Diego García de Herrera, el mismo
que en unión de su esposa doña Inés Peraza había cedido el dominio de las tres
islas principales, Canaria, Palma y Tenerife a los Reyes Católicos,
reservándose el señorío de Lanzarote, Fuerteventura, Gomera y Hierro, había
fallecido el 22 de junio de 1485 en su residencia de Betancuria, dejando de su
matrimonio cinco hijos llamados Pedro García de Herrera, Fernán Peraza, Sancho
de Herrera, doña María de Ayala, casada con Diego de Silva, conde de Portalegre,
y doña Constanza Sarmiento, que lo estaba con Pedro Fernández de Saavedra, hijo
del mariscal de Zahara. De estos dos hijos, el primogénito, por su
distraimiento, fue apartado de la herencia; el segundo, Sancho de Herrera,
obtuvo cinco dozavas partes en las rentas y productos de Lanzarote y
Fuerteventura, con la propiedad de los islotes Alegranza, Graciosa, Lobos y
Santa Clara; doña María de Ayala recibió cuatro dozavos en aquellas mismas dos
islas y doña Constanza los tres dozavos restantes. Fernán Peraza, hijo
predilecto de su madre, heredó por mejora de ella las islas de Gomera y Hierro,
en cuya posesión estaba cuando tuvo lugar la conquista de Gran Canaria.
Joven, atrevido y licencioso,
aunque casado con la hermosa doña Beatriz de Bobadilla, dio muy luego rienda
suelta a sus pasiones, exigiendo de sus vasallos no sólo crecidos tributos y
pesadas alcabalas sino creando nuevas contribuciones, que ni el uso autorizaba
ni aquellos pobres insulares podían satisfacer para servir a su señor en sus dispendiosos
gastos y locas prodigalidades.
Tantas y tan grandes fueron sus
exacciones y arbitrariedades que provocó entre aquellos pacíficos habitantes
una sublevación general de carácter grave e imponente.
Peraza y su mujer no encontraron
en La Gomera quien los defendiese, y custodiados sólo por una guardia de
lanzaroteños que estaba a su servicio se encerraron en la torre o fortaleza de
San Sebastián, capital de la isla, y allí se defendieron algunos días de los
repetidos ataques de los rebeldes que los tenían sitiados, con el deseo de
tomar venganza de sus agravios.
Temiendo Peraza el resultado de
aquella sedición, halló medio de enviar un aviso a su madre, residente en
Lanzarote, pidiéndole eficaz socorro si no quería que fuesen víctimas de la
saña de los sublevados. Al recibir doña Inés el aviso, reunió algunas tropas
fieles que tenía a su disposición en aquel momento y en dos carabelas y otras
embarcaciones menores las envió al Real de Las Palmas con una carta dirigida a
Pedro de Vera, suplicándole tomase el mando de los buques y con ellos se
trasladase a La Gomera y salvase a su hijo de aquel inmediato peligro,
castigando la insolencia de aquel rebelde paisanaje.
Vera, que deseaba encontrar una
ocasión de manifestar su poder e influencia, demostrando a la vez su celo por
sostener el orden y el respeto a la autoridad, aceptó con placer la invitación
que se le dirigía y uniendo a los soldados lanzaroteños algunos castellanos y
canarios se embarcó para San Sebastián, a cuyo puerto llegó a tiempo en que los
amotinados, apretando el cerco, habían conseguido que su señor, acosado por el
hambre, pensara en rendirse a su voluntad.
Pero cuando descubrieron las
carabelas y supieron el socorro que en ellas venía, pasando de la arrogancia al
terror y perdiendo toda esperanza de obtener justicia, huyeron en todas
direcciones refugiándose en los sitios más escarpados de la isla.
El general desembarcó
tranquilamente y fue recibido como ilustre vencedor por Hernán y su esposa, que
se apresuraron a obsequiarle con festejos y regalos mientras algunas columnas
de ágiles canarios perseguían en sus inaccesibles guaridas a los diseminados
rebeldes. Al fin, culpables o inocentes, consiguió Vera capturar cierto número
de familias que se llevó para Canaria en calidad de esclavos, para venderlas y
sacar con su producto los gastos de la expedición (31).
No fue el recuerdo de este motín
motivo suficiente para modificar la conducta de aquel mancebo soberbio y
rencoroso. Cuando se halló de nuevo en tranquila posesión de su feudo, volvió a
repetir con más crudeza sus actos de despotismo, de arbitrarias rapacidades y
de ruines venganzas. Arrastrado por sus vicios y no contento con el cariño de
doña Beatriz, solicitaba con torpes amaños a todas las mozas que tenían farna
en el país por su gentileza y hermosura. Ehtre estas había una llamada Iballa,
que habitaba en unas cuevas del cortijo de Guahedún y era prometida esposa de
un isleño. El viejo Pablo Hupalupu, que pasaba por adivino y favorecido de
espíritus superiores, advertido de la ofensa qife su señor meditaba convocó a
sus amigos en un islote cerca de Tagualache y se concertó con ellos para
impedir este nuevo ultraje. De acuerdo los conjurados con Iballa, resolvieron
que ésta diese una cita al enamorado Peraza en una apartada cueva donde lo
recibiría, acompañada de una vieja que estaba en el secreto y, a una señal
convenida, caerían todos sobre el galán apoderándose de su persona.
Engañado éste por la moza y dando
crédito a su aviso, se dirigió al lugar designado seguido por un paje y un
escudero y entró solo en la cueva, sin sospechar el lazo que se le tendía. Era
esta la señal que esperaban los conjurados, pues al verle desaparecer, lanzando
feroces gritos y agudos silbos cercaron la colina donde se abría la habitación
y, deteniendo al paje y escudero, creyeron ya asegurada su venganza. La isleña,
para mejor disimular su complicidad, instó a su señor a que se disfrazara de
mujer y huyese antes que los isleños se acercaran. Turbado Hernán con aquella
imprevista sorpresa, aceptó el disfraz y se vistió de prisa con unas sayas y
una toca; paro al salir, la vieja que lo espiaba gritó a los suyos: «Ese es,
prendedle». Peraza, que la oyó, retrocedió al momento y despojándose de los arreos mujeriles, embrazó la adarga y sacando
su espada se adelantó con denuedo al encuentro de sus vasallos. En lo alto de
la cueva acechaba su salida un pariente cercano de la joven llamado Pedro
Hautacuperche, armado con una corta lanza con dos palmos de hierro en la punta,
y arrojándosela con certera puntería le atravesó el pecho dejándole muerto en
el acto. Al verle caer, los isleños asesinaron también al paje y, prorrumpiendo
en alegres vítores, gritaban: «Ya se quebró el gánigo de Guahedun», aludiendo a
la costumbre que tenían en sus fiestas populares de romper la olla de barro en
que cocían sus viandas para no volver a servirse de ella, quedando abandonada
como objeto vil y despreciable.
Engañados por tan malicioso
pregón, acudió a la iglesia el día señalado una compacta multitud de hombres,
mujeres y niños, con el afán de probar de este modo su inocencia. Según iban
los isleños entrando en la población, y sin que llegasen al templo, el general
los acorralaba en lugar apartado y cuando juzgó inútil todo disimulo, los
declaró prisioneros sin escuchar sus ardientes protestas ni preocuparse de su
miserable proceder.
Antes de que se sospechara esta
deslealtad, había enviado emisarios a los puntos más remotos prometiendo a los
refugiados un perdón generoso que todos creyeron verdadero, sometiéndose de
nuevo bajo su condición; pero tan pronto como Vera los vio desarmados y a su
alcance, condenó a muerte a los varones mayores de quince años procedentes de
los distritos de Orone y Agana, y, a fin de que la ejecución fuese más rápida y
ejemplar, a los que no ahorcaba o pasaba a cuchillo los colocaba en lanchas,
atados los brazos por la espalda, y los lanzaba al mar en sitios donde no
pudieran alcanzar la orilla si por casualidad se rompían sus ligaduras.. Las
mujeres y los niños fueron vendidos en España y algunos que habían conseguido
ser desterrados a Lanzarote, el patrón que los llevaba, llamado Alonso de Cota,
los arrojó al mar siguiendo las órdenes de su jefe (32).
Esta horrible hecatombe, para
mayor escarnio de la justicia, tuvo también su aparato de juicio, practicando
el general en La Gomera una información, de la cual parecía resultar que, los
isleños naturales de aquella isla y residentes en Canaria, habían aconsejado a
sus paisanos el asesinato de Guahedun, preparando una muerte igual a Pedro de
Vera si tratase de oprimirlas en Canaria. Estas declaraciones, arrancadas ^n
medio de horrorosos tormentos y con el ciego anhelo de encontrar una disculpa
que ablandase el rigor de sus verdugos, dio lugar a que el feroz conquistador,
de regreso a Las Palmas, hiciera prender en una noche a todas las familias
gomeras que estaban en aquella localidad, condenando a muerte a los hombres y a
perpetua servidumbre a las mujeres y niños.
Tan horrible atentado encontró en
el obispo don fr. Miguel de la Serna una generosa e intrépida oposición, que
sólo dio por resultado apresurar la muerte de aquellos infelices y recibir el
prelado del fiero capitán la sacrilega amenaza de que le pondría un casco
ardiendo sobre su cabeza (33). Asegúrase que la Serna llevó sus quejas al pie
del trono, pidiendo adeLa noticia de tan triste suceso llegó en breve a la
villa capital, y al saberla doña Beatriz se encerró con sus hijos en la torre
acompañada de sus más fieles servidores, esperando el socorro que de nuevo
solicitaba del gobernador de Canaria a quien en una barca había dado aviso.
Mientras la viuda aguardaba
ansiosa la llegada de sus amigos, Hautacuperche, blandiendo el arma homicida,
se ponía al frente de los más audaces proclamando la independencia de la isla y
anulando todos los tributos impuestos por Hernán.
Ya Pedro de Vera conocía el
camino de La Gomera y en esta ocasión no se hizo esperar mucho. Llevaba consigo
cuatrocientos hombres dispuestos a vengar el asesinato de Peraza, sin cuidarse
de que su muerte era un justo castigo de su viciosa conducta.
El trágico suceso había tenido
lugar en noviembre de 1487, y en enero del año siguiente abría Vera su campaña
contra la rebelde población, atrincherada en los sitios más agrestes de la
isla. Pero en vano el general agotaba su paciencia y exponía la vida de sus
soldados sin conseguir resultado decisivo, hasta que se le ocurrió un ardid que
creyó de buena guerra, aunque en realidad sólo fuese una acechanza indigna de
un caballero.
Mandó, pues, publicar a son de
trompetas la celebración de unas solemnes exequias por el descanso del alma del
asesinado magnate, anunciando que aquellos que no concurriesen serían
considerados como autores o cómplices del delito.
más clemencia y libertad para los
inocentes gomeros; pero ello fue que, cuando Vera dejó el gobierno de Gran
Canaria en diciembre de 1489, se le recibió por los reyes con cariñosa
solicitud y marcada benevolencia, tomando parte en la tala de la Vega de
Granada y luego en el sitio y rendición de aquella famosa ciudad (34). Estaba
entonces tan perdida la noción de moralidad y justicia en actos políticos y
gubernativos que no debe extrañarnos la impunidad del gobernador. Para vencer
una sublevación contra su señor natural, todo era lícito en aquellos tiempos.
Rebelarse el vasallo, aunque sus agravios fueran de los que condenan las leyes
divinas y humanas, teniendo el atrevimiento de castigar por su mano esos
crímenes, actos eran que no perdonaban nunca los reyes, encontrando disculpa
para aquellos que se erigían en verdugos de los pueblos sublevados.
Vera fue desleal, sanguinario y
perjuro, pero defendió el principio autoritario; lo cual, ante el tribunal de
la historia, no lo absuelve. Para sostener el orden social no ha sido nunca
necesario derramar sangre inocente ni faltar a la santidad de la palabra
empeñada.
Notas:
(31) Abreu
Galindo asegura (p.
158), que fueron más de doscientos los gomeros
vendidos en aquella ocasión.
Fuentes:
Agustín Millares Torres
Historia General de las Islas
Canarias, tomo II
Edirca, s.l. Editora General
Canaria
Las Palmas de Gran Canaria
Deposito Legal TF. 512-177
ISBN: 84-400-3209-9
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