F R A N T Z F A N O N.
LA VIOLENCIA EN EL
CONTEXTO INTERNACIONAL
Repetidas veces hemos señalado en
las páginas anteriores que en las
regiones subdesarrolladas el
responsable político siempre está
llamando a su pueblo al combate. Combate contra el colonialismo, combate contra
la miseria y el subdesarrollo, combate contra las tradiciones esterilizantes.
El vocabulario que utiliza en sus
llamadas es un
vocabulario de jefe
de Estado Mayor:
"movilización de las masas", "frente de la agricultura",
"frente del analfabetismo", "derrotas sufridas", "victorias logradas". La joven
nación independiente evoluciona durante los primeros años en una atmósfera de
campo de batalla. Es que el dirigente político de un país subdesarrollado mide
con espanto el camino inmenso que debe recorrer su país. Llama al pueblo y le
dice: "Hay que apretarse el cinturón y trabajar." El país, tenazmente
transido de una especie de locura creadora, se lanza a un esfuerzo gigantesco y
desproporcionado. El programa es no sólo
salir adelante sino alcanzar a las demás naciones con los medios al alcance. Si los pueblos
europeos, se piensa, han llegado a esta etapa de desarrollo, ha sido por sus
esfuerzos. Probemos, pues, al mundo y a nosotros mismos que somos capaces de
las mismas realizaciones. Esta manera de plantear el problema de la evolución
de los países subdesarrollados no nos parece ni justa ni razonable.
Los europeos hicieron su unidad
nacional en un momento en que las
burguesías nacionales habían
concentrado en sus manos la mayoría de las riquezas.
Comerciantes y artesanos, intelectuales y banqueros monopolizaban en el marco
nacional las finanzas, el comercio y las ciencias. La burguesía representaba la
clase más dinámica, la más próspera. Su
acceso al poder le permitía lanzarse a operaciones decisivas:
industrialización, desarrollo de las
comunicaciones y muy
pronto busca de mercados de "ultramar".
En Europa, con excepción de ciertos
matices (Inglaterra, por ejemplo, había cobrado cierto adelanto) los diferentes
Estados en el momento en que se realizaba su unidad nacional conocían una
situación económica más o menos uniforme. Realmente ninguna nación, por los
caracteres de su desarrollo y de su
evolución, insultaba a las demás.
Actualmente, la
independencia nacional, la
formación nacional en las regiones subdesarrolladas revisten aspectos
totalmente nuevos. En esas regiones, con excepción de algunas realizaciones
espectaculares, los diferentes países presentan la misma ausencia de
infraestructura. Las masas luchan contra la misma miseria, se debaten con los
mismos gestos y dibujan con sus estómagos reducidos lo que ha podido llamarse
la geografía del hambre. Mundo subdesarrollado, mundo de miseria e inhumano.
Pero también mundo sin médicos, sin ingenieros, sin funcionarios. Frente a ese
mundo, las naciones europeas se regodean en la opulencia más ostentosa. Esta
opulencia europea es literalmente escandalosa porque ha sido construida sobre
las espaldas de los esclavos, se ha alimentado de la sangre de los
esclavos, viene directamente
del suelo y
del subsuelo de ese
mundo subdesarrollado. El bienestar y el progreso de Europa han sido
construidos con el sudor y los cadáveres de los negros, los árabes, los indios
y los amarillos. Hemos decidido no olvidarlo. Cuando un país colonialista,
molesto por las reivindicaciones de independencia de
una colonia, proclama
aludiendo a los dirigentes nacionalistas: "Si
quieren ustedes la
independencia, tómenla y vuelvan a la Edad Media", el
pueblo recién independizado propende a aceptar y recoger el desafío. Y,
efectivamente, el colonialismo retira sus capitales y sus técnicos y rodea al
nuevo Estado con un mecanismo de presión económica.9
La apoteosis de la independencia
se transforma en maldición de la independencia. La potencia colonial, por
medios enormes de coacción condena a la joven nación a la regresión. La
potencia colonial afirma claramente: "Si ustedes quieren la independencia,
tómenla y muéranse.” Los dirigentes nacionalistas no tienen otro recurso
entonces sino acudir a su pueblo y pedirle un gran esfuerzo. A esos hombres
hambrientos se les exige régimen de austeridad, a esos músculos atrofiados se les
pide un trabajo desproporcionado.
Un régimen autárquico
se intuye en
cada Estado, con los medios miserables de que dispone, trata de
responder a la inmensa hambre nacional. Asistimos a la movilización del pueblo
que se abruma y se agota frente a una Europa harta y despectiva.
Otros países
del Tercer mundo
rechazan esa prueba
y aceptan las condiciones de la antigua potencia tutelar. Utilizando su
posición estratégica, posición que les otorga un privilegio en la lucha de los bloques,
esos países firman
acuerdos, se comprometen. El
antiguo país dominado se transforma en país económicamente dependiente. La ex
potencia colonial que ha mantenido intactos e inclusive ha reforzado los
circuitos comerciales de tipo colonialista, acepta alimentar mediante pequeñas
inyecciones el presupuesto de la nación independiente. Entonces se advierte
cómo el acceso a la independencia de los países coloniales sitúa al mundo
frente a un problema capital: la liberación nacional de los países colonizados
revela y hace más insoportable su situación
real. La confrontación
fundamental, que parecía ser la del colonialismo y el anticolonialismo,
es decir, el capitalismo y socialismo, pierde importancia. Lo que cuenta ahora,
el problema que cierra el horizonte, es la necesidad de una redistribución de
las riquezas. La humanidad, so pena de verse sacudida, debe responder a este
problema.
Generalmente, se ha pensado que
había llegado la hora para el
mundo, y singularmente para el Tercer Mundo, de
escoger entre el sistema capitalista y el sistema socialista. Los países
subdesarrollados, que han
utilizado la competencia
feroz que existe entre los dos
sistemas para asegurar el triunfo de su lucha de liberación nacional, deben
negarse, sin embargo, a participar en esa competencia. El Tercer Mundo no debe
contentarse con definirse en relación con valores previos. Los países
subdesarrollados, por el contrario, deben esforzarse por descubrir valores
propios, métodos y un estilo específicos. El problema concreto frente al cual
nos encontramos no es el de la opción, a toda costa, entre socialismo y
capitalismo tal como son definidos por hombres de continentes y épocas
diferentes. Sabemos, ciertamente, que el régimen capitalista no puede, como
modo de vida, permitirnos realizar nuestra tarea nacional y universal. La
explotación capitalista, los
trusts y los
monopolios son los enemigos
de los países
subdesarrollados. Por otra
parte, la elección de un régimen
socialista, de un régimen dirigido a la totalidad del pueblo, basado en el
principio de que el hombre es el bien más precioso, nos permitirá ir más
rápidamente, más armónicamente, imposibilitando así esa caricatura de sociedad
donde unos cuantos poseen todos los poderes económicos y políticos a expensas
de la totalidad nacional.
Pero para que este régimen pueda
funcionar válidamente, para que podamos en todo momento respetar los principios
en los que nos inspiramos, hace falta algo más que la inversión humana. Ciertos
países subdesarrollados despliegan un esfuerzo colosal en esta dirección.
Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, se entregan con entusiasmo a un verdadero
trabajo forzado y se proclaman esclavos de la nación. El don de sí, el
desprecio de toda preocupación que no sea colectiva, crean una moral nacional
que reconforta al hombre, le da confianza en el destino del mundo y
desarma a los
observadores más reticentes.
Creemos, sin embargo, que
semejante esfuerzo no podrá prolongarse largo tiempo a ese ritmo infernal. Esos
jóvenes países han aceptado el desafío después de la retirada incondicional del
antiguo país colonial. El país se encuentra en manos del nuevo equipo, pero, en
realidad, hay que recomenzar todo, que reformular todo. El sistema colonial se
interesaba, en efecto, por ciertas riquezas, por ciertos recursos,
precisamente los que
alimentaban a sus industrias. Ningún balance serio se
había hecho hasta entonces del suelo o del subsuelo. La joven nación independiente
se ve obligada entonces a continuar los circuitos económicos establecidos por
el régimen colonial.
Puede exportar, ciertamente, a
otros países, a otras áreas monetarias, pero la base de sus exportaciones no se
modifica fundamentalmente. El régimen
colonial ha cristalizado
determinados circuitos y hay
que limitarse, so pena de sufrir una catástrofe, a mantenerlos. Habría que
recomenzar todo quizá, cambiar la naturaleza de las exportaciones y
no sólo su
destino, interrogar nuevamente
al suelo, a los ríos y ¿por qué no? también al Sol. Pero para hacerlo
hace falta algo
más que la
inversión humana. Hacen
falta capitales, técnicos, ingenieros, mecánicos, etc... Hay que
decirlo: creemos que el esfuerzo colosal al que son instados los pueblos subdesarrollados por
sus dirigentes no
dará los resultados previstos. Si las condiciones de
trabajo no se modifican, pasarán siglos para humanizar ese mundo animalizado
por las fuerzas imperialistas.10
La verdad es
que no debemos
aceptar esas condiciones.
Debemos rechazar de plano la
situación a la que quieren condenarnos los países occidentales. El colonialismo
y el imperialismo no saldaron sus cuentas con nosotros cuando retiraron de
nuestros territorios sus banderas y sus fuerzas policíacas. Durante siglos, los
capitalistas se han comportado en el mundo subdesarrollado como verdaderos
criminales de guerra. Las deportaciones, las matanzas, el trabajo forzado, la
esclavitud han sido los principales medios utilizados por el capitalismo para
aumentar sus reservas en oro y en diamantes, sus riquezas y para establecer su
poder. Hace poco tiempo, el nazismo transformó a toda Europa
en una verdadera
colonia. Las riquezas
de las diversas naciones europeas
exigieron reparaciones y demandaron la
restitución en dinero
y en especie
de las riquezas
que les habían sido robadas:
obras culturales, cuadros, esculturas, vitrales fueron devueltos a sus
propietarios. Una sola frase se escuchaba en boca de los europeos en 1945:
"Alemania pagará." Por su parte Adenauer, cuando se abrió el proceso
Eichmann, en nombre del pueblo alemán pidió perdón una vez más al pueblo judío.
Adenauer renovó el compromiso de su país de seguir pagando al Estado de Israel
las sumas enormes que deben servir de compensación a los crímenes nazis.11
Decimos igualmente
que los Estados
imperialistas cometerían un grave error y una injusticia incalificable
si se contentaran con retirar
de nuestro territorio
las cohortes militares, los
servicios administrativos y de intendencia cuya función era descubrir riquezas,
extraerlas y expedirlas hacia las metrópolis. La reparación moral de la
independencia nacional no nos ciega, no nos satisface. La riqueza de los países
imperialistas es también nuestra riqueza. En el plano dé lo universal, esta
afirmación no significa
absolutamente que nos
sintamos afectados por las creaciones de la técnica o las artes
occidentales. Muy concretamente, Europa
se ha inflado
de manera desmesurada con el oro
y las materias primas de los países coloniales; América Latina, China, África.
De todos esos continentes, frente a los cuales la Europa de hoy eleva su
torre opulenta, parten desde hace siglos hacia esa misma Europa los diamantes y
el petróleo, la seda y el algodón, las maderas y los productos exóticos.
Europa es, literalmente,
la creación del Tercer Mundo. Las riquezas que la ahogan
son las que han sido robadas a los pueblos subdesarrollados. Los puertos de
Holanda, de Liverpool, los
muelles de Burdeos
y de Liverpool especializados en la trata de
negros deben su renombre a los millones de esclavos deportados. Y cuando
escuchamos a un jefe de Estado europeo declarar, con la mano sobre el corazón,
que hay que ir en ayuda de los infelices pueblos subdesarrollados, no temblamos
de agradecimiento. Por el contrario, nos decimos, "es una justa reparación
que van a hacernos". No aceptaremos que la ayuda a
los países subdesarrollados sea
un programa de "Hermanas de la Caridad". Esa ayuda
debe ser la consagración de una
doble toma de
conciencia, toma de
conciencia para los colonizados de que las potencias
capitalistas se la deben y, para éstas, de que efectivamente tienen que
pagar.12 Que si, por falta de
inteligencia —no hablemos de ingratitud— los países capitalistas se negaran a
pagar, entonces la dialéctica implacable de su propio sistema se encargaría de
asfixiarlos. Las jóvenes naciones, es un hecho, atraen poco a los capitales
privados. Múltiples razones legitiman y explican esta reserva de los monopolios.
Cuando los capitalistas saben, y son evidentemente los primeros
en saberlo, que
su gobierno se
dispone a descolonizar, se
apresuran a retirar de la colonia la totalidad de sus capitales. La evasión
espectacular de capitales es uno de los fenómenos más constantes de la
descolonización.
Las compañías
privadas, para invertir
en los países independientes, exigen condiciones
que la experiencia califica de inaceptables o irrealizables. Fieles al
principio de rentabilidad inmediata, que sostienen cuando actúan en
"ultramar", los capitalistas se muestran reticentes acerca de
cualquier inversión a largo plazo. Son rebeldes y con frecuencia abiertamente
hostiles a los programas de
planificación de los
jóvenes equipos en el
poder. En rigor, aceptarían gustosamente prestar dinero a los jóvenes Estados,
pero a condición de que ese dinero sirviera para comprar productos
manufacturados, máquinas, es decir, a mantener activas las fábricas de la
metrópoli.
En realidad, la desconfianza de
los grupos financieros occidentales se explica por su deseo de no correr ningún
riesgo. Exigen, además, una estabilidad política y un clima social sereno que
es imposible obtener si se tiene en cuenta la situación lamentable de la
población global inmediatamente después de la independencia. Entonces, en busca
de esa garantía, que no puede asegurar la ex colonia, exigen el mantenimiento
de ciertas tropas o la entrada del joven Estado en pactos económicos o
militares. Las compañías privadas presionan sobre su propio gobierno para que,
al menos, las bases militares sean instaladas en esos países con la
misión de asegurar
la protección de sus intereses.
En última instancia, esas compañías exigen a su gobierno la garantía de
las inversiones que deciden hacer en tal o cual región subdesarrollada.
Resulta que pocos países
satisfacen las condiciones exigidas por los trusts y los monopolios. Los
capitales, faltos de mercados seguros, siguen bloqueados en Europa y se
inmovilizan. Tanto más cuanto que los capitalistas se niegan a invertir en su
propio territorio. La rentabilidad en ese caso es, en efecto, irrisoria y el
control fiscal desespera a los más audaces.
La situación es catastrófica a
largo plazo. Los capitales no circulan o ven considerablemente disminuida su
circulación. Los bancos suizos rechazan los capitales, Europa se ahoga. A pesar
de las sumas enormes
que se tragan
los gastos militares,
el capitalismo internacional se encuentra acorralado.
Pero otro peligro lo amenaza. En
la medida en que el Tercer Mundo está abandonado y condenado a la regresión, o
al estancamiento en todo caso, por el egoísmo y la inmoralidad de las naciones
occidentales, los pueblos subdesarrollados decidirán evolucionar en autarquía
colectiva. Las industrias occidentales se verán rápidamente privadas de sus
mercados de ultramar. Las máquinas se amontonarán en los depósitos y, en el
mercado europeo, se desarrollará una lucha inexorable entre los grupos
financieros y los trusts. Cierre de fábricas, lock-out o desempleo conducirán
al proletariado europeo a desencadenar una lucha abierta contra el régimen
capitalista. Los monopolios comprenderán entonces que su interés bien entendido
consiste en ayudar y hacerlo masivamente y sin demasiadas condiciones a
los países subdesarrollados. Vemos,
pues, que las
jóvenes naciones del Tercer Mundo no deben ser objeto de risa para los
países capitalistas. Somos
fuertes por derecho propio
y por lo justo de nuestras posiciones. Por el
contrario, debemos decir y explicar a los países capitalistas que el problema
fundamental de la época contemporánea
no es la
guerra entre el
régimen socialista y ellos. Hay que poner fin a esa guerra fría que no
lleva a ninguna parte,
detener los preparativos
de la destrucción nuclear del
mundo, invertir generosamente
y ayudar técnicamente a
las regiones subdesarrolladas. La
suerte del mundo depende de la
respuesta que se dé a esta cuestión.
Y
que los regímenes
capitalistas no traten
de ligar a los regímenes
socialistas a la "suerte de Europa" frente a las hambrientas
multitudes de color. La hazaña del comandante Gagarin, aunque
se disguste el
general De Gaulle,
no es un triunfo "que honre a Europa".
Desde hace algún tiempo, los jefes de Estado de los regímenes capitalistas, los
nombres de cultura abrigan una actitud ambivalente respecto de la Unión Soviética.
Después de haber coligado todas sus fuerzas para aniquilar al régimen
socialista, ahora comprenden que hay que contar con él. Entonces se vuelven
amables, multiplican las maniobras de seducción y recuerdan constantemente al
pueblo soviético que "pertenece a Europa".
Agitando al Tercer Mundo como una
marea que amenazara tragarse a toda Europa, no se logrará dividir a las fuerzas
progresistas que tratan de conducir a la humanidad a la felicidad. El Tercer
Mundo no pretende organizar una inmensa cruzada del hambre contra toda Europa. Lo que espera de quienes lo han
mantenido en la esclavitud
durante siglos es que lo ayuden a
rehabilitar al hombre, a hacer triunfar al hombre en todas partes, de una vez
por todas.
Pero es claro que nuestra
ingenuidad no llega hasta creer que esto va a hacerse con la cooperación y la
buena voluntad de los gobiernos europeos. Ese trabajo colosal que consiste en
reintroducir al hombre en el mundo, al hombre total, se hará con la ayuda
decisiva de las masas europeas que, es necesario que lo reconozcan, se han
alineado en cuanto a los problemas coloniales en las posiciones de nuestros amos
comunes. Para ello, será necesario primero que las masas europeas decidan
despertarse, se desempolven el cerebro y abandonen el juego irresponsable de la
bella durmiente del bosque.
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