1980 enero.
No tengo la visión de Tejeda a
través de lo que dijo Unamuno, Fray Leseo o Pepe Monagas. La de Unamuno es
demasiado "modernismo" al estilo Humboldt, no al de Rubén Darío; hoy,
aquello de "tempestad petrificada" suena a falso, a agencia de
turismo. Sobre la misma cortada de la
Cruz de Tejeda —que recuerdo con frío de nieve y blancos
pañuelos esparcidos por tierra- hoy se alza el parador "nestoriano".
Tampoco es ésta "mi Tejeda". Allá arriba, Timagada preside el cortejo
que admirara Fray Leseo, el de los floridos almendros. Por la falda, montaña
abajo, las cercas y los árboles y los sembrados, que lamentan verse
atropellados por los blancos vellones que suelen pastorearse en la cumbre,
cuando se desmandan por las laderas. A la izquierda, siempre mirando hacia el
pueblo y bajando, el otro recuerdo, el de Lola "la Negra ", de "Cuas
Caídas", perdida en el tiempo de la niñez remota. Más allá, enfrente, las
Moradas, las rocas lilas, violetas de la tosca, sobre el paisaje más oscuro,
purpúreo a veces, siempre ligado al impresionista canario de don Nicolás
Massieu. El recuerdo lejano lo acumula todo: las visitas a las heredades del
mismo pueblo, con don Manuel Hernández, el farmacéutico de la esquina del
Puente Verdugo, según se baja hacia las fritangas del mercado, con olor de
carajacas al mediodía. Nada de aquellos alrededores me es ajeno. Ni siquiera
que Negrín y don Heraclio Sánchez -el magistral de La Laguna — eran de Tejeda. Las
aguas que discurren por el pueblo: la
Pata de la
Gallina , Acusa Seca, Acusa Verde, Acusa del Rey, y
presidiéndolo todo, en la lejanía, el pino de Chofaracás. Y más lejos, mucho
más lejos, la enarboladura rota de Tirma, con el recuerdo de Manolo Morales y
todos los Morales. O, más a la derecha, el tajo inmenso que conduce a los
caminos de otras cumbres del centro y el norte de la isla, por Tamadaba.
Mi recuerdo es otro y otras son
las vivencias que conducen mis pasos del recuerdo mucho más abajo, al fondo del
barranco, con Juan Velázquez, el abogado descubridor de aguas, el escritor
aislado en su isla, como en definitiva somos todos los isleños, aunque nos
traslademos a otras islas, dentro de los continentes anchos y ajenos: siempre
aislados, isleñantes e isleñizantes.
Llevábamos provisiones; bajamos,
cuesta abajo, en algunas ocasiones dejándonos deslizar por la pendiente del
camino, como si fuera una rampa hecha a propósito —pues ya el pie calzado no
tenia donde apoyarse—, hasta llegar a los cercados de millo, a los muros de
piedra, a los frutales oscuros, al charco de Tumba, el mismo por donde pasara
en lejanos tiempos Pepito Monagas en su caminar de Agaetea Santiago de Tunte.
La noche la pasamos en un pesebre, al pie casi del Bentayga, alzado como una
vigilante torre de nuestro sueño. Una serbatana saltaba, con su cuerpo de paja
articulada, de un lado a otro sin dejarnos dormir. Las figuras de los
compañeros de aventura se movían en la penumbra, hasta que un alba nos despertó
a todos, desde el fresco de la madrugada, y el sol que no se decidía a salir.
Temprano estábamos montando nuestra gran tolda de campana, una carpa casi de
circo, una tienda cónica, de cuando la guerra del Rif. Remansamos el barranco,
del que tanto se esperaba. Su hilo de corriente, detenido con unas piedras, nos
sirvió de piscina, de agua transparente. El coñac y el río. El vino y el río.
El asado, el agua y la siesta. El paso breve de sol entre las dos cumbres.
Creía estar en un valle, perdido del fin de la tierra. En un país fabuloso
donde los cuentos de niño se hacían realidad. Luego, la despedida y la subida
al pueblo a lomos de muía torda, casi1 un animal de los que en la Edad Media hubiesen
servido de cabalgadura a los arzobispos y abades mitrados. Cuando llegué al
pueblo era de noche. La fonda rústica con velas, con jergón de paja y el nuevo
amanecer impresionante, porque mientras todo el valle estaba hundido en la
niebla y en la oscuridad de la noche, el Roque Nublo apuntaba ya, con su dedo de sol, al amanecer, hacia el cielo
completamente azul. Luego, el enorme hoyo quedó atrás. Otra vez a esto que
llamamos civilización. A lo de todos los días, con su necedad contagiosa y
borreguil.
Los almendros en flor
Anoche soñé que había vuelto a
Tejeda. Un paisaje que encierra a otro paisaje. Una isla que encierra a otra
isla. Un recuerdo que encierra a otro sueño. La cumbre estaba desierta y la
luna era la única presencia humana de sus alcores pelados por la umbría. Un
libro que encierra a otro libro. Un artículo que encierra a otro artículo. Un
escritor que encierra a otro escritor: Unamuno, tempestad; Fray Leseo, calma;
Juan Rodríguez Doreste, en su labor recopiladora y estudiosa. Una fecha que
encierra a otra fecha: 1934, 1954. ¿1974? Sólo sé que en este momento estoy al
borde de este abismo azul y que no puedo prescindir del recuerdo literario,
porque el hombre de hoy se ha hecho después de que el verbo se hizo carne y
sangre. Y si hablamos al pie de la cumbre escribimos al pie de las letras. Más
allá, motas azules, y blancas, y negras, señalaban los fantasmas de un pasado
que es ya historia, pero que aún no se ha convertido del todo en geología.
Cuando recuerdo al hombre de la
muía blanca que sólo una vez en su vida había subido hasta la cumbre, donde
está la cruz, a contemplar el Mundo, así, con mayúscula... ¿Qué valle perdido
de la historia y de la geografía sigue perdido y vivo en Tejeda? Es que es
posible que en esta limitación humana de lumbre, luna, valle, cuna y tumba,
esté quizá todo el secreto del existir. Y que todo ello esté escrito en esos
testigos tremendos de las rocas que una vez taparon los grandes boquetes por
donde había abierto la tierra. Son seres—rocas los de estas alturas que hoy
pasan por tener tamaño antropomorfo, pero son los únicos seres capaces de
conocer cuál fue la verdadera arquitectura del globo terráqueo.
Después se hizo de día. El valle
se animó. Primero fue el dedo rosado del Nublo el que señaló que la aurora
venía ya. Después se rasgaron los cielos y una sola estela azul de altura
cubrió todo el inmenso anfiteatro. Comenzábamos a dar vueltas camino del
pueblo. A Tejeda hay que entrar como lo hacen las grandes culturas. Ni la
mecánica de nuestros minimecanismos automotrices ha podido separar al cernícalo
de cernirse, de ceñir el aire, de partir la almendra de esta bóveda que ahora
tantas tiernas botonaduras está enseñando al viento sin retamas en este
momento. Vellones de almendrales por todas partes, rosáceos, blancos violáceos.
Las gentes con cara de fiesta. Todos los continentes. Si a alguien le quedaba
duda que este cerco de montañas de espaldas al mar es "todos los
continentes", que venga aquí y lo vea. No hay nada por donde no se vaya al
África, al Japón, a América, a Europa. Clásicas parras mediterráneas, grandes
piteras de Juan Charrasquiado. El país más transparente pudiera estar aquí en
este momento. La novela americana ha servido para ello tanto como la flota
japonesa. Todo el mundo se encuentra en su patria. He aquí el maíz, las aldas
de cintas cruzadas, al saltarín dios Pan, al fraile diciendo su oración en la
cumbre. El verbo hecho entre riscos, distancias moradas, cercanías pardas,
rasgueo de guitarras, empinadas cuestas de Cuenca, fauces abiertas y gigantes
de las montañas ibéricas. Todo se mezclan este rincón de la tierra. En la
lejanía, el Teide. El agua, de pronto, rompe su cantonera. Han traído de abajo,
del Monte, bastante vino, pero también circula el malvasía, y el herreño, y el
vino de Tacoronte, y hasta el de Fuencaliente. Sólo el de Icod falta —mágica
piedra lunar, brindis en una noche de nieve para calderas de vapores pitando su
salida—. San Marcos. La ciudad y las bodegas lo reciben de la Mancha , de la Rioja y otros hasta de la Puebla del Caramiñal.
Arriba, en la cruz, habíamos dejado en otro viaje a un torero venezolano que
capeaba el temporal de una aventura taurina —¡más cornadas da el hambre!—.
Ahora, aquí, abajo, más cornadas da el vino. Se reparten premios. La plaza de
la iglesia
está poblada, las casas típicas
se muestran con sus galerías abiertas, con sus santeros, con sus naranjas, con
sus pinas puestas a secar al sol. Los viejos relojes dan campanadas
disparatadas. No hay orden ni concierto en este tiempo de almendras en flor.
Los burros fuertes, peludos, unos plateros gigantes, pasean damas y caballeros.
Sombreros, típicos cachorros, chalecos negros, rondallas. Las galerías se abren
todas. Están de par en par las casas para recibir a los visitantes. Mis
compañeros, los de antes; el pasado sale a recibirme. Escaleras de piedra. Y
recuerdos de un cuarto de siglo atrás, cuando dormimos en el barranco, al pie
del Bentayga, y nos bañamos en el charco de Tumba, allá abajo.
Por la tarde todo se pone de oro
y rosa. Todo se espesa en el charco sudoroso de esta invernada cálida, de este
ron pegajoso y transparente que es ahora el aire. Sale el vaho de las tabernas.
Las niñas están semidormidas. El calor les enciende las mejillas. Las rosas se
desgranan desde lo alto. Van cayendo lentamente hacia el valle. Muchos días
quedan aún de lluvia de almendros, de perfume de almendras, el que dicen que
será el último que perciba el mundo, piadosamente, cuando todo esté a punto de
acabar y morir y consumirse.
Antonio de la Nuez Caballero , en: Revista Aguayro
Año X nº 119, enero de 1980.
(Archivo Personal de Eduardo Pedro García Rodríguez)
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