domingo, 2 de marzo de 2014

El año que apuntaló los cambios de un nuevo siglo: 1910 en Gran Canaria. (y III)




Los Cabildos modernos serían un corolario de las lides por la división provincial; es decir, que la descentralización administrativa y electoral procedió ante todo de las reivindicaciones que los divisionistas grancanarios blandieron de forma permanente al menos por casi una década.


 A vueltas con el Problema Canario: la coyuntura de la Ley de Cabildos de 1912
 El arrendamiento de los arbitrios que estableció la reforma de la Ley de Puertos Francos del ministro Fernández Villaverde en 1900 enfrentó a dos sociedades oligárquicas y fracturó en mayo de 1903 al “Gran Partido” de León y Castillo. La bandería franciscana montó el Partido Local Canario (merecedor de las burlas de Unamuno), que desde su órgano La Defensa levantó la bandera divisionista por más de un quinquenio. Los gérmenes de estas campañas fueron simultáneos al motín que estalló en el mes de junio en Santa Cruz de Tenerife contra las innovaciones que, en el ramo militar, había previsto el ministerio de Linares Pombo. A partir de septiembre, el divisionismo quedó vigorizado bajo módulos federales. Las concepciones pactistas de Pi y Margall fundamentaron la exégesis de la división como una fase en la singladura hacia los objetivos autonómicos. Ya desde las columnas de El Tribuno o desde conferencias y mítines, los camaradas de Franchy dieron a tales movilizaciones una impronta popular, ajena a los presupuestos elitistas de los círculos dirigentes.
 Dos factores contribuyeron a fortalecer la opción divisionista. El primero será el informe que en abril de 1905 elaboró Juan Maluquer y Viladot, fiscal del Tribunal Supremo. Y el segundo procederá del viaje de Alfonso XIII a Canarias en marzo de 1906, a raíz del cual redactó una Memoria admitiendo semejante directriz el conde de Romanones, ministro de Gobernación en el gabinete de Segismundo Moret. La Exposición aprobada en agosto de 1906 por el ayuntamiento palmense, así como un mitin en el Circo Cuyás organizado por la Asociación de la Prensa y con el concurso de todos los partidos, generaron una nueva dinámica en las protestas de carácter cívico que reclamaban el fin de la centralización político-administrativa en Santa Cruz de Tenerife. Desde 1907 actuó la Junta de Defensa auspiciada y liderada por Franchy, el liberal independiente Juan Bautista Melo Rodríguez y el autonomista Rafael Ramírez Doreste, director del diario La Mañana. Las reacciones frente al Proyecto de Ley de Régimen de Administración Local del conservador Maura entre 1907-1908 no sólo depararon resoluciones institucionales contrapuestas y tensos debates en las Cortes. También fueron comunes las acciones de masas por ambos bandos.
 La citada Junta de Defensa promovió las asambleas, los mítines y las manifestaciones multitudinarias de marzo-abril de 1908, que llegaron a reunir en Las Palmas entre 10.000-12.000 personas y estandartes de más de sesenta instituciones de la ciudad y de otros varios municipios. Una convención de alcaldes orientales asumió la Exposición redactada por el edil republicano en donde se reclamaba la pronta emancipación administrativa del grupo. El impacto de estas actividades obligó a León y Castillo a respaldar sin rodeos, por fin, la carta de la división, terminando así con la disidencia del Partido Local. Y en cuanto a los cabecillas tinerfeños, semejantes despliegues animaron la convocatoria de la dieta “provincial” del 2 de mayo, en prioritaria custodia de los privilegios de capitalidad de Santa Cruz y de donde salió la idea de los Cabildos insulares. A ella acudieron únicamente delegados occidentales para consolidar la Unión Patriótica, a imitación de la Solidaridad de Cataluña. Entre octubre-noviembre de 1908, dicha alianza circunstancial entre liberales, conservadores disidentes y republicanos organizó varias convocatorias masivas contra la aprobación de la enmienda del diputado José del Perojo al Proyecto de Maura, que dividía en dos secciones iguales la comisión permanente de la Diputación provincial. Alrededor de 6.000 individuos asistieron al mitin del 15 de noviembre en la Plaza de Toros de Santa Cruz de Tenerife, con más de treinta pabellones de sociedades y representaciones palmeras y gomeras. Hasta la retirada definitiva del Proyecto y caer el gabinete Maura en octubre de 1909, se mantuvo la confrontación ante cada uno de los puntos capitales que afectaban a la estructura administrativa del Archipiélago.


Los propósitos descentralizadores del primer ministro liberal Moret, en busca de una mayor autonomía de los entes locales que restableciera la aplicación de la Ley Municipal, dieron lugar a respuestas antagónicas, primero en Gran Canaria y después en Tenerife. Apenas conocidos los planes encaminados a instituir un gobernador de altura o universal, otorgándole facultades amplísimas y extraordinarias, se desataron las impugnaciones en aquella isla. Una manifestación ilegal, acompañada del cierre de comercio y de profusión de voladores, recorrió las calles de Las Palmas el 8 de noviembre de 1909. La Junta de Defensa emplazó al día siguiente un mitin opuesto al llamado virreinato y lanzó el manifiesto Al pueblo español, del que se editarían 30.000 ejemplares. Esta amplia contestación hizo que el ejecutivo diera marcha atrás y ofreciese el recambio del gobernador alternativo o trashumante, que ya figuraba en la Memoria de Romanones y expresamente a solicitud de Moret. El artículo 28 del Real Decreto de 15 de noviembre dispuso que aquella autoridad residiera alternativamente y por iguales períodos anuales en las dos poblaciones enfrentadas. Semejante equiparación formal, en los que tuvo de capitalidad compartida, instigó ahora el repudio de las élites tinerfeñas y en la capital provincial hubo otra vez agitaciones de cierto calado. Al fin, la coyuntura de 1910 facilitó la puesta en marcha de envites periféricos que aspiraban a situarse fuera del histórico contencioso entre las islas centrales.
 La Real Orden de 16 de abril de 1910, dictada por el nuevo gabinete liberal de José Canalejas, apeló a “las fuerzas vivas de Canarias” a fin de concluir las espinosas reorganizaciones administrativa y electoral. El teórico plazo de tres meses que duró el período informativo abierto por el gobernador civil, reveló las profundas disparidades entre los variopintos movimientos autonómicos y su incapacidad para suscribir arreglos mínimos, siquiera dentro de los que compartían unos postulados afines. Hasta cinco opciones podemos distinguir por entonces: a) los unionistas antileoninos de Tenerife (Unión Patriótica), respaldando la unidad provincial con Cabildos, si bien el Colegio de Abogados de Santa Cruz apostó por mantener el régimen común a todas las provincias; b) los divisionistas leoninos de Gran Canaria, sosteniendo ante todo la división y dando entrada, si acaso, a los anhelos autonomistas insulares a través de los mecanismos autorizados por la Ley Municipal (mancomunando servicios municipales en cada isla), conforme a las propuestas del Colegio de Abogados de Las Palmas; c) los autonomistas antileoninos de Gran Canaria (Partido Republicano Federal de José Franchy Roca y grupo del diario La Mañana de Rafael Ramírez y Doreste), que pospusieron transitoriamente la división para asumir las demandas de la autonomía insular; d) el pronunciamiento periférico del Plebiscito de las Islas Menores que encabezó desde Las Palmas el letrado majorero Manuel Velázquez Cabrera y recibió el aval del 26,5% de su electorado, postulando un legislador a Cortes por cada una de esas cuatro islas y una Junta administrativa al frente de todas; y e) los unitarios autonomistas de La Palma espoleados por el krausista Pedro Pérez Díaz, exponiendo sus diferencias interiores sobre la Diputación provincial y las autoridades gubernativas de cada isla en la asamblea insular del 6 de noviembre (insularismo vs regionalismo).
 El rector de la Universidad de Salamanca llegó a las Islas en un momento especialmente enervante del problema canario. ¿Cómo lo interpretó quien ya había dado a conocer sus opiniones sobre la materia en la Revista de Municipios? Desde el parlamento del 25 de junio en el Pérez Galdós, Unamuno defraudó por completo las hipotéticas expectativas de los divisionistas para sumarlo a su causa. El llamado problema canario, en su criterio, era fruto de querellas domésticas, luchas por distinciones, algo de vanidad colectiva, escapes del aplatanamiento y rencillas kabileñas. En suma, una cuestión insignificante frente al problema verdadero, el de todos, de España entera. La enemiga hacia el regionalismo, el cantonalismo y el localismo brilló en la más extensa perorata del 6 de julio en el mitin republicano del Teatro-Circo Cuyás, donde se oyó al patriota español hablar en tonos regeneracionistas. Allí argumentó contra la división provincial, señalando que no iba a resolver nada y que apenas traería consigo un incremento de la burocracia. Tampoco la autonomía reportaba solución alguna en su criterio, pues solía generar esa otra forma de caciquismo que apreció en la Solidaridad de Cataluña. Si don Miguel pretendió alborotar el cotarro, según sus propias palabras, lo consiguió a la verdad en este punto.
 Los periódicos palmenses criticaron de manera unánime la inoportunidad y la ligereza con que el gran escritor afrontó la reforma administrativa de Canarias en la solemnidad de los Juegos Florales, al paso que los santacruceros le destinaron toda suerte de elogios. Una de las réplicas a todas luces más inteligentes y ponderadas la brindó Franchy en El Tribuno. Luego de admitir que algunos abordaban la temática conforme a las descalificaciones unamunianas (querellas domésticas, luchas por distinciones y vanidad colectiva), apunta la incorrección de sus dictámenes metiéndose en el meollo del asunto: En el fondo del problema provincial hay algo más que esas minucias y esos accidentes que él ha visto: hay la necesidad real de una reorganización administrativa del Archipiélago, adecuada a las condiciones de una región constituida por siete islas, que no pueden regirse bien del mismo modo que una provincia de la Península. Las reflexiones del paladín republicano-federal abordaron en otras oportunidades la ilustración del centralismo interno como clave explicativa de nuestro problema, así que incidiré en algunos de sus elementos referidos a la Diputación provincial para enmarcarlo debidamente.
 Uno de los rasgos característicos de los contingentes provinciales radicó en que Tenerife recibía mucho más de los que daba y Gran Canaria daba más de lo que recibía. En 1883-1884, la primera isla contribuyó a la caja provincial con el 44% del reparto y se llevó el 79%, mientras la segunda aportó casi el 36% y sólo obtuvo el 19%. Durante el año económico 1886-1887, la Diputación invirtió en Beneficencia e Instrucción Pública 1,50 pesetas por tinerfeño y 75 céntimos por grancanario. Las principales víctimas de semejante estado de cosas eran los moradores del resto de la provincia, que después de pagar tenían que conformarse con algunas migajas aleatorias (aportaban sobre un 20% y únicamente acogían un 2%), si bien hemos de recordar que en 1910 no representaban sino el 23% de los insulares. Una Exposición del ayuntamiento de Las Palmas de agosto de 1906 nos propone que el grupo occidental abonaba a dichas cargas 1,45 pesetas por habitante y el oriental 1,68 pesetas, diferencia harto injusta cuando la Diputación barría sobre todo para Tenerife. Por otro lado, la institución solía reprimir a las islas deudoras negándoles auxilios, mas los ayuntamientos morosos por excelencia fueron los occidentales, que en los albores del siglo XX debían 9 pesetas por persona frente a las 5 de los orientales. En realidad, la Diputación distinguió entre municipios “amigos” y “enemigos” a la hora de disponer sus líneas presupuestarias. Unamuno, que tan sensible fue ante la injusta fiscalidad de la España borbónica, denunciando que los ricos no pagaban cuanto debieran y la magnitud de la “riqueza oculta”, seguramente habría admitido esta otra justicia de las reclamaciones divisionarias.
 La coyuntura que abrió paso a la Ley de Cabildos de 1912 despertó una sensibilidad especial respecto de las actuaciones del cuestionado organismo, tanto en Gran Canaria como en las demás islas no capitalinas. Pero ni aún así varió de rumbo. En un año tan conflictivo como el de 1910, el cuerpo provincial aprobó unas consignaciones que, si bien repartieron proporcionalmente al número de habitantes las inversiones en establecimientos benéficos para ambos grupos (un 57% para el Occidental y un 43% para el Oriental), rompiendo con los desequilibrios de etapas anteriores, en el capítulo de enseñanzas medias y profesionales aún concentraban en los centros de Tenerife el grueso de las partidas: un 32% para el Instituto Provincial de Segunda Enseñanza de La Laguna; un 23% para la Escuela Normal Superior de La Laguna; un 18% para la Escuela Especial Náutica de Santa Cruz; un 12% para la Junta de Instrucción Pública de la misma capital provincial y etcétera, frente al 4% de la Escuela Normal Municipal de Las Palmas. La Diputación, en definitiva, fue básicamente un instrumento del centralismo santacrucero en particular y del tinerfeño en general, una palanca más con la que garantizar el predominio de la isla picuda en beneficio mayor de su oligarquía. Muy raras veces se erigió en portavoz de las reivindicaciones isleñas ante el gobierno central y casi no acometió elementales y equitativas mejoras a su alcance, en reciprocidad a los sacrificios de los contribuyentes, ni mostró eficacia alguna para aplicar bien sus escasos peculios en asistencia benéfica o políticas educativas. El eje central de sus orientaciones pasó por la defensa a ultranza de la unidad provincial.


 Las discordias canarias prosiguieron a lo largo de 1911 y el primer semestre de 1912. El quehacer descentralizador de José Canalejas y la sensibilidad autonomista del Partido Liberal pasó a expresarse en los Proyectos de Leyes de Mancomunidades Provinciales y de Bases sobre Régimen Local. Se han planteado los influjos de la “catalanización” en tal política, mas también habría que distinguir el peso de una “canarización” que venía igualmente de atrás, aunque su carga fuese menor. La Ley de 11 de julio de 1912 o de Cabildos instauró estos cuerpos insulares, delegados del Gobierno en cada isla y los distritos a Cortes de las periféricas. Los Cabildos modernos serían un corolario de las lides por la división provincial; es decir, que la descentralización administrativa y electoral procedió ante todo de las reivindicaciones que los divisionistas grancanarios blandieron de forma permanente al menos por casi una década. Con dichas reformas se trazó otro horizonte para nuestro problema, estando muy lejos de solventarlo definitivamente. Pero ésta es, como diría Kipling, otra historia, una historia que nos conduce de forma inevitable a la división provincial de septiembre de 1927.
 (Agustín Millares Cantero,2010. Publicado en el número 343, Revista BienMesabe)
Este texto que con esta tercera parte finaliza fue la conferencia pronunciada por el autor el pasado mes de mayo dentro de las actividades organizadas con motivo del centenario de la primera estancia de Unamuno en las Islas en 1910.

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