martes, 7 de julio de 2015

ARCHIVO PERSONAL DE EDUARDO PEDRO GARCÍA RODRÍGUEZ-LXXX


1980 enero.
La Isla. El Bentayga. Los Almendros en flor

No tengo la visión de Tejeda a través de lo que dijo Unamuno, Fray Leseo o Pepe Monagas. La de Unamuno es demasiado "modernismo" al estilo Humboldt, no al de Rubén Darío; hoy, aquello de "tempestad petrificada" suena a falso, a agencia de turismo. Sobre la misma cortada de la Cruz de Tejeda —que recuerdo con frío de nieve y blancos pañuelos esparcidos por tierra- hoy se alza el parador "nestoriano". Tampoco es ésta "mi Tejeda". Allá arriba, Timagada preside el cortejo que admirara Fray Leseo, el de los floridos almendros. Por la falda, montaña abajo, las cercas y los árboles y los sembrados, que lamentan verse atropellados por los blancos vellones que suelen pastorearse en la cumbre, cuando se desmandan por las laderas. A la izquierda, siempre mirando hacia el pueblo y bajando, el otro recuerdo, el de Lola "la Negra", de "Cuas Caídas", perdida en el tiempo de la niñez remota. Más allá, enfrente, las Moradas, las rocas lilas, violetas de la tosca, sobre el paisaje más oscuro, purpúreo a veces, siempre ligado al impresionista canario de don Nicolás Massieu. El recuerdo lejano lo acumula todo: las visitas a las heredades del mismo pueblo, con don Manuel Hernández, el farmacéutico de la esquina del Puente Verdugo, según se baja hacia las fritangas del mercado, con olor de carajacas al mediodía. Nada de aquellos alrededores me es ajeno. Ni siquiera que Negrín y don Heraclio Sánchez -el magistral de La Laguna— eran de Tejeda. Las aguas que discurren por el pueblo: la Pata de la Gallina, Acusa Seca, Acusa Verde, Acusa del Rey, y presidiéndolo todo, en la lejanía, el pino de Chofaracás. Y más lejos, mucho más lejos, la enarboladura rota de Tirma, con el recuerdo de Manolo Morales y todos los Morales. O, más a la derecha, el tajo inmenso que conduce a los caminos de otras cumbres del centro y el norte de la isla, por Tamadaba.

Mi recuerdo es otro y otras son las vivencias que conducen mis pasos del recuerdo mucho más abajo, al fondo del barranco, con Juan Velázquez, el abogado descubridor de aguas, el escritor aislado en su isla, como en definitiva somos todos los isleños, aunque nos traslademos a otras islas, dentro de los continentes anchos y ajenos: siempre aislados, isleñantes e isleñizantes.

Llevábamos provisiones; bajamos, cuesta abajo, en algunas ocasiones dejándonos deslizar por la pendiente del camino, como si fuera una rampa hecha a propósito —pues ya el pie calzado no tenia donde apoyarse—, hasta llegar a los cercados de millo, a los muros de piedra, a los frutales oscuros, al charco de Tumba, el mismo por donde pasara en lejanos tiempos Pepito Monagas en su caminar de Agaetea Santiago de Tunte. La noche la pasamos en un pesebre, al pie casi del Bentayga, alzado como una vigilante torre de nuestro sueño. Una serbatana saltaba, con su cuerpo de paja articulada, de un lado a otro sin dejarnos dormir. Las figuras de los compañeros de aventura se movían en la penumbra, hasta que un alba nos despertó a todos, desde el fresco de la madrugada, y el sol que no se decidía a salir. Temprano estábamos montando nuestra gran tolda de campana, una carpa casi de circo, una tienda cónica, de cuando la guerra del Rif. Remansamos el barranco, del que tanto se esperaba. Su hilo de corriente, detenido con unas piedras, nos sirvió de piscina, de agua transparente. El coñac y el río. El vino y el río. El asado, el agua y la siesta. El paso breve de sol entre las dos cumbres. Creía estar en un valle, perdido del fin de la tierra. En un país fabuloso donde los cuentos de niño se hacían realidad. Luego, la despedida y la subida al pueblo a lomos de muía torda, casi1 un animal de los que en la Edad Media hubiesen servido de cabalgadura a los arzobispos y abades mitrados. Cuando llegué al pueblo era de noche. La fonda rústica con velas, con jergón de paja y el nuevo amanecer impresionante, porque mientras todo el valle estaba hundido en la niebla y en la oscuridad de la noche, el Roque Nublo apuntaba ya, con  su dedo de sol, al amanecer, hacia el cielo completamente azul. Luego, el enorme hoyo quedó atrás. Otra vez a esto que llamamos civilización. A lo de todos los días, con su necedad contagiosa y borreguil.

Los almendros en flor

Anoche soñé que había vuelto a Tejeda. Un paisaje que encierra a otro paisaje. Una isla que encierra a otra isla. Un recuerdo que encierra a otro sueño. La cumbre estaba desierta y la luna era la única presencia humana de sus alcores pelados por la umbría. Un libro que encierra a otro libro. Un artículo que encierra a otro artículo. Un escritor que encierra a otro escritor: Unamuno, tempestad; Fray Leseo, calma; Juan Rodríguez Doreste, en su labor recopiladora y estudiosa. Una fecha que encierra a otra fecha: 1934, 1954. ¿1974? Sólo sé que en este momento estoy al borde de este abismo azul y que no puedo prescindir del recuerdo literario, porque el hombre de hoy se ha hecho después de que el verbo se hizo carne y sangre. Y si hablamos al pie de la cumbre escribimos al pie de las letras. Más allá, motas azules, y blancas, y negras, señalaban los fantasmas de un pasado que es ya historia, pero que aún no se ha convertido del todo en geología.

Cuando recuerdo al hombre de la muía blanca que sólo una vez en su vida había subido hasta la cumbre, donde está la cruz, a contemplar el Mundo, así, con mayúscula... ¿Qué valle perdido de la historia y de la geografía sigue perdido y vivo en Tejeda? Es que es posible que en esta limitación humana de lumbre, luna, valle, cuna y tumba, esté quizá todo el secreto del existir. Y que todo ello esté escrito en esos testigos tremendos de las rocas que una vez taparon los grandes boquetes por donde había abierto la tierra. Son seres—rocas los de estas alturas que hoy pasan por tener tamaño antropomorfo, pero son los únicos seres capaces de conocer cuál fue la verdadera arquitectura del globo terráqueo.

Después se hizo de día. El valle se animó. Primero fue el dedo rosado del Nublo el que señaló que la aurora venía ya. Después se rasgaron los cielos y una sola estela azul de altura cubrió todo el inmenso anfiteatro. Comenzábamos a dar vueltas camino del pueblo. A Tejeda hay que entrar como lo hacen las grandes culturas. Ni la mecánica de nuestros minimecanismos automotrices ha podido separar al cernícalo de cernirse, de ceñir el aire, de partir la almendra de esta bóveda que ahora tantas tiernas botonaduras está enseñando al viento sin retamas en este momento. Vellones de almendrales por todas partes, rosáceos, blancos violáceos. Las gentes con cara de fiesta. Todos los continentes. Si a alguien le quedaba duda que este cerco de montañas de espaldas al mar es "todos los continentes", que venga aquí y lo vea. No hay nada por donde no se vaya al África, al Japón, a América, a Europa. Clásicas parras mediterráneas, grandes piteras de Juan Charrasquiado. El país más transparente pudiera estar aquí en este momento. La novela americana ha servido para ello tanto como la flota japonesa. Todo el mundo se encuentra en su patria. He aquí el maíz, las aldas de cintas cruzadas, al saltarín dios Pan, al fraile diciendo su oración en la cumbre. El verbo hecho entre riscos, distancias moradas, cercanías pardas, rasgueo de guitarras, empinadas cuestas de Cuenca, fauces abiertas y gigantes de las montañas ibéricas. Todo se mezclan este rincón de la tierra. En la lejanía, el Teide. El agua, de pronto, rompe su cantonera. Han traído de abajo, del Monte, bastante vino, pero también circula el malvasía, y el herreño, y el vino de Tacoronte, y hasta el de Fuencaliente. Sólo el de Icod falta —mágica piedra lunar, brindis en una noche de nieve para calderas de vapores pitando su salida—. San Marcos. La ciudad y las bodegas lo reciben de la Mancha, de la Rioja y otros hasta de la Puebla del Caramiñal. Arriba, en la cruz, habíamos dejado en otro viaje a un torero venezolano que capeaba el temporal de una aventura taurina —¡más cornadas da el hambre!—. Ahora, aquí, abajo, más cornadas da el vino. Se reparten premios. La plaza de la iglesia
está poblada, las casas típicas se muestran con sus galerías abiertas, con sus santeros, con sus naranjas, con sus pinas puestas a secar al sol. Los viejos relojes dan campanadas disparatadas. No hay orden ni concierto en este tiempo de almendras en flor. Los burros fuertes, peludos, unos plateros gigantes, pasean damas y caballeros. Sombreros, típicos cachorros, chalecos negros, rondallas. Las galerías se abren todas. Están de par en par las casas para recibir a los visitantes. Mis compañeros, los de antes; el pasado sale a recibirme. Escaleras de piedra. Y recuerdos de un cuarto de siglo atrás, cuando dormimos en el barranco, al pie del Bentayga, y nos bañamos en el charco de Tumba, allá abajo.

Por la tarde todo se pone de oro y rosa. Todo se espesa en el charco sudoroso de esta invernada cálida, de este ron pegajoso y transparente que es ahora el aire. Sale el vaho de las tabernas. Las niñas están semidormidas. El calor les enciende las mejillas. Las rosas se desgranan desde lo alto. Van cayendo lentamente hacia el valle. Muchos días quedan aún de lluvia de almendros, de perfume de almendras, el que dicen que será el último que perciba el mundo, piadosamente, cuando todo esté a punto de acabar y morir y consumirse.

Antonio de la Nuez Caballero, en: Revista Aguayro
Año X nº 119, enero de 1980.
(Archivo Personal de Eduardo Pedro García Rodríguez)


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