1948 septiembre 27.
El
escritor Juan Cruz Ruiz nace en Puerto de la Cruz, Tenerife, Realiza estudios de Historia y
Periodismo en la
Universidad de La Laguna. Pronto comienza a trabajar en la prensa
escrita de la isla tinerfeña; primero, en El Aire Libre, donde realiza
crónicas deportivas; posteriormente, en los periódicos La Tarde y El Día.
A los veintitrés años gana el premio “Benito Pérez Armas” de novela, con su
primera obra, Crónica de la nada hecha pedazos, que publica al año
siguiente, en 1972, en Santa Cruz de Tenerife. Ese mismo año realiza una
segunda edición de la novela, esta vez en Madrid, donde traslada su residencia
y donde, tres años más tarde, publica Naranja. En 1976 forma parte del
equipo que funda el diario El País, en el que ha realizado numerosas
actividades periodísticas y de gestión cultural: redactor, corresponsal en
Londres, jefe de Cultura y Espectáculos, jefe de Colaboraciones y adjunto a la Dirección del periódico.
En el terreno profesional ha desempeñado importantes cargos como editor en los
sellos Alfaguara, que dirigió de 1992 a 1998, y El País-Aguilar y Taurus, al
frente de los cuales estuvo a mediados de la década de los noventa. Por las
mismas fechas administró la
Oficina del Autor del Grupo Prisa y la dirección de
comunicación del Grupo Santillana,
En cuanto a su faceta literaria,
publica, en 1982, Retrato de humo. En 1988 recibe el premio “Azorín” de
novela por El sueño de Oslo y ese mismo año publica Cuchillo de arena.
Posteriormente publicó En la azotea (1989) y Edad de la memoria (1992).
Juan Cruz Ruiz no sólo ha cultivado la novela de corte intimista, sino –de
igual manera– el cuento infantil, como en Serena (1994). El
territorio de la memoria (1995) fue publicado en Tegueste (Tenerife) con
prólogo de José Luis Sampedro. Del mismo año es Exceso de equipaje, con
introducción de Manuel Vicent y, de 1996, Asuán.
La crítica ha señalado
insistentemente la unidad escrituraria de Juan Cruz a lo largo de su obra
narrativa. Ya Domingo Pérez Minik lo recordaba en la reimpresión de Crónica
en 1988: «Si relacionamos la primera novela con la última, veremos en seguida
que su sentido de la escritura no ha variado, que su concepto del tiempo y su
interpretación del espacio casi se confunden con los de la Crónica de la
nada hecha pedazos, que sus personajes, sucesos y chismes prosiguen con su
igual presencia».
En no pocas ocasiones, Juan Cruz
Ruiz aúna en su obra elementos de su experiencia profesional con aspectos de su
recorrido vivencial, como en Una memoria de “El País” (1996); obra en la
que traza una senda por la historia del diario español a través de anécdotas
personales; o El peso de la fama (1999), en la que presta atención a los
efectos de la popularidad en varios personajes de la sociedad española. Otras
obras de Juan Cruz Ruiz son La foto de los suecos (1998); Una
historia pendiente (1999); y Contra la sinceridad (2000). Por su
quehacer literario recibe, en 2000, el “Premio Canarias de Literatura”. Cuatro
años más tarde es publicada La playa del horizonte. En 2005 da a conocer
Retrato de un hombre desnudo, narración en la que combina la experiencia
creativa con el poso que deja en el escritor la amistad unida a la crónica. Se
ha dicho que es relato autobiográfico en el que la soledad del escritor
periodista contrasta con el fulgor de la vida contemporánea (otro rasgo que ya
había señalado el crítico tinerfeño Domingo Pérez Minik). Por las páginas de
ese Retrato pasan o se nombran Carlos Fuentes, Eliseo Alberto y Fernando
Vallejo, Juan Rulfo, Antonio Muñoz Molina, Guillermo Cabrera Infante, Fernando
Pessoa, Juan Ramón Jiménez, Julio Cortazár y Jorge Luis Borges. Así llegamos a
las últimas muestras del autor portuense. De ¡Ojalá octubre!, novela de
2007 se ha destacado la función de la memoria que recupera los recuerdos más
cercanos en el afecto y más lejanos en el tiempo. El título obedece, según
confesión del autor, a una frase de la correspondencia de Truman Capote, «él se
siente feliz y le escribe a un amigo, “me siento tan feliz que ojalá fuera
octubre”». Ese retorno de lo cercano-lejano lo ha sintetizado muy bien Fernando
G. Delgado: «Se ha dicho que Ojalá octubre […] es una novela sobre el
padre. Lo es, en efecto; el padre del autor es el protagonista de la novela.
Pero podría decirse también que es una novela sobre el hijo, sobre el hijo que
rastrea el mundo con la mirada del padre, sobre el propio narrador que se
confiesa sin titubeos ni reparos en el regazo del padre». Juan Cruz nos ha
dejado el origen de la obra: «Este libro nació de una mirada, la de mi padre.
Vi en ella desolación, el final de la esperanza, la cancelación definitiva de
la felicidad. Jamás he podido olvidar esa mirada. Para entenderla he escrito».
Significación y alcance
de la obra de Juan Cruz Ruíz
Juan Cruz Ruiz pertenece a la
generación literaria –conocida mediáticamente como los narraguanches–
que, en los años setenta, hizo surgir en Canarias una novela de corte crítico
con la realidad insular. Junto a autores como Luis León Barreto, Fernando G.
Delgado, Luis Alemany, Alberto Omar, Víctor Ramírez, J. J. Armas Marcelo, Juan
Manuel García Ramos, Juan Pedro Castañeda o Elfidio Alonso, entre otros, Juan
Cruz Ruiz propone como línea literaria una introspección en el yo que le
permite dialogar con los elementos constitutivos de su identidad y, por
extensión, de la identidad insular. Son muchos los estudiosos que han visto en
los novelistas canarios de los setenta un interés por la interlocución
reflexiva entre el deseo de universalidad –o de huida de la isla– y el sentido
regionalista de arraigamiento. Juan Cruz Ruiz elige la escritura introspectiva
surgida de la propia vivencia, de la que se extrae el sentimiento auto-crítico
del isleño, aunque particular, aplicable –por extensión– a los aspectos de la
identidad de todo morador en una isla.
Desde su
primera obra, Crónica de la nada hecha pedazos –premio “Benito Pérez
Armas” de novela 1971, quizá la de más proyección (cuatro ediciones)–, la
novela del escritor tinerfeño ha estado caracterizada por un insistente
elemento intimista. Juan Cruz toma, en ciertos casos, anécdotas de su propia
experiencia vital que presenta de forma fragmentaria. De cada novela trasciende
un intento definitorio de la identidad isleña, que Cruz destila a partir de su
propia abstracción.
Caracterizar
las obras de Juan Cruz dentro del género novelístico ha sido, para ciertos
críticos, una identificación problemática, debido, sin lugar a dudas, al
carácter lírico –en no pocas ocasiones– de su estilo introspectivo. Su forma de
narrar, a caballo entre la narración propia de un libro de memorias y la
novela narcisista, y el claro tono reflexivo de su manera de disertar,
en torno a la identidad, la infancia, la isla, el tiempo, el mar o la propia
escritura, no deben despistar sobre su efectivo carácter narrativo, que lo
inserta dentro del experimentalismo formal de su época.
La obra de
Juan Cruz Ruiz ha sido tratada en varios medios –particularmente en la prensa
escrita– por escritores y críticos como Domingo Pérez Minik, Mario Vargas
Llosa, Manuel Vicent y José Luis Sampedro, entre otros, lo que no sólo apoya la
permanencia de la obra de Juan Cruz, sino que, de igual manera, es un viso del
laborioso trabajo editor del escritor tinerfeño al frente de las editoriales
Alfaguara, El País-Aguilar y Taurus, que –sobre todo en la década de los
noventa– le hizo ser partícipe de numerosas publicaciones y de la organización
de multitud de actos de índole literaria. De esta guisa, Vargas Llosa llegó a
afirmar, en tono humorístico, que Juan Cruz Ruiz posee el don de la ubicuidad.
Presencia igualmente notable en el medio periodístico –con su reconocido
trabajo en El País–, que ha empleado en Una memoria de “El País”
(1996).
Selección de textos
Desde aquí, mientras la telaraña se cae por
su propio, peso, tú podrías recorrer la isla y advertir que la isla tiene la
forma de isla más una punta disidente, propia para albergar a todas las
especies animales y arbóreas que naturalmente no se puedan dar en otras partes
del universo. Y quizá tampoco se den en esta parte y todo lo que se ve es un
sueño del que viven habitantes, extraños seres también de sueño, perdidos en
una irrealidad que se presume hermosa desde fuera y que dentro destila el
amargor propio de los días festivos» sin turgencias que observar, sin cielos
que ver y sin hembras en las yemas de los dedos. Alrededor de la isla debe
haber un mar que se antoja fabuloso, sin resquicio al arrepentimiento: el mar
volviéndose atrás, llorando sus propias derrotas, escuchando sus propias
bravatas, quejándose de sus propios delitos. Nunca el mar arrepentido; furioso
siempre, hermoso y terrorífico. Los protagonistas de la inmensa isla adocenada
no tendrán mucho que ver con el mar y en el fondo atisbarán un asomo de odio
que a fin de cuentas no cambiará otra cosa que la naturaleza mutante de todo
cochino ser viviente. Se vivirá de espaldas o dentro de él (algunos serán
arrojados en sacos prehistóricos sin principio y sin fin y oirán el profundo
llanto de sirenas camaradas en su desgracia) pero nunca habrá una
identificación plena. El ser mutante que vive en la inmensa isla adocenada
tiene los ojos llorosos por el vino que se bebe en el puerto, siempre a
espaldas del mar o de las charcas, que también abundan en las zonas centrales,
lejanas a la lengua disidente, donde ocurre casi todo. Los problemas de la
tierra y del agua (invisible esta vez) serán mucho más importantes, y el ser
mutante tendrá los dedos llenos de callos y un sudor mezclado en tierra, pura
tierra sudorosa. No habrá otra cosa aunque algunos hablen de la esperanza.
El mar está hecho para los
muertos y a nosotros nos corresponde el deber de desenterrarlos, se dijo para
sí un hombre surcado de canas y perlas en los ojos que murió repentinamente al
atardecer, en la última tertulia de vino, cerveza y whisky del centro
geométrico del campo virgen de la isla adocenada.
Y, ahora, ¿qué te ocurre
en los dedos? ¿Por qué te miras tan insistentemente el hueco de las manos? ¿Por
qué te empeñas en recordar los tiempos remotos que el mundo estaba por aquel
entonces caóticamente organizado y los demás, los que vivían fuera de la isla,
parecían estar de vuelta del asunto? ¿Por qué crees que efectivamente el himno
nacional del mundo es tan ajeno a estas cosas que ocurren en la inmensa isla
adocenada, preocupada por llenar las horas de su propia muerte paulatina? ¿Por
qué no tratas de dormir?
Pero, es imposible. La luz
nace para todos y ahora tan de mañana, se agiganta y se mete entre los
guijarros y abre las ventanas de las casas, y se cuela por ellas, y se
empequeñece, y se vuelve verde y te molesta su pequeñez hasta que vuelve a
avisar a los aviones de la proximidad terrible de la isla, y en el avión
empieza a darte un calor sofocante, agotador, hasta que aterrizas y empiezas a
tomar unas copas con los amigos, a ver si nos vemos, que no nos vemos nunca.
Comienza a fraguarse el hastío, hasta que cualquier avión, y estás
continuamente yéndote aunque sigas aquí. No che tras noche ilumina el faro de
la montaña el anuncio de tu muerte bien administrada, siguen estrellándose
aviones o continúa en su puesto el cuartel de Almeida. La vida isleña se crece
en su propia impotencia y fabrica a atildados economistas que hablan de
desarrollo, a absurdos escritores que hablan de avizorar el útero o de sonoros
cañones... La isla continúa metida hasta el apéndice disidente en un conflicto
inacabable durante el cual van a morir las mismas arañas que siempre mueren. En
el fondo de los barrancos, mientras los estudios socioeconómicos se alzan en la
superficie, las ratas permanecen desconocedoras de lo que se dice en las barras
de los bares. Un hombre muere de un infarto de miocardio y otro hombre
desaparece de pena, al tiempo que sus hijos en la escuela vuelven a entonar las
dulces melodías de hace tantos años. En ese entonces, la noche, y tú levantas
los ojos y no puedes traspasar jamás el techo ni la pared blanca ni tú tienes
mirada hábil para abrir agujeros en la nada que te fabricaste con amianto
cemento y puertas azules cerradas como otro territorio por surcar qué te has
creído silencioso soñador isleño escupe
[Crónica de la nada hecha
pedazos, 1972 (1973, pp.37-39)]
EL CONTEXTO DE LA MÚSICA
La música es de noche. El contexto ocurre de
noche. Lo que pasa de día es el texto, los escaparates abiertos para que los
adquiera una mirada que se figura que las guitarras son de verdad y las toca
hasta que les sale una música podrida y folklórica. Por la noche se oye la
música del siglo XIV y otras melodías que nacen del «jazz», una melodía de café
y licores que se confunden con el humo. Los libros, «ah, sí, hombre, esa ristra
de chorizos que hay al fondo del pasillo, entre las trabas de la ropa»:
Obsesión por contar que no pasa nada. Se fue,
no está, Me tiznan la cara, me arrojan vocablos al rostro y yo miro asombrado
al fondo del agua limpia de los charcos. No veo mi propio rostro. Lo están
alimentando con cagadas de palomas. El océano me beneficia, porque es ancho y
ajeno y ávido habito en él y me lo chupo. Lo demás me da dentera. No será
posible ponerle puertas al mar. Ya murieron ahí varios centenares antes de que
nosotros le busquemos rasgaduras a las piedras.
Se fue, sigue estando, no está, puede volver
a venir, es como la música, el aire es así. No lo detienen los brujos. El
panorama es inaprensible. Cabe todavía en él una vuelta y la vuelta de la lava,
para que se conserve mejor el sancocho en su sano juicio. No puede más. Sólo
tiene tiempo para escribir, sobre la arena, antes de que llegue la ola: «DNI
41961105. ¿Y tú?» Luego, como estoy ahogado, sólo veo ojos rodeados de agua por
todas partes menos por una que nos une a la única estatua que se excava hacia
el fondo: la tumba.
[Retrato de humo, 1982,
p. 56]
«y cuántas veces, tirado
en una cama que no se tendía
en muchos días»
Julio Cortázar. Rayuela
Hoy escribo así la frase echada
sobre una cama y huelo
sin velos la espuma de los pájaros. Sube
hasta aquí un
sudor viejo que me cierra los párpados y me
deja en silencio;
entran por la puerta las hojas caídas de los
árboles
cercanos y yo toco mi frente para acercarme
el calor y
sentir cómo caminan las palabras por encima
de esta super-
ficie ajena; me siento yo también ajeno,
acosado, libre por
encima de mí y aún ausente de toda voluntad;
mi cabeza no
alberga memorias; no escucho otra cosa que
melodías de otros
y siento en el hueco de mis manos la total
dejadez de la sangre;
no tengo nada que decir;
no escribo cartas; no recibo
recuerdos; camino más solo cuando estoy
acompañado, y ando
como si mi cama aún no hubiera sido hecha
desde entonces;
están los pliegues prietos y llenos de migas
de pan; me
huele ese recuerdo mientras me alejo de la
playa y veo
en torno a mí la sombra plateada de olas
breves y monótonas
que se alejan; de pronto no veo nada y estoy
durmiendo
como si no quisiera despertar, lleno de vigor
pero extasiado
ante la posibilidad de quedarme así todo el
día, viviendo el drama de quien acepta que él
es el
derrotado, quien ha de persistir como un
cadáver ocultando
su fuerza debajo de una sábana arrugada,
cuyos pliegues
parecen guardar el olor de un recuerdo que yo
desconozco
y que voy descubriendo gracias a que las
palabras me conducen
hasta la nada y me recobran, me ponen de pie
sobre ese colchón
de crin en el que me muevo como un potro
quieto; los veo
pasar con la angustia extenuante del éxito, y
me miran
desde el espejo; son como pájaros sin jaulas
que buscan
en el camino cárceles diferentes para
encerrarse en ellas
y hallar en medio de su sudor la alegoría que
precisan
para alejarse de mí; ahora están quietos, o
creen
estarlo, porque yo les sigo, y mientras me
caminan los
ojos los veo agitarse como cuervos en una
carretera de
la montaña; con las manos les digo adiós, y
creen que los
ahuyento; mis modales torpes asimilan todas
las
actitudes, y se me va el sudor cuando dejan
de mirarme, y
son innumerables sanguijuelas las que
me dejan solo; evoco entonces los rostros de
salitre que son
mi historia y los hallo frente a mí
limpiándose los dientes
por la mañana, aseándose al mediodía, mirando
al vacío del
mar o recordándome con sus dedos los años que
nos han pasado,
las canas que nos han crecido, las mentiras
que hemos dicho,
y voy con ellos a salar el pescado, a recoger
escamas de los
charcos, a limpiarnos la cara con salitre, y
al fin los veo
en una cueva gritando para reconocerse; la
suya es una aparición
fugaz; conscientes de ello, luchan por
permanecer, pero
ya está levantada la mesa, la cama está
desarreglada, y las
alfombras del pasillo han sido alquiladas a
otro muerto; sobre
la luz que me han alquilado se ciernen las
telas de araña, y nos
reímos en medio de la plaza los que quedamos
del naufragio,
pero somos pocos y la risa es un hueco de
escalera, un barco
sin vapor, la ola más próxima a la playa, una
piedra
arrojada por un niño contra el cristal de luz
opaca que se
vuelca y devuelve sobre la cara angustiada
del espectador
su aspecto ingenuo de ángel caído desde
ninguna parte.
Exclamaba ¡esa luz!, y toda la casa quedaba a
oscuras oliendo
al aire del patio; yo recogía sobre mis ojos
las gotas de clari-
dad que venían de la ventana cerrada y ponía
sobre mis dedos
el tacto sin sentido de mi otra mano; era una
larga perífrasis
para despertarme, hasta que por fin notaba
que las piernas
andaban y que el absurdo sudor de mis dedos
traspasaba el
calor lento de mi frente; hasta el territorio
de las sábanas
crecía el ruido del patio, y yo hacía viajes
imaginarios con
una
linterna de plástico hasta que tropezaba y regresaba del
mar sin
salitre del sueño; permanecía así hasta que de
nuevo
era de noche y yo había poblado de pan y nada todos
los
rincones nobles de la cama. Aquel era un lamentable ejercicio
para
despertarse, y tan infructuoso era el resultado que crié
llagas
y hoy toco con mis ojos las torpes cicatrices de la
época;
estoy, pues, con los ojos vacíos, y retorno a los techos
de ese
infinito universo de telas de araña, y trato de imaginar
a los
insectos poblando el aire y el cielo de habitaciones para
dormir,
sus camas permanentes, la lujosa hechura de sus lechos,
las
camas inmensas por las que caminan como almohadas al revés;
me
miran, lanzan desde arriba su grito espeluznante y me
dejan
que yo les diga las palabras que no me atrevo a pronunciar
tras la
puerta; corren hacia mis manos y me agarran, no
me
dejan salir, inventan para mí la noche y me cubren de
telas y
de escupitajos; luego se van, y me dejan, diciendo
para mí
que aquello que he oído es falso, y que en torno a mí
no está
el mar de la casa, donde habito solo en medio del ruido
que
aborrezco, junto a los árboles que amo, en un desierto
infinito
del que sobresale mi mano matando un insecto,
recogiendo
la basura, ordenando mis papeles para que quepan
conmigo
en un viaje del que no tendré memoria.
[Cuchillo de arena, 1988
(2005, pp. 13-15)]
Obras de Juan Cruz Ruiz:
Crónica de la nada hecha
pedazos, Santa Cruz de Tenerife, Caja General de Ahorros de Canarias, 1972;
Naranja, Madrid, Taller de Ediciones JB, 1975; Retrato de humo, Barcelona,
Arcos Vergara, 1982; El sueño de Oslo, Barcelona, Muchnik, 1988; Cuchillo de
arena: (música del naufragio), Santa Cruz de Tenerife, Aula de Cultura del
Excmo. Cabildo Insular de Tenerife, 1988; En la azotea, Madrid, Mondadori,
1989; Edad de la memoria, Santa Cruz de Tenerife, Viceconsejería de Cultura y
Deportes del Gobierno de Canarias, 1992; Serena, Madrid, Siruela (colección Las
tres edades, nº 31), 1994; El territorio de la memoria, Canarias, Tauro
Producciones (colección La condición insular, nº 2), 1995; Exceso de equipaje,
Barcelona, Alba Editorial, 1995; Una memoria de “El País”: 20 años de vida en
una redacción, Barcelona, Plaza & Janés, 1996; Asuán, Barcelona, Alba
Editorial, 1996; La foto de los suecos, Madrid, Espasa, 1998; El peso de la
fama: veinte personajes hablan de los riegos de la popularidad, Madrid, El
País-Aguilar, 1999; Una historia pendiente, Madrid, Ollero & Ramos
Editores, 1999; Contra la sinceridad, Madrid, Martínez Roca Ediciones, 2000; La
playa del horizonte, Barcelona, Destino (colección Áncora y Delfín, nº 995),
2004; Retrato de un hombre desnudo, Madrid, Alfaguara, 2005.
Bibliografía:
D. Pérez Minik,
“Crónica de la nada hecha pedazos”, en El Día, Santa Cruz de Tenerife, 30 de
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311, octubre, 1972; D. Pérez Minik, “Carta a Juan Cruz Ruiz, en Lincoln”, en El
Día, Santa Cruz de Tenerife, 16 de enero, 1975; J. Rodríguez Padrón, La nueva
narrativa canaria, Las Palmas de Gran Canaria, Excmo. Cabildo Insular de Gran
Canaria (Colección “Guagua”, nº 43), 1982; L. Suñén, “Retrato de humo, de Juan
Cruz Ruiz”, en Ínsula, Madrid, nº 434, enero, 1983; J. Rodríguez Padrón, Una aproximación
a la nueva narrativa en Canarias, Santa Cruz de Tenerife, Excmo. Cabildo
Insular de Tenerife, 1985; D. Pérez Minik, “Los pedazos de la nada de Juan Cruz
Ruiz”, prólogo a Crónica de la nada hecha pedazos de Juan Cruz Ruiz, Santa Cruz
de Tenerife, Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias
(colección Biblioteca Básica Canaria, nº 50), 1988; J.L. Sampedro, “Palabras de
acompañamiento”, prólogo a El territorio de la memoria, Madrid, Taurus
(colección La condición insular, nº 2), 1995; F. Savater, “Prólogo mimético”,
prólogo a Crónica de la nada hecha pedazos de Juan Cruz Ruiz, Barcelona, Alba
Editorial, 1996; M. Vicent, “La doble vida o el exceso de Juan Cruz”, prólogo a
Exceso de equipaje de Juan Cruz Ruiz, Barcelona, Alba Editorial, 1995. (Tomado
de: www. Isla de Tenerife Vivela)
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