador José de Viera y Clavijo.
“Betancor (Licenciado Juan de). Racionero de la catedral de
Canaria, ayo y maestro de don Agustín de
Roxas, segundo marqués-conde de Lanzarote, escribió, por los años de 1604, Del origen y conquista de las islas de Canaria y del derecho de quintos de los señores de la casa de Herrera, obra muy
citada en los famosos litigios sobre el asunto.” (José de Viera y Clavijo, 1978 T. 2: 403 y ss.)
1604.
Autores
criollos canarios que han escrito sobre la colonia, según el clérigo católico e
historiador José de Viera y Clavijo
“Alvarez de los Reyes (Manuel). Natural de la ciudad de La Laguna de Tenerife, buen
poeta y economista, escribió en verso
castellano Alabanza de la
gloriosa Santa Ana y San Joaquín, en Lisboa, por Payo Rodríguez,
1604, en octavo. D. Tomás Tamayo asegura que vio otra obra
manuscrita del mismo autor, intitulada Gobierno
y mesa de bastimentos para el remedio de muchos daños de las Islas de Canaria y en la mar y hacienda
del rey. Véase la
Bibliotheca nova de don Nicolás Antonio, tomo 1.°, páginas 262 y 580.” (José de Viera y Clavijo, 1978 T. 2: 400 y ss.)
1604 Enero
23.
R.C.
dirigida al Capitán D. Francisco de Benavides, Gobernador de Tenerife,
autorizando á los vecinos de los lugares de dicha Isla para que por tiempo de
cuatro años puedan llevar las armas después del toque de queda para que puedan
hallarse mas apercibidos para acudir á la defensa de la tierra; en Denia á 23
de Enero de 1604 folio 113.
1604 enero 23.
En cuanto al armamento de las milicias de Tenerife,
es imposible seguir año tras año las altas y
bajas que en tan importante cuestión sufrió el pequeño ejército insular. Hemos de conformarnos, por tanto, con
noticias dispersas que nos revelan la constante
preocupación del Cabildo en materia tan vital
para la defensa de la isla, así como el apoyo que recibió de la
Corona en sus peticiones y demandas.
Empecemos por hacer mención de la Real cédula de 23 de enero de
1604, ganada por el mensajero Francisco de
Mesa, por la que autoriza Felipe ni a los vecinos de Tenerife, pobladores de
los lugares marítimos, a poder llevar armas después del toque de queda sin ser
molestados por los gobernadores y justicias en atención a que estaban siempre
amenazados de piratas y corsarios. La incautación de
las armas por los gobernadores a aquellos
que desobedecían las leyes, amenazaba con perturbar la
defensa en las circunstancias de guerra, motivo por el cual el Rey autorizaba a los vecinos para poderlas portar de día y
de noche por plazo de cuatro años.
Al año siguiente, el Cabildo de Tenerife escribió al
Rey con fecha 11 de enero pidiéndole por merced
el poder adquirir en las fábricas reales porción de arcabuces, mosquetes y
pólvora para armar a las müicias, cosa a la que accedió Felipe III por Real cédula de 22 de julio de 1605.
Momento interesante en los problemas de armamento lo
señala el año 1618, por la constante
amenaza de los piratas argelinos, que hizo redoblar al Cabildo sus medidas de defensa y previsión generales. Una de
las más acertadas fue la adquisición en las
fábricas de Castro Urdíales de 1.000 lanzas y 500 arcabuces por el
vecino de Tenerife Rodrigo de Vera Acevedo,
mensajero y representante del Cabildo. Esta importante remesa de armas llegó a Tenerife en junio de 1618 a bordo del navio Nuestra
Señora de la Asunción., a cuyo capitán, Pedro Carranza, había contratado
el mismo Vera.
En 1625, cuando don Francisco de Andía Irarrazábal
vino a las Canarias como visitador militar
para inspeccionar sus fortalezas y reorganizar sus milicias, fue también portador de un obsequio regio de 600
arcabuces, que fueron repartidos entre las islas realengas.
Por último, revela indudable interés en materia de
armamento la Real
cédula de 6 de mayo de 1641, por cuanto autorizaba al Cabildo de Tenerife, vistas las buenas relaciones con Inglaterra y
el activo comercio de vinos que ccn ella
se sostenía, para adquirir en sus arsenales armas de fuego
por valor de 3.000 ducados.
Escasísima, por no decir nula, es en cambio la
información que poseemos sobre las milicias de Gran Canaria, La Palma e islas menores. Apenas si cabe puntualizar sobre ellas algunos
extremos particulares y concretos.
Ignoramos si las dos islas mayores, Gran Canaria y La Palma, se organizaron en el pie de tercios con
anterioridad a la visita del capitán general y reformador, don Francisco González de Andía e Irarrazábal
(1625). Parece, por abundantes
indicios, admisible el inclinarse por la afirmativa, y
en el mismo terreno algo inestable, sostener que eran entonces tres los tercios de Gran Canaria, que se llamaban de Las
Palmas, Telde y Guía, y dos los de La Palma, con cabeza en Santa
Cruz y Tazacorte.
La visita del capitán general Andía dio como
resultado una reducción momentánea en estas
unidades: en Gran Canaria sólo subsistieron dos, uno en Las Palmas y otro en Guía, mientras La Palma formaba un solo y único tercio con cabeza en la ciudad capital. En
cuanto al número de compañías de cada uno, no
hay la menor información.
Andía designó maestre de campo del tercio de
Las Palmas al regidor y capitán don
Hernando del Castillo Cabeza de Vaca por despacho de 2
de enero de 1626.
En todo lo demás, cabe dar por repetido aquí cuanto
se ha dicho sobre las milicias tinerfeñas, ya
que las limitaciones en la designación de capitanes y mandos superiores y los
privilegios se extendieron con generalidad por
todas las islas realengas.
Ya hemos visto citada a la isla de La Palma en la Real cédula de 29 de marzo de 1649 sobre recogida de títulos de maestres
de campo generales.
En efecto, el 14 de diciembre de 1630, aprovechando
su visita a esta isla, el capitán general don
Juan de Ribera Zambrana expidió título de maestre general de campo general a favor del capitán den Pedro de
Sotomayor y Topete, a quien le fue recogido, después de haberlo ejercido numerosos, a consecuencia de la cédula antecedente.
En las islas menores o de señorío, las milicias
quedaron organizadas sobre la base de las
antiguas compañías, sin llegar a formar tercio, de acuerdo con la corriente general.
Durante los primeros años del siglo xvn siguieron
teniendo el mando de las islas los sargentos
mayores veteranos, aunque subordinados nomi-nalments a los señores; mas al ir
cesando éstos por muerte o cambio de destino
y convertirse los sargentos mayores en un cargo más de las milicias, los señores rehabilitaron el mando militar
absoluto. Una Real cédula de 8 de junio de 1595 reconoció a los señores de las
islas pequeñas como capitanes a guerra de las
mismas.
Sin embargo, las tendencias centralistas se
hicieron también efectivas en las islas de
señorío: una Real cédula de 2 de febrero de 1647 ordenó con carácter general
que en lo sucesivo se hiciese terna para las capitanías de milicias al Consejo de guerra, y que tanto aquéllas como
la sargentía mayor habían de ser disfrutadas
por nombramiento del Rey. (A. Rumeu de Armas,
t.3. 1991:128 y ss.)
1604 Febrero 3.
El
cabildo colonial trató entre cuestiones de la construcción de un muelle en las
costas de Añazu (Santa Cruz) otros extremos dice: "...bajó el Cabildo al
Puerto de Santa Cruz y llamó á peritos así forasteros como naturales del
Puerto. y visto por los ojos las caletas, de común acuerdo todos vinieron en
que detrás de la
Fortaleza Vieja, en una punta que nace en ella, en donde en
tiempo de tormenta, por parte más cómoda y segura se ha tenido experiencia que
embarcan y desembarcan, y los pescadores cogen el pescado, que allí se haga un
muelle con una punta que entre todo lo que pudiere en la peña hacia el mar y
corra un lienzo por el Nordeste y otro hacia el Sureste, com escalones de una y
otra parte para que cruzando el viento de una parte, se abriguen de la otra. y
del dicho muelle hasta la plaza, se ha de hacer un terrapleno para que se entre
á dicho muelle en conformidad de la
Planta que ha hecho el Señor Gobernador. El qual edificio se
reedifique de los cantos y piedras que tiene el muelle viejo...” Esta Placeta es la que se llamó luego
Plaza Real, después de la
Constitución y hoy de la Candelaria”
Se
designó director de las obras al Maestro de Cantería Domingo González, y el
Cabildo nombró inspectores de ella a D. Cristóbal Trujillo de la Coba y al Capitán Pedro
Soler, Regidor.
Este
proyecto no se llevó a cabo y con los materiales procedentes del viejo, y
excavando en las rocas, se improvisaron los escalones de un desembarcadero en
la laja de San Cristóbal, que permitió reanudar el comercio, y durante más de
un siglo, las operaciones
portuarias
se efectuaron por la caleta de Blas Díaz conocida luego por la Caleta de la Aduana o simplemente La Caleta, sin que existiese
obra sólida que constituyese un desembarcadero, sino sólo algunos pescantes y
escaleras de tabla para facilitar el tráfico,
cuando
no podía efectuarse por la playa inmediata.
Así
continuó hasta mediados del siglo XVIII y fue el Comandante General Don Andrés
Bonito de Pignatelly el que inició la creación del puerto, suponiéndose que la
idea le fue sugerida por el Jefe del Real Cuerpo de Ingenieros de Canarias D.
Antonio Riviere que residía en Tenerife desde 1740; en un plano de la población
de Santa Cruz levantado por este Ingeniero, aparece un espigón en la costa,
como con anterioridad había ideado asimismo el Ingeniero de S.M. Don Miguel
Benito de Herrán (el 19 de Agosto de 1729).
1604 Febrero 6.
R.C.
expedida á petición del Cabildo de Tenerife por medio de su Regidor y Mensaje
de Francisco de Mesa, haciendo relación de concurrir á los puerto de la citada
isla muchos enemigos con armas procedentes de Inglaterra é islas rebeladas, por
lo cual los vecinos estaban todo el año con las armas en la mano acudiendo á la
defensa de ella; y que también se hacían estos alardes contra armadas de moros
que atacaban á las islas, y como la de Tenerife era frontera y se hallaba
dotada de numerosos puerto de mar; se hacía mas necesario acudir á su defensa
que á las otras; pero que la
Justicia mandaba tocar la campana de queda y se quitaban las
armas á los vecinos vendiéndolas á los navíos que iban á las Indias, por lo que
los mismos se quedaban desarmados, y que como eran pobres por lo general,
carecían de medios para volverse á armar y así la isla quedaba entregada á los
enemigos que la invadieran, por todo lo que solicitaba dicho mensajero que se
dejaran las armas como las tenían aquellos vecinos que eran gente humildes y
pacíficas, etc. En vista de lo expuesto, se manda por S.M. A la Audiencia y Cabildo de
Tenerife enviasen relación jurada en el plazo de sesenta días; en Valladolid á
6 de Febrero de 1604, folio 106. (En: José María Pinto de la Rosa, 1996)
Imagen: Primer
proyecto para la construcción del muelle de Santa Cruz de Tenerife.
(Servicio Histórico
Militar en: Rumeu de Armas, 1991).
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