UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII
DECADA 1601-1700
CAPITULO XV-XIII
Guayre
Adarguma Anez’ Ram n Yghasen
1604 febrero 9.
Al tratar de Santa Cruz de Tenerife en los siglos
xvii y xviii no puede ser pasado por alto
el problema acaso más fundamental para el futuro desarrollo
y prosperidad de esta verdadera ciudad, que no tenía entonces otros títulos oficiales que los de puerto y plaza.
Nos referimos al muelle. de Santa
Cruz, acuciante problema cuya solución absorbió la atención de muchas
generaciones y que sigue y seguirá siendo eje de toda su vida y norte de todas
sus preocupaciones.
Habíamos dicho al referirnos al primitivo muelle de
Santa Cruz, situado en la playa de las
Carnicerías, que éste se había por completo arruinado en el año
1600, o como dicen con frase gráfica los regidores del Cabildo de Tenerife, el muelle—seguramente con los despojos de su propia
ruina—"se había tupido!'. Cuatro años pasaron sin que las autoridades buscasen una solución adecuada a este acuciante
problema hasta que las quejas y
demandas incesantes de factores y mercaderes, junto con la disminución del comercio y tráfico forzó al
Cabildo a reunirse, transcurrido este
plazo, para deliberar sobre tan importante extremo.
El acuerdo tomado el 9 de febrero de 1604 es digno
de ser reproducido textualmente:
"Que es notorio que los daños e inconvenientes
que han sucedido en el puerto de Santa
Cruz, por no haber en él un buen desembarcadero, puesto que el que en tiempos
pasados había se ha tupido, y que aunque este Cabildo ha procurado remediarlo,
no ha sido posible, y se ve que se ahogan muchas personas y no vienen a cargar los navios, y de once días a esta
parte se han ahogado dos mercaderes honrados y
estuvo a canto de ahogarse muchos más, y si
quedase sin remedio, las reales rentas se disminuirían, los vinos no se
cargaran y totalmente se arruinara esta isla; para remedio de lo cual este Cabildo fue al puerto de Santa Cruz, y llamó a
personas
peritas, así forasteros como naturales del puerto, y vistos por los ojos las caletas, de común acuerdo todos
vinieron, que para tiempo de tormenta y
remediar estos daños, detrás de la fortaleza vieja [de San Cristóbal],
en, una punta que nace de ella, que allí se haga, un muelle con una punta que entre todo lo que pudiere en la peña
hacia el mar, y corra un lienzo para el noroeste y otro hacia el oeste,
con escalones de una y otra parte,
para que cruzando el viento de una parte se abrigue de la otra; y del dicho
muelle hasta la plaza [de la Pila]
un terrapleno, para que se entre a
dicho muelle, en conformidad de la planta que ha hecho el señor gobernador, el cual edificio se verifique de
los cantos y piedras que tiene el mvxette viejo, y se compre
cal y todo lo demás, para lo cual nombran por diputados
a Cristóbal Trujillo de la Coba
e Pedro Soler, regidores..., e nombraron por obrero mayor a Domingo
Gonzáles".
Este proyecto, concebido, como puede verse, con gran
holgura, como una obra sólida y definitiva,
no se realizó jamás. Dificultades económicas o
técnicas impidieron su construcción. Apenas si, con los materiales del muelle viejo, unas veces, y excavando en la roca,
otras, se improvisaron los escalones del
desembarcadero, que con los pies de amarre y pequeñas obras adicionales
permitieron la reanudación del comercio con menores riesgos y peligros, pues facilitaba de extraordinaria manera el
trasiego de mercancías que hacían las
barcazas desde los navíos al lugar y viceversa.
Este desembarcadero en la lajá de San
Cristóbal, provisional y endeble, apenas resistió por unos años los embates
del mar, hasta el punto de que hubo de ser
abandonado y nadie se volvió a acordar más de él. Consta sin lugar a dudas que durante más de un siglo todo
el tráfico comercial se hizo por la
caleta de Blas Díaz, más tarde conocida por caleta de la Aduana o simplemente la Cailet®, sin
que en ella existiese ninguna obra sólida
que mereciese el nombre de muelle o desmbarcadero, sino sólo algunos pescantes y escaleras de tabla para facilitar
el tráfico cuando éste no se podía
verificar por la playa inmediata. El único plano de Santa Cruz de Tenerife que del siglo xvn se conserva nos
revela la costa completamente limpia
de toda obra artificial y sin más refugios que las pequeñas caletas o playas naturales.
Esta situación duró hasta casi mediados del siglo
xvni, y justo es consignar el nombre de aquel a
quien se debió el impulso inicial y la creación de una atmósfera favorable al proyecto. Al comandante general don
Andrés Bonito y Pignatelli cabe este honor y Santa Cruz de Tenerife está en deuda de gratitud por este motivo hacia él.
Sin embargo, la idea le debió ser sugerida a
don Andrés Bonito por el ingeniero militar;
en comisión de servicios en Canarias, don Antonio La Riviére, que residía en Tenerife desde 1740, a donde había venido
llamado por el comandante general don
Francisco José de Emparan, antecesor de Bonito,
para estudiar la fortificación del Archipiélago. En el plano de Santa Cruz de Tenerife de 1740, que hay que suponer
que fuese dibujado por este
inteligente ingeniero, aparece el puerto con el espigón de su muelle, lo que nos hace suponer que La Riviére sugirió a la corte
la construcción de tan importante obra,
base de la futura prosperidad económica de Santa Cruz.
Cuando don Andrés Bonito tomó posesión de su cargo
en Tenerife el 17 de enero de 1741, acogió
con el mayor entusiasmo el pensamiento del ingeniero
y le encargó del estudio y proyecto de las obras del futuro muelle. Mientras tanto, se consultó con Madrid la idea
para conocer la actitud de la corte y
las disponibilidades económicas del proyecto, según el apoyo que ésta diera, y
se recibió con la mayor brevedad una Real orden, de
14 de febrero de 1741, comunicada al comandante general por el duque de Montemar, aprobando la idea y resolviendo que
puesto que el muelle beneficiaría antes que a
nadie al comercio, éste arbitrase los fondos precisos para la ejecución de la obra.
Esta disposición real ordenaba además a Bonito
limpiar el fondo de la rada de las anclas hundidas a través de tantos años en
naufragios y combates, pues está probado que
cortaban las amarras a los navíos, de manera inadvertida, con peligro para la
seguridad de éstos. Consta, en efecto, que en este
mismo año don Andrés Bonito limpió el puerto de Santa Cruz de las anclas sumergidas, y que ello dio pie, por otra parte,
a una enojosa disputa con el comisario de la Santa Cruzada, que
aspiraba a incautarse de ellas.
Mientras tanto, el ingeniero La Riviére hacía los sondeos
y estudios adecuados hasta que en el
invierno de 1742 pudo entregar a don Andrés Bonito el proyecto completo para la nueva construcción. Este puso el
asunto en manos del ministro don José Campillo, a
quien escribió, el 29 de marzo de 1742, recomendándoselo, al
mismo tiempo que le hacía ver lo conveniente
que sería que el rey Felipe V autorizase la
aplicación de los derechos del Almirantazgo,
hasta entonces sin destino, a la construcción-del muelle.
El rey Felipe V, por una Real cédula expedida en Aranjuez en mayo de 1742—no consta el día—, aprobó el proyecto en
todas sus partes y autorizó el comienzo
de las obras, aunque siempre con la salvedad de que se
ejecutasen a costa del comercio de la plaza.
Más tanta prisa se dio don Andrés Bonito en activar
el muelle de Santa Cruz cuando se proyectaba
sólo en el papel, como fue tardo y lento en disponer
su realización. Dos años más estuvo en el gobierno de las Canarias con
posterioridad a la resolución mencionada; pero por desidia o por dificultades que nos son ignoradas la obra quedó en
suspenso.
Consta igualmente que a sus dos inmediatos
sucesores, don José Masones de Lima y don Luís Mayony Salazar,
preocupó en igual medida el proyecto; pero
que tampoco se sintieron con ánimos, fuerzas y energías para poderlo acometer.
Este honor estaba reservado a don Juan de Urbina, comandante
general de Canarias, designado para el desempeño
de este cargo en 1747, poco después del
cambio de reinado. Para ello convocó a una junta en su domicilio a los más destacados comerciantes de Santa
Cruz de Tenerife, que, en efecto, discutieron el
27 de febrero de 1749 las bases económicas para
impulsar la construcción. Propuso Urbina, recogiendo una sugerencia de
don Amaro José González de Mesa, el establecimiento de suaves contribuciones sobre los barcos que arribasen procedentes de América, sobre el tráfico entre las islas, sobre las "lanchas
de caleta" (sic), sobre las pipas de vino exportadas y
sobre los comercios o tiendas, contribuciones que fueron aprobadas patrióticamente (pese afectar a todos los reunidos), a resultas de la aprobación definitiva de la corte.
Luego el comandante general Urbina
puso sobre la mesa un donativo de su peculio particular e invitó a los comerciantes de Santa Cruz a imitarle,
como en efecto, éstos hicieron suscribiendo cada uno, en la medida de sus
posibilidades económicas o de su celo y desprendimiento, la cantidad que
tuvieron por convenientes. Los nombres de estos patriotas que pusieron, con su
óbolo, la primera piedra en el colosal edificio del futuro muelle de Santa
Cruz, del que el viejo espigón del
siglo xvíi es como su espina dorsal, merecen ser recordados para ejemplo de la posteridad. He aquí la lista:
Nicolás Bignony, 400 pesos; Matías Bernardo
Rodríguez Carta, 200 pesos; Amaro José
González de Mesa, 200 pesos; Roberto de La Hanty, 100
pesos; Juan Campo Blanco, 50 pesos; Francisco Montañéz Machado, 50 pesos; Juan Bonhome, 50 pesos; el comerciante
Arpe, 50 pesos; Blas del Campo Riveros, 40 pesos; José Moreno Camacho, 30
pesos; Marcos de Torres, 30 pesos; Francisco
Javier Castellanos, 30 pesos; José de Cuezala,
20 pesos; José Cubas Betancurt, 20 pesos, y José María Bignony, 10 pesos. Estuvieron presentes también en la junta
los pilotos o maestres de la carrera de
Indias Nicolás Antonio Morera, Antonio José Eduardo, Patricio Madan y Pedro Domingo Eduardo, quienes ofrecieron engrosar la suscripción, más adelante, al regreso de los
viajes que preparaban para La Guayra.
En esta junta fueron designados diputados para la
dirección de las obras don Matías Bernardo
Rodríguez Carta y don Amaro José González de Mesa, y recaudador de contribuciones, donativos y demás fondos don Gerardo Murphy. Este último renunció a desempeñar la
comisión indicada, siendo entonces designado
para la misma el castellano perpetuo del castillo de San Pedro de la
Marina de Candelaria, Bartolomé Antonio Montañéz, quien tomó posesión de este cargo el 8 de
marzo de 1749.
Residían en Santa Cruz de Tenerife por esta fecha
dos hábiles y expertos ingenieros militares, don
Francisco La Fierre
y don Manuel Hernández, y de ambos recabó apoyo
y colaboración el comandante general don
Juan de Urbina. La Fierre,
como superior jerárquico, fue encargado del estudio general del proyecto, aunque a fuer de sinceros hay que reconocer que el plan para su realización fue obra
personal de don Manuel Hernández, a quien todos reconocen
con absoluta unanimidad una pericia
verdaderamente excepcional.
Mientras los ingenieros trabajaban, Urbina no perdía
un segundo y el 28 de febrero de 1749 se
dirigía por carta al secretario de Estado, marqués de la Ensenada,
exponiéndole la situación, la conveniencia de construir
el muelle, la buena acogida que el proyecto tenía entre los vecinos y cómo habían acordado establecer entre ellos
diversas contribuciones para cubrir los
gastos que las obras produjesen. A esta carta acompañaba una copia del acta de la junta celebrada el día anterior, 27 de
febrero, y la propuesta de las contribuciones
para que se sirviese aprobarla o modificarla el gobierno de Madrid. El rey
Fernando VI
se sirvió aprobar la propuesta por Real orden de 9 de octubre de 1749, comunicada
por el marqués de la Ensenada
a don Juan de Urbina, y a partir de esa fecha ingresaron
en cajas con minuciosa regularidad los ingresos cuantiosos que permitieron atender a los gastos de la
construcción.
Los ingenieros acabaron el proyecto en
septiembre de 1749 y los planos fueron enviados
a Madrid para su examen y aprobación. Estos planos
le fueron remitidos por el comandante general don Juan de Urbina al marqués de la Ensenada acompañados de una carta, que tiene fecha
de 5 de septiembre, en la que hacía historia de
los intentos de sus antecesores por acometer la
misma empresa. No tardó mucho tiempo en llegar de Madrid la aprobación, y de
esta manera se pudieron iniciar las obras a principios de
1750.
Habíase discutido mucho sobre el lugar más
conveniente para cimentar este muelle, lo
que explica que en la reunión antes indicada no se manifestase un criterio unánime. Unos se inclinaron
por la laja de San Cristóbal, delante del
castillo de este nombre, para apoyo de la construcción, mientros otras defendían la conveniencia de que el
espigón arrancase de otro arrecife o
laja más pequeño que cerraba la caleta de Blas Díaz o de la Aduana por el sur. Después de una amplia discusión, la
mayoría de los reunidos, entre ellos
don Amaro José González de Mesa, optaron por el
primer lugar, y se decidió por tanto que la laja de San Cristóbal sirviese de asiento y arranque al espigón del futuro
muelle.
Por lo demás, el proyecto de los ingenieros se
reducía a la construcción de un amplio y sólido malecón perpendicular a la
costa y rematado con un martillo en forma
de media luna para abrigo de las escaleras de acceso.
¿Quién fue el director técnico de esta obra? La
dirección de esta obra corrió por completo
a cargo del ingeniero militar, teniente coronel don Francisco La Fierre,
ya que así lo declara Urbina en su carta al rey Fernando VI de 5 de noviembre de 1755, en
la que proponía al ingeniero, como recompensa a sus sevicios, para el ascenso a
coronel. Por esta carta sabemos que La Fierre había trabajado en
las obras de los muelles de Málaga, Cartagena y
Cádiz y que había "construido el muelle de Santa Cruz".
Esperaba mucho La Fierre (que por su edad y achaques se hallaba falto de colaboradores), y esperaban aún más los
tinerfeños de la participación como técnico en la obra del
ingeniero don Manuel Hernández, de cuya
pericia todos se hacen lenguas; mas este ingeniero fue trasladado cuando se iniciaban los trabajos a la importante
plaza americana de Cartagena de Indias. Quiso parar el golpe, cuando empezaron
a circular los rumores de traslado,
el ingeniero jefe La Fierre;
se unieron más adelante a la petición
los vecinos de Santa Cruz; mas todo fue en vano, pues Hernández tuvo que abandonar la isla para ocupar su
nuevo destino.
De esta manera, bajo la dirección de Francisco La Fierre, progresó rápidamente la construcción del muelle, con el espigón ya casi construido y sólo pendiente-
de cimentar el martillo de media luna.
Dicho plano es, aproximadamente, de 1753.
En este momento cambió el pensamiento del comandante
general con respecto a la obra, ya que se
propuso construir una batería en la cabeza del muelle para aumentar las defensas de la plaza, batería que como es
natural encargó que proyectase el ingeniero jefe, teniente coronel don
Francisco La Fierre. Dos
o cuatro años más tarde—1755 ó 1757—, pues esto no está claro, cuando el
martillo se iba consolidando y la batería construyendo,
sobrevino un fatal accidente que estuvo a punto de arruinar la construcción. "Estando aún fresca la
obra que lo había de rematar —dice un documento
algo posterior, refiriéndose al muelle—un furioso huracán que conmovió el mar, a su acostumbrada destemplanza, arrebató parte de la sillería de la cortina que le hacía
frente y le dexo en el estado que manifiesta el
plano que acompaña".
Ruina ocasionada por un violento
temporal en el muelle de Santa Cruz el año 1755, antes de su
definitiva conclusión.
(Archivo Histórico Nacional, en: Rumeu de Armas, 1991).
Este contratiempo no dejó de impresionar a todos, ya
que en su mayoría estimaron que la obra era
débil e inadecuada para resistir los duros
embates del mar en aquellas costas, y que sólo cabía esperar que las olas
fuesen lentamente arrancando, a trozos, la mutilada escollera, con peligro evidente para la caleta y playa contiguas.
Esta opinión llegó a adueñarse de la
voluntad del comandante general y dejó honda huella en su ánimo, siempre esforzado ante todos los
obstáculos, hasta tal extremo que decidió
paralizar las obras y suspender la cobranza de los arbitrios.
El retorno a la metrópoli de don Juan de Urbina, en
1761, supuso la total suspensión de las
obras.
Sin embargo, ante la sorpresa general, el muelle dio
muestras de extraordinaria solidez en su
construcción y ni los años ni el mar arruinaron o
arrastraron un solo sillar más por encima de los que devoró el huracán de 1755.
Durante el mando del inmediato sucesor de Urbina,
don Pedro Rodríguez Moreno, no se dio un solo
paso en tan importante materia; pero en cambio su sucesor, don Domingo Bemardi,
intentó, por lo menos, asegurar lo salvado, en
vista de las garantías de seguridad que ofrecía. Para ello obtuvo la oportuna Real orden de autorización y
convocó seguidamente una junta de
vecinos y comerciantes donde se discutieron las medidas económicas a tomar para las obras de reparo y
seguridad.
Contando con la promesa de los vecinos y
comerciantes, don Domingo Beinardi anticipó
el dinero preciso, y de esta manera "dio principio [a la obra], levantando por la parte de la oreja del
martillo un releje, en que el mar batía con la
mayor violencia, haciéndolo igual hasta su extremo superior,
con lo que quedando rassa esta cortina, y en forma curva, corre el mar sin hacer en ella tanta impresión".
Con la muerte del comandante general don Domingo
Bernardi, sobrevenida en marzo de 1767, se suspendieron los trabajos en el
muelle, quedando lo gastado en descubierto,
ya que la junta vecinal no arbitró los fondos
necesarios para enjugar esta deuda.
Un momento interesante en la historia del muelle de
Santa Cruz lo señala el mando del comandante
general don Miguel López Fernández de Heredia, ya que si el muelle no progresó bajo su mando, la firme
resolución! tomada por este jefe; de
rematar las obras del mismo produjo verdaderas
tempestades en el seno de la administración regional. Llegó a Tenerife don
Miguel López el 1 de abril de 1768, y en cuanto se impuso del estado de las obras del muelle y de las medidas
políticas tomadas a este respecto por sus antecesores, decidió, emulando a
Urbina, convocar a todos los comerciantes de
Santa Cruz para reunirse en junta, bajo su presidencia,
el 20 de mayo del año expresado.
En esta asamblea, celebrada en el propio
domicilio particular del comandante, expuso
éste a los reunidos los daños que la pérdida del muelle traería al comercio de Santa Cruz y acabó
invocando la generosidad de cada uno
como el mejor arbitrio para acabarlo.
Don Miguel López Fernández de Heredia fue el primero
en ofrecer su donativo, medida que imitaron
los demás cabildantes, hasta, reunirse en esta sola sesión la cantidad de 1.509 pesos.
Sin embargo, cuando López planteó a la asamblea el
restablecimiento de los antiguos arbitrios que
habían permitido la construcción del muelle,
encontró una oposición cerrada a ello por parte del vecino de La Laguna, y
personero general del Cabildo, don Amaro José González de Mesa, quien tachó de ilegales los acuerdos que sobre este
extremo se tomasen. Según el
comandante general, González de Mesa se expresó "de manera descompuesta e
inmodesta... y con proposiciones picantes y poco decorosas". El personero abandonó después la junta,
no sin dejar a todos perplejos con su actitud.
El comandante general persistió, no obstante, en su
propósito, y mandó reunir juntas de vecinos en el interior de la isla con
objeto de que engrosase la suscripción iniciada
en Santa Cruz. Consta que los vecinos de La, Qrotava, Garachico, Puerto de 1a. Cruz, San Juan de La Rambla, Los Realejos,
Adeje, Chasna, Arico, Santa Úrsula, La Matanza, Tanque, Los Silos, etc., dieron importantes donativos, hasta el punto de que
en pocos días la suscripción llegó a ascender a
4.315 pesos y había promesa de que entrarían en
caja 5.503 más. Estas asambleas no dejaron de provocar algunos incidentes,
pues tanto el corregidor don Agustín del Castillo como el teniente de La Orotava protestaron de que
las juntas vecinales hubiesen sido convocadas
y presididas por el veedor de la gente de guerra don Pedro Catalán.
Contra viento y marea, don Miguel López Fernández de
Heredia, que no se arredraba ante los mayores obstáculos, persistió en su
propósito y encomendó al ingeniero militar,
teniente coronel don Alejandro de los Angeles, el levantamiento del plano del muelle con el proyecto de las
obras para su remate, incluyendo en ellas la batería
para siete cañones que había de ser
emplazada en el martillo del mismo. El proyecto de este ingeniero no añadía nada en sustancia a cuanto había
planeado su antecesor Francisco La Fierre; se limitaba a
consolidar el martillo arruinado, cuya
superficie total ocuparía la batería en proyecto, cerrada por una sólida muralla semicircular en la que se abrían siete
troneras para otros tantos cañones.
Alejandro de los Angeles añadía a su espalda un amplio cuerpo de guardia, junto a las escaleras una casilla
para los guardas de Rentas reales, y
proyectaba construir, por último, una suave rampa para el
más cómodo acceso de la calle de la
Marina al muelle. Sin
embargo, no tuvo tiempo el comandante general de iniciar los trabajos, ya que
el 1 de junio de 1768 se dirigió en queja al Rey, contra su gestión, el
personero general don Amaro José González de Mesa, suplicándole que
fuese suspendido el proyecto como perjudicial y nocivo a los intereses de la isla. Desde la junta del 20 de
mayo, González de Mesa no recató su
opinión, en público y privado, contra el proyecto, hasta el extremo de exasperar a don Miguel López, quien le
amenazó con incoar contra él un
proceso, por sedicioso, si proseguía en su campaña. No se amilanó González de Mesa con la amenaza, y en la
fecha indicada remitió a la corte dos
memoriales muy semejantes: uno, en su calidad de personero general de la isla, y otro, en uso de su simple
condición "de comerciante y
dueño de un navio". Para González de Mesa el muelle se había fabricado con "piedra suelta arrojada allí
confusamente, sobre la cual se cimentó la oreja de martillo para el abrigo de
sus escaleras y se corrió [una] cortina
en media luna que formase el frente". "La insubsistencia—añadía—es manifiesta y la ha acreditado la experiencia
de verse ir desligando las piedras
por faltarles cimiento en un fondo muy inclinado y precipitado hacia afuera, lo cual hace que movidas de
la fuerza del mar o ruedan afuera
incomodando el surgidero o revuelven hacia tierra por un lado y otro, cegando la caleta y playa contiguas,
únicos desembarcaderos." González de Mesa-, después de negar a la junta
facultades para imponer contribuciones, y de abogar por la construcción
de un nuevo muelle en la caleta de la Aduana, por donde, según su
declaración, se seguía haciendo todo
el comercio, acababa su memorial quejándose de la conducta del coMandante general, sediciosa, y perturbadora de la
paz pública, según su parecer.
No quedó satisfecho González de Mesa con la dura
oposición que reflejan estos dos memoriales, y
el 13 de julio dirigió un tercero y último a don Pedro Rodríguez Campomanes, gobernador del poderoso Consejo de Castilla.
Estas quejas reiteradas movilizaron al Supremo
Consejo de Castilla, organismo que por
resolución de 19 de diciembre de 1768 decidió pedir informes
sobre el particular de las denuncias al comandante general de Canarias y la Real Audiencia, con
la obligación por parte de esta última de oír antes a los Cabildos de Tenerife, Gran Canaria y La Palma.
El informe de don Miguel López Fernández de Heredia
era una exposición minuciosa y acabada de
los antecedentes del proyecto, en el que hacía destacar
este jefe cómo don Amaro José González de Mesa, tan acérrimo impugnador ahora del proyecto, había sido su más entusiasta defensor en otros tiempos; cómo había tenido una
intervención directa en las obras
desempeñando el cargo de diputado de fábrica, y cómo había gestionado y votado, por último, las contribucifmes,
que años más tarde le parecían
ilegales y abusivas gabelas. López Fernández de Heredia pedía un severo castigo para este descomedido personero,
que se había manifestado ante él con "maneras descompuestas e
inmodestas" y "con proposiciones
picantes—añadía—y poco decorosas a mi carácter".
En cuanto a la Real Audiencia,
como era natural, ésta antes de evacuar su informe solicitó el parecer de los Ayuntamientos mencionados. Para
el de Tenerife, reunido en Cabildo general
abierto «1 31 de mayo de 1769, el lugar mejor
indicado para construir un muelle era la caleta de la Aduana —el influjo de González de Mesa vese bien patente—,
cuyo coste evaluabais en unos 10.000 pesos;
opinaba el Cabildo que el espigón construido no
ofrecía garantía alguna de firmeza y que en cambio ponía en peligro a la caleta próxima, que podía ser cegada en caso de
ruina, produciendo un colapso en la
vida comercial, pues todo el tráfico de la isla se verificaba por ella; por
último, su dictamen era, teniendo presente el estado de pobreza de la isla, que
el muelle debía construirse a costa exclusivamente de les comerciantes de Santa Cruz de Tenerife, como los más
beneficiados con la obra.
El informe del Cabildo de Gran Canaria, en problema
tan vital, era de una ramplonería y cortedad
de miras verdaderamente censurable. Para los regidores de Las Palmas, los isleños se habían servido hasta entonces, con buen provecho, de sus playas y caletas
naturales, y, por ende, consideraban el
proyecto "inútil, gravoso y perjudicial".
El Cabildo de la isla de La Palma abundaba en las
razones expuestas por las otras dos corporaciones
hermanas.
Por su parte, los representantes de La, Orotava y el
Puerto de la Cruz,
en el Cabildo general abierto, don Francisco Bautista Benítez de Lugo y don Gaspar Franchy, unidos a los diputados del
comercio don Guillermo Mahony y don Diego
Fourlong, sugirieron, en un informe particular, a la Real
Audiencia, que se
escogiese como puerto principal para el tráfico de la isla de Tenerife el
llamado Puerto de Martiánez, y que, por tanto, fuesen en él donde se realizasen las obras de acondicionamiento
y se construyesen los muelles para
facilitar las operaciones de carga y descarga. Para estos informantes, el Puerto de la Cruz reunía inmejorables
condiciones para monopolizar el tráfico de Tenerife,
ya que se "hallaba en la costa del Valle de
Taoro, que es el más fértil y pingüe de las Canarias, pues sólo sus cosechas de vino ascienden anualmente
a 8 ó 9.000 pipas.
Con todos estos informes a la vista la Real Audiencia
evacuó el que se le pedía por el Consejo de
Castilla, muy breve y ponderado. Este documento está suscrito en Las Palmas el 2 de octubre de 1769. En
opinión de los oidores de la Real Audiencia,
Santa Cruz de Tenerife reunía inmejorables,
condiciones para seguir disfrutando de su preeminente situación en la isla de su nombre; el muelle construido en el
mismo podía ser reformado y rehecho;
pero, eso sí, con la ineludible condición de que las obras
fuesen costeadas por el vecindario y comercio de Santa Cruz.
El fiscal del Consejo de Castilla don José Moñino,
futuro conde de Floridablanca, se conformó en
su informe con el parecer de la
Audiencia, y de esta manera la.
Sala de Gobierno del
Consejo de Castilla decretó el 20 de septiembre de
1770 que fuese reconstruido el muelle del puerto de Santa Cruz de Tenerife, con la sola salvedad de que las obras fuesen
costeadas "por comerciantes y acaudalados". El Consejo también
acordó que fuese reprendido el personero
don Amaro José González de Mesa por su falta de respeto y actitud descortés para con el comandante general.
¿Llegó a tiempo esta resolución para que don Miguel
López Fernández de Heredia pudiese
cumplimentarla? En efecto, llegó a tiempo, pues este comandante general permaneció en el mando de las Canarias hasta. 1775; pero por causas que nos son ignoradas todo
el entusiasmo de los primeros momentos se esfumó
después de esta resolución y el muelle había
de permanecer inacabado por espacio de algunos años.
Puestos a rastrear, pudieran descubrirse algunas
causas, aunque parciales, y sólo a
título de probable. En 1769 el ingeniero don Alejandro de los Ángeles tuvo un altercado violento con el
intemperante López Fernández de Heredia,
de resultas del cual estuvo arrestado en el castillo de Paso Alto, pasando más tarde a la Península a servir otro
destino. Quedó así el proyecto sin su
ingeniero, y aunque a Alejandro de los Ángeles reemplazaron
Alfonso Ochando, Luís Marqueli y José Ruiz Cermeño, quizá no tuviese confianza el comandante general en la
pericia de estos técnicos para dirigir
las obras del muelle. Por otra parte, como don Miguel López tuvo también serios altercados con el corregidor
don Agustín del Castillo y con los
proceres marqués de Villanueva del Prado y marqués de la Villa de San Andrés, y gozaba de pocas simpatías entre la
población, quizá no se sintiese con fuerzas
bastantes para convocar juntas vecinales y exigirles contribuciones y dispendios.
El sucesor de Heredia, don Eugenio Fernández de
Alvarado, marqués de Tabalosos, volvió de nuevo a impulsar el proyecto y
solicitó del Rey por carta de 18 de marzo de
1776 "la urgente reparación del muelle que su antecesor, don Juan de Urbina, construyó". Consta asimismo que
se remitió a la corte un nuevo proyecto para remate del muelle con una batería en su martillo cuyo coste se evaluaba
por entonces en la cantidad de 388.134 reales;
pero sabemos por el mismo conducto que dicho proyecto no llegó a ser aprobado.
De esta manera, el muelle de Santa Cruz, con el
arreglo provisional que para conjurar su
total ruina llevó a cabo en 1765 don Domingo Bernardi,
se mantuvo sin más cambios ni alteraciones hasta el año 1784, en que el
comandante general don Miguel de la Grúa Talamanca, marqués de Branciforte (cuyas maneras distinguidas y suaves
contrastaban con las violencias e intemperancias
de López Fernández de Heredia), sacó adelante el proyecto para rematar la construcción del muelle.
Pocos meses después de posesionarse del mando, el 23
de octubre de 1784, el marqués de
Branciforte convocó en su domicilio una junta de vecinos
y comerciantes de Santa Cruz para tratar de la reedificación del muelle, y, con más fortuna que su antecesor, obtuvo
que se impusieran, "de propia
voluntad, expontáneamente y con la mayor complacencia", diversos impuestos sobre las entradas y salidas de
navíos para América, sobre los vinos,
sobre las barcas, tiendas, bodegas, etc., contribuciones que más adelante aprobó el rey Carlos III por orden de 17 de septiembre de 1784. A la cabeza de los
donantes merece figurar el propio comandante general,
marqués de Branciforte, quien entregó para las obras, de su propio peculio, 100 pesos; le imitaron en rumbo el
marqués de la Fuente
de las Palmas, y don José de Iriarte
con 60 pesos cada uno, y se limitaron a
anticipar crecidas cantidades, con un módico rédito del tres por ciento, los comerciantes don Patricio Power y Compañía,
don Pedro Forstall y don José
Rodríguez Carta y hermanos, quienes adelantaron, respectivamente, 500, 500 y 1.500 pesos. En breve entraron
en caja, por donativos o impuestos,
9.105 pesos, con cuyo dinero pudieron dar comienzo, sin pérdida de momento, las obras.
Estas fueron encomendadas al ingeniero militar,
teniente coronel don Andrés Amat de
Tortosa, y en sustancia se redujeron a lo siguiente: 1° Cimentación y construcción del martillo del muelle,
ampliando la base del mismo. 2." Emplazamiento
en su frente de una batería para siete cañones, protegida con un recio muro
cerrado, en el que se abrían amplias troneras.
3.º Cambio en la disposición de las escaleras del muelle, que si en el primitivo proyecto aparecían separadas,
ahora enlazan y se comunican unas con otras 4." Conducción subterránea de
agua a través del muelle para que el abasto de los navíos pudiera hacerse en
las mismas escaleras de acceso 5.° Construcción de
una casilla para los oficiales del
resguardo, y 6." Disposición en el pavimento del muelle de unos
"cajones de pretiles, que se han hecho—dice Amat de Tortosa— para sobstener las tierras con facilidad".
Colaboró en las tareas para la construcción de]
muelle el ingeniero militar don
Francisco Jacot, a las inmediatas órdenes de Amat de Tortosa.
Las obras quedaron por completo terminadas el 31 de
marzo de 1787, fecha en que se enviaron los
planos del muelle de Santa Cruz a la corte para
que ésta conociese "el estado en que ha quedado concluido el muelle de
esta; plaza..., reparado en su maior parte desde los cimientos, sin costo alguno de la Real Hacienda, con
los lícitos y suaves arbitrios que propuso el ardiente celo del Excmo. Señor Marqués de Branciforte...".
El coste de las obras para la terminación del muelle ascendió a
257.945 reales, cantidad que fue
cubierta con los 221.875 reales que produjeron entre
1784-1787 los catorce gravámenes establecidos sobre el comercio y los
donativos particulares. Así se acredita en una certificación de la Real Tesorería de
Canarias suscrita el 20 de agosto de 1787 por don José Rodríguez Carta. (A. Rumeu de Armas, 1991, t. 3:407 y ss.)
1604 Marzo 24.
Carta
de S.M. en la que dice al Cabildo quedar enterado del aviso que se le dio en
una comunicación de 1 de Octubre acerca del estado en que quedaba la
fortificación y lo que convenía hacer en su prosecución, y que queda advertido
para acudir sobre ello, cuyo encargo se confiará al Gobernador D. Francisco de
Benavides por la satisfacción que tenía de su persona, en Valladolid á 24 de Marzo
de I604, folio 92.
1604 abril 2.
Orden real a los jueces de Indias en la colonia de
Canarias para que no despachen navíos y
personas extranjeras. (Cedulario, II, 12).
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