Ha existido un criterio prácticamente unánime, en la historiografía canaria, de considerar a las harimaguadas como sacerdotisas o vestales. Y hemos de reconocer que no han faltado aparentes razones para ello, por lo que tendremos que detenernos en su refutación
En primer lugar, las harimaguadas vivían recluidas en comunidad, lo cual coincide con el modo de alojamiento de nuestras monjas cristianas (Abreu) y con la adscripción a los templos de las vestales paganas (Padre Sosa). Además, participaban en ciertos cultos o ritos religiosos y sus moradas (silos y asilos, tal como las hemos calificado) gozaban de ciertas prerrogativas similares a las disfrutadas por los templos o lugares sagrados.
Pero el que las harimaguadas viviesen recluidas temporal mente no les confiere por sí mismo ningún carácter sacerdotal o religioso, pues ya hemos visto que la reclusión de las menstruantes novicias entre los pueblos naturales es un hecho generalizado. El que esta reclusión fuese temporal, el que salieran, precisamente, «para casarse), unido al nivel del desarrollo de la sociedad autóctona y la nauraleza matriarcal de sus creencias, nos confirma en nuestra idea
Es cierto que las harimaguadas participaban en algunas ceremonias de culto, pero de cultos agrarios relacionados con la fertilidad y la feminidad. Dice el manuscrito Ovetense: «No salían fuera de dicha casa sino a pedir a Dios buenos temporales es decir, lluvias (p. 122).
Por su parte, Abreu Galindo nos amplía
«Cuando faltaban los temporales
iban en procesión -todos- con varas en la mano... y las harimaguadas con vasos
de leche y manteca y ramas de palmas. Y a continuación nos detalla las dos
ceremonias en que intervenían: «Iban a estas montañas y allí derramaban la
manteca y la leche, y hacían danzas y bailes y cantaban endechas en torno a un
peñasco, y de allí iban al mar y daban con las varas en el mar, en el agua,
dando todos juntos' una gran grita» (o. c., Lib. 11, Cap. 3)
. Conforme comenta Wolfel (o. c., p. 418):
«La deidad era invocada
especialmente cuando la sequía se producía; esta invocación se hacía en dos
ceremonias que se repiten fuera de las Islas Canarias. En una de ella los
sacerdotes - las harimaguadas- iban con el pueblo a la orilla del mar, donde
invocaban al ser supremo golpeando el agua con unas varillas que habían llevado
consigo todos (la Fiesta
de la Rama en
Agaete, suele considerarse una supervivencia de este rito indígena). La otra
ceremonia, por el contrario, tenía lugar en los santuarios de las alturas»
Y añade que en un área de desertización como lo es desde hace siglos el África Blanca y en cierto sentido el Archipiélago Canario, las ceremonias por conseguir la lluvia han desempeñado siempre un gran papel. Nos cita al respecto, tomándolo de Émile Laoust (Mots et Choses Bevberes, París, 1920) la de da muñeca novia de la lluvia», los llantos infantiles de los niños encerrados en las mezquitas, el juego de pelota y la tracción de cuerda, que provoca copioso sudor entre los participantes.
En cuanto a las ceremonias de las alturas, no sólo encontramos precedentes en el área geográfica beréber, sino en las otras islas del Archipiélago, donde, sin embargo, no existían harimaguadas. Así parece deducirse de las palabras de Abreu Galindo al hablar de Lanzarote y Fuerteventura (o. c., Lib. 1, Cap. 10).
«Adoraban a Dios, levantando las manos al cielo. Haciéndoles sacrificios en las montañas, derramando leche de cabras con vasos que llamaban gánigos, hechos de barro».
María Gómez Díaz
Junio de 2014.
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