lunes, 2 de junio de 2014

L O S C O N D E N A D O S D E L A T I E R R A-V



F R A N T Z  F A N O N. 


LA VIOLENCIA EN EL CONTEXTO INTERNACIONAL

Repetidas veces hemos señalado en las páginas anteriores que  en  las  regiones  subdesarrolladas  el  responsable  político siempre está llamando a su pueblo al combate. Combate contra el colonialismo, combate contra la miseria y el subdesarrollo, combate contra las tradiciones esterilizantes. El vocabulario que utiliza  en  sus  llamadas  es  un  vocabulario  de  jefe  de  Estado Mayor: "movilización de las masas", "frente de la agricultura", "frente  del  analfabetismo",  "derrotas  sufridas",  "victorias logradas". La joven nación independiente evoluciona durante los primeros años en una atmósfera de campo de batalla. Es que el dirigente político de un país subdesarrollado mide con espanto el camino inmenso que debe recorrer su país. Llama al pueblo y le dice: "Hay que apretarse el cinturón y trabajar." El país, tenazmente transido de una especie de locura creadora, se lanza a un esfuerzo gigantesco y desproporcionado. El programa es no sólo  salir adelante  sino  alcanzar a las  demás naciones  con los medios al alcance. Si los pueblos europeos, se piensa, han llegado a esta etapa de desarrollo, ha sido por sus esfuerzos. Probemos, pues, al mundo y a nosotros mismos que somos capaces de las mismas realizaciones. Esta manera de plantear el problema de la evolución de los países subdesarrollados no nos parece ni justa ni razonable.

Los europeos hicieron su unidad nacional en un momento en  que  las  burguesías  nacionales  habían  concentrado  en  sus manos la mayoría de las riquezas. Comerciantes y artesanos, intelectuales y banqueros monopolizaban en el marco nacional las finanzas, el comercio y las ciencias. La burguesía representaba la clase más dinámica,  la más  próspera. Su  acceso al poder le permitía lanzarse a operaciones decisivas: industrialización, desarrollo   de   las   comunicaciones   y   muy   pronto   busca   de mercados de "ultramar".

En Europa, con excepción de ciertos matices (Inglaterra, por ejemplo, había cobrado cierto adelanto) los diferentes Estados en el momento en que se realizaba su unidad nacional conocían una situación económica más o menos uniforme. Realmente ninguna nación,  por los  caracteres de  su desarrollo  y de su  evolución, insultaba a las demás.
Actualmente,   la   independencia   nacional,   la   formación nacional en las regiones subdesarrolladas revisten aspectos totalmente nuevos. En esas regiones, con excepción de algunas realizaciones espectaculares, los diferentes países presentan la misma ausencia de infraestructura. Las masas luchan contra la misma miseria, se debaten con los mismos gestos y dibujan con sus estómagos reducidos lo que ha podido llamarse la geografía del hambre. Mundo subdesarrollado, mundo de miseria e inhumano. Pero también mundo sin médicos, sin ingenieros, sin funcionarios. Frente a ese mundo, las naciones europeas se regodean en la opulencia más ostentosa. Esta opulencia europea es literalmente escandalosa porque ha sido construida sobre las espaldas de los esclavos, se ha alimentado de la sangre de los esclavos,  viene  directamente  del  suelo  y  del  subsuelo  de  ese mundo subdesarrollado. El bienestar y el progreso de Europa han sido construidos con el sudor y los cadáveres de los negros, los árabes, los indios y los amarillos. Hemos decidido no olvidarlo. Cuando un país colonialista, molesto por las reivindicaciones de independencia   de   una   colonia,   proclama   aludiendo   a   los dirigentes  nacionalistas:  "Si  quieren  ustedes  la  independencia, tómenla y vuelvan a la Edad Media", el pueblo recién independizado propende a aceptar y recoger el desafío. Y, efectivamente, el colonialismo retira sus capitales y sus técnicos y rodea al nuevo Estado con un mecanismo de presión económica.9

La apoteosis de la independencia se transforma en maldición de la independencia. La potencia colonial, por medios enormes de coacción condena a la joven nación a la regresión. La potencia colonial afirma claramente: "Si ustedes quieren la independencia, tómenla y muéranse.” Los dirigentes nacionalistas no tienen otro recurso entonces sino acudir a su pueblo y pedirle un gran esfuerzo. A esos hombres hambrientos se les exige régimen de austeridad, a esos músculos atrofiados se les pide un trabajo desproporcionado.  Un  régimen  autárquico  se  intuye  en  cada Estado, con los medios miserables de que dispone, trata de responder a la inmensa hambre nacional. Asistimos a la movilización del pueblo que se abruma y se agota frente a una Europa harta y despectiva.

Otros  países  del  Tercer  mundo  rechazan  esa  prueba  y aceptan las condiciones de la antigua potencia tutelar. Utilizando su posición estratégica, posición que les otorga un privilegio en la lucha  de  los  bloques,  esos  países  firman  acuerdos,  se comprometen. El antiguo país dominado se transforma en país económicamente dependiente. La ex potencia colonial que ha mantenido intactos e inclusive ha reforzado los circuitos comerciales de tipo colonialista, acepta alimentar mediante pequeñas inyecciones el presupuesto de la nación independiente. Entonces se advierte cómo el acceso a la independencia de los países coloniales sitúa al mundo frente a un problema capital: la liberación nacional de los países colonizados revela y hace más insoportable  su  situación  real.  La  confrontación  fundamental, que parecía ser la del colonialismo y el anticolonialismo, es decir, el capitalismo y socialismo, pierde importancia. Lo que cuenta ahora, el problema que cierra el horizonte, es la necesidad de una redistribución de las riquezas. La humanidad, so pena de verse sacudida, debe responder a este problema.

Generalmente, se ha pensado que había llegado la hora para el  mundo,  y singularmente  para el Tercer Mundo,  de  escoger entre el sistema capitalista y el sistema socialista. Los países subdesarrollados,  que  han  utilizado  la  competencia  feroz  que existe entre los dos sistemas para asegurar el triunfo de su lucha de liberación nacional, deben negarse, sin embargo, a participar en esa competencia. El Tercer Mundo no debe contentarse con definirse en relación con valores previos. Los países subdesarrollados, por el contrario, deben esforzarse por descubrir valores propios, métodos y un estilo específicos. El problema concreto frente al cual nos encontramos no es el de la opción, a toda costa, entre socialismo y capitalismo tal como son definidos por hombres de continentes y épocas diferentes. Sabemos, ciertamente, que el régimen capitalista no puede, como modo de vida, permitirnos realizar nuestra tarea nacional y universal. La explotación  capitalista,  los  trusts  y  los  monopolios  son  los enemigos  de  los  países  subdesarrollados.  Por  otra  parte,  la elección de un régimen socialista, de un régimen dirigido a la totalidad del pueblo, basado en el principio de que el hombre es el bien más precioso, nos permitirá ir más rápidamente, más armónicamente, imposibilitando así esa caricatura de sociedad donde unos cuantos poseen todos los poderes económicos y políticos a expensas de la totalidad nacional.

Pero para que este régimen pueda funcionar válidamente, para que podamos en todo momento respetar los principios en los que nos inspiramos, hace falta algo más que la inversión humana. Ciertos países subdesarrollados despliegan un esfuerzo colosal en esta dirección. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, se entregan con entusiasmo a un verdadero trabajo forzado y se proclaman esclavos de la nación. El don de sí, el desprecio de toda preocupación que no sea colectiva, crean una moral nacional que reconforta al hombre, le da confianza en el destino del mundo y desarma   a   los   observadores   más   reticentes.   Creemos,   sin embargo, que semejante esfuerzo no podrá prolongarse largo tiempo a ese ritmo infernal. Esos jóvenes países han aceptado el desafío después de la retirada incondicional del antiguo país colonial. El país se encuentra en manos del nuevo equipo, pero, en realidad, hay que recomenzar todo, que reformular todo. El sistema colonial se interesaba, en efecto, por ciertas riquezas, por ciertos   recursos,   precisamente   los   que   alimentaban   a   sus industrias. Ningún balance serio se había hecho hasta entonces del suelo o del subsuelo. La joven nación independiente se ve obligada entonces a continuar los circuitos económicos establecidos  por  el  régimen  colonial.  Puede  exportar, ciertamente, a otros países, a otras áreas monetarias, pero la base de sus exportaciones no se modifica fundamentalmente. El régimen  colonial  ha  cristalizado  determinados  circuitos  y  hay que limitarse, so pena de sufrir una catástrofe, a mantenerlos. Habría que recomenzar todo quizá, cambiar la naturaleza de las exportaciones  y  no  sólo  su  destino,  interrogar  nuevamente  al suelo, a los ríos y ¿por qué no? también al Sol. Pero para hacerlo hace  falta  algo  más  que  la  inversión  humana.  Hacen  falta capitales, técnicos, ingenieros, mecánicos, etc... Hay que decirlo: creemos que el esfuerzo colosal al que son instados los pueblos subdesarrollados   por   sus   dirigentes   no   dará   los   resultados previstos. Si las condiciones de trabajo no se modifican, pasarán siglos para humanizar ese mundo animalizado por las fuerzas imperialistas.10

La  verdad  es  que  no  debemos  aceptar  esas  condiciones.

Debemos rechazar de plano la situación a la que quieren condenarnos los países occidentales. El colonialismo y el imperialismo no saldaron sus cuentas con nosotros cuando retiraron de nuestros territorios sus banderas y sus fuerzas policíacas. Durante siglos, los capitalistas se han comportado en el mundo subdesarrollado como verdaderos criminales de guerra. Las deportaciones, las matanzas, el trabajo forzado, la esclavitud han sido los principales medios utilizados por el capitalismo para aumentar sus reservas en oro y en diamantes, sus riquezas y para establecer su poder. Hace poco tiempo, el nazismo transformó a toda  Europa  en  una  verdadera  colonia.  Las  riquezas  de  las diversas naciones europeas exigieron reparaciones y demandaron la  restitución  en  dinero  y  en  especie  de  las  riquezas  que  les habían sido robadas: obras culturales, cuadros, esculturas, vitrales fueron devueltos a sus propietarios. Una sola frase se escuchaba en boca de los europeos en 1945: "Alemania pagará." Por su parte Adenauer, cuando se abrió el proceso Eichmann, en nombre del pueblo alemán pidió perdón una vez más al pueblo judío. Adenauer renovó el compromiso de su país de seguir pagando al Estado de Israel las sumas enormes que deben servir de compensación a los crímenes nazis.11

Decimos  igualmente  que  los  Estados  imperialistas cometerían un grave error y una injusticia incalificable si se contentaran   con   retirar   de   nuestro   territorio   las   cohortes militares, los servicios administrativos y de intendencia cuya función era descubrir riquezas, extraerlas y expedirlas hacia las metrópolis. La reparación moral de la independencia nacional no nos ciega, no nos satisface. La riqueza de los países imperialistas es también nuestra riqueza. En el plano dé lo universal, esta afirmación   no   significa   absolutamente   que   nos   sintamos afectados por las creaciones de la técnica o las artes occidentales. Muy  concretamente,  Europa  se  ha  inflado  de  manera desmesurada con el oro y las materias primas de los países coloniales; América Latina, China, África. De todos esos continentes, frente a los cuales la Europa de hoy eleva su torre opulenta, parten desde hace siglos hacia esa misma Europa los diamantes y el petróleo, la seda y el algodón, las maderas y los productos  exóticos.  Europa  es,  literalmente,  la  creación  del Tercer Mundo. Las riquezas que la ahogan son las que han sido robadas a los pueblos subdesarrollados. Los puertos de Holanda, de  Liverpool,  los  muelles  de  Burdeos  y  de  Liverpool especializados en la trata de negros deben su renombre a los millones de esclavos deportados. Y cuando escuchamos a un jefe de Estado europeo declarar, con la mano sobre el corazón, que hay que ir en ayuda de los infelices pueblos subdesarrollados, no temblamos de agradecimiento. Por el contrario, nos decimos, "es una justa reparación que van a hacernos". No aceptaremos que la ayuda   a   los   países   subdesarrollados   sea   un   programa   de "Hermanas de la Caridad". Esa ayuda debe ser la consagración de una  doble  toma  de  conciencia,  toma  de  conciencia  para  los colonizados de que las potencias capitalistas se la deben y, para éstas, de que efectivamente tienen que pagar.12  Que si, por falta de inteligencia —no hablemos de ingratitud— los países capitalistas se negaran a pagar, entonces la dialéctica implacable de su propio sistema se encargaría de asfixiarlos. Las jóvenes naciones, es un hecho, atraen poco a los capitales privados. Múltiples razones legitiman y explican esta reserva de los monopolios. Cuando los capitalistas saben, y son evidentemente los   primeros   en   saberlo,   que   su   gobierno   se   dispone   a descolonizar, se apresuran a retirar de la colonia la totalidad de sus capitales. La evasión espectacular de capitales es uno de los fenómenos más constantes de la descolonización.

Las   compañías   privadas,   para   invertir   en   los   países independientes, exigen condiciones que la experiencia califica de inaceptables o irrealizables. Fieles al principio de rentabilidad inmediata, que sostienen cuando actúan en "ultramar", los capitalistas se muestran reticentes acerca de cualquier inversión a largo plazo. Son rebeldes y con frecuencia abiertamente hostiles a los  programas  de  planificación  de  los  jóvenes  equipos  en  el poder. En rigor, aceptarían gustosamente prestar dinero a los jóvenes Estados, pero a condición de que ese dinero sirviera para comprar productos manufacturados, máquinas, es decir, a mantener activas las fábricas de la metrópoli.

En realidad, la desconfianza de los grupos financieros occidentales se explica por su deseo de no correr ningún riesgo. Exigen, además, una estabilidad política y un clima social sereno que es imposible obtener si se tiene en cuenta la situación lamentable de la población global inmediatamente después de la independencia. Entonces, en busca de esa garantía, que no puede asegurar la ex colonia, exigen el mantenimiento de ciertas tropas o la entrada del joven Estado en pactos económicos o militares. Las compañías privadas presionan sobre su propio gobierno para que, al menos, las bases militares sean instaladas en esos países con  la  misión  de  asegurar  la  protección  de  sus  intereses.  En última instancia, esas compañías exigen a su gobierno la garantía de las inversiones que deciden hacer en tal o cual región subdesarrollada.

Resulta que pocos países satisfacen las condiciones exigidas por los trusts y los monopolios. Los capitales, faltos de mercados seguros, siguen bloqueados en Europa y se inmovilizan. Tanto más cuanto que los capitalistas se niegan a invertir en su propio territorio. La rentabilidad en ese caso es, en efecto, irrisoria y el control fiscal desespera a los más audaces.

La situación es catastrófica a largo plazo. Los capitales no circulan o ven considerablemente disminuida su circulación. Los bancos suizos rechazan los capitales, Europa se ahoga. A pesar de las   sumas   enormes   que   se   tragan   los   gastos   militares,   el capitalismo internacional se encuentra acorralado.

Pero otro peligro lo amenaza. En la medida en que el Tercer Mundo está abandonado y condenado a la regresión, o al estancamiento en todo caso, por el egoísmo y la inmoralidad de las naciones occidentales, los pueblos subdesarrollados decidirán evolucionar en autarquía colectiva. Las industrias occidentales se verán rápidamente privadas de sus mercados de ultramar. Las máquinas se amontonarán en los depósitos y, en el mercado europeo, se desarrollará una lucha inexorable entre los grupos financieros y los trusts. Cierre de fábricas, lock-out o desempleo conducirán al proletariado europeo a desencadenar una lucha abierta contra el régimen capitalista. Los monopolios comprenderán entonces que su interés bien entendido consiste en ayudar y hacerlo masivamente y sin demasiadas condiciones a los   países   subdesarrollados.   Vemos,   pues,   que   las   jóvenes naciones del Tercer Mundo no deben ser objeto de risa para los países  capitalistas.  Somos  fuertes  por derecho  propio  y  por  lo justo de nuestras posiciones. Por el contrario, debemos decir y explicar a los países capitalistas que el problema fundamental de la  época  contemporánea  no  es  la  guerra  entre  el  régimen socialista y ellos. Hay que poner fin a esa guerra fría que no lleva a  ninguna  parte,  detener  los  preparativos  de  la  destrucción nuclear  del  mundo,  invertir  generosamente  y  ayudar técnicamente  a  las  regiones  subdesarrolladas.  La  suerte  del mundo depende de la respuesta que se dé a esta cuestión.

Y  que  los  regímenes  capitalistas  no  traten  de  ligar  a  los regímenes socialistas a la "suerte de Europa" frente a las hambrientas multitudes de color. La hazaña del comandante Gagarin,  aunque  se  disguste  el  general  De  Gaulle,  no  es  un triunfo "que honre a Europa". Desde hace algún tiempo, los jefes de Estado de los regímenes capitalistas, los nombres de cultura abrigan una actitud ambivalente respecto de la Unión Soviética. Después de haber coligado todas sus fuerzas para aniquilar al régimen socialista, ahora comprenden que hay que contar con él. Entonces se vuelven amables, multiplican las maniobras de seducción y recuerdan constantemente al pueblo soviético que "pertenece a Europa".

Agitando al Tercer Mundo como una marea que amenazara tragarse a toda Europa, no se logrará dividir a las fuerzas progresistas que tratan de conducir a la humanidad a la felicidad. El Tercer Mundo no pretende organizar una inmensa cruzada del hambre  contra toda Europa.  Lo que espera de quienes lo han mantenido  en  la esclavitud  durante siglos  es que lo ayuden a rehabilitar al hombre, a hacer triunfar al hombre en todas partes, de una vez por todas.

Pero es claro que nuestra ingenuidad no llega hasta creer que esto va a hacerse con la cooperación y la buena voluntad de los gobiernos europeos. Ese trabajo colosal que consiste en reintroducir al hombre en el mundo, al hombre total, se hará con la ayuda decisiva de las masas europeas que, es necesario que lo reconozcan, se han alineado en cuanto a los problemas coloniales en las posiciones de nuestros amos comunes. Para ello, será necesario primero que las masas europeas decidan despertarse, se desempolven el cerebro y abandonen el juego irresponsable de la bella durmiente del bosque.

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