lunes, 19 de agosto de 2013

CAPITULO XV-VII




UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII


DECADA 1601-1700


CAPITULO XV-VII




Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen

1602.
El Cabildo colonial manifiesta su sastifacción porque  “se observa con satisfacción que «este año presente se an cargado en él más navíos para las Indias, Brasil e Cabo Verde, Flandes y Francia, que otros años muchos atrás”.
El puerto
El vino y los demás productos del interior no llegaban a Santa Cruz para quedarse, sino para continuar su viaje hasta mucho más le­jos. Para poderlo continuar era necesaria otra infraestructura de tipo diferente, pero de misión paralela a la del camino, la de su puerto. Fue para el Cabildo otro quebradero de cabeza, diferente del anterior sólo por sus proporciones, que no admiten comparación con lo que se gas­taba para asegurar las comunicaciones del interior. El camino era una empresa difícil, sin más, y pudo tardar tres siglos en llegar a reunir condiciones satisfactorias. El puerto no sufría demora. No es que reu­nía condiciones satisfactorias; pero incluso en malas condiciones, era un empeño desesperado para una hacienda como la de Tenerife. Sin embargo existió desde el primer momento, casi se podría decir que existió desde antes de existir, a pesar de todas las dificultades y de todas las oposiciones de dentro y de fuera, de la tierra y del mar, de los hombres y de los elementos.

Los que entienden de navegación consideran que Tenerife dispo­ne de cuatro puertos naturales, que son los de Santa Cruz, Puerto de la Cruz, Garachico y Adeje. El primero no era el mejor. Su mérito principal, decían, era la salida segura por todos los tiempos. Puede ser que la afirmación sea exacta, pero el mérito no parece suficiente para convencer de su bondad. En realidad, su destino histórico es el fruto de una paradoja. Fernández de Lugo había escogido la bahía de Santa Cruz como base ofensiva, porque desde ella resultaba fácil pene­trar en la isla; después de lo cual, el puerto fue mantenido como base defensiva, para impedir que otros pudiesen penetrar hacia el interior.

Las paradojas tienen su lógica; porque es evidente que se precisaba cortar el paso allí donde la tentación de presentarse era más fuerte. Se comprende, pues, la necesidad táctica del desarrollo del puerto; pero lo cierto es que había en la isla otros más, mejores y mejor situados.
El mismo Cabildo, interesado directamente en el fomento de Santa Cruz, reconoce que su abrigo no es bueno durante el verano, «por cursar, como siempre cursan, los vientos lebantes e nordestes». Es verdad que es bueno en invierno, pero entonces no tiene mucho interés para el tráfico, porque «es impedido por las muchas lluvias que en esta sibdad suele aver y el largo camino que ay de las haziendas al puerto, que se sirven con carretas». Por otra parte, la entrada en el puerto, después de haberse doblado la punta de Anaga, era difícil en las condiciones de la navegación antigua. Los vientos soplan de tal modo, que empujan las embarcaciones, las arrastran en dirección su­roeste y no les permiten entrar o detenerse. Antiguamente, no se llega­ba a Santa Cruz sino bordeando, o pegándose lo más posible a la tie­rra, para entrar en la zona costera al abrigo del viento. En fin, una vez entrado, el puerto resultaba ser un simple fondeadero: al muelle no se llegaba sino con las lanchas o los botes de los navíos —cuando había muelle—. Los navíos no se le podían acercar, porque la resaca era demasiado fuerte. En la bahía cabían diez a doce barcos de gue­rra: si eran más, corrían el riesgo de echar ancla sobre fondos de esco­lleras, en que se rompían frecuentemente los cables.
El cuadro no es halagüeño, y es lo menos que se puede decir. A menudo, el puerto de Santa Cruz se considera como peligroso. Periódi­camente, el temporal echa abajo el muelle: y si no lo derriba más a me­nudo, es porque en general se tarda mucho en volver a edificarlo. No es raro que los navíos se pierdan dentro del mismo fondeadero, general­mente por estrellarse contra la costa o el muelle. También son frecuen­tes las desgracias personales, ocasionadas por el zozobrar de los botes que aseguran el enlace del fondeadero con el muelle o con la caleta A estos inconvenientes se añade el puramente económico, de la implantación del puerto en el corazón de una zona de recursos más bien limitados. En orden a la entrada de mercancías extranjeras, estaba sin duda mejor situado que sus rivales, Garachico y el Puerto de la Cruz, por la proximidad casi inmediata del gran centro lagunero. Pero en cuanto al tráfico de exportación de productos locales, y sobre todo de vinos, se les debe hacer venir de tan lejos como Tejina o Tacoronte, cuando no vienen por mar, desde los dos puertos mencionados.

En el proceso que preside al desarrollo del puerto, todo es o pare­ce remora u obstáculo: sus características, las dificultades de toda clase con que tropieza la fábrica de su muelle, los malos caminos que con­ducen hacia el interior, la relativa pobreza de la zona en que se halla enclavado. Tantas contraindicaciones son bastantes para explicar la lentitud de sus progresos, e incluso para causar extrañeza el comprobar que, a pesar de todo, hubo progresos. El puerto es obra de la naturale­za; pero ésta había hallado un aliado poderoso en el Cabildo, que ha realizado aquí la obra más importante de toda su historia. La naturale­za fue madre, o quizá madrasta: en realidad se puede decir que el puerto de Santa Cruz es la obra política del Cabildo, en lucha más bien que en colaboración con ella.

Por qué se ha empeñado el Cabildo, queda ya dicho: para tener la seguridad de que las costas de Añazo no volverían a servir de lugar de desembarco y de base para nuevas conquistas de la isla. Le costó caro; pero no se había equivocado, porque, gracias al cerrojo santacrucero, La Laguna ha evitado el destino de tantas ciudades americanas o incluso ca­narias, que han conocido la mano de hierro o de garfio de los piratas y de la ocupación extranjera. Es posible que esta explicación no sea la úni­ca. Hubo también, sin duda, intereses creados, que no es fácil adivinar.

Quizá Fernández de Lugo dio el primer estímulo, porque Santa Cruz le ofrecía evidentes ventajas en sus relaciones frecuentes con la costa de África. También es evidente el interés que aconseja dar la preferencia al puerto más cercano al principal núcleo de clientes potenciales.
Desde los primeros momentos, el Cabildo se aplica en recalcar la categoría particular de este puerto, del que quiere hacer el primero de la isla. Su preocupación es visible, y sin duda sincera, cuando ve que las cosas no van bien; y a menudo no van bien, porque el puerto no tiene suficiente actividad y la emigración aumenta hasta alcanzar cotas peligrosas. La epidemia que asoló la isla en 1582 había desalentado el tráfico a la vez que diezmado la población. Los habitantes de Santa Cruz, «viendo que no tienen en qué entretenerse, por ser gente que con el dicho trato se sustenta, se an ydo y van de cada día fuera de la ysla a otras partes, e a llegado el negocio a tanto, que no a ávido en mucho tiempo en el dicho puerto principal navio ninguno y está aquel lugar despoblado y sin gente y muy sujeto a que, viniendo qualquier enemigo con mediana fueza, pueda haser daño en el dicho puerto y en esta cibdad». El peligro es doble, pero basta con una so­lución: hace falta animar la vida económica del puerto, después de lo cual todo irá bien. Lo malo es que, para conseguir este resultado, los medios están en la mano de Su Majestad, porque el Cabildo no dispo­ne de fuerzas suficientes. Por su parte, él hace lo que puede, y algo más. Su temor de ver desaparecer el tráfico llega a tales extremos, que prefiere engañar a los navegantes, ocultándoles la gravedad de la epide­mia para no perderlos. Además, el alcaide recibe órdenes excepcionales: debe olvidar las normas que prohibía la entrada de los navios de noche y en adelante, al contrario, debe recibirlos con «todo regalo».
Como contraparte, el Cabildo también sabe dar una imagen opti­mista de las actividades del puerto, cuando así lo exigen las circunstancias y los intereses. En 1602 se observa con satisfacción que «este año presente se an cargado en él más navios para las Indias, Brasil e Cabo Verde, Flandes y Francia, que otros años muchos atrás»'. Es fácil que haya en el puerto 15 navios a la vez 6; pero esto ocurre sólo cuando se trata de dejar sentada la superioridad de Santa Cruz en relación con los demás puertos de la isla. Cuando el interés va por otros caminos, se comprueba con la misma facilidad que el de Santa Cruz «es el de me­nor trato, y es cosa pública y sierta que por algunas personas qu'están en el dicho puerto e biven en él huyen los estranjeros e algunos tratan­tes, e vienen a menos las rentas reales», siendo preciso castigar a tales enemigos del bien común, que tratan de desanimar el comercio.
La competencia entre Santa Cruz y Garachico, y más tarde entre Santa Cruz y el Puerto de la Cruz, no fue el menor de los problemas con que tenía que enfrentarse el Cabildo. Los otros tenían, además de las ventajas naturales (en el caso de Garachico) y de una abundante producción destinada a la exportación, al alcance de la mano, la cali­dad envidiable para los navegantes, de puertos de franquía, cuya en­trada y salida eran libres y donde las mercancías no estaban interveni­das desde que surgía el navio, como en Santa Cruz. Hubo más: en el siglo XVI hubo varios regidores, entre los más influyentes y mejor rela­cionados, establecidos en Garachico y naturalmente deseosos de dar la mejor salida a los productos de su hacienda. Se formó entonces un partido de los garachiqueños, que propugnaba la prioridad de su pro­pio puerto, frente a los defensores de Santa Cruz. La lucha llegó a ser enconada en determinados momentos.

Hacia 1554, en la época en que el Consejo estaba reorganizando el comercio de Indias, había pedido un informe al gobernador de Tene­rife, sobre cuál era el mejor puerto de la isla, para concentrar en él, a modo de monopolio, todo el tráfico americano. El gobernador hizo in­formación pública, pero dirigida de tal manera, que resultaba de ella que el sistema hasta entonces seguido, de cargar vinos y harinas a las Indias por varios puertos de la isla, ocasionaba muchos daños y fraudes. Para evitar estos fraudes, el Cabildo solicitó directamente, por medio de su mensajero en Corte, que no se admitiese más cargazón para In­dias que la que salía por Santa Cruz. Se opuso Fernando Calderón, re­gidor, representante de los vecinos de Garachico y de sus intereses y el resultado fue que las cosas seguían como estaban y que los navios po­dían cargar indistintamente, en Garachico o en Santa Cruz.
En 1579, el Cabildo volvió a tratar el problema del interés de un orden monopolístico en el comercio de Indias, con el pretexto de evi­tar los fraudes, pero evidentemente con la intención de favorecer al puerto de Santa Cruz. Protestaron inmediatamente los partidarios del otro puerto, encabezados por Fabián Viña, regidor decano con 38 años continuados en el oficio. Representó Viña que la real orden que se quería resucitar, referente a la habilitación de un puerto único, ha­bía sido discutida ya en su tiempo, hacía 24 años, cuando ninguno de los regidores presentes, excepto él, formaba parte del Cabildo; que se había acordado entonces obedecerla y no cumplirla; que desde enton­ces las cosas habían seguido como antes estaban, sin que nadie se opusiera; y que ahora se pretendía usar de aquella cédula real, fuera de tiempo y sin haberse recibido nuevas instrucciones. La opinión de los demás regidores de Garachico fue más matizada. Tomás Grimón pen­saba que, mientras se guardase la orden vigente, según la cual los navios canarios con destino a las Indias no podían viajar sino en seguimiento de la flota, sería mejor disponer de ambos puertos alternativamente. Santa Cruz para los navios que salieren de invierno y Garachico para los de verano. Lo mismo pedía Felipe Jacome de las Cuevas, insistien­do todavía más en el interés que presentaba el puerto de Garachico y en los daños que se seguirían de su abandono: su puerto embarca los caldos de su misma zona, que produce más de siete mil botas al año, y sin él aquella producción se echaría a perder; el abrigo del puerto es excelente en verano; los bosques vecinos permiten fabricar navios y dar carena «a navios grandes de seiscientas e setecientas toneladas, tan bien como en el río de Sevilla, lo cual no puede acontescer en el puer­to de Santa Cruz».

A la hora de votar, los dos partidos resultaron prácticamente igualados. La cuestión quedaba en mano del gobernador, quien decla­ró que cumpliría. Se acordó enviar un mensajero a Corte para suplicar en nombre de la Isla. Finalmente el gobernador había recomendado el cierre del puerto de Garachico al tráfico indiano. Fabián Viña, quien acababa de construir a sus expensas un fuerte en aquel puerto, para mejor asegurar su porvenir, se ofreció a ir a Corte con otro regidor, los dos a sus expensas; pero se le denegó la comisión, por considerársele parte interesada. Quedaba en vigor la recomendación monopolísti-ca, que no llegó, sin embargo, a transformarse en disposición legal.
En efecto, la epidemia de 1582 lo trastornó todo. Murieron en ella más de 6.000 personas, que representaban más de la mitad de la población junta de La Laguna y de Santa Cruz. El puerto fue abando­nado por el tráfico, tal como era de esperar en tales circunstancias, y los navíos dieron la preferencia a Garachico, cuyo lugar no había sido tocado por la pestilencia. Las cosas salían al revés de lo que se estaba esperando. Pero el Cabildo volvió a la carga y en 1583 acordó renovar la solicitud del monopolio indiano en favor de Santa Cruz. Esta vez no eran de temer las oposiciones del otro partido, porque la epidemia aun no había terminado del todo, y los regidores que residían en los lugares no habían vuelto a acudir a las sesiones. El acuerdo fue toma­do en su ausencia y como por sorpresa.

La proposición del Cabildo, llevada a Madrid por el mensajero Lope de Azoca, siguió su camino normal. El Consejo de Indias pidió informe a la Real Audiencia de Las Palmas; ésta abrió información. En vista del cariz amenazador que tomaban las cosas, los regidores de Garachico protestaron contra los acuerdos tomados en su ausencia; los vecinos de Buenavista, Los Silos y Garachico se reunieron en junta y firmaron por presencia de escribano público una protesta, que se reu­nió a la información; y el Cabildo, en que dominaba el partido monopolístico, despachó a Corte otro mensajero, Francisco de Valcárcel, con la misión de defender su posición. El Consejo determinó dejar las cosas en su estado y Garachico prosiguió su carrera, paralela a la de Santa Cruz.

A lo mejor aquella pequeña guerra civil no tenía objeto. Por su misma posición geográfica, el puerto de Santa Cruz tenía reservada una misión centralizadora que nadie podía arrebatarle. En realidad, todos los puertos de Tenerife servían los mismos intereses y con los mismos medios; todos ellos formaban lo que hoy llamaríamos un pool o complejo portuario, con la base o la cabeza en Santa Cruz: lo cual no significa forzosamente que Santa Cruz debía de ser el puerto de mayor movimiento: y de hecho no lo fue, porque el tráfico de Garachico fue constantemente mayor que el suyo. Vistas a distancia, estas diferencias cuentan poco. Es normal que el tráfico oceánico se desen­tienda de las rivalidades locales, porque, cuando se mira el mapa desde Nueva España o Tierra Firme, Garachico o Santa Cruz da lo mismo. Es frecuente que un navío se detenga en ambos puertos para cargar o descargar, o que se flete en uno para ir a tomar su carga en el otro.
Vistos desde fuera, los dos puertos aparecen menos como rivales, que como anclajes diferentes del mismo complejo portuario tinerfeño, que compra y vende en todos sus puntos, a los mismos clientes, los mis­mos géneros y productos. Es verdad que el paso de uno a otro presen­taba inconvenientes: el peor no era el tiempo perdido, sino la presen­cia frecuente de piratas que acechan en la altura de Anaga; pero en la navegación de entonces, todo era inconveniente.

La inutilización del puerto de Garachico por el volcán de 1706, que había sido un duro golpe para los cosecheros de la banda del nor­te, obligó a algunos comerciantes a mudarse a Santa Cruz para poder continuar sus actividades. Sería un error considerar que fue ésta la ba­se de la prosperidad de Santa Cruz, porque la casi totalidad de lo que podríamos llamar la herencia de Garachico no vino aquí, sino que acabó pasando al Puerto de la Cruz. A lo largo del siglo XVIII, y a pesar de no estar habilitado para el comercio con las Indias, el Puerto de la Cruz fue el primer mercado de vinos canarios, con un movimiento sensiblemente superior al de Santa Cruz. En 1769, cuando se está dis­cutiendo la conveniencia de volver a fabricar el muelle de este último puerto, todavía existe en el Cabildo un fuerte partido que preferiría dar la prioridad al Puerto de la Cruz, que sigue siendo el más impor­tante desde el punto de vista del tráfico.
En el caso del Puerto de la Cruz, la pugna fue menos violenta, porque ahora se añadían a las presiones del Cabildo otras, mucho más eficaces, de los comandantes generales. El interés de éstos se confundía con el del puerto; mejor dicho, los comandantes tuvieron la sutileza de tirar de los unos y de los otros hasta hacerlos coincidir. De cual­quier modo, los resultados fueron los mismos. Sin el doble apoyo, de las máximas autoridades, la local y la regional, quizá Santa Cruz no hubiera podido resistir a sus dos rivales.

Gracias a esta protección ha subsistido, a pesar de todas las rivali­dades y competencias. A pesar incluso de la competencia que se hace a sí mismo: porque tardó bastante en definirse y encontrar su propia iden­tidad, a través de vacilaciones y de dudas que constituyen otra remora más en el camino de sus progresos. En el siglo XVI hubo tres puertos de Santa Cruz: de haberse concentrado desde el principio los esfuerzos del Cabildo en uno solo, quizá las cosas habrían ido más rápidamente. Pero está dicho que la historia aborrece los caminos de la facilidad.

Había en primer lugar un Puerto de los Caballos, que ya había servido en la conquista. No consta que haya tenido muelle ni instala­ción portuaria alguna; pero parece haber servido para carga y descarga de materiales, suponemos que principalmente para la piedra de cal que venía de Lanzarote para los hornos del barrio del Cabo. En 1514 se ha­bía prohibido la carga de la madera por el Puerto de los Caballos lo cual indica, si comprendemos bien la función de los bandos y de las ordenanzas, que consiste en gran parte en negar las realidades, que también se embarcaba madera. Por otra parte, así como había servicio para el primer desembarco, aquella playa podía aprovecharse por los enemigos para alguna empresa similar: para impedir que sirviera de base de ataque a los piratas, se mandó en 1586 que se hiciese en él un paredón de piedra, destinado a proteger a los defensores.

El segundo desembarcadero era el de la Caleta. La llamaban también la Caletilla, por ser de dimensiones reducidas; o la caleta de Blas Díaz, por haber hecho éste, en su varadero y a mediados del siglo XVI, un gran navío que había dado mucho que hablar. Era la Caleta una modesta ensenada formada por un recodo de la costa y dominada al norte por la pequeña eminencia en que se había edifi­cado la ermita de la Consolación y más tarde el castillo de San Cris­tóbal. El fondo de la Caleta, que miraba al oeste, era formado por peñascos que caían a pique, mientras que el lado sur formaba una playa que servía de desembarcadero y varadero; detrás de ella había una mota en que se fabricó una plataforma de artillería, suprimida después para dar paso al edificio de la Aduana. El abrigo de la Cale­ta era muy bueno, por hallarse protegido por los tres lados y, ade­más, provisto con una playa; pero tenía difícil entrada y una capaci­dad muy reducida. Por aquí entraban y salían normalmente los pasajeros y las mercancías; precisamente por esta razón había sido elegida como lugar apropiado para la implantación de la aduana. Sin embargo, a partir del momento en que hubo un castillo en su flanco derecho, completado con un modesto muelle, empezaron a surgir los problemas.

En efecto, el castillo se había fabricado con grandes sacrificios, con la ilusión de que serviría para proteger toda la bahía de Santa Cruz.
Mal podía protegerla, en la dirección sur, con los navíos al ancla que le interceptaban la vista. Después de fabricado el muelle, se in­tentó obligar a los navíos a que pasasen al otro lado de la fortaleza, pa­ra despejar el horizonte: pero el hecho es que lo despejaban al sur para taparlo al norte, donde, además, tenían que sufrir los navíos una fuer­te resaca. Como no quedaba otro lugar para donde mandarlos, se de­cidió que debían quedarse en el muelle si el tiempo era bueno, y refu­giarse en la Caleta si llegaba alguna tormenta, y se encargó al alcaide la empresa desesperada de hacer observar esta norma. La situación se aclaró algún tanto, cuando se completó la red de fortificaciones, que redujo la extensión de la costa confiada a la vigilancia del castillo. Así y todo, la situación se simplificó sin mejorarse, como bien se pudo ver en ocasión del ataque de Blake.

En la Caleta no se llegó a fabricar muelle; en cambio se empren­dieron trabajos bastante numerosos, encaminados a facilitar las opera­ciones.

Su poco fondo requería frecuentes trabajos de limpieza y drena­je. Desde 1508 el Adelantado y el Cabildo habían hecho asiento con un Juan Grande para adobar la obra del puerto, pero el contratista ha­bía desaparecido sin ejecutar lo convenido. Se le buscó, se le dieron se­guridades para que pudiese volver y él explicó que la obra a que se ha­bía comprometido había resultado tan difícil, que no podía cumplir en las condiciones estipuladas. Bajó a Santa Cruz el gobernador Lope de Sosa con dos regidores diputados; se dieron cuenta de que en efecto ha­bía allí más trabajo de lo previsto; y acordaron aumentar el precio de la contrata y poner a disposición de Grande diez peones para ayudarle.

Esta vez debió de cumplir, porque, además de pagársele las 80 doblas convenidas, le regalaron un capuz y un sayo de Londres. Pero la Ca­leta se seguía tupiendo, porque «los navíos que venían deslastraban en el mismo surgidero y echan jarretas quebradas, de que redunda daño al puerto y a las amarras de los navíos». Para cortar estos abusos, se fijó una multa de 600 mrs. de la que un tercio se abonaba al autor de la de­nuncia y lo demás pasaba a las obras del puerto.
En 1593 se observa que «el puerto de Santa Cruz está muy arrui­nado e casi tupido, de suerte que no se puede enbarcar ni desenbarcar por él, causado por las avenidas e barrancos», probablemente por la del vecino barranco de Aceite. El Cabildo baja en cuerpo, con el teniente de gobernador, para examinar la situación y acuerda que «conviene que se adérese e linpie el dicho puerto de Santa Cruz y se abra lo que es junto al muelle, ques el puerto ordinario que solía estar». Se manda hacer 8 padiguelas, 50 espuertas y 20 azadas. Cada día bajarán de La Laguna seis carretas, «para que con sus tapiales vayan linpiando y sa­cando la tierra y la piedra de dicho puerto». Les ayudará una compañía de milicias, que también bajará diariamente, y el alcaide y el beneficia­do del lugar estarán presentes, junto con un regidor, para animarles al trabajo.

En 1600 se vuelve a discutir el eterno problema del muelle. Se duda ahora si conviene reedificarlo donde antes estaba. Algunos regi­dores proponen mudar su sitio y dar al conjunto portuario una confi­guración diferente, más acorde con la que ya había establecido el uso: ahondar y ensanchar la ensenada de la Caleta: suprimir la playa del va­radero de Blas Díaz y cavar hasta llegar a la roca viva, que deberá cor­tarse a pique, para servir de arranque y de primer tramo del nuevo muelle; además, edificar en el fondo de la Caleta una especie de male­cón, excavando y quitando la roca hasta dar con el muelle viejo, para ensanchar de este modo y abrir al tráfico aquel segundo lado de la en­senada.
La idea pareció buena. El gobernador Francisco de Benavides ba­jó con el Cabildo a visitar los lugares. Se tomaron las providencias ne­cesaria para poner en ejecución la obra propuesta. Sin embargo, en las disposiciones que se dictan no se recoge sino la mitad del proyecto ini­cial. La playa del varadero se quedará en su ser, quizá por haber pareci­do demasiado costosa la obra de un muelle al sur de la caleta. Sólo se mandó hacer un muelle detrás de la fortaleza vieja, «en una punta que nase della, donde en tiempo de tormenta por parte más cómoda y sicura se a tenido espirensia que enbarcan y desenbarcan y los pescadores echan el pescado, que allí se haga un muelle con una punta que entre todo lo que pudiere en la peña hasia la mar y corra un lienso para el nordeste y el otro hasia el leste, con escalones de la una y otra parte, para que, cursando el viento de una parte, se abriguen de la otra; y del dicho muelle hasta la plaza un terrapleno para que entre al dicho muelle, en conformidad de la planta que a fecho el Sr. Gobernador; el qual edificio se reedifique de los cantos y piedras que tiene el muelle viejo y se conpren cal y todo lo demás que fuere nesesario».

Como otras veces lo había hecho, el Cabildo recogió sus piedras de un lugar para llevarlas a otro. En realidad lo que se fabricó no era un muelle, sino un pescante que cubría los lados norte y oeste de la ensenada, hacia la plaza y el castillo. El objeto que se perseguía era, co­mo lo indica el texto citado, ofrecer a los navíos la posibilidad de abri­garse, como más les conviniese, al norte o al sur del muelle viejo, para mejor aprovechar o evitar los vientos. Los que surgían en la Caleta, se­guían haciendo sus operaciones de carga y descarga por la playa. Sólo en tiempos del marqués de Branciforte, hacia 1785, se procedió a «la construcción de la rampa en la parte del norte de la casa de la Aduana, con objeto de facilitar el desembarque de los objetos».

De este modo, la Caleta siguió utilizándose, cuando el tiempo era bueno. En 1769, al haberse arruinado el muelle, otra vez se volvió a considerar la posibilidad de mudarlo a la Caleta, donde el tráfico se­guía siendo mayor. El diputado del común de Santa Cruz abogaba en este sentido; pero se reconoció que de todos modos no se podía excu­sar la reedificación del muelle antiguo, que servía de protección a la Caleta. Aquello representaba doble gasto. Además, cada ruina del muelle arrastraba las piedras de su fábrica en dirección a la Caleta, que ya se hallaba medio tupida. Con esto terminó de modo natural, a poco a poco, su vida activa. Después, lo que no había tupido el mar fue colmado por la maquinaria moderna. La caleta de Blas se ha trans­formado en plaza, como el puerto de su hermano y rival, Garachico. (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.1: 363 y ss.).

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