1962 septiembre 1.
A las seis de la tarde, falleció Antonio Víctor Alberto Alonso “Cho Morrocoyo”,
(1878-1962), emigrante, agricultor y poeta popular, el más célebre del
municipio de Candelaria que da nombre al centro cultural de Barranco Hondo1
En 2012 se inauguró el nuevo
Centro Cultural de Barranco Hondo y en el transcurso de dicho acto se rindió
homenaje al entrañable personaje que le daba nombre, el inolvidable poeta
popular don Antonio Víctor Alberto Alonso, conocido por sus paisanos como “Cho
Morrocoyo”, a quien hace muchos años el Ayuntamiento de Candelaria concedió
dicho honor. Hombre de origen humilde, como muchos canarios de su época emigró
a Cuba, donde a fuerza de trabajo logró ahorrar algún dinero. Tras regresar a
Barranco Hondo dedicó el resto de su vida a la agricultura, así como a
improvisar poemas sobre todos los acontecimientos que ocurrían en su pueblo
natal y otros temas de mayor trascendencia insular o regional, que le
permitieron ser el personaje más popular de la localidad y ganarse el cariño de
todos sus paisanos.
Nuestro biografiado nació en
Barranco Hondo el 28 de julio de 1878, siendo hijo de don Agustín Alberto Mena
y doña María Alonso Ramos, vecinos del Camino de Pasacola. El 4 de agosto
inmediato fue bautizado en la iglesia de Santa Ana de Candelaria por el
beneficiado don Antonio de la
Barreda y Payba; se le puso por nombre “Antonio Víctor” y
actuó como madrina doña Gregoria de Armas, natural y vecina del mismo pago, y
como testigos don Antonio Fariña y don Juan Rodríguez.
En plena adolescencia abandonó el
hogar paterno y emigró a Cuba, como uno de tantos canarios que en aquella época
fueron a la Perla
del Caribe con el deseo de mejorar su fortuna, así como la vida de sus padres.
A dicho país volvió en varias ocasiones y trabajando duro logró ahorrar algún
dinero. Allí conoció a la poetisa Lorenza Remedios y al gran poeta gomero José
Hernández Negrín, con quienes compartió tertulias, comenzando su afición por la
poesía, que luego continuó en Tenerife hasta el final de sus días.
Parece que fue en Cuba donde
nuestro biografiado sufrió una operación en la barbilla que le dejó para siempre
una marca junto a la boca, la cual le dio el apodo por el que todos le
recordamos: “Cho Morrocoyo”. Con este nombre se conoce a una tortuga americana,
común en la isla de Cuba, con el carapacho muy convexo, rugoso, de color oscuro
y con cuadros pintados con tonos amarillos.
El joven Antonio Víctor sin duda
pasó momentos de apuro en sus largas travesías en barco entre Tenerife y el
continente americano. Por ello, bien sabía él lo que decía cuando describió
años más tarde el naufragio del Valbanera:
Triste llora el capitán mayordomo y cocinero Trescientos
tres pasajeros que sepultados están.
Llora el cura y sacristán,
llora la tripulación entera, llora la madre que espera
cartas de su hijo amado
y lo tiene sepultado
en el vapor Valbanera.
Pero en Cuba y en Tenerife, el amor por su tierra canaria
era algo palpable que le salía en palabras, en versos creados por su habilidad
poética:
Hay en medio de los mares siete hermosas islas bellas
y habitan dentro de ellas los más humildes mortales.
Tenerife es la primera, tierra de
guanches profunda, y Las Palmas la segunda,
con La Palma que es tercera. El
Hierro con La Gomera,
Lanzarote y Fuerteventura.
Son siete, que de una a una
recuerdo los bellos nombres, para que veas que este hombre se acuerda de su
hermosura.
En plena juventud se enamoró de
una paisana, a la que durante el noviazgo le recitó la
siguiente cuarteta, en la que
como buen isleño también manifestaba su atracción por el mar:
Yo fui nacido en el mar y una
concha fue mi cuna. Si no me caso con Concha, No me caso con ninguna.
Y así lo hizo, pues el 18 de
junio de 1904, a los 25 años de edad, contrajo matrimonio en la iglesia de
Santa Ana de Candelaria con doña María Concepción Delgado Romero, de 23 años e
hija de don Eleuterio Delgado y doña Joaquina Romero; los casó y veló el cura
ecónomo don José Trujillo, actuando como testigos don Ángel González, don Tomás
Rodríguez y don Juan Corona.
Con su esposa, nuestro
biografiado compartió su amor y su vida, pero no tuvieron sucesión, pues aunque
ella llegó a quedar embarazada perdió el hijo que esperaba. Por ello siempre
vivieron con la pena de no haber tenido el sucesor que anhelaban, como se
desprende del siguiente poema:
Si yo un hijito tuviera, en esta
razón me fundo, mientras que viva en el mundo mi pena tanta no fuera.
Lo mismo mi compañera
se tiene que lamentar;
no podemos trabajar.
Que desgraciados nos vemos, que
en el mundo no tenemos
a nadie por quien llamar.
Cho Morrocoyo, acompañando a
miembros de la Agrupación
musical “Columbia” de
Barranco Hondo. A la izquierda,
sentado en el suelo; a la derecha, entre dos amigos.
En su tierra natal, Cho Morrocoyo
se dedicó siempre a la agricultura, pero ocupando todo su tiempo libre en la
poesía. Como poeta popular fue muy conocido en su época, tanto en esta isla
como en el resto del Archipiélago e, incluso, su fama llegó a Venezuela, dada
su impresionante capacidad para improvisar y recitar. Fue autor de una enorme
cantidad de poemas, pero por desgracia muchos de ellos están hoy desaparecidos.
No utilizaba cuadernos, sino unos pedacitos de papel transparente en los que
escribía sus poesías, que luego guardaba muy bien colocados en un armario
ropero, tal como recordaba en un artículo Begoña Pestano Díaz, quien vivió en
la casa del poeta, tras la muerte de éste. Deseamos que algún día pueda
reunirse en una antología todo lo que aún se conserve de su producción poética,
para recuerdo y disfrute de sus paisanos.
Todos los temas locales,
insulares o nacionales eran versados, con gran facilidad, por don Antonio
Víctor, aunque la mayoría estaban centrados en cualquier evento que pasase en
Barranco Hondo: en sucesos (muertes, accidentes, epidemias, robos, plagas de
langosta, etc.), encuentros amorosos de algunos vecinos, desafíos con otros
poetas y acontecimientos religiosos (como la inauguración de la iglesia).
También dedicó sus poemas a algunos personajes, como el alcalde Juan
Castellano, el Obispo Pérez Cáceres en su muerte o su paisano Fermín Vera, en la
visita de unos ingenieros a una galería local.
De este modo, gracias a su
habilidad improvisadora, nuestro entrañable y recordado poeta dejó huella de su
paso por la tierra, tal como era el deseo que manifestaba en la siguiente
cuarteta:
Antes de llevarme al hoyo o a la tumba a descansar, quiero
en mi pueblo dejar recuerdos de Morrocoyo.
Y ¡bien que lo consiguió! Se llegó a sentir muy orgulloso de
su calidad poética y de la fama de la
que ya gozaba en
las islas. En este
sentido se recuerda que, cuando
desde Venezuela Servando y Belengario le enviaron un reto en forma de poema, él
se lo devolvió con la siguiente composición, enviada a través de su sobrino
Pedro:
Perico, dile a Belengario, el que está imitando al loro,
poetas del Llano del Moro
yo no he visto en ningún diario. Dile si cobró salario
cuando él empezó a versar;
le puedes acreditar
y le dices que es muy cierto
que poetas como tu tío Alberto, en las Canarias ni hablar.
En toda la isla entera se corre la fama mía,
en Fuerteventura y Guía,
en Hierro, Palma y Gomera. Como lo hago de primera,
yo canto como un sinsonte; en Realejo y Tacoronte todos me
están celebrando y usted conmigo Servando
cargue pinocha en el monte.
Estado en el que quedó el vehículo que transportaba a la Orquesta “Columbia”,
tras el accidente que mereció un poema de “Cho Morrocoyo”.
En el verano de 1955 escribió unas décimas, con motivo del
accidente que sufrió la
Orquesta “Columbia” en una curva cerrada de Santiago del
Teide, cuando regresaba por el Norte después de actuar en un baile celebrado en
Aripe (en Guía de Isora); el coche se salió de la carretera y se despeñó por un
desnivel de 21 metros, dando vueltas ladera abajo, por lo que a punto
estuvieron los músicos de perder la vida, lo que fue descrito en detalle por
nuestro poeta:
Salió la “Orquesta Columbia”
a San Pedro a celebrar y al tiempo de regresar casi
consiguen la tumba. Cuando se acabó la rumba cogieron la carretera, sin
acordarse siquiera de tener una avería. Cuando menos lo creían rodaron una
ladera.
Santiaguillo en la ocasión se quedó todo turbado, viendo el
coche destrozado y rota la dirección. Llamaban con devoción al Redentor
Soberano; todos heridos estamos y gracias podemos dar que pudimos escapar;
San Pedro puso su mano.
Lloraba ya herido Andrés, Isidro, Anselmo, su hermano,
llamando por el Soberano
Juanito y Paco también, Tinito y Chago después, diciendo
heridos estamos, una ladera rodamos, no estábamos en la lista; también se hirió
el vocalista; San Pedro puso su mano.
Gracias a Dios que escapamos del último hasta el primero,
y aunque sea sin dinero
a ver a San Pedro vamos. De todos nos acordamos
por su buen comportamiento;
ni ahora, ni un momento los podemos olvidar; cuando podamos
tocar volveremos muy contentos.
En 1958, con
motivo de la
grave plaga de
langostas que sufrió
esta isla, Cho
Morrocoyo compuso un extenso poema que comenzaba:
Señores voy a contar la historia del cigarrón, que por
segunda ocasión nos ha venido a visitar. Yo no puedo recordar lector esa vez primera,
pero me han dicho que era un berberisco más honrado, que al tocar en los
cacharros se fue como buque en vela.
A África abandonaron esos pobres cigarrones, como cuadrillas
de aviones por el mundo se lanzaron, y luego a nadar se arrojaron combatiendo
al mar azul.
Por nuestros puertos del Sur han sido desembarcados;
y más tarde visitaron al Norte y a Santa Cruz.
A lo largo de dicho poema, el autor va recorriendo todos los
pueblos del Sur de la isla, describiendo su enfrentamiento con los cigarrones,
hasta llegar a esta comarca, que recoge en las siguientes décimas:
En Güímar, los güimareros, al bajar por La Ladera,
con gasolina y hogueras a recibirlos salieron;
y varios combates tuvieron, los sentenciaron a muerte
y ellos, milagrosamente, para salvarse luchaban
y sus campañas ganaban combates inteligentes.
Y cuando Arafo visitaron y dieron los buenos días,
que todo el pueblo salía en verlos aterrorizados. Ellos allí
no aterrizaron, continuaron su visita,
caminaron deprisita para tarde no llegar;
y luego fueron a cenar
a Araya y Las Cuevecitas.
Y a Candelaria se fueron para embarcarse señores, dicen que
los pescadores
la playa no le cedieron. Entonces se decidieron
con rumbo hacia el noroeste, pero al cruzar por Igueste una
descarga le hicieron,
y su vida en peligro vieron al ver cercana su muerte.
Ellos su viaje siguieron colocando el arma al hombro,
cruzaron por Barranco Hondo, pero allí escala no hicieron;
y visitaron placenteros
a las costas del Chorrillo; y en un vuelo muy sencillo
regresaron al Rosario,
(a visitar el Sagrario
que había en aquel lugar)
y se fueron a posar
a lo alto del campanario.
Y hasta el cura del Tablero de sentimiento lloró,
y muy deprisa ordenó
que tocaran el campanero. El pueblo con desespero
le acechaba el dormitorio, y con hogueras de petróleo de
noche le daban fuego; muchos millares murieron, según nos cuenta Gregorio.
Por El Cascajal subieron, llevando vacía la panza. Llegaron
a La Esperanza
y allí de cenar pidieron, y como nada le dieron
a Llano del Moro bajaron y en el Sobradillo gritó una
viejita a su nietito:
¡ay, fuerte plaga hermanito, esto es castigo de Dios!
La bendición de la iglesia de Barranco Hondo, tras su
restauración y ampliación, motivó otro poema a “Cho Morrocoyo”.
El 22 de octubre de 1961 se
procedió a la inauguración de las obras de restauración de la iglesia de San
José y de ampliación de las dependencias parroquiales de este pueblo, que
incluían una torre rematada por una veleta en forma de gallo, en la que aún
quedaba pendiente el reloj, que iban a donar los barranco-honderos residentes
en Venezuela. Con motivo de ese recordado acontecimiento, Cho Morrocoyo compuso
las siguientes décimas:
Hoy con el poder de Dios les diré como poeta,
nuestra iglesia estará completa cuando se ponga el reloj.
Podremos decir a voz
que estaremos de primera y así la gente de fuera
ya no podrá poner fallos,
porque en la torre hay un gallo que canta a la isla entera.
A todo nuestro lugar con unidad damos gracias, porque el
templo es nuestra casa que han podido reformar.
El párroco, el padre Juan, el señor gobernador,
su esposa, la comisión, con los niños y maestros,
asistieron muy contentos a esta inauguración.
A Cho Morrocoyo se le atribuye también la letra, exclusiva
de Barranco Hondo, con la que se canta el villancico popular “Lo Divino” en la
noche de Pascuas, que durante su vida el mismo autor cantaba como solista y que
comienza con las siguientes cuartetas:
Vamos a contar la historia de la Sagrada Familia,
cuando por el mundo andaban
San José y Santa María.
San José pide posada “pa”
una esposa que traía, que era tierna y delicada
y al sereno no dormía.
Responde la mesonera desde dentro la cocina:
váyase “pa” allá el
muy viejo que a usted no le conocía.
Vienes a robar de noche lo que me ves con el día.
La Virgen
vira la espalda, lágrimas que las bebía.
San José la consolaba, con palabras le decía:
vamos a Belén, esposa, vamos a Belén, María.
Que cuando yo era pastor una cueva allí tenía,
como cueva de animales ella limpia no estaría.
San José barre la cueva con contento y alegría.
Más tarde hace la cama con pajitas que allí había.
San José pone la mesa con manjares que allí había. Vamos a
comer esposa, vamos a comer María.
Come tú mi San José que yo hambre no tenía.
Y entre las once y las doce el Niño de Dios nacía.
Pero todo se acaba, toda vida se
agota, todo vuelve a la nada. Por eso la vida de Cho Morrocoyo llegó un día a
su final. El poeta estaba gravemente enfermo y sabía que iba a morir; veía que
se le escapaba la vida; era el fin. Así se lo decía él a su buen amigo Fermín
tres días antes de su muerte, cuando se iba para el hospital:
Aquí vengo Ferminillo a darte la despedida,
que para siempre en la vida me marcho del Tagorillo. Con mi
carácter sencillo
y a presencia de los dos, como la cuerda del reloj mi vida
se está acabando, yo por eso te estoy dando, amigo, el último adiós.
Y me marcho al hospital, sin intención de volver;
bien me lo puedes creer que yo me siento muy mal. Llegó el
momento fatal
y no tengo solución, amigo del corazón
que hoy observas mis lamentos, verás con que sufrimiento
voy dejando el Cobujón.
Y así fue. Don Antonio Víctor
Alberto Alonso falleció el 1 de septiembre de 1962, a las seis de la tarde,
tras recibir los últimos Sacramentos y cuando contaba 84 años de edad. Al día
siguiente se oficiaron las honras fúnebres en la iglesia de San José de
Barranco Hondo por el cura párroco fray Porfirio Pérez y a continuación recibió
sepultura en el cementerio de esta localidad,
de lo que
fueron testigos don
Antonio Díaz Delgado
y don Aurelio Pestano González. Le sobrevivió su esposa,
doña Concepción Delgado Romero, con quien como ya hemos dicho no había tenido
sucesión.
Pero con su muerte no desapareció
su recuerdo. Una reseña biográfico-poética fue publicada en 1980 en el
periódico escolar “Magec”, editado por la “Agrupación Escolar Mixta de Barranco
Hondo”, siendo reproducida luego en Diario de Avisos. Y otra vio la luz en 1997
en el periódico “El Picacho” de este mismo pueblo, escrito por Begoña Pestano.
Como homenaje póstumo a uno de
los hijos más conocidos de Barranco Hondo, se le puso el nombre de Cho
Morrocoyo a la
Asociación Cultural creada en este pueblo. Desaparecida ésta,
el Ayuntamiento construyó un Centro Cultural de carácter municipal, al que por
acuerdo de la Corporación
se le dio el mismo nombre, y en su inauguración la ya mencionada Begoña Pestano
recitó un emotivo poema dedicado a este entrañable poeta.
El 20 de octubre de 2012, al
reinaugurarse el Centro Cultural de Barranco Hondo, tras su completa
remodelación, Begoña Pestano volvió a dedicar un poema a don Antonio Víctor
Alberto Alonso, Cho Morrocoyo, al que se
sentía tan vinculada. Asimismo, el
Cronista Oficial de Candelaria dedicó su intervención a este entrañable
personaje que daba nombre a dicho centro, como sencillo homenaje de recuerdo al
poeta popular más célebre nacido en el municipio de Candelaria. (Octavio Rodríguez
Delgado, 2014) (Cronista Oficial de Candelaria) [blog.octaviordelgado.es]
Notas:
1
Sobre este personaje pueden consultarse también los siguientes artículos
de Begoña PESTANO DÍAZ: “Cho Morrocoyo” I y II. El Picacho, nº 1 (diciembre de
1997), págs. 18-21; nº 2 (mayo de 1998), págs. 21-23.
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