UNA HISTORIA RESUMIDA DE
CANARIAS
ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII
DECADA 1601-1700
CAPITULO XV-XI
Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen
1603.
Los colonos de Tenerife pidieron licencia
para "saltar"
dos
veces al año en Berbería. Estando permitido a los de Gran Canaria, alegando
agravio comparativo. Rica la isla, mientras hubo abundancia de esclavos, al
faltar quedó la tierra en barbecho, perdiéndose la caña, por ser los negros de
Guinea “muy
caros" y "los
vecinos pobres" . No probable que obtuviesen respuesta, pues por
entonces Rodríguez Coutiño, asentista oficial de la corona, monopolizaba la
introducción de negros en Indias, el derecho a saltar en Guinea y cargar en los
depósitos. (Luisa Álvarez de Toledo).
1603.
El capitán Luís Núñez lleva a Guinea, por cuenta de
Cristóbal de Salazar tela, azafrán, pimienta, clavos y canela por valor de
2.674 reales. (AHP: 264/92).
1603.
Francisco de Mesa, regidor del Cabildo colonial de Tenerife, pide
licencia para rescatar esclavos que faltan de tal modo que “casi
no se cogen acucares y se deja de labrar y coger muchos frutos”. (LL: R.XI/11).
1603
febrero 27. Fo. 6b.
A
consecuencia de un edicto referente a las personas que celebran ceremonias judías, Malheos Pinero comparece ante la Inquisición y
testifica que hace treinta y dos años vio como un fraile
de la Orden de San Jerónimo le quitaba los tendones a un
cuarto de carne, diciendo que así se asaría mejor. El testigo se acusa a sí mismo por haber hecho lo mismo un o dos veces en
su vida, no sabiendo que era una costumbre judía, ya que
prefería cortarse las manos antes que celebrar una
ceremonia judía, pues es christiano viejo por ambas ramas. (Lucien Wolf, 1988)
1603 mayo 23.
Los colonos tratan de trasladar la Audiencia colonial a Tenerife. Juez visitador de ella:
“En 23 de mayo habían tratado los regidores sobre el punto importante de trasladar de Canaria a Tenerife la Real Audiencia. Y
aunque parecía que esto era ceder el campo a
Valderrama, se insistió fuertemente en lo mismo todo el año siguiente; y, con convenio del tribunal, que lo deseaba, se remitieron al diputado de la corte todas
las representaciones, capitulaciones e informes
que justificaban la utilidad de la pretensión. Porque, no ignorando aquellos senadores que la
Audiencia sólo se estableció en la Gran Canaria por
tiempo de la real voluntad, con declaración de que, si por algún
respecto necesario conviniera que se mudase
a otra de las islas, se pudiese, y conociendo por otra parte que
Tenerife era el centro de todas las Canarias,
la más poblada, la más rica, la de
más comercio y dependencias, no
dudaban que esta mudanza acarrearía un
gran beneficio a la provincia [1603].
Pero, mientras se sazonaban semejantes proyectos,
quiso el referido ayuntamiento enviar su meditada
diputación a Canaria, que desempeñaron con garbo Pedro Soler y Alonso de
Llanera, regidores [1605]. Ellos, no
solamente exhortaron a aquel gobernador a la obediencia, sino que también requirieron al concejo de la isla para que, uniendo sus oficios a los de Tenerife, suplicasen al presidente de Castilla y al rey se
sirviese enviar juez de residencia a
Valderrama, con lo que cesarían las
discordias. Canaria despachó con efecto dos mensajeros a la corte. El
rey envió por visitador de la Audiencia a don
Bartolomé Márquez de Prado, del consejo
de Navarra [1607]. Jerónimo
Valderrama tuvo sucesor en la persona del
capitán Luís de Mendoza, y el ayuntamiento de Tenerife la gloria de haber
traído la bonanza.
Apenas se había
conseguido este bien, cuando don Francisco
de Benavides, gobernador de Tenerife,
que había tenido tanta parte, murió en 5 de octubre [1608], después de haber
sido testigo del estrago de la langosta que el año antecedente había obligado a llevar la imagen de Nuestra Seño de Candelaria a La Laguna y a votar a San
Plácicido por abogado contra aquella
cruel plaga. A su muerte dio ocasión
a que, usando el ayunta miento de su
antiguo derecho de proveer interinamente
la vacante, ofreciese al mundo un nuevo testimonio de rectitud. Hallábase
entonces en Tenerife el doctor don
Jerónimo Chaves de Mor, regente de la Audiencia, por lo que suplicó el cabildo que, con otros cinco regidores, comisión, dos por aquella elección, se dignase dirigir i acierto. El regente y comisionados nombraron e 14
de octubre al licenciado Agustín de Calatayu Costilla, que había sido teniente del difunto Benavides. El cabildo dio cuenta al rey, pidiend que se proveyese la propiedad en juez de letra Mas
no se proveyó sino en el capitán don Juan de
Espinosa, recibido en julio [1609]. Este fue el primero que tuvo título de superintendente y capitán a guerra de Tenerife y La Palma y fue aquél e cuyo tiempo tuvo orden superior el nuevo regente
de la audiencia, el doctor Busto de Bustamanfc para averiguar si había
que hacer alguna reforma en los títulos y
repartimientos de estas isla; Prueba clara de que el espíritu de
nuestras leyes agrarias, despertado en el corazón de los isleños con motivo de la comisión que en 1603 había tenido el licenciado Moro, no se había extinguid aun después de suspensa por resolución de I corte.” (José de Viera y Clavijo, 1978, t.2:80 y ss.)
1603 Abril 18.
Durante
la visita a la isla Benahuare (La
Palma) del Obispo de la secta católica Francisco Martínez a la parroquia de San
Andrés (municipio de San Andrés y Sauces en el Norte de La Palma), cuando dice entre
otras cosas lo siguiente, al folio 105 vuelto: Otrosí: Porque a mi noticia ha
venido que en algunos de los dichos lugares toman por devoción mayormente en
tiempo de necesidad de agua de hacer procesiones fuera del término de su lugar en
mucha distancia… muchas deshonestidades entre hombres y mugeres quedándose a
dormir por los campos o quedándose atrás en tales procesiones en los barrancos
y lugares escondidos con achaque de que no pueden caminar tanto… .
Eran
muy curiosas las historias “picantes” derivadas de la manera tan voluntariosa,
sobre todo extendida entre parejas jóvenes, de ir a procesiones o a cuidar
ganado muy lejos de los caseríos. La relación entre las gentes, el ganado y sus
santos produce en esta bella isla todo tipo de curiosidades y anécdotas.
1603 agosto 25.
Se en Santa Cruz de La Palma el monasterio de Santa
Clara, de franciscanos, fue fundado por el regidor Juan del Valle, junto a una ermita consagarada a Santa
Águeda, protectora y abogada de la ciudad.
La ciudad de Santa Cruz de La
Palma, en las dos centurias que nos ocupan—xvii y xvii—, no sufre grandes alteraciones en el trazado de su
perímetro histórico, de acuerdo can el
desenvolvimiento general de las urbes canarias.
Santa Cruz de La Palma,
crece y progresa en estas centurias; su caserío
se adecenta y aprieta; aumenta la urbe en densidad lo que pierde en holgura; pero en cambio si nos limitamos a contemplarla en el
plano, la ciudad aparece estática, con la misma fisonomía que tenía en el
siglo xvi. Su población en el siglo xvii
ascendía a 3.679 almas, prueba irrefutable de este progreso ininterrumpido.
Los dos edificios acaso más notables de Santa Cruz de La Palma en el siglo xvi, la parroquia de El Salvador y las casas del Cabildo o
Regimiento, no sufrieron a lo largo de estos siglos transformaciones notables fuera de los cambios naturales en su decoración. La puerta principal
de la parroquia fue restaurada y adicionada por el
maestre de campo y regidor Luís van de Walle y
Bellid, y en cuanto a la torre fue también rehecha a expensas del obispo de la Puebla de los Ángeles don
Domingo Álvarez de Abreu.
De los conventos del siglo xvt, Santo Domingo y San Francisco, ambos de frailes, pudiera decirse otro tanto.
En cambio, durante las centurias que son objeto de
nuestro estudio se fundaron
en Santa Cruz de La Palma
los conventos de monjas de Santa Clara y Santa Catalina.
El primero, el monasterio de Santa Clara, de
franciscanos, fue fundado
por el regidor Juan del Valle, junto a una ermita consagarada a Santa Águeda,
protectora y abogada de la ciudad. Las monjas fundadoras procedían del convento
de Santa Clara, de La Laguna,
y se encerraron en clausura
el 25 de agosto de 1603. El monasterio prosperó en cortos años, ya que llegó a
contar con más de 45 religiosas.
El segundo convento de monjas, el de Santa
Catalina de Sena, de dominicas, estaba emplazado en lugar frontero al
monasterio de Santo Domingo.
Fue fundado el convento de referencia, en 1624, por los patronos don Alonso de Castro Vinatea y doña Isabel
de Abreu, y las primeras monjas,
que procedían de Tenerife, se encerraron en clausura en 1626. El edificio era sencillo y estaba construido con arreglo a los mismos
patrones de los conventos de la Orden en La Laguna y Puerto de la Cruz.
Por distintos lugares del casco urbano de Santa Cruz de La Palma, particularmente en sus arrabales, se hallaban diseminadas diversas
ermitas, tales como las de San José, Santa Catalina, San Sebastián, San Francisco Javier, la Luz,
la Encarnación
y del Planto.
Un autor del siglo xvín nos describe así el casco
urbano de la ciudad: "Tiene una larga y hermosa
calle, que corta la ciudad de un extremo a otro,
con nobles edificios, y otra trasera, que sólo llega a la mitad; ambas,
rectas y anchas; pero lo restante del pueblo está en ladera, como en anfiteatro, con callejuelas pendientes y de molesto piso... Tiene cuatro
puentes sobre sus dos barrancos".
Por lo
que respecta al muelle de Santa Cruz de La Palma, construido a fines
del siglo xvi de acuerdo con los planos y las instrucciones de Leonardo Torriani, sufrió en estas centurias diversas reconstrucciones y
reparaciones para remediar los daños producidos por
los impetuosos embates del mar. Una de las reconstrucciones de que queda
recuerdo fue la de 1728. El mar volvió a causar importantes
destrozos en 1730, dos años más tarde; la reparación esta
vez fue difícil y costosa, pero quedó terminada hacia 1735. (A. Rumeu de Armas, 1991, t. 3:442 y ss.)
1603 octubre 3.
El Cabildo colonial de Tenerife, en esta fecha decreta que: “Por enfermedad de pestilencia en Inglaterra, que no se admita en ningún
puerto ropa de vestir, camisas, sábanas,
manteles, pañuelos ni otro género de lana o seda.”
Las
epidemias en el puerto de Santa Cruz de Añazu
“Mientras la asistencia al desempleo, a los ancianos y a los huérfanos se fundaba sobre todo en la iniciativa privada, la lucha contra la
enfermedad se consideraba, no sabemos si como deber
o como privilegio de la autoridad constituida: ésta la veía y se la reservaba
sobre todo en aquellos aspectos que se le antojaban más
directamente relacionados con los intereses de la
colectividad, tales como la lucha contra las epidemias
y la inspección sanitaria del puerto. Los procedimientos empleados son tan empíricos, y los resultados tan escasos como en el aspecto
asistencia!, cuando no resultan francamente peores. Así como en el caso anterior faltaba un enfoque correcto del
problema económico y social del desempleo, en este caso fallan los
conocimientos médicos e higiénicos, de modo
que cualquier medida dictada por la autoridad resulta caprichosa e ineficaz. La salud pública, tal
como la entienden los representantes de la ley, no puede esperar mucha
protección de una época histórica y en
una sociedad en que los conocimientos médicos de la administración se reducen al papeleo o a la
brujería.
Cuando el siglo de la
Ilustración empieza a permitir una visión más clara de las realidades, se observa que a la autoridad no le falta
el interés ni la buena voluntad. Santa Cruz no huye del
progreso, pero el progreso tarda mucho en manifestarse. Habrá
que esperar hasta 1790, para que la alcaldía establezca
una relación de causa a efecto entre las aguas
sucias que corren por las calles al descubierto y la salud pública y que prohíba lo que el uso había admitido hasta
entonces. Habrá que esperar hasta 1803 y la expedición oficial
de la vacuna, para que llegue a las islas este poderoso
profiláctico, aplicado por primera vez en Santa
Cruz. En espera de estos cambios, la higiene pública es, en Santa Cruz como en todas partes, un misterio que la mayor parte de los interesados ni siquiera sospechan.
Aparte esto, las intenciones eran buenas desde el principio. La inspección sanitaria, como servicio público dependiente del Cabildo,
existía desde los comienzos de la colonización. En 1499, al pasar a la isla los
vecinos de Lanzarote que venían a poblar en Taganana, corrió la voz que el
ganado que traían venía enfermo. Se abrió información, que dio por resultado una mayoría de testigos que afirmaban bajo juramento que no había tal enfermedad: en vista de lo cual se acordó el desembarco del ganado en la playa de Antequera, para que fuese visitado por los regidores. No cabe duda que los regidores lo visitaron concienzudamente: las dudas empiezan cuando nos preguntamos hasta dónde podía extenderse su ciencia veterinaria.
Mucho más tarde, a mediados del siglo xviii, la Aduana de Santa Cruz observa en un cargamento que llega de Genova una partida de «26 barriles de carne de puerco algo podrida, por lo que desmerece la mitad de su valor» significa que se da el caso de una rebaja en el arancel de impuestos que se le aplica, pero que no se da el de
prohibir su venta al público. Vistas a distancia, todas las
instrucciones sanitarias de aquella época son pintorescas o cómicas. A los
ahogados que lograban sacar del mar, se les solía
ahorcar por los pies, para obligarles a devolver
el agua que se habían tragado; pero al alcalde don Juan d'Escoubet aquella
posición le parece penosa y manda que en adelante los dejen en la playa, sin tocarles, hasta que llegue el médico, que sabrá
mejor cómo conviene tratarlos.
A nadie se le puede pedir más de lo que puede dar, y la medicina de
entonces no daba para más. Bastante tenía que hacer con las enfermedades. Entre las endémicas, parece que las más frecuentes eran el tabardillo y el
flato. También era muy frecuente la sarna; según Glas, se explicaba por las cantidades de pescado salado que ingerían los isleños
y, según otros, no era posible acabar con ella por existir una creencia
vulgar, que afirmaba que a la persona que tuviese sarna le convenía guardarla. Hacia fines del siglo XVIII se
habían multiplicado las enfermedades venéreas, atribuidas
por la opinión pública a la presencia en
Santa Cruz de las tropas veteranas y de muchos prisioneros extranjeros. Aparte algunas excepciones, son enfermedades corrientes en cualquier medio que ignore los principios de la higiene.
Eran particularmente numerosos los elefanciacos o enfermos del mal de
San Lázaro, a quienes llamaban también lazarinos. En su visita pastoral de
1758-1759, el obispo Valentín Moran había reconocido en nueve pueblos diferentes de Tenerife más de un centenar de casos seguros y muchos dudosos. Un informe de 1779 estima su número en la isla a unos 200 individuos. La Justicia tenía la obligación legal de recoger a los enfermos y mandarlos a los hospitales creados para su interna-miento. Pero lo malo era que en Canarias no había más hospital de San Lázaro que el de Las Palmas, donde no había sitio para todos. Los administradores sólo admitían a los enfermos que disponían de mejores rentas; en cuanto a los otros, se conformaban con una pequeña contribución para dejarles en sus casas. Debido a esta circunstancia, había enfermos por todas partes. «Andan en número crecido en el mercado, en las aguas, en la iglesia, de puerta en puerta y en los grandes
concursos. Se nos ha informado que hay panaderas,
zapateros y otros oficiales dañados». Antes, cuando había
menos gente y por consiguiente menos enfermos, no los
trataban con la misma lenidad. Al no tener cabida en Las
Palmas, se había tratado de enviarlos todos a Castilla o hacerles casa propia en Santa Cruz, «en lugar apartado, público y pasajero
y aparte de dicha casa tenga humilladero do se hagan
limosnas» para asegurar su mantenimiento. Este
primer hospital de Santa Cruz, proyectado
desde 1518, se ha quedado en el papel.
Pero el peligro representado por estas enfermedades es insignificante,
si se le compara con el de las epidemias. Estas llegan a las islas periódicamente, estallan con brutalidad y diezman rápidamente la población.
Todos conocen el peligro, todos tratan de mantenerlo a distancia cuando ha sido señalado; pero los medios que se emplean, teóricamente no del todo inadecuados, resultan insuficientes en la práctica. Fueron numerosas las veces en que la epidemia pasó las barreras frágiles que se le habían opuesto.
En 1506 hubo peste en las tres islas occidentales. Se dieron órdenes para cerrar el tráfico de los puertos; pero se dieron tarde,
cuando ya había enfermos en Santa Cruz y en La Laguna. Al no conocerse
otro medio mejor para contener el contagio, del que
se tenían ideas poco claras, se obligó a los que vivían en
casas contagiadas de ambas poblaciones, a que se fuesen a
vivir en Geneto, El Bufadera y el Valle de las Higueras, donde había mejores
aires: es decir que se mandó hacer lo contrario de lo
que se hubiera debido hacer.
Al año siguiente hubo peste en Andalucía. En Tenerife, se cerraron los puertos para los navíos procedentes de aquella región. Se nombró un guarda de la salud en el puerto de Santa Cruz, el primero cuya existencia conozcamos, y se le encargó que no dejase acercarse ningún navío de Andalucía, sin asegurarse primero que venía de partes sanas, recibiendo juramento y examinando la documentación de los navíos. Pero la experiencia del año precedente no había dejado de surtir resultado, porque en el bando de Anaga había ahora muchos enfermos de pestilencia, entre los guanches que vivían separados de los españoles y que probablemente se hallaban menos inmunizados que éstos. Por tratarse de guanches más que por haberse
arrepentido de su error anterior, el Cabildo mandó que no saliese ninguno de su valle para juntarse con otras personas; y esta vez acertó por casualidad..
Hubo nuevas noticias de enfermedades epidémicas en
1568 y en 1579; y en ambos casos se dictaron medidas similares de interdicción del tráfico y de vigilancia redoblada en los puertos. Pero la
epidemia de landres o peste que cundió en 1582 en Santa Cruz
y La Laguna
que importada en unas alfombras que venían de Oriente. Fueron tales sus
estragos, que en una sola huerta junto a la ermita de San Cristóbal, que se
había tomado para este efecto, se habían enterrado más de 2.000 víctimas. Como los habitantes huían despavoridos por todas
partes, parece milagro que no se haya propagado la epidemia
más allá de Santa Cruz y de Tacoronte. En este último lugar y
en La Laguna
duró más de un año y parece haber cesado por septiembre
de 1583, mientras seguía con toda su violencia en Santa
Cruz. Para evitar el regreso del contagio, el Cabildo acordó
cortar las comunicaciones de la ciudad con el
puerto, poniendo guardas en el camino y fijando penas al que fuere osado de
venir desde Santa Cruz, de 200 azotes no siendo noble, y de muerte si lo fuese. Es verdad que, más que acordonamiento sanitario, parece medida de represalia por la orden similar, pero en
sentido inverso, que habían dictado en meses anteriores
el alcalde y el alcaide de Santa Cruz.
En 1601 volvió a entrar la peste desde Andalucía, esta vez por el puerto de Garachico. Habían llegado allí dos navíos grandes de Sevilla, cuya entrada en el puerto quiso prohibir el Cabildo. Uno de ellos
entró a pesar de las órdenes, y a los pocos días cundió la pestilencia en el
lugar. La Laguna
pudo evitarla esta vez, gracias al cordón sanitario que puso
en el camino de Garachico; pero hubo algunos casos de peste en Santa Cruz y en las tres islas occidentales.
Santa Cruz sufrió en 1701 una epidemia de fiebre amarilla o vómito
negro, importada de Cuba y que se extendió luego a toda la isla, causando más de 9.000 muertes. En 1703 cundió otra epidemia de tabardillo, probablemente de la especie que llamaban pintado o tifus
exantemático; debió de ser grave, ya que, según un testimonio contemporáneo,
«la más de la vecindad murió». En 1726 y 1727 se volvieron a tomar las medidas de rigor, a raíz de la epidemia de peste
que asoló Napóles y el Mediterráneo oriental. La fiebre
amarilla volvió en 1771 - 1772, otra vez
procedente de La Habana,
acompañada por el hambre y la escasez. No había terminado bien,
cuando apareció «una especie de tabardillo, de que
han muerto en este año y los antecedentes, con
especialidad en esta capital y lugar de Santa Cruz» y que los médicos suponían se
había introducido con las tropas estacionadas en el lugar.
Las epidemias de viruelas de que se hace mención en Santa Cruz fueron principalmente las de 1709, 1720, 1731, 1744, 1759 y 1780.
La última fue traída por el barco correo que había llegado de España el 3 de junio. Como procedía de regiones contaminadas, no se le había permitido bajar pasajeros; pero hubo algunos individuos del lugar que subieron a bordo, y por ellos se esparció el contagio, que pasó a La Laguna a principios de agosto. En noviembre había terminado, después de haber ocasionado 300 muertos en la ciudad y 240 en Santa
Cruz, «número mucho menor que en las últimas». En la epidemia anterior, la de
1759, se había experimentado por primera vez en Santa Cruz y en Canarias la inoculación, por un médico inglés que iba en un barco en tránsito.
En el verano de 1782 habían aparecido con
carácter epidémico unas «calenturas malignas o
petequiales que llaman tabardillo y otras sanguíneas
o sinocales, que tuvieron su origen en el puerto de Santa Cruz» y duraron varios meses. El médico del lugar opinaba que era epidemia; pero había cundido principalmente entre los más necesitados,
de modo que cabe pensar en alguna enfermedad provocada por la desnutrición. Otra vez hubo viruelas en 1788 y luego en 1798, comunicadas por un barco procedente de Mogador. La primera de estas dos
epidemias fue bastante fuerte para preocupar a los vecinos. El alcalde de
Santa Cruz ofició en 4 de febrero al corregidor, pidiendo licencia para hacer procesión y rogativas en la iglesia al señor San
Sebastián, a quien había elegido el lugar por especial
abogado, y en efecto consiguió la autorización que
solicitaba. Es ésta la primera ocasión en que
consta la organización en Santa Cruz de rogativas en tiempo de enfermedades, con elección de un santo intercesor.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 345 y ss.)
1603 diciembre 14.
Los hijos y
herederos de Miguel Perdomo vendieron ante el escribano Francisco
Zambrana, unas cuevas denominadas Arguayto situadas en el Valle de Ximenez, en
Añazu, dichas cuevas habían sido morada del Mencey de Anaga Beneharo II.
“La
ciudad de Santa Cruz ha desarrollado sobre el suelo de un poblado guanche, del que se han conservado numerosos restos. En el barranco de Santos o Araguy se han descubierto habitaciones y
sepulturas guanches en el punto llamado El Becerril, en Salud
Alto y en la altura de la Montaña de
Guerra. Posiblemente todas las cuevas que se hallan diseminadas en el barranco, y cuya historia ignoramos, han servido antiguamente para uno de estos dos usos.
En la data de Gonzalo de Ibaute (17 de marzo de
1525) se hace mención de una cueva «en el barranco de Puerto
de Caballos, que se dize Benchioo», y de otra cueva
«arriba de Santa Cruz, que se dize Exineza»: no cabe duda
que en tiempo de los guanches habían sido habitadas,
quizá por el mismo Ibaute o por su familia. En Hoya Fría se han descubierto
modernamente dos cuevas de habitación; en La Resbalada y en el barranco de los Moriscos, más allá del
cementerio de Santa Lastenia, sendas cuevas sepulcrales. Hay
yacimientos arquitectónicos de ambos tipos
en toda la zona del Rosario, en El Tablero, El Sobradillo y El Chorrillo. Más al sur, en el Barranco del Hierro, que puede haber servido de límite entre el reino de
Anaga y el de Güímar, se han descubierto
en la primera mitad del siglo XIX varios esqueletos, de cuyo estudio sacó el célebre Quatrefages su teoría del parentesco entre los guanches y la raza Cromagnon. Otras cuevas de habitación se mencionan desde 1530 en tierras santacruceras que habían sido de Antón Viejo. En la montaña de Taco, en la zona llamada Enriscadero, había unas 16 cuevas mirando al mar, todas ellas de difícil acceso, y que habían servido de cementerio a los guanches'. En Geneto existía un tagoror o lugar de consejo, mencionado desde 1505 y cuya situación no parece haber sido identificada.
Siguiendo por la costa en dirección noreste, en el
actual camino de Santa Cruz a San Andrés había antiguamente
una cueva sepulcral, conocida y mencionada desde 1574
con el nombre de Cueva de los Muertos". De San Andrés ya queda dicho que
había sido zona de población intensiva. En el
barranco de Abicore, que ahora no sabemos identificar exactamente,(1) se citan
en 1518 unas cuevas «que se llaman Tamore; y en Igueste hay tres cuevas
que se llaman o se llamaban Las Betas y que habían sido
moradas de guanches.
También había sido relativamente importante la densidad de la población indígena en la zona de Taganana, hasta el barranco de Almáciga. En Taganana se han señalado modernamente cuatro lugares habitados " y un tagoror: de cuya presencia
se deduce, quizá de manera no del todo convincente, que aquel poblado debió de
servir de resistencia a algún
mencey.
En total, según las mejores y más exactas investigaciones, se han descubierto 22 yacimientos guanches en el territorio del antiguo reino
de Anaga. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que este número sólo
representa los descubrimientos modernos, debidamente autentificados. Todos
ellos corresponden a los últimos 50 años, es decir, a- una época en que todas las cuevas accesibles habían sido vaciadas ya de su
inventario arqueológico. En realidad los restos
descubiertos anteriormente deben ser mucho más
numerosos; pero o no se han conservado o, si
figuran en alguna colección, son inútiles por no haberse hecho en su tiempo la debida mención sobre el lugar del yacimiento.
De todos modos, estas indicaciones resultan insuficientes para permitir cualquier clase de cálculos o suputaciones referentes a la importancia
numérica de la población de Anaga. Sólo cabe repetir lo ya dicho, que esta población fue importante relativamente, es decir, en
comparación con la densidad de los demás reinos de la isla.
No sabemos mucho más del mencey o rey de Anaga. Lo que nos parece saber por medio del poema de Viana es mera ilusión poética; y
lo demás es muy poco. El último mencey fue el que, tras haber recibido el
bautismo una vez terminada la invasión y conquista, se llamó don Fernando de Anaga. Vivía en unas cuevas que decían Arguayto, en el Valle de Ximénez, y que fueron en el siglo XVI propiedad
de los hijos de Miguel Perdomo y de su mujer, María Cabrera. En
una data a Diego de Salazar, que es de 25 de abril de 1517,
se habla de un «barran-quillo que sale de las cuevas de la morada del rey, que
se dice Binan-ca». Sabemos que esta data se refiere a tierras
del Valle de Salazar o San Andrés. Parece que se debe
deducir que el mencey disponía de más de una cueva de
habitación, o que quizá una de ellas le servía de granero, o de cárcel pública
o para cualquier uso relacionado con su gobierno.
Después de terminada la conquista, la toponimia del antiguo reino de Anaga ha sido profundamente modificada por los usos españoles. Es posible que en algunos casos se haya procedido a una simple traducción del nombre primitivo, cuando indica algún accidente topográfico o alguna característica del suelo: El Bufadera, Cueva Bermeja, Valle de las Higueras, El Sabinal. De todos modos, muchos de los nombres guanches se han perdido. Algunos se han conservado en los documentos antiguos, pero, al haber desaparecido del uso corriente, no sabemos ahora a qué lugar determinado conviene aplicarlos. Otros se han integrado definitivamente a la toponimia española: Tahodio, Jagua, Igueste, Ijuana, Anosma, Anaga, Benijo, Taganana. En fin, en
ciertos casos el nombre español conserva el recuerdo del antiguo uso indígena: El Bailadero, Roque de la Fortaleza.
En cuanto al término ocupado por Santa Cruz, sabemos que en la lengua de los indígenas se llamaba Añazo", nombre que
se ha conservado también en algunos documentos de la
primera mitad del siglo XVI: lo cual
parece indicar que, en una primera fase, el nombre primitivo
había sido recogido por los conquistadores, como era frecuente y como
en los ejemplos ya mencionados. Ignoramos la exacta significación
de la palabra guanche, si es que tiene alguna (2). En cuanto a la extensión exacta de la zona que se conocía con este nombre, los historiadores antiguos están de acuerdo en aplicarlo al puerto de Santa Cruz, tal como existía en los siglos XVI y XVII y,
para mayor claridad, precisan que los primeros contactos
entre guanches y españoles se habían verificado a través
de los dos puertos de desembarco, Añazo y El
Bufadero.
Es verdad que actualmente el antiguo surgidero del Bufadera se halla enclavado en la zona portuaria de Santa Cruz, sobre todo a
raíz de la
moderna construcción del dique del Este. Sin embargo, parece evidente que tamaña confusión no era posible para los navegantes de los siglos pasados. El nombre de Añazo, si es cierto que corresponde
al puerto de Santa Cruz, se aplicaba
antiguamente a la ensenada limitada en sus dos extremos por
el barranco de Santos y el de Tahodio, o sea, más o
menos el puerto principal comprendido entre el muelle Norte y el muelle Sur. Este detalle no deja de ser importante, si se quiere
comprender el desarrollo de las operaciones de la
conquista, así como el de la futura población.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998:26 y ss.)
(1)Abicore, Abicor, Abikure, es el nombre guanche del
Valle de San Andrés, también conocido como Valle de Salazar, ya que a este
colono negrero e invasor, se le dató en dicho valle con sus correligionarios
guanches los Ibautes. NA.
(2)
Para el filólogo Dr. Ignacio Reyes la traducción de Añazo es la siguiente:
Añazo. Tf. ant. Top. Nombre de la zona costera por la que
hoy se extiende el puerto de Santa Cruz de Tenerife. Expr. t. Añaza. ― añaso
< *an(i)-ǝnăsu, m. sing. lit. ‘el lugar donde pasar la noche'. *ani, loc.
adv. de [N] ‘el lugar de / donde’.*ă-năsu
(ǝ), ǝ-nsa (ǝ), n. vb. m. sing. de [N·S] ‘hecho de pasar la noche,
dormir, guarecerse’.. NA.
No hay comentarios:
Publicar un comentario