sábado, 24 de agosto de 2013

CAPITULO XV-XII



UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII


DECADA 1601-1700


CAPITULO XV-XII




Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen

1604.
Se levantan en el Puerto de la Orotava, Tenerife, donde dicen el Puerto Viejo, fortificaciones con Artillería que en el año siguiente rechazaron a cinco naves de piratas que intentaron apoderarse de alguna de las carabelas allí surtas: la defensa fue dirigida por el Regidor Don Antonio Lutzardo de Franchy.

1604.
El Cabildo de La Laguna conocía hasta 10.000 mrs. A partir de 1604 se le atribuyó, como a todos los ayuntamientos, el conocimiento hasta 20.000 mrs., eleva­do a 30.000 para casos de apelación (LL: R.XI/25 y R.XII/13).

1604.
El hospital en Icod se empezó a reedificar en el año 1604 por cuanto era muy viejo y se estaba cayendo. En el altar de la iglesia, cuya reconstrucción se acabó en el año 1609, se pusieron el Crucificado de madera grande que estaba colocado en él desde el año 1580, la imagen de bulto de la Virgen de los Dolores de la hermandad de la Misericordia, que lo estaba desde el año 1584, y la de bulto de San Juan Ante Portarla Latina, que hicieron traer el capitán Juan de Alzola, fallecido a principios del año 1605, y otros vecinos por haber salido patrono de las viñas. (Espinosa de los Monteros y Moas, 2006).

1604.
El Cabildo colonial de Tenerife, autoriza la saca de 2.041 fanegas de trigo con destino a  Sevilla (España), procedentes de las rentas eclesiásti­cas (AHP: 1528/226).

1604.
El colono y regidor Luís de Samartín Cabrera vendió 70 botas de mosto de 136 azumbres a Diego de Monsalve, vecino de La Laguna, de sus viñas de Tegueste el Nuevo y de la capi­tal (La Laguna), recibiendo en el acto 10.000 rs. a cuenta (AHPSCT, leg. 465, P 76).


Los abastos
En los abastos, el trigo fue siempre la preocupación primordial y la más acuciante de todas. Las carestías fueron frecuentes; e incluso sin ellas, Tenerife había dejado de ser autosuficiente desde el punto de vista de la producción de cereales y dependía en gran parte del merca­do exterior. Una guerra era igual o peor que una sequía; entre las dos, el espectro del hambre no se alejaba nunca lo bastante como para que se le olvidase. Las decisiones referentes a la saca y a la veda, a la com­pra de trigo de fuera y a los precios del pan, forman la parte más im­portante de los temas que trata ordinariamente el Cabildo.
La saca era la licencia concedida a los vecinos de Tenerife, de po­der vender fuera de su isla la tercera parte de su producción de trigo y de cebada, cuando las necesidades del abastecimiento quedaban con­venientemente aseguradas. Esta licencia se ha repetido varias veces a lo largo del siglo XVI; en el siglo siguiente vino a ser inútil, porque la producción de la isla no llegaba ya nunca a ser excedentaria, para dar lugar a la exportación.

La prohibición de la saca era más difícil de hacer observar. Se ne­cesitaba toda una organización de vigilancia, que efectivamente se pro­veyó. Se necesitaba derogar la ordenanza que había establecido el tri­go como moneda legal, y la cosa era bastante más difícil, porque podía dar al traste con todo el sistema ! . Era preciso quitarles a los vecinos su única ganancia, en una época en que el trigo era el solo producto exportable de Tenerife is. Así y todo, las prohibiciones o vedas fueron frecuentes.

La policía de la veda se hacía bastante bien. Sin embargo, grandes cantidades de productos vedados escapaban legalmente a la vigilancia, bien por pertenecer a las tercias reales, que no podían ser sometidas a ninguna medida restrictiva. O porque procedían de las rentas ecle­siásticas, que gozaban de exención. Cuando había escasez, se com­praba trigo de cualquier parte, incluso con cierta febrilidad, que podía ir a veces más allá de su objeto y comprar más de lo que se necesitaba.
Cuando sobraba, no se podía conservar y se calentaba o criaba gorgojo, afortunadamente no era frecuente que quedase trigo de un año para otro. Además, para importar hacía falta tener dinero líquido, que era otro de los problemas acuciantes de la economía isleña y dificultaba a menudo la operación. La pragmática de 1765, que establecía la li­bertad del comercio de granos, no tuvo efectos inmediatos en Tenerife, porque en los años siguientes el Cabildo hizo postura como an­tes.

En el caso del pescado, el problema con que se enfrenta la admi­nistración no es la escasez, sino el precio de venta, que le parece siem­pre demasiado alto. Periódicamente se fijan los precios oficiales, por categorías de pescado, que tienen por lo menos el interés de documen­tar las preferencias de cada época y la existencia de una escala de valo­res de las distintas especies, que no coincide con la nuestra'.

Las condiciones en que se verifica la venta son objeto de tanteos y experiencias incesantes. El pescado salado se vende por docenas, se­gún lo dispuesto por el Cabildo; luego parece que la ordenanza no es justa, porque con este sistema tanto vale el pargo grande como el pe­queño y resultan perjudicados los pobres, de modo que se acuerda que se vendan al peso. Después, sin que sepamos por qué, consta que se vuelve a vender por docenas o, como dicen, por ruedas, porque vienen ensartados en redondo. Luego se decide que el pescado salado se de­be vender al peso. sin duda por razones similares a las anteriores; y a las tres semanas se conviene que es mejor que se venda como antes, a ojo. De igual modo, las normas referentes al lugar de la venta osci­lan durante dos siglos, porque se quiere probar alternativamente si es mejor fórmula la obligación de vender en el mercado, o la libertad de despachar en la calle. En cuanto a los precios establecidos en las pos­turas, parece que miran siempre hacia abajo. El Cabildo considera su deber mantener sin alteración el nivel de los precios, «según la práctica inmemorial»; pero los pescadores aprecian menos esta tradición y público, por dos caminos distintos: por medio de los taberneros y de las vendederas, que compran el vino directamente de los cosecheros, y por algunos vecinos que son al mismo tiempo cosecheros y despachan en su casa su propia producción. La política de los gobernantes, fun­dada en la represión de la reventa, estimula naturalmente a los últi­mos. Para mejor distinguirlos, los vecinos cosecheros pondrán en la entrada de sus casas un ramo que sirva de distintivo, mientras los ta­berneros utilizarán un pendón. Además, queda prohibida la impor­tación de vino, incluyendo a los que proceden de las demás islas.

El proteccionismo a la producción se hace evidente en el largo pleito que tuvieron los mismos vecinos cosecheros de Santa Cruz con los comerciantes extranjeros. Una provisión de la Real Audiencia ha­bía prohibido a los forasteros de Santa Cruz la venta de vinos al por menor. Esta medida, que no hacía más que repetir una disposición ad­ministrativa general que impedía a los extranjeros el comercio al deta­lle, estaba perfectamente de acuerdo con la política económica del Ca­bildo y había intervenido en un momento en que precisamente se intentaba romper el monopolio de hecho de los extranjeros en el co­mercio insular. El alcalde de Santa Cruz, Antonio Tomás de Castro, mandó ejecutar la provisión. Pero los intereses en juego eran impor­tantes y los forasteros supieron defenderse con eficacia. El corregidor, convencido de la justicia de la causa extranjera, por argumentos que ignoramos, suspendió de su cargo al alcalde y dio comisión a Juan de Quiñones para administrar la justicia en su lugar.
El alcalde depuesto apeló al tribunal de la Audiencia, quien man­dó que se le devolviese el cargo, por su provisión de 1 de marzo de 1732. A su vez, el corregidor apeló de la sentencia y, con la rapidez que caracterizaba a la justicia, al cabo de seis años recayó nueva provi­sión, idéntica a la primera: la venta de vinos al pormenor no se per­mitía en Santa Cruz más que por mano de los vecinos cosecheros. Luego hubo nueva oposición y apelación del Cabildo, nuevo y largo pleito, con providencia que confirmaba a las anteriores, despachada en 3 de noviembre de 1756 y ejecutada en Santa Cruz por edicto pu­blicado en 15 de febrero de 1757 por el alcalde Francisco Javier de Lima, cuando ya habían pasado 25 años de la primera sentencia favo­rable.

Los vecinos cosecheros tenían todos los derechos. Después de ha­ber ganado contra los regatones y contra los forasteros, pretendieron ganar también contra los productores de otros lugares de la isla y ha­cerse dueños del mercado santacrucero. En 1737 se opusieron a la venta de vinos introducidos en Santa Cruz por particulares de La La­guna y por el beneficiado de Taganana. Más aun, habían sacado pro­visión de la Audiencia, para que fuesen preferidos en el embarque de vinos a Indias; pero protestaron el Cabildo y el síndico personero, re­presentando al tribunal que los de Santa Cruz no eran precisamente lo que se llama cosecheros.
La verdad de esta observación se hizo evidente años más tarde. En 1757, una orden real prohibió una vez más la introducción de vi­nos de fuera, pero con una cláusula de reserva que ocasionó mucho ruido. Aun dando por entendido que no se admitía la importación de vinos y aguardientes, se les dejaba excepcionalmente la libertad de en­trada en los casos en que no era suficiente la producción local para completar el registro de Indias. Es curioso observar que, en este caso, Santa Cruz aboga en favor de la libertad, en contra de la corriente unánime de la opinión tinerfeña. Curioso, pero no inexplicable, si se considera que, así como ya lo había afirmado el Cabildo, la opinión santacrucera era la del comercio de exportación: y al comercio e inte­resaba tener qué vender, sin mirar de dónde venía. Es una incoheren­cia más: a pocos años de distancia, Santa Cruz lucha para prohibir, y luego para conseguir la importación de vinos extranjeros. Pero la inco­herencia es sólo aparente: en realidad se persigue el mismo objeto, que es asegurarse la posibilidad de vender.

En Santa Cruz, los despachos de bebida eran comercios que ge­neralmente estaban en manos de mujeres. De las veinte lonjas que existían en 1739, sólo en dos había hombres como dueños. Todos o casi todos estos locales estaban concentrados, por un lado en la calle de San José, y por el otro en los alrededores de la Caleta y en el Cabo: en la misma fecha, sólo había una fonda aislada, más arriba del con­vento de San Francisco. Hacia 1802 había 36 tabernas y 22 bode­gas, con 32 figones o casas de comidas: es decir que para cada 77 ha­bitantes había una tienda que despachaba vino —sin contar a los que vendían de su propia cosecha—. La concentración de este comercio en la parte baja del lugar se explica por la frecuentación de los mari­neros, a quienes debían llamar la atención. Hasta muy recientemente, los tres núcleos de esta concentración, la calle de San Sebastián en su tramo más bajo, las calles entre la Caleta y la de Cruz Verde, y la calle de San José, han conservado este carácter primitivo, de refugio o cebo para el viajero, muy típico en todos los puertos del mundo y que aho­ra está desapareciendo en Santa Cruz.
Las fondas fueron duramente castigadas en sus principios, como enemigos que eran del bien público. Ningún tabernero tenía licencia de dar de comer, «porque compran la carne o pescado de secreto y las otras cosas, en manera que el pueblo no se aprovecha» y, caso de olvi­darse de esta ordenanza, se le refrescará la memoria con cien azotes"'. Pero es preciso transigir con la dura necesidad: ya que de todos modos dan de comer, por lo menos que lo puedan hacer «con tal que com­pren la carne e pescado de la carnecería e plazas»; además, que no sir­van comida a ningún bergante, porque el que quiere comer, primero tiene que trabaja. Debe tenerse en cuenta que los regidores que es­tablecen tales normas son contemporáneos de Tomás Moro y de su Utopía. En conformidad con las profundas convicciones que abrigan en sus pechos de ciudadanos honrados, deciden de igual modo que los esclavos no deben beber vino en las tabernas, y que los pescadores no pueden vender a los taberneros más pescado que a los otros vecinos. A pesar de todas las severidades del Cabildo, hubo mesones en La Laguna, y también los hubo en Santa Cruz. El primer mesonero del lu­gar al que conocemos por su nombre fue Lope de Fuentes, en 1507; a lo mejor no era el primero, ya que en el año siguiente consta a existencia de otro mesón, en que vende Alonso de las Hijas a Fernando de Talavera. En general el mesonero tenía por oficio principal el de tendero o de tabernero, y sólo casualmente ponía alguna cama a disposición de sus clientes. Durante largo tiempo no hubo en Santa Cruz ni en todas las islas ninguna posada verdadera. Cuando la real orden de 22 de septiem­bre de 1770 quiso reglamentar esta última profesión, el Cabildo no re­cogió la sugerencia del gobierno. Su parecer era «que en esta ysla, así por la estreches de su terreno como por la grande inmediación que entre sí Pero los extranjeros son testarudos y no les basta, para convencer­se, los dictados del Cabildo. El francés Juan Francisco Bocher, que ha­bía venido como cocinero del marqués de Branciforte, se dio cuenta que allí había un negocio y que un mesón de verdad no había de re­sultar inútil: puso, pues, la hospedería en la calle de San José, ofrecien­do a sus clientes comida, cama, cuarto y luz. El comandante general lo había apoyado en su empresa; pero al poco tiempo se percató Bocher que muchos de los clientes eventuales preferían la competencia desleal que le hacían un sastre y un panadero, con las camas que ponían a su disposición. Los denunció por ejercicio ilegal de la profesión y, para distinguirse de aquellos intrusos, pidió licencia para poner un cartel o muestra en la calle. Como había tenido la buena idea de presentar su queja al comandante, no le fue difícil conseguir lo que solicitaba"'. Después hubo otra fonda, mala, en que se comía todavía peor, tenida por un milanés. En 1810, Santa Cruz era la única población del ar­chipiélago, que disponía de una fonda para viajeros.

De una manera general, el comercio adolece de cierta promiscui­dad. Todos venden de todo, desde que hay algo para vender y alguien para comprar. Así como el mesonero puede ser al mismo tiempo pa­nadero, no es raro que el sastre venda vino o que la lonja de sal la ten­ga un marinero. En cuando a las tiendas de menudencias, objetos de lujo o de modas, parecen haber hecho su primera aparición hacia 1730-1750 y estuvieron casi exclusivamente en manos de comercian­tes malteses. todavía siguen formando un renglón importante del comercio santacrucero, y, como entonces, en manos de comerciantes extranjeros. Las facilidades que ofrecían a la vez que, las tentaciones que representaban llamaron la atención de los moralistas del siglo: fue­ron ampliamente discutidas, tanto positiva como negativamente, y no faltó quien pensara que con ellas había entrado en las islas el espíritu de perdición. Si fue así, entonces Santa Cruz era ya un lugar perdido, porque el pandemónium del comercio callejero se había instalado de­finitivamente «en el lugar de Santa Cruz, como el más rico» °. Sus tiendas, que eran 33 en 1789, nueve de ellas de mayoristas, eran 147 en 1803, de ellas 29 de primera clase, 36 de la segunda, 61 de la terce­ra y 21 almacenes, sin contar con cuatro casas de juego. (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 23 y ss.).

1604.
Autores criollos canarios que han escrito sobre la colonia, según el clérigo católico e historiador José de Viera y Clavijo.

Betancor (Licenciado Juan de). Racionero de la catedral de Canaria, ayo y maestro de don Agus­tín de Roxas, segundo marqués-conde de Lanzarote, escribió, por los años de 1604, Del origen y conquista de las islas de Canaria y del derecho de quintos de los señores de la casa de Herrera, obra muy citada en los famosos litigios sobre el asunto.” (José de Viera y Clavijo, 1978 T. 2: 403 y ss.)

1604.
Autores criollos canarios que han escrito sobre la colonia, según el clérigo católico e historiador José de Viera y Clavijo

“Alvarez de los Reyes (Manuel). Natural de la ciudad de La Laguna de Tenerife, buen poeta y economista, escribió en verso castellano Ala­banza de la gloriosa Santa Ana y San Joaquín, en Lisboa, por Payo Rodríguez, 1604, en octavo. D. Tomás Tamayo asegura que vio otra obra manus­crita del mismo autor, intitulada Gobierno y mesa de bastimentos para el remedio de muchos daños de las Islas de Canaria y en la mar y hacienda del rey. Véase la Bibliotheca nova de don Nicolás An­tonio, tomo 1.°, páginas 262 y 580.” (José de Viera y Clavijo, 1978 T. 2: 400 y ss.)

1604 Enero 23.
R.C. dirigida al Capitán D. Francisco de Benavides, Gobernador de Tenerife, autorizando á los vecinos de los lugares de dicha Isla para que por tiempo de cuatro años puedan llevar las armas después del toque de queda para que puedan hallarse mas apercibidos para acudir á la defensa de la tierra; en Denia á 23 de Enero de 1604 folio 113.

1604 enero 23.
En cuanto al armamento de las milicias de Tenerife, es imposible se­guir año tras año las altas y bajas que en tan importante cuestión sufrió el pequeño ejército insular. Hemos de conformarnos, por tanto, con noti­cias dispersas que nos revelan la constante preocupación del Cabildo en materia tan vital para la defensa de la isla, así como el apoyo que recibió de la Corona en sus peticiones y demandas.

Empecemos por hacer mención de la Real cédula de 23 de enero de 1604, ganada por el mensajero Francisco de Mesa, por la que autoriza Felipe ni a los vecinos de Tenerife, pobladores de los lugares marítimos, a poder llevar armas después del toque de queda sin ser molestados por los gobernadores y justicias en atención a que estaban siempre amena­zados de piratas y corsarios. La incautación de las armas por los gober­nadores a aquellos que desobedecían las leyes, amenazaba con perturbar la defensa en las circunstancias de guerra, motivo por el cual el Rey auto­rizaba a los vecinos para poderlas portar de día y de noche por plazo de cuatro años.

Al año siguiente, el Cabildo de Tenerife escribió al Rey con fecha 11 de enero pidiéndole por merced el poder adquirir en las fábricas reales porción de arcabuces, mosquetes y pólvora para armar a las müicias, cosa a la que accedió Felipe III por Real cédula de 22 de julio de 1605.

Momento interesante en los problemas de armamento lo señala el año 1618, por la constante amenaza de los piratas argelinos, que hizo re­doblar al Cabildo sus medidas de defensa y previsión generales. Una de las más acertadas fue la adquisición en las fábricas de Castro Urdíales de 1.000 lanzas y 500 arcabuces por el vecino de Tenerife Rodrigo de Vera Acevedo, mensajero y representante del Cabildo. Esta importante reme­sa de armas llegó a Tenerife en junio de 1618 a bordo del navio Nuestra Señora de la Asunción., a cuyo capitán, Pedro Carranza, había contratado el mismo Vera.

En 1625, cuando don Francisco de Andía Irarrazábal vino a las Ca­narias como visitador militar para inspeccionar sus fortalezas y reorganizar sus milicias, fue también portador de un obsequio regio de 600 ar­cabuces, que fueron repartidos entre las islas realengas.

Por último, revela indudable interés en materia de armamento la Real cédula de 6 de mayo de 1641, por cuanto autorizaba al Cabildo de Tene­rife, vistas las buenas relaciones con Inglaterra y el activo comercio de vinos que ccn ella se sostenía, para adquirir en sus arsenales armas de fuego por valor de 3.000 ducados.

Escasísima, por no decir nula, es en cambio la información que po­seemos sobre las milicias de Gran Canaria, La Palma e islas menores. Apenas si cabe puntualizar sobre ellas algunos extremos particulares y concretos.

Ignoramos si las dos islas mayores, Gran Canaria y La Palma, se or­ganizaron en el pie de tercios con anterioridad a la visita del capitán ge­neral y reformador, don Francisco González de Andía e Irarrazábal (1625). Parece, por abundantes indicios, admisible el inclinarse por la afirmativa, y en el mismo terreno algo inestable, sostener que eran entonces tres los tercios de Gran Canaria, que se llamaban de Las Palmas, Telde y Guía, y dos los de La Palma, con cabeza en Santa Cruz y Tazacorte.

La visita del capitán general Andía dio como resultado una reducción momentánea en estas unidades: en Gran Canaria sólo subsistieron dos, uno en Las Palmas y otro en Guía, mientras La Palma formaba un solo y único tercio con cabeza en la ciudad capital. En cuanto al núme­ro de compañías de cada uno, no hay la menor información.

Andía designó maestre de campo del tercio de Las Palmas al regidor y capitán don Hernando del Castillo Cabeza de Vaca por despacho de 2 de enero de 1626.

En todo lo demás, cabe dar por repetido aquí cuanto se ha dicho so­bre las milicias tinerfeñas, ya que las limitaciones en la designación de capitanes y mandos superiores y los privilegios se extendieron con gene­ralidad por todas las islas realengas.

Ya hemos visto citada a la isla de La Palma en la Real cédula de 29 de marzo de 1649 sobre recogida de títulos de maestres de campo gene­rales.

En efecto, el 14 de diciembre de 1630, aprovechando su visita a esta isla, el capitán general don Juan de Ribera Zambrana expidió título de maestre general de campo general a favor del capitán den Pedro de Sotomayor y Topete, a quien le fue recogido, después de haberlo ejercido numerosos, a consecuencia de la cédula antecedente.

En las islas menores o de señorío, las milicias quedaron organizadas sobre la base de las antiguas compañías, sin llegar a formar tercio, de acuerdo con la corriente general.

Durante los primeros años del siglo xvn siguieron teniendo el mando de las islas los sargentos mayores veteranos, aunque subordinados nomi-nalments a los señores; mas al ir cesando éstos por muerte o cambio de destino y convertirse los sargentos mayores en un cargo más de las mi­licias, los señores rehabilitaron el mando militar absoluto. Una Real cé­dula de 8 de junio de 1595 reconoció a los señores de las islas pequeñas como capitanes a guerra de las mismas.

Sin embargo, las tendencias centralistas se hicieron también efecti­vas en las islas de señorío: una Real cédula de 2 de febrero de 1647 or­denó con carácter general que en lo sucesivo se hiciese terna para las capitanías de milicias al Consejo de guerra, y que tanto aquéllas como la sargentía mayor habían de ser disfrutadas por nombramiento del Rey. (A. Rumeu de Armas, t.3. 1991:128 y ss.)

1604 Febrero 3.
El cabildo colonial trató entre cuestiones de la construcción de un muelle en las costas de Añazu (Santa Cruz) otros extremos dice: "...bajó el Cabildo al Puerto de Santa Cruz y llamó á peritos así forasteros como naturales del Puerto. y visto por los ojos las caletas, de común acuerdo todos vinieron en que detrás de la Fortaleza Vieja, en una punta que nace en ella, en donde en tiempo de tormenta, por parte más cómoda y segura se ha tenido experiencia que embarcan y desembarcan, y los pescadores cogen el pescado, que allí se haga un muelle con una punta que entre todo lo que pudiere en la peña hacia el mar y corra un lienzo por el Nordeste y otro hacia el Sureste, com escalones de una y otra parte para que cruzando el viento de una parte, se abriguen de la otra. y del dicho muelle hasta la plaza, se ha de hacer un terrapleno para que se entre á dicho muelle en conformidad de la Planta que ha hecho el Señor Gobernador. El qual edificio se reedifique de los cantos y piedras que tiene el muelle viejo...” Esta Placeta es la que se llamó luego Plaza Real, después de la Constitución y hoy de la Candelaria”

Se designó director de las obras al Maestro de Cantería Domingo González, y el Cabildo nombró inspectores de ella a D. Cristóbal Trujillo de la Coba y al Capitán Pedro Soler, Regidor.

Este proyecto no se llevó a cabo y con los materiales procedentes del viejo, y excavando en las rocas, se improvisaron los escalones de un desembarcadero en la laja de San Cristóbal, que permitió reanudar el comercio, y durante más de un siglo, las operaciones
portuarias se efectuaron por la caleta de Blas Díaz conocida luego por la Caleta de la Aduana o simplemente La Caleta, sin que existiese obra sólida que constituyese un desembarcadero, sino sólo algunos pescantes y escaleras de tabla para facilitar el tráfico,
cuando no podía efectuarse por la playa inmediata.

Así continuó hasta mediados del siglo XVIII y fue el Comandante General Don Andrés Bonito de Pignatelly el que inició la creación del puerto, suponiéndose que la idea le fue sugerida por el Jefe del Real Cuerpo de Ingenieros de Canarias D. Antonio Riviere que residía en Tenerife desde 1740; en un plano de la población de Santa Cruz levantado por este Ingeniero, aparece un espigón en la costa, como con anterioridad había ideado asimismo el Ingeniero de S.M. Don Miguel Benito de Herrán (el 19 de Agosto de 1729).

1604 Febrero 6.
R.C. expedida á petición del Cabildo de Tenerife por medio de su Regidor y Mensaje de Francisco de Mesa, haciendo relación de concurrir á los puerto de la citada isla muchos enemigos con armas procedentes de Inglaterra é islas rebeladas, por lo cual los vecinos estaban todo el año con las armas en la mano acudiendo á la defensa de ella; y que también se hacían estos alardes contra armadas de moros que atacaban á las islas, y como la de Tenerife era frontera y se hallaba dotada de numerosos puerto de mar; se hacía mas necesario acudir á su defensa que á las otras; pero que la Justicia mandaba tocar la campana de queda y se quitaban las armas á los vecinos vendiéndolas á los navíos que iban á las Indias, por lo que los mismos se quedaban desarmados, y que como eran pobres por lo general, carecían de medios para volverse á armar y así la isla quedaba entregada á los enemigos que la invadieran, por todo lo que solicitaba dicho mensajero que se dejaran las armas como las tenían aquellos vecinos que eran gente humildes y pacíficas, etc. En vista de lo expuesto, se manda por S.M. A la Audiencia y Cabildo de Tenerife enviasen relación jurada en el plazo de sesenta días; en Valladolid á 6 de Febrero de 1604, folio 106. (En: José María Pinto de la Rosa, 1996)

Imagen: Primer proyecto para la construcción del muelle de Santa Cruz de Tenerife.
                         (Servicio Histórico Militar en: Rumeu de Armas, 1991).

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