F R A N T Z F A N O N.
Viene de la entrega anterior.
La politización de las masas es
reconocida entonces como necesidad histórica.
Este voluntarismo espectacular
que pretendía llevar de un solo golpe al pueblo colonizado a la soberanía
absoluta, esta certidumbre que se tenía de arrastrar consigo, al mismo paso y
con idéntica claridad, a todos los sectores de la nación, esa fuerza que
fundaba la esperanza se revela, con la experiencia, como una gran debilidad.
Mientras imaginaba poder pasar sin transición de la situación de colonizado a
la de ciudadano soberano de una nación
independiente, mientras se
dejaba admirar por
el espejismo de la inmediatez de sus músculos, el colonizado no hacía verdaderos
progresos en la vía del conocimiento. Su conciencia seguía siendo rudimentaria.
El colonizado se entrega a la lucha con pasión, ya lo hemos visto, sobre todo
si esa lucha es armada. Los campesinos se lanzaron a la insurrección con tanto
más entusiasmo cuanto que no habían dejado de llegar a un modo de vida
prácticamente anticolonial. Desde
toda la eternidad y como consecuencia de múltiples astucias, de
reequilibrios que evocan las proezas del prestidigitador, los campesinos habían
preservado relativamente su
subjetividad de la
imposición colonial. Llegaron a creer que el colonialismo no era
realmente vencedor. El orgullo del campesino, su reticencia para bajar a las
ciudades, para codearse con el mundo edificado por el extranjero, sus perpetuos
movimientos de retroceso frente al acercamiento de los representantes de la
administración colonial, no dejaban de significar que oponía a la dicotomía del
colono su propia dicotomía.
El racismo antirracista, la
voluntad de defender la propia piel que caracteriza la respuesta del colonizado
a la opresión colonial representan evidentemente razones suficientes para
entregarse a la lucha. Pero no se sostiene una guerra, no se sufre una enorme
represión, no se asiste a la desaparición de toda la familia para hacer
triunfar el odio o el racismo. El
racismo, el odio, el resentimiento, "el
deseo legítimo de
venganza" no pueden alimentar
una guerra de liberación. Esos relámpagos en la conciencia que lanzan al cuerpo
por caminos tumultuosos, que lo lanzan a un onirismo cuasipatológico donde el
rostro del otro me invita al vértigo, donde mi sangre llama a la sangre del
otro, esa gran pasión de las primeras horas se disloca si pretende nutriste
de su
propia sustancia. Es
verdad que las
interminables exacciones de las fuerzas colonialistas reintroducen los
elementos emocionales en la
lucha, dan al
militante nuevos motivos
de odio, nuevas razones de salir en busca del colono "para
matarlo". Pero el dirigente comprende día tras día que el odio no podría
constituir un programa. No se puede, sino por perversión, confiar en el
adversario que evidentemente se las arregla siempre para multiplicar los
crímenes, agrandar el "abismo", empujando así a la totalidad del
pueblo del lado de la insurrección. En todo caso, el adversario, como lo hemos
señalado, trata de ganarse la simpatía de ciertos grupos de la población, de
determinadas regiones, de diversos jefes. En el curso de la lucha, se dan
consignas a los colonos y a las fuerzas de policía. El comportamiento se
matiza, "se humaniza". Se llegará inclusive a introducir en las
relaciones entre colono y colonizado
tratamientos tales como
Señor o Señora. Se multiplicarán
las cortesías, los cumplidos.
Concretamente, el colonizado tiene la impresión de asistir a
un cambio.
El colonizado que no sólo ha
tomado las armas porque se moría de hambre y contemplaba la desintegración de
su sociedad, sino también porque el colono lo consideraba como un animal, lo
trataba como a un animal,
se muestra muy
sensible a esas medidas.
El odio es
desviado mediante esos
hallazgos psicológicos. Los tecnólogos y los sociólogos iluminan las
maniobras colonialistas y multiplican los estudios sobre los
"complejos": complejo de frustración,
complejo belicoso, complejo de
"colonizabilidad".
Se promueve al
indígena, se intenta desarmarlo
mediante la psicología y, naturalmente, con algunas monedas. Esas medidas
miserables, esos revocos de fachada, sabiamente dosificados por otra parte,
llegan a producir ciertos éxitos. El hambre del colonizado es tal, su hambre de
cualquier cosa que lo humanice —aun limitadamente— es hasta tal punto
incoercible, que esas limosnas consiguen hacerlo vacilar localmente. Su
conciencia es de tal precariedad, de tal opacidad, que responde
a la menor
chispa. La gran
sed de luz indiferenciada de los comienzos se ve
amenazada constantemente por la mistificación. Las
exigencias violentas y
globales que tendían al
cielo se repliegan,
se hacen modestas.
El lobo impetuoso que quería devorarlo
todo, que quería efectuar una auténtica revolución puede volverse, si la lucha
dura, y efectivamente dura, en
irreconocible. El colonizado
corre el riesgo, constantemente,
de dejarse desarmar por cualquier concesión.
Los dirigentes de la insurrección descubren con temor esa
inestabilidad del colonizado.
Desorientados primero, comprenden, por esta nueva
desviación, la necesidad de explicar y de realizar el rescate radical de la
conciencia. Porque la guerra dura, el enemigo se organiza, se fortalece,
adivina la estrategia del colonizado. La lucha de liberación nacional no
consiste en franquear un espacio de una sola pisada. La epopeya es cotidiana,
difícil y los sufrimientos que se experimentan superan a todos los del periodo
colonial. Abajo, en
las ciudades, parece
que los colonos han
cambiado. Los nuestros
son más felices.
Se les respeta. Los días suceden
a los días y hace falta que el colonizado entregado a la lucha y el pueblo que
debe seguir brindándole su apoyo, no se quebranten. No deben imaginar que han
alcanzado el fin. No deben imaginar, cuando se les precisen los objetivos
reales de la lucha, que eso no es posible.
Una vez más, hay que
explicar, es necesario que el pueblo sepa hacia dónde va,
que sepa cómo llegar allá. La guerra no es una batalla sino una sucesión de
combates locales, ninguno de los cuales es, en verdad, decisivo.
Es necesario, pues, cuidar las
propias fuerzas, no lanzarlas de un solo golpe en la balanza. Las reservas del
colonialismo son más ricas, más importantes que las del colonizado. La guerra
se prolonga, el adversario se defiende. El gran entendimiento no será hoy ni
mañana. En realidad, ha comenzado desde el primer día y no
terminará porque no
exista el adversario
sino simplemente porque este último, por múltiples razones, se dará cuenta
de que le interesa terminar esa lucha y reconocer la soberanía del pueblo
colonizado. Los objetivos de la lucha no deben permanecer en la
indiferenciación de los primeros días. Si no se tiene cuidado, se corre el
riesgo en todo momento de que el pueblo se pregunte, ante la menor concesión
hecha por el enemigo, las razones de la prolongación de la guerra. Existe hasta
tal punto el hábito del desprecio del ocupante, de su voluntad afirmada de
mantener a cualquier precio su opresión que toda iniciativa de
aspecto generoso, toda
buena disposición
manifestada es saludada
con sorpresa y
alegría. El colonizado tiene tendencia entonces a cantar.
Hay que multiplicar las explicaciones
y hacer comprender
al militante que
las concesiones del adversario no deben cegarlo. Esas concesiones, que
no son otra cosa que concesiones, no afectan a lo esencial y, desde la
perspectiva del colonizado, puede afirmarse que una concesión no se refiere a
lo esencial cuando no afecta al régimen colonial en lo que éste tiene de
esencial.
Precisamente, las formas brutales
de presencia del ocupante pueden desaparecer perfectamente. En realidad, esta
desaparición espectacular se revela como un aligeramiento de los gastos del
ocupante y una medida positiva contra el despilfarro de fuerzas. Pero esta
desaparición será cobrada cara. Exactamente al precio de un encuadramiento más coercitivo
del destino del país.
Se evocarán ejemplos históricos con ayuda de los cuales el pueblo podrá
convencerse de que la mascarada de la concesión, la aplicación del principio de
la concesión a todo precio se han saldado en ciertos países por una servidumbre
más discreta, pero más total. El
pueblo, la totalidad
de los militantes,
deberán conocer esa ley
histórica que estipula
que ciertas concesiones son, en realidad, nuevas cadenas.
Cuando la labor de clarificación no se ha hecho, sorprende la facilidad con que
los dirigentes de ciertos partidos políticos establecen innumerables
compromisos con el antiguo colonizador. El colonizado debe convencerse de que
el colonialismo no le hace ningún don. Lo que el colonizado obtiene por la lucha
política o armada no es el resultado de la buena voluntad o del buen corazón
del colono, sino que traduce su imposibilidad para demorar las concesiones. Más
aún, el colonizado debe saber que esas concesiones no las hace el colonialismo,
sino él mismo. Cuando el gobierno británico decide otorgar a
la población africana
algunas curules más
en la Asamblea de
Kenya, se necesitaría
mucho impudor o inconsciencia para pretender que el
gobierno británico ha hecho concesiones. ¿No es evidente que es el pueblo de
Kenya el que hace concesiones? Es necesario que los pueblos colonizados, los
pueblos que han sido despojados, pierdan la actitud mental que los ha
caracterizado hasta ahora. En rigor, el colonizado puede aceptar una
transacción con el colonialismo, pero jamás un compromiso.
Todas estas explicaciones, estas
aclaraciones sucesivas de la conciencia, este encaminamiento por la vía del
conocimiento de la historia de las sociedades no son posibles sino en el marco
de una organización, de un encuadramiento del pueblo. Esta organización es
construida mediante el empleo de los elementos revolucionarios procedentes de
las ciudades al principio de la insurrección
y de los
que vuelven al
campo a medida que
se desarrolla la lucha. Es ese núcleo el que constituye el organismo
político embrionario de la insurrección. Pero, por su parte, los campesinos que
elaboran sus conocimientos al contacto con la experiencia, se mostrarán aptos
para dirigir la lucha popular. Se establece
una corriente de
edificación y enriquecimiento recíproco entre la nación en
pie de guerra y sus dirigentes. Las instituciones tradicionales son
reforzadas, profundizadas y algunas
veces literalmente transformadas. El
tribunal de conflictos, las
djemaas, las asambleas de aldea se transforman en tribunal revolucionario, en
comité político-militar. En
cada grupo de combate, en cada aldea, surgen legiones de comisarios políticos.
El pueblo, que comienza a tropezar con islotes de incomprensión, será
aleccionado por esos comisarios políticos. Es así como estos últimos no temerán
abordar los problemas que, si no fueran aclarados, contribuirían a desorientar
al pueblo. El militante en armas se irrita, en efecto, al ver cómo muchos
indígenas siguen haciendo su vida en las ciudades como si fueran ajenos a lo
que pasa en las montañas, como si ignoraran que el movimiento esencial ha
comenzado. El silencio de las ciudades, la
continuación del trajín
cotidiano dan al
campesino la impresión amarga de
que todo un sector de la nación se contenta con llevar la cuenta de los tantos
ganados o perdidos. Estas comprobaciones repugnan a los campesinos y fortalecen
su tendencia a despreciar y condenar globalmente a los citadinos. El comisario
político deberá lograr que maticen esa posición, haciéndolos tomar conciencia
de que ciertas fracciones de la población poseen intereses particulares que no
siempre coinciden con el interés nacional. El pueblo comprende entonces que la
independencia nacional descubre
realidades múltiples que, algunas veces, son divergentes y
antagónicas. La explicación, en ese momento preciso de la lucha, es decisiva
porque hace pasar al pueblo del nacionalismo global e indiferenciado a una
conciencia social y económica. El pueblo, que al principio de la lucha había
adoptado el maniqueísmo primitivo del colono: blancos y negros, árabes y
rumies, percibe que hay negros que son más blancos que los blancos y que la
eventualidad de una bandera nacional, la posibilidad de una nación
independiente no conducen automáticamente a ciertas capas de la población a
renunciar a sus privilegios o a sus intereses.
El pueblo advierte
que otros indígenas no pierden
ventajas sino, por el contrario, parecen aprovecharse de la guerra para mejorar
su posición material y su poder naciente. Los indígenas trafican y obtienen
verdaderas utilidades de guerra a expensas del pueblo que, como siempre, se
sacrifica sin restricciones y riega con su sangre el suelo nacional. El
militante que se enfrenta, con medios rudimentarios, a la maquinaria bélica del
colonialismo se da cuenta de que, al mismo tiempo que destruye la opresión
colonial contribuye a construir otro aparato de explotación. Este
descubrimiento es desagradable, doloroso y repugnante. Todo era tan sencillo,
sin embargo: de un lado los malos, del otro los buenos. A la claridad idílica e
irreal del principio, la sustituye una penumbra que quebranta la conciencia. El
pueblo descubre que el fenómeno inicuo de la explotación puede presentar una
apariencia negra o árabe. Clama que
existe una traición,
pero hay que
corregir ese grito.
La traición no es nacional, es una traición social, hay que enseñar al
pueblo a denunciar al ladrón. En su marcha laboriosa hacia el conocimiento
racional, el pueblo deberá igualmente abandonar el simplismo que caracterizaba
su percepción del dominador. La especie se descompone ante sus ojos. En torno a
él advierte que ciertos colonos no participan en la histeria criminal, que se
diferencian de la especie. Estos hombres, que eran rechazados indiferentemente
en el bloque monolítico de la presencia extranjera, condenan la guerra
colonial. El escándalo estalla realmente cuando algunos prototipos de esta
especie se pasan del otro lado, se convierten en negros o árabes y aceptan los
sufrimientos, la tortura, la muerte.
Estos ejemplos desarman el odio
global que el colonizado sentía respecto de la población extranjera. El
colonizado rodea a esos hombres de un afecto caluroso y tiende, por una especie
de puja, afectiva, a otorgarles su confianza de una manera absoluta. En la
metrópoli, concebida como madrastra implacable y sanguinaria, voces numerosas y
a veces ilustres toman posición, condenan sin reserva la política de guerra de
su gobierno y aconsejan tomar en cuenta finalmente la voluntad nacional del
pueblo colonizado. Algunos soldados desertan de las filas colonialistas, otros
se niegan explícitamente a pelear contra la libertad del pueblo,
son encarcelados y sufren
en nombre del derecho de ese pueblo a la independencia
y la dirección de sus propios asuntos.
El colono
no es ya
simplemente el hombre
que hay que matar. Los miembros de la masa
colonialista se muestran más cercanos, infinitamente más cercanos de la lucha
nacionalista que algunos hijos de la nación. El nivel racial y racista es
superado en los dos sentidos. Ya no se entrega una patente de autenticidad a
todos los negros o a todos los musulmanes. Ya no se busca el fusil o el machete
ante la aparición de cualquier colono. La conciencia descubre laboriosamente
verdades parciales, limitadas, inestables.
Todo esto,
sin duda, es
muy difícil. La
tarea de convertir
al pueblo en adulto será facilitada a la vez por el rigor de la
organización y por el nivel ideológico de sus dirigentes. La fuerza del nivel
ideológico se elabora y crece a medida que se desarrolla la lucha, las
maniobras del adversario, las victorias y los reveses. La dirección revela su
fuerza y su autoridad denunciando los errores,
aprovechando cada retroceso
de la conciencia
para obtener una lección,
para asegurar nuevas
condiciones de progreso. Cada reflujo
local será aprovechado para replantear la cuestión en la escala de todas las
aldeas, de todas las redes. La insurrección
se prueba a sí misma su racionalidad, expresa su madurez cada vez que
a partir de un caso hace avanzar la conciencia del pueblo. A pesar del
ambiente, que inclina algunas veces a pensar que los matices constituyen
peligros e introducen grietas en el bloque popular, la dirección permanece
firme sobre los principios fijados en la lucha nacional y en la lucha general
que el hombre realiza por su liberación. Hay una brutalidad y un desprecio de
las sutilezas y de los casos individuales típicamente contrarrevolucionaria, aventurera
y anarquista. Esta brutalidad pura, total, si no es combatida de inmediato
provoca inevitablemente la derrota del movimiento al cabo de algunas semanas.
El militante
nacionalista que había
huido de la
ciudad, herido por las maniobras demagógicas y reformistas de los
dirigentes, decepcionado por la "política", descubre en la praxis
concreta una nueva
política que no
se parece en
nada a la antigua.
Esta política es
una política de
responsables, de dirigentes
insertados en la historia que asumen con sus músculos y sus cerebros la
dirección de la lucha de liberación. Esta política es nacional, revolucionaria,
social. Esta nueva realidad que el colonizado
va a conocer
ahora no existe,
sino a través
de la acción. Es la lucha la que,
al hacer estallar la antigua realidad colonial, revela facetas desconocidas,
hace surgir significaciones nuevas y pone el dedo sobre las contradicciones
disfrazadas por esta realidad. El pueblo que lucha, el pueblo que, gracias a la
lucha, dispone esta nueva realidad y la conoce, avanza, liberado del
colonialismo, advertido por anticipado contra todos los intentos de
mistificación, contra todos los himnos a la nación.
Sólo la violencia ejercida por el
pueblo, violencia organizada y aclarada por la dirección, permite a las masas
descifrar la realidad social, le da la clave de ésta. Sin esa lucha, sin ese
conocimiento en la praxis, no hay sino carnaval y estribillos. Un mínimo de
readaptación, algunas reformas en la cima, una bandera y, allá abajo, la masa
indivisa siempre "medieval", que continúa su movimiento perpetuo.
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