Mis recuerdos de Gáldar son muy
lejanos. Tan lejanos como los de una primera infancia. A la casa se llegaba por
un estrecho camino bordeado por cercas de piedra viva. A los lados se extendían
majuelos con surcos, o los boniatos ya crecidos; más lejos algún medio pañuelo
de plataneras. La casa tenía delante un emparrado que proyectaba su sombra
escueta de rombos, sobre la blanca pared encalada, reverberando al sol. Por los
aledaños había matorrales que ya no sé definir. Quizás fueran de zarzas o
lentiscos. Sólo me ha quedado grabado, a través del tiempo, un enorme lagarto
azul y verde y que vi una vez, mirándome con descaro, fuera de su sombrío
habitáculo invernal. Allí estaba, reluciente como una joya, en actitud
expectante, esperando su presa al sol.
Dentro, la casa se desenvolvía en
torno a un patio empedrado con una galería en cuadrante, sostenida por columnas
de vigas de madera, típicas en la construcción isleña, con capiteles en forma
de dos largas ménsulas. En la parte opuesta a la puerta estaba el armario de la
pila, con su piedra.porosa, amarilla, cubierta por los culantrillos y el
bernegal debajo, amplio, rotundo y lleno de agua tan fresca en el verano, que
es una delicia sólo el pensar en ella. Muy cerca de la pila, fuente de la vida,
dormitaba el símbolo de la ciencia y de la curiosidad, fuente de la muerte: la
lechuza que habían regalado al dueño de la casa, vivía quieta, con sus ojos muy
abiertos, parpadeantes, sin ver nada, a. pleno sol, y su plumaje hermoso; un
ejemplar notable en Canarias, donde no abundan estas rapaces nocturnas. Claro
que es posible que, en lugar de lechuza, fuera buho el meditabundo bicho allí
encerrado, pues su pelaje sí recuerdo que era negro y pardo y amarillo
blancuzco. Pero aquí es corriente la palabra lechuza, mientras que nunca he
oído la de buho. De todas maneras éste era quizás el personaje más interesante
de todo el cortijo.
Dormíamos, en las frescas
habitaciones, sobre colchones puestos en el santo suelo. Y nos discutíamos, en
la galería, la posesión de un sillón de esos con cajas de mimbre en los brazos
y apoyo debajo del asiento, para sacarlo, y extenderse cómodamente sobre él.
También recuerdo, del mobiliario, una mesita de laca medio desvencijada, por
algunos sitios, levantada la cubierta, dejando ver el forro de papel de
periódicos japoneses.
Por la trasera —se salía por un
portón del patio, seguramente almenado y con cruz en la almena del centro,
aunque esto no lo recuerdo— daba la casa a la propia finca, al camino amplio
que conducía a las gañanías situadas más altas. Estas eran grandes, con unos
arcos de medio punto perfectos. En su interior las hermosas bestias bovinas
rumiaban los rolos troceados y el pienso de plantas de millo tierno. Al
acercarnos volvían la cabeza con ruidos de cadenas. Había un toro de ojos
sanguinolentos que estaba atado con narigón, y era negro y alto.
Un recuerdo más impreciso y vago
tengo de la presa. No sé exactamente a qué distancia estaba situada de la casa
y de la gañanía blanca. Sólo la veía con un fondo de agua y el potente muro al
descubierto. Su piso era de un fango pardo rojizo que imitaba perfectamente al
chocolate. Con este barro nos hacíamos figuras de animales: jirafas,
hipopótamos, elefantes, los cuales nutrían nuestro jardín zoológico de Las
Palmas. En una tarde amarilla recuerdo las figuras de todos contra el sol: de
mi padre, del dueño, de unos amigos, del gañán y del mayoral. Este llevaba
ganado al monte cercano, de donde venían después los marfileños quesos de flor
rezumando grasa. Para guardar el ganado tenía un perrazo enorme. Y a este perro
le había puesto el apellido sonoro de uno de los presentes aquella tarde.
Varias veces, el personaje en cuestión, don Julián Falcón, hombre serio y mal
encarado, se había dirigido al pastor:
—¿Cómo se llama el perro?
— Nada, nada. Pues... mire, usted. No
se "macurrido" ponerle nombre.
Pero en esto da la malhadada casualidad que, de entre los
matorrales, salta un conejo campestre. El pastor no pudo más y largó lo que
tenía dentro:
— ¡Agárralo,
Falcón!
—
Ni qué decir tiene que la cara
del hombre se puso amarilla como la paja al comprender la pifia cometida,
mientras que la de don Julián Falcón pasaba de la expresión de asombro a la de
ira, con el acompañamiento de las carcajadas de los presentes.
Cuando dejábamos la finca, íbamos
en busca de la carretera metidos, casi hasta la cabeza, en los serones de un
borrico tan suave y peludo como el de Juan Ramón. Pisaba las flores caídas como
si estuvieran hechas para él. En la carretera nos esperaba el "Super"
para regresar a la ciudad, mientras el sueño nos iba invadiendo lentamente.
Uno de mis recuerdos más queridos
es una tarde de vino con arte románico. La mesa era pequeña, estrecha, bajo el
emparrado. El jardín que nos rodeaba, descuidado. Matas de pita savila, viudas,
ortigas, claveles. Pero más altas que los asientos de piedra, las desvencijadas
sillas de madera, el ambiente verde. Sobre la mesa manchada, los jarros de
vino, morados, lila, ciclamen, casi azules de reflejos del cielo. En torno a la
mesa, el románico. El románico en las conversaciones. Los primeros vitrales,
las grandes rosetas y el recuerdo de San Trófimo de Arles, pero, sobre todo,
los códices miniados. El del Beato Angélico. Todos los beatos. Y la réplica
arábiga, dorada, rosa, complicada, de las tracerías morunas. La imaginación
divagaba sobre los capiteles del infierno, del cielo, de la tierra, de los
demonios, de los ángeles, de influencia armenia y persa. Animales enfrentados,
cimacios bizantinos. Y la conversación seguía entre las uvas exprimidas hace ya
tiempo.
Fuera, el viento, los rincones
desolados, donde quedan los recuerdos muertos, las piedras sin pulir, los
jergones reventados, y más abajo el rugiente mar de espumas, las rocas batidas,
los cangrejos negros y reptantes, saltarines entre los aristados cantos,
puntiagudos, esferoidales, alabeados, espinosos a veces. La espuma verde,
blanca, rosa; el nubarrón de la montaña, ocre, y el viento, el viento, el
viento. El recuerdo de la mañana era luminoso de playa, más hacia el Norte; los
cuerpos aún jóvenes, deslizándose, casi en silencio, entre la salobre ambrosía.
Nada quieto, todo vibrante. Niños, gentes ante el bar y una caleta chica,
insignificante, una concha rosada, amarilla, perla. El mar estallaba aquí y
allá, pero en el centro, el suave oleaje, las zambullidas rápidas, los gritos
de alborozo. Ahora todo eso lo habíamos dejado atrás, entre tomateras ya
crecidas, con las complicadas hojas tendidas entre las varas, con los frutos
aztecas en la enramada verde intenso, profundo, casi oliváceo. Nada dejado al
azar. Todo en la precisión de los caminos grises donde no faltan centinelas de
palmeras y farallones, lavas lejanas y cenizas volcánicas negras, relucientes.
Cuevas blancas de cal, con macetas rojas y geranios rosa. Flores azules,
gtoatveras, beroes, be-rotes, berodes sobre la quieta humedad ¡nvisfcte.
Pero ahora estábamos bajo el
emparrado. B vino se acababa y los grados de la conversación crecían. El hombre
magro, el hombre gordo, la niña de ojos azules siempre inocentes. Otra mujer
arta, aristocrática, con ojos también azules con muchos niños en su tomo, algo
nimbada, algo a oscura. Nada se ocultaba allí, ni la vieja maquinaria
herrumbrosa del pozo, ni el alentó de la marisma, ni el canto agorero de los
pájaros de muerte. La radio, en el automóvil, tenía algo de contacto con el
mundo de los venenos sutiles. Los ojos se cerraban y se abrían. Las puertas de
las iglesias románicas se abrían de fiesta, de misa mayor, canónigos y
monaguillos rojos. Seguíamos divagando sobre las estatuas en serie. Los seres
enanos del románico de cabeza grande, casi como, de frisos sumerios. Pensaba en
el parecido que tienen estos pórticos con el estandarte de Ur. Con carretas
tiradas por asnos, marfil en el asta, lapizlázuli en el fondo, puntos negros en
el rostro. Los cacharros de barro, las vasijas parecían rotas, algunos cuartos
malolientes, escenificados, estratigrafiados. Con recuerdos de otras tardes
allí mismo, en un tiempo irreversible, silente entre el ruido de los vasos, del
vino derramado, de los trajes de baño aún sin secarse. Los cuervos, los buhos,
tejían su aurora de la noche dentro del platanal. Hubiéramos querido ausencias.
Las puertas, las campanas de las torres románicas se dormían en el recuerdo:
románico de Castilla, de Cataluña, de Francia. Ese románico de Cristos
enfundados en rayas negras, de cales coloreadas, parecía que revivía. Ahora era
de verdad, la noche. Los carburos, las velas se encendían. Había algo pesado en
el ambiente. Una gaviota cayó muerta a nuestros pies. Con ella volvía la
realidad. El Quijote, Sancho, Falstaff, Hamlet... Todos marchaban hacia una
Danza de la Muerte
no escrita, de las que tienen la alegría del vino y el color de la mostaza. Fin
entre grandes agaves. Siniestros, de cuando la luna roja comienza a amanecer.
Agaete, Agadir-Anusa, Agrom
Agaete es para mí, en el recuerdo
ya lejano de la niñez, una caravana de coches familiares dando la vuelta por
carreteras y barrancos que no tienen nombre en mi memoria. Coger el
"súper" de antes, con la excursión segura a los pinos de Gáldar y,
claro, el estusiasmo, llegarse hasta el hotel de los Berrazales, con una mona
atada a un palo, y después subir a los baños de Agaete, siempre inseguros en su
situación, siempre llenas de limaduras de hierro sus aguas. La mona tenía que
ver con algún rey que mordió, y las aguas con un imán.
Y como uno no puede prescindir de
aquello que dijo Marañón un día en Toledo, Agaete trae recuerdo de la Agadé cáldica, del oasis de
Agem, al sur del Sahara, de Agader Azafar, en el Sus, al sur de Tarudant, del
Agades del pleno Sahara, de Agadir de Tlemecen, en Argelia, y del Agadir-Anusa
del Marruecos eterno de los ojos de alberca.
No dicen, sin embargo, nada de
ancestralismos libicobereberes los pagos de Agaete: el Albercón Viejo, la Calera , las Casas del
Camino, el Hornillo, el Moral, el Risco, San Pedro, Las Suertes y Vecindad,
todos muestras de una castellanización intensiva.
Sin embargo, Guayera o Guayedra,
Montaña Bibiquí, los Llanos de Turnas y Chapón, parecen llevar nombres que por
lo menos recuerdan a autóctonos.
En cuanto al nombre de Agaete no
vamos a repetir aquí todo lo que de él ha dicho ya Enrique Arques en relación
con Gades y Gadir y Agadir. Sólo que siguiendo las normas de la actual
gramática amaziga, el nombre de Agaete tendría las formas singulares masculinas
y femeninas agaet y tagaet y las plurales respectivas igaet y tigaet,
suponiendo que este nombre tuviese femenino. En el diccionario
rifeño-castellano del padre Ibáñez, iggad es recto, erguido, algo que se parece
con el supuesto igaet. El personaje llamado Gueton en Tenerife, que después se
bautizó como Pedro Bueno, confirma el significado beréber si admitimos la
proposición de que uno de los ingredientes fundamentales de la bondad es la
rectitud, y que el apellido tomado por el guanche sea sólo la traducción de su
nombre pagano.
Otro gran sector por donde se
puede mover el interés por Agaete es la Virgen de las Nieves, cuya discusión gira en
torno de si es más antigua que la
Patrona de La
Palma o no lo es. De todas maneras, esta advocación podemos
asegurar que no es canaria, ni mucho menos; brillan por su ausencia durante
muchos años seguidos las nieves en Canarias para que podamos acordarnos de
ellas como patronímico.
Otra cosa curiosa que se atribuyó
al término de Agaete es la antigua fortaleza canaria llamada roma, o que a
oídos españoles así sonó, aunque lo más probable será que los guanches la
llamasen algo como agrom, en beréber, fortaleza cuadrada.
Por el parecido de nuestra Agaete
a través de Agadir, con el nombre fenicio de Cádiz, Agader, vamos a la
etimológica analogía semita de esta palabreja. Gadir es en púnico todo lugar
cerrado. Agadir, Agader son formas masculinas imprescindibles de cualquier palabra
que entre en territorio libiobereber, persistente en el rifeño y en el canario.
La dificultad de la desaparición
de la r en la palabra Agaete se complementa con otra dificultad: la de haber
desaparecido en roma la ag iniciales. ¿Fueron en el guanche canario dos
palabras distintas o una misma? Arques señala que Gader y £adex fueron dos
palabras distintas para designar Cádiz. ¿Roma y Agaete pudieron ser en Gran
Canaria los símbolos de la rectitud, la fortaleza y la santidad?.
Antonio de La
Nuez , en: Revista Aguayro
Año XI nº 123, mayo de 1980.
(Archivo Personal de Eduardo Pedro García Rodríguez)
No hay comentarios:
Publicar un comentario