viernes, 6 de junio de 2014

L O S C O N D E N A D O S D E L A T I E R R A-VI



F R A N T Z  F A N O N. 


Viene de la entrega anterior.


La politización de las masas es reconocida entonces como necesidad histórica.
Este voluntarismo espectacular que pretendía llevar de un solo golpe al pueblo colonizado a la soberanía absoluta, esta certidumbre que se tenía de arrastrar consigo, al mismo paso y con idéntica claridad, a todos los sectores de la nación, esa fuerza que fundaba la esperanza se revela, con la experiencia, como una gran debilidad. Mientras imaginaba poder pasar sin transición de la situación de colonizado a la de ciudadano soberano de una nación   independiente,   mientras   se   dejaba   admirar   por   el espejismo  de  la inmediatez de sus  músculos, el colonizado no hacía verdaderos progresos en la vía del conocimiento. Su conciencia seguía siendo rudimentaria. El colonizado se entrega a la lucha con pasión, ya lo hemos visto, sobre todo si esa lucha es armada. Los campesinos se lanzaron a la insurrección con tanto más entusiasmo cuanto que no habían dejado de llegar a un modo de  vida  prácticamente  anticolonial.  Desde  toda  la eternidad  y como consecuencia de múltiples astucias, de reequilibrios que evocan las proezas del prestidigitador, los campesinos habían preservado   relativamente   su   subjetividad   de   la   imposición colonial. Llegaron a creer que el colonialismo no era realmente vencedor. El orgullo del campesino, su reticencia para bajar a las ciudades, para codearse con el mundo edificado por el extranjero, sus perpetuos movimientos de retroceso frente al acercamiento de los representantes de la administración colonial, no dejaban de significar que oponía a la dicotomía del colono su propia dicotomía.

El racismo antirracista, la voluntad de defender la propia piel que caracteriza la respuesta del colonizado a la opresión colonial representan evidentemente razones suficientes para entregarse a la lucha. Pero no se sostiene una guerra, no se sufre una enorme represión, no se asiste a la desaparición de toda la familia para hacer triunfar el odio o el racismo.   El racismo, el odio,  el  resentimiento,  "el  deseo  legítimo  de  venganza"  no pueden alimentar una guerra de liberación. Esos relámpagos en la conciencia que lanzan al cuerpo por caminos tumultuosos, que lo lanzan a un onirismo cuasipatológico donde el rostro del otro me invita al vértigo, donde mi sangre llama a la sangre del otro, esa gran pasión de las primeras horas se disloca si pretende nutriste de   su   propia   sustancia.   Es   verdad   que   las   interminables exacciones de las fuerzas colonialistas reintroducen los elementos emocionales  en  la  lucha,  dan  al  militante  nuevos  motivos  de odio, nuevas razones de salir en busca del colono "para matarlo". Pero el dirigente comprende día tras día que el odio no podría constituir un programa. No se puede, sino por perversión, confiar en el adversario que evidentemente se las arregla siempre para multiplicar los crímenes, agrandar el "abismo", empujando así a la totalidad del pueblo del lado de la insurrección. En todo caso, el adversario, como lo hemos señalado, trata de ganarse la simpatía de ciertos grupos de la población, de determinadas regiones, de diversos jefes. En el curso de la lucha, se dan consignas a los colonos y a las fuerzas de policía. El comportamiento se matiza, "se humaniza". Se llegará inclusive a introducir en las relaciones entre  colono  y colonizado  tratamientos  tales  como  Señor  o Señora. Se multiplicarán las cortesías, los cumplidos.

Concretamente, el colonizado tiene la impresión de asistir a un cambio.

El colonizado que no sólo ha tomado las armas porque se moría de hambre y contemplaba la desintegración de su sociedad, sino también porque el colono lo consideraba como un animal, lo trataba  como  a  un  animal,  se  muestra  muy  sensible  a  esas medidas.  El  odio  es  desviado  mediante  esos  hallazgos psicológicos. Los tecnólogos y los sociólogos iluminan las maniobras colonialistas y multiplican los estudios sobre los "complejos": complejo  de  frustración,  complejo  belicoso, complejo  de  "colonizabilidad".  Se  promueve  al  indígena,  se intenta desarmarlo mediante la psicología y, naturalmente, con algunas monedas. Esas medidas miserables, esos revocos de fachada, sabiamente dosificados por otra parte, llegan a producir ciertos éxitos. El hambre del colonizado es tal, su hambre de cualquier cosa que lo humanice —aun limitadamente— es hasta tal punto incoercible, que esas limosnas consiguen hacerlo vacilar localmente. Su conciencia es de tal precariedad, de tal opacidad, que   responde   a   la   menor   chispa.   La   gran   sed   de   luz indiferenciada de los comienzos se ve amenazada constantemente por  la  mistificación.  Las  exigencias  violentas  y  globales  que tendían  al  cielo  se  repliegan,  se  hacen  modestas.  El  lobo impetuoso que quería devorarlo todo, que quería efectuar una auténtica revolución puede volverse, si la lucha dura, y efectivamente  dura,  en  irreconocible.  El  colonizado  corre  el riesgo, constantemente, de dejarse desarmar por cualquier concesión.

Los dirigentes de la insurrección descubren con temor esa inestabilidad  del  colonizado. 

Desorientados  primero, comprenden, por esta nueva desviación, la necesidad de explicar y de realizar el rescate radical de la conciencia. Porque la guerra dura, el enemigo se organiza, se fortalece, adivina la estrategia del colonizado. La lucha de liberación nacional no consiste en franquear un espacio de una sola pisada. La epopeya es cotidiana, difícil y los sufrimientos que se experimentan superan a todos los del  periodo  colonial.  Abajo,  en  las  ciudades,  parece  que  los colonos  han  cambiado.  Los  nuestros  son  más  felices.  Se  les respeta. Los días suceden a los días y hace falta que el colonizado entregado a la lucha y el pueblo que debe seguir brindándole su apoyo, no se quebranten. No deben imaginar que han alcanzado el fin. No deben imaginar, cuando se les precisen los objetivos reales de la lucha, que eso no es posible.

Una vez más, hay que

explicar, es necesario que el pueblo sepa hacia dónde va, que sepa cómo llegar allá. La guerra no es una batalla sino una sucesión de combates locales, ninguno de los cuales es, en verdad, decisivo.

Es necesario, pues, cuidar las propias fuerzas, no lanzarlas de un solo golpe en la balanza. Las reservas del colonialismo son más ricas, más importantes que las del colonizado. La guerra se prolonga, el adversario se defiende. El gran entendimiento no será hoy ni mañana. En realidad, ha comenzado desde el primer día   y   no   terminará   porque   no   exista   el   adversario   sino simplemente porque este último, por múltiples razones, se dará cuenta de que le interesa terminar esa lucha y reconocer la soberanía del pueblo colonizado. Los objetivos de la lucha no deben permanecer en la indiferenciación de los primeros días. Si no se tiene cuidado, se corre el riesgo en todo momento de que el pueblo se pregunte, ante la menor concesión hecha por el enemigo, las razones de la prolongación de la guerra. Existe hasta tal punto el hábito del desprecio del ocupante, de su voluntad afirmada de mantener a cualquier precio su opresión que toda iniciativa  de  aspecto  generoso,  toda  buena  disposición manifestada  es  saludada  con  sorpresa  y  alegría.  El  colonizado tiene tendencia entonces a cantar. Hay que multiplicar las explicaciones   y    hacer   comprender   al   militante   que   las concesiones del adversario no deben cegarlo. Esas concesiones, que no son otra cosa que concesiones, no afectan a lo esencial y, desde la perspectiva del colonizado, puede afirmarse que una concesión no se refiere a lo esencial cuando no afecta al régimen colonial en lo que éste tiene de esencial.

Precisamente, las formas brutales de presencia del ocupante pueden desaparecer perfectamente. En realidad, esta desaparición espectacular se revela como un aligeramiento de los gastos del ocupante y una medida positiva contra el despilfarro de fuerzas. Pero esta desaparición será cobrada cara. Exactamente al precio de  un encuadramiento más  coercitivo  del  destino  del país.  Se evocarán ejemplos históricos con ayuda de los cuales el pueblo podrá convencerse de que la mascarada de la concesión, la aplicación del principio de la concesión a todo precio se han saldado en ciertos países por una servidumbre más discreta, pero más  total.  El  pueblo,  la  totalidad  de  los  militantes,  deberán conocer  esa  ley  histórica  que  estipula  que  ciertas  concesiones son, en realidad, nuevas cadenas. Cuando la labor de clarificación no se ha hecho, sorprende la facilidad con que los dirigentes de ciertos partidos políticos establecen innumerables compromisos con el antiguo colonizador. El colonizado debe convencerse de que el colonialismo no le hace ningún don. Lo que el colonizado obtiene por la lucha política o armada no es el resultado de la buena voluntad o del buen corazón del colono, sino que traduce su imposibilidad para demorar las concesiones. Más aún, el colonizado debe saber que esas concesiones no las hace el colonialismo, sino él mismo. Cuando el gobierno británico decide otorgar  a  la  población  africana  algunas  curules  más  en  la Asamblea  de  Kenya,  se  necesitaría  mucho  impudor  o inconsciencia para pretender que el gobierno británico ha hecho concesiones. ¿No es evidente que es el pueblo de Kenya el que hace concesiones? Es necesario que los pueblos colonizados, los pueblos que han sido despojados, pierdan la actitud mental que los ha caracterizado hasta ahora. En rigor, el colonizado puede aceptar una transacción con el colonialismo, pero jamás un compromiso.

Todas estas explicaciones, estas aclaraciones sucesivas de la conciencia, este encaminamiento por la vía del conocimiento de la historia de las sociedades no son posibles sino en el marco de una organización, de un encuadramiento del pueblo. Esta organización es construida mediante el empleo de los elementos revolucionarios procedentes de las ciudades al principio de la insurrección  y  de  los  que  vuelven  al  campo  a  medida que  se desarrolla la lucha. Es ese núcleo el que constituye el organismo político embrionario de la insurrección. Pero, por su parte, los campesinos que elaboran sus conocimientos al contacto con la experiencia, se mostrarán aptos para dirigir la lucha popular. Se establece   una   corriente   de   edificación   y   enriquecimiento recíproco entre la nación en pie de guerra y sus dirigentes. Las instituciones   tradicionales   son   reforzadas,   profundizadas   y algunas   veces   literalmente   transformadas.   El   tribunal   de conflictos, las djemaas, las asambleas de aldea se transforman en tribunal  revolucionario,  en  comité  político-militar.  En  cada grupo de combate, en cada aldea, surgen legiones de comisarios políticos. El pueblo, que comienza a tropezar con islotes de incomprensión, será aleccionado por esos comisarios políticos. Es así como estos últimos no temerán abordar los problemas que, si no fueran aclarados, contribuirían a desorientar al pueblo. El militante en armas se irrita, en efecto, al ver cómo muchos indígenas siguen haciendo su vida en las ciudades como si fueran ajenos a lo que pasa en las montañas, como si ignoraran que el movimiento esencial ha comenzado. El silencio de las ciudades, la   continuación   del   trajín   cotidiano   dan   al   campesino   la impresión amarga de que todo un sector de la nación se contenta con llevar la cuenta de los tantos ganados o perdidos. Estas comprobaciones repugnan a los campesinos y fortalecen su tendencia a despreciar y condenar globalmente a los citadinos. El comisario político deberá lograr que maticen esa posición, haciéndolos tomar conciencia de que ciertas fracciones de la población poseen intereses particulares que no siempre coinciden con el interés nacional. El pueblo comprende entonces que la independencia   nacional   descubre   realidades   múltiples   que, algunas veces, son divergentes y antagónicas. La explicación, en ese momento preciso de la lucha, es decisiva porque hace pasar al pueblo del nacionalismo global e indiferenciado a una conciencia social y económica. El pueblo, que al principio de la lucha había adoptado el maniqueísmo primitivo del colono: blancos y negros, árabes y rumies, percibe que hay negros que son más blancos que los blancos y que la eventualidad de una bandera nacional, la posibilidad de una nación independiente no conducen automáticamente a ciertas capas de la población a renunciar a sus privilegios  o  a  sus  intereses.  El  pueblo  advierte  que  otros indígenas no pierden ventajas sino, por el contrario, parecen aprovecharse de la guerra para mejorar su posición material y su poder naciente. Los indígenas trafican y obtienen verdaderas utilidades de guerra a expensas del pueblo que, como siempre, se sacrifica sin restricciones y riega con su sangre el suelo nacional. El militante que se enfrenta, con medios rudimentarios, a la maquinaria bélica del colonialismo se da cuenta de que, al mismo tiempo que destruye la opresión colonial contribuye a construir otro aparato de explotación. Este descubrimiento es desagradable, doloroso y repugnante. Todo era tan sencillo, sin embargo: de un lado los malos, del otro los buenos. A la claridad idílica e irreal del principio, la sustituye una penumbra que quebranta la conciencia. El pueblo descubre que el fenómeno inicuo de la explotación puede presentar una apariencia negra o árabe. Clama que  existe  una  traición,  pero  hay  que  corregir  ese  grito.  La traición no es nacional, es una traición social, hay que enseñar al pueblo a denunciar al ladrón. En su marcha laboriosa hacia el conocimiento racional, el pueblo deberá igualmente abandonar el simplismo que caracterizaba su percepción del dominador. La especie se descompone ante sus ojos. En torno a él advierte que ciertos colonos no participan en la histeria criminal, que se diferencian de la especie. Estos hombres, que eran rechazados indiferentemente en el bloque monolítico de la presencia extranjera, condenan la guerra colonial. El escándalo estalla realmente cuando algunos prototipos de esta especie se pasan del otro lado, se convierten en negros o árabes y aceptan los sufrimientos, la tortura, la muerte.

Estos ejemplos desarman el odio global que el colonizado sentía respecto de la población extranjera. El colonizado rodea a esos hombres de un afecto caluroso y tiende, por una especie de puja, afectiva, a otorgarles su confianza de una manera absoluta. En la metrópoli, concebida como madrastra implacable y sanguinaria, voces numerosas y a veces ilustres toman posición, condenan sin reserva la política de guerra de su gobierno y aconsejan tomar en cuenta finalmente la voluntad nacional del pueblo colonizado. Algunos soldados desertan de las filas colonialistas, otros se niegan explícitamente a pelear contra la libertad  del pueblo,  son  encarcelados y  sufren  en  nombre  del derecho de ese pueblo a la independencia y la dirección de sus propios asuntos.

El  colono  no  es  ya  simplemente  el  hombre  que  hay  que matar. Los miembros de la masa colonialista se muestran más cercanos, infinitamente más cercanos de la lucha nacionalista que algunos hijos de la nación. El nivel racial y racista es superado en los dos sentidos. Ya no se entrega una patente de autenticidad a todos los negros o a todos los musulmanes. Ya no se busca el fusil o el machete ante la aparición de cualquier colono. La conciencia descubre laboriosamente verdades parciales, limitadas, inestables.

Todo  esto,  sin  duda,  es  muy  difícil.  La  tarea  de  convertir  al pueblo en adulto será facilitada a la vez por el rigor de la organización y por el nivel ideológico de sus dirigentes. La fuerza del nivel ideológico se elabora y crece a medida que se desarrolla la lucha, las maniobras del adversario, las victorias y los reveses. La dirección revela su fuerza y su autoridad denunciando los errores,  aprovechando  cada  retroceso  de  la  conciencia  para obtener   una   lección,   para   asegurar   nuevas   condiciones   de progreso. Cada reflujo local será aprovechado para replantear la cuestión en la escala de todas las aldeas, de todas las redes. La insurrección  se prueba a sí  misma su  racionalidad, expresa su madurez cada vez que a partir de un caso hace avanzar la conciencia del pueblo. A pesar del ambiente, que inclina algunas veces a pensar que los matices constituyen peligros e introducen grietas en el bloque popular, la dirección permanece firme sobre los principios fijados en la lucha nacional y en la lucha general que el hombre realiza por su liberación. Hay una brutalidad y un desprecio de las sutilezas y de los casos individuales típicamente contrarrevolucionaria, aventurera y anarquista. Esta brutalidad pura, total, si no es combatida de inmediato provoca inevitablemente la derrota del movimiento al cabo de algunas semanas.

El  militante  nacionalista  que  había  huido  de  la  ciudad, herido por las maniobras demagógicas y reformistas de los dirigentes, decepcionado por la "política", descubre en la praxis concreta  una  nueva  política  que  no  se  parece  en  nada  a  la antigua.   Esta   política   es   una   política   de   responsables,   de dirigentes insertados en la historia que asumen con sus músculos y sus cerebros la dirección de la lucha de liberación. Esta política es nacional, revolucionaria, social. Esta nueva realidad que el colonizado  va  a  conocer  ahora  no  existe,  sino  a  través  de  la acción. Es la lucha la que, al hacer estallar la antigua realidad colonial, revela facetas desconocidas, hace surgir significaciones nuevas y pone el dedo sobre las contradicciones disfrazadas por esta realidad. El pueblo que lucha, el pueblo que, gracias a la lucha, dispone esta nueva realidad y la conoce, avanza, liberado del colonialismo, advertido por anticipado contra todos los intentos de mistificación, contra todos los himnos a la nación.

Sólo la violencia ejercida por el pueblo, violencia organizada y aclarada por la dirección, permite a las masas descifrar la realidad social, le da la clave de ésta. Sin esa lucha, sin ese conocimiento en la praxis, no hay sino carnaval y estribillos. Un mínimo de readaptación, algunas reformas en la cima, una bandera y, allá abajo, la masa indivisa siempre "medieval", que continúa su movimiento perpetuo.









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