Van relegándose al olvido más lamentable nuestras tradiciones y leyendas, y es una verdadera lástima que se pierdan, por lo que algunas tienen de bellas y poéticas.
En ellas palpita el alma popular. Ellas son la
reminiscencia más perfecta del almaingénua y noble de la raza, el reflejo más
acabado del carácter y la sencillez de sus costumbres, que envuelto en el
mágico perfume de los tiempos idos, hacia nosotros vienen como mariposas, a
posarse, cansinas, sobre los rotos tallos de nuestros ensueños en horas de
dulce paz espiritual.
Sirven también nuestras tradiciones y leyendas —
como los cantares y endechas populares — para medir la grandeza de espíritu y
virtud de nuestros antepasados.
Por ello, lo que a resucitar las tienda, debe verse
con alborozo y pagarse con cariño por los que en Canarias hemos nacido, por los
que en esta tierra de flores y bellas mujeres nos complacemos en aspirar el
perfume de las unas y en embriagarnos en el dulce mirar de los ojos morunos de
las otras.
¡La
Cueva del Diablo!.. Ahí es nada lo que nos recuerda esta
pequeña gruta, llena de misterio, en los años venturosos de la adolescencía.
Se halla a dos pasos de la vieja ermita de San
Roque, en La Laguna ,
desde cuya ladera se domina la ciudad, blanca como un sueño de amor y poética
como una trova galante de cantor medieval.
¡Hace ya tantos años que no la visito y, sin
embargo, al evocarla, me parece que fue ayer cuando a “La Cueva del Diablo” acudia las
tardes domingueras, en son de campaña, con un ejército de pequeños amigos!
En ella penetrábamos siempre con respeto y con
una cruz en la mano que hacíamos con cañas y que luego dejábamos junto con las
innumerables que en la gruta se encontraban.
Sin este requisito ¡pobre del que sé atreviera a
entrar en ella! Seguro que por la noche había de presentársele Satanás.
Era el atardecer de una fría tarde invernal. Con
varios amigos departíamos en la
Cueva del Diablo cuando llegó hasta nosotros un viejo pastor.
Todos nos sentimos invadidos del mismo terror y tuvimos idéntico pensamíenlo:
Creímos que era el diablo el que llegaba hasta nosotros. Tratamos de huir, pero
nos íaltaron fuerzas y quedamos como petrificados.
Conoció el anciano que le teníamos miedo y nos
tranquilizó.
Seguidamente nos contó la historia de la Cueva del Diablo.
—Aquí no ha estao nunca el diablo ni demontres
que lo criyara — empezó diciéndonos — el que estuvo en ésta cueva fué un
grandísimo sinvergüenza, que hace muchos, muchísimos años, se hizo pasar por
Satanás pa que las gentes le cogieran miedo y así poder aprovecharse de toos
estos campos.
…Y el caso es que lo consiguió. Las gentes,
supersticiosas, lo creyeron a pies juntillas y hubo madres en La Laguna que cuando algunos
de sus hijos tardaba en llegar a su casa más de lo acostumbrado, lo creía en
esta cueva, en las garras del diablo.
Hubo un momento de silencio.
—Una noche — continuó el anciano — se aclaró el
misterio. Una madre, a quien faltó de su casa un hijo, creyolo en las garras
del diablo y se atrevió a subir a este risco pa que se lo devolviera. Sin miedo
llegó hasta aquí y encontró durmiendo al que tenían por diablo. El niño no se
hallaba con él. La mujer, animosa, tiróle de las barbas y le preguntó: ¿Dónde
has metido a mi hijo, perro maldito? El aludido despertó entonces y al
encontrarse con la mujer fué tal el miedo que 1e entró que quedó “tiezo” pa toa
la vida, y de seguro que ahora se encuentra en los infiernos purgando todas sus
culpas.
No obstante la historia del anciano, cuando
penetrábamos en la Cueva
del Diablo llevábamos siempre una cruz de cañas que ahuyentara de nosotros la
grotesca figura del demonio.
Y aun, a pesar de la evolución del tiempo, son
muchas las personas que no entran en la Cueva del Diablo sin antes persignarse y
exclamar:
¡Cruz, perro maldito!
No hay comentarios:
Publicar un comentario