F R A N T Z F A N O N.
I I I . D E S V E N T U R A
S D E L A CO N C I E N C I A
N A C I O N A L
Que el combate anticolonialista
no se inscribe de golpe en una perspectiva nacionalista es lo que la historia
nos enseña. Durante mucho tiempo el colonizado dirige sus esfuerzos hacia la
supresión de ciertas iniquidades: trabajo forzado, sanciones corporales,
desigualdad en los salarios, limitación de los derechos políticos, etc… Este
hombre por la democracia contra la opresión del hombre va a salir
progresivamente de la confusión neoliberal universalista para desembocar, a
veces laboriosamente, en la reivindicación nacional. Pero la impreparación de
las élites, la ausencia de enlace orgánico entre ellas y las masas, su pereza
y, hay que decirlo, la cobardía en el momento decisivo de la lucha van a dar
origen a trágicas desventuras.
La conciencia nacional, en vez de
ser la cristalización coordinada de las aspiraciones más íntimas de la
totalidad del pueblo, en vez de ser el producto inmediato más palpable de la
movilización popular, no será en todo caso sino una forma sin contenido,
frágil, aproximada. Las fallas que se descubren en ella explican ampliamente
la facilidad con
la cual, en
los jóvenes países
independientes, se pasa de la nación a lo étnico, del Estado a la tribu. Son
esas grietas las que explican los retrocesos, tan penosos y perjudiciales para
el desarrollo y la unidad nacionales. Veremos
cómo esas debilidades
y los peligros
graves que encierran son el
resultado histórico de la incapacidad de la burguesía nacional
de los países
subdesarrollados para
racionalizar la praxis popular, es decir, descubrir su razón.
La debilidad clásica,
casi congénita, de la
conciencia nacional de los países subdesarrollados no es sólo la
consecuencia de la mutilación del hombre colonizado por el régimen colonial.
Es también el resultado de la pereza de la burguesía
nacional, de su limitación, de la formación profundamente cosmopolita de su
espíritu.
La burguesía nacional, que toma
el poder al concluir el régimen colonial, es una burguesía subdesarrollada. Su
poder económico es casi nulo y, en todo caso, sin semejanza con el de la
burguesía metropolitana a la que pretende sustituir. En su narcisismo
voluntarista, la burguesía nacional se ha convencido fácilmente de que podía
sustituir con ventaja a la burguesía metropolitana. Pero la independencia que
la pone literalmente contra la pared va a desencadenar en ella reacciones
catastróficas y a obligarla a lanzar llamadas angustiosas a la antigua
metrópoli. Los cuadros universitarios y los comerciantes que constituyen la
fracción más ilustrada
del nuevo Estado
se caracterizan, en efecto, por su escaso número, su concentración
en la capital, el tipo de sus actividades: negocios, explotaciones agrícolas,
profesiones liberales. En el seno de esta burguesía nacional no hay ni
industriales ni financieros. La burguesía nacional de los países
subdesarrollados no se orienta hacia la producción, los inventos, la
construcción, el trabajo. Se canaliza totalmente hacia actividades de tipo
intermedio. Estar en el circuito, en las combinaciones, parece ser su vocación
profunda. La burguesía nacional
tiene una psicología
de hombre de
negocios no de capitán de industria. Y en verdad que la
rapacidad de los colonos y el sistema de embargo establecido por el
colonialismo no le permitieron escoger.
En el sistema colonial, una
burguesía que acumula capital es imposible. Pero, precisamente, parece que la
vocación histórica de una burguesía nacional auténtica en un país
subdesarrollado es negarse como burguesía, negarse en tanto que instrumento del
capital y esclavizarse absolutamente al capital revolucionario que constituye
el pueblo.
En un
país subdesarrollado, una
burguesía nacional auténtica
debe convertir en deber imperioso la traición de la vocación a la que estaba
destinada, ir a la escuela del pueblo, es decir, poner a disposición del pueblo
el capital intelectual y técnico que ha extraído a su paso por las
universidades coloniales. Veremos
cómo, desgraciadamente, la
burguesía nacional se desvía frecuentemente de ese camino
heroico y positivo, fecundo y justo para emprender, con el alma tranquila, el
camino terrible, por antinacional, de una burguesía clásica, de una burguesía
burguesa, lisa, estúpida y cínicamente burguesa.
El objetivo de los partidos
nacionalistas a partir de cierta época es, ya lo hemos visto, estrictamente
nacional. Movilizan al pueblo en torno a la consigna de independencia y, en
cuanto a lo demás, se remiten al futuro. Cuando se interroga a esos partidos
acerca del programa económico del Estado que propugnan, sobre el régimen que se
proponen instaurar, se muestran incapaces de responder porque, precisamente,
ignoran en absoluto todo lo que se refiere a la economía de su propio país.
Esta economía
se ha desarrollado
siempre al margen
de ellos. De los
recursos actuales y
potenciales del suelo
y del subsuelo de su país no
tienen sino un conocimiento libresco, aproximado. No pueden hablar de eso, en
consecuencia, sino en un plano abstracto, general. Después de la independencia,
esta burguesía subdesarrollada, numéricamente
reducida, sin capitales, que
rechaza la vía revolucionaria, va a estancarse lamentablemente. No puede dar
libre curso a su genio del que podía afirmar, un poco ligeramente, que fue
coartado por el dominio colonial. Lo precario de sus medios y la escasez de sus
cuadros la reducen
durante años a una
economía de tipo artesanal. En su perspectiva
inevitablemente muy limitada, una economía nacional es una economía basada en
lo que se llama los productos locales. Se pronunciarán grandes discursos sobre
la artesanía. En la imposibilidad en que se encuentra de establecer fábricas
más rentables para el país y para ella, la burguesía va a rodear a la artesanía
de una ternura chauvinista que coincide con la nueva dignidad nacional además,
le procurará sustanciales utilidades. Ese culto a los productos locales, esa
imposibilidad de crear nuevas direcciones se manifestarán igualmente por el
hundimiento de la burguesía nacional en la producción agrícola característica
del periodo colonial.
La economía nacional del periodo
de independencia no es reorientada. Siempre se trata de la cosecha de
cacahuate, de la cosecha de cacao,
de la cosecha
de aceituna. Ninguna modificación se
introduce tampoco en
la elaboración de los
productos básicos. Ninguna
industria se instala
en el país.
Se siguen exportando las materias primas, se sigue en el plano de
pequeños agricultores de Europa, de especialistas en productos sin elaborar.
No obstante,
la burguesía nacional
no deja de
exigir la nacionalización de la
economía y de los sectores comerciales. Es que, para ella, nacionalizar no
significa poner la totalidad de la economía al servicio de la nación, decidir
la satisfacción de todas las necesidades de la nación. Para ella, nacionalizar
no significa ordenar el Estado en función de relaciones sociales nuevas cuya
eclosión se decide facilitar. Nacionalización significa para ella, exactamente,
transferencia a los autóctonos de los privilegios heredados de la etapa
colonial.
Como, la burguesía no tiene ni
los medios materiales, ni los medios
intelectuales suficientes (ingenieros,
técnicos), limitará sus pretensiones
al manejo de los despachos
y las casas
de comercio ocupados antes por los colonos. La burguesía nacional
ocupa el lugar
de la antigua
población europea: médicos, abogados, comerciantes,
representantes, agentes generales, agentes aduanales.
Estima que, por la dignidad
del país y su
propia seguridad, debe ocupar todos esos puestos. En lo sucesivo exigirá que
las grandes compañías extranjeras recurran a ella, ya sea que deseen mantenerse
en el país, ya sea que tengan la intención de penetrar en éste. La burguesía
nacional descubre como misión histórica la de servir de intermediario. Como se
ve, no se trata de una vocación de transformar a la nación, sino
prosaicamente de servir
de correa de
transmisión a un capitalismo reducido al camuflaje y que
se cubre ahora con la máscara neocolonialista. La burguesía nacional va a complacerse,
sin complejos y muy digna, con el papel de agente de negocios de la burguesía
occidental. Ese papel lucrativo, esa función de pequeño gananciero, esa
estrechez de visión, esa ausencia de ambición simbolizan la incapacidad de la
burguesía nacional para cumplir su papel histórico de burguesía. El aspecto
dinámico y de adelantado, el aspecto de inventor y descubridor de mundos que se
encuentra en toda burguesía nacional está aquí lamentablemente ausente. En el
seno de la burguesía nacional de los países coloniales domina el espíritu de
disfrute. Es que en el plano psicológico se
identifica a la burguesía occidental
cuyas enseñanzas ha absorbido. Sigue a la burguesía occidental en su
lado negativo y decadente, sin haber franqueado las primeras etapas de
explotación e invención
que son, en todo caso,
un mérito de esa burguesía occidental. En sus inicios, la burguesía
nacional de los países coloniales se identifica con la burguesía occidental en
sus finales. No debe creerse que quema etapas. En realidad, comienza por el
final. Está en la senectud sin haber conocido ni la petulancia, ni la
intrepidez, ni el voluntarismo de la juventud y la adolescencia.
En su
aspecto decadente, la
burguesía nacional será considerablemente ayudada por las
burguesías occidentales que se presentan como turistas enamorados del exotismo,
de la caza, de los casinos.
La burguesía nacional
organiza centros de descanso y recreo, curas de placer para
la burguesía occidental. Esta actividad tomará el nombre de turismo y se
asimilará circunstancialmente a una industria nacional. Si se quiere una prueba
de esta eventual transformación de los elementos de la burguesía ex
colonial en organizadores de
fiestas para la burguesía occidental, vale la pena evocar
lo que ha pasado en América Latina. Los casinos de La Habana, de México, las
playas de Río, las
jovencitas brasileñas o
mexicanas, las mestizas
de trece años, Acapulco, Copacabana, son los estigmas de esa actitud de
la burguesía nacional. Como no tiene ideas, como está encerrada en sí misma,
aislada del pueblo, mimada por su incapacidad
congénita para pensar
en la totalidad
de los problemas en función de
la totalidad de la nación, la burguesía nacional va a asumir el papel de
gerente de las empresas occidentales y convertirá a su país, prácticamente, en
lupanar de Europa.
Una vez
más hay que
tener ante los
ojos el espectáculo lamentable de ciertas repúblicas
de América Latina. Tras un corto vuelo, los hombres de negocios de los Estados
Unidos, los grandes banqueros, los tecnócratas desembarcan "en el
trópico" y durante ocho o diez
días se entregan
a la dulce
depravación que les ofrecen sus "reservas".
El comportamiento de los
propietarios rurales nacionales se identifica
con el de la burguesía
de las
ciudades. Los grandes agricultores han exigido, desde la
proclamación de la independencia, la nacionalización de las propiedades
agrícolas. Con ayuda de múltiples combinaciones, logran apoderarse de las
fincas poseídas antes por los colonos, reforzando así su dominio sobre la
región. Pero no tratan de renovar la agricultura, de intensificarla ni de
integrarla dentro de una economía realmente nacional.
En realidad,
los propietarios agrícolas
exigirán de los poderes públicos que centupliquen a su
favor las facilidades y los privilegios de que se beneficiaban antes los
colonos extranjeros. La
explotación de los
obreros agrícolas será
reforzada y legitimada.
Manipulando dos o tres slogans, estos nuevos colonos van a exigir de los
obreros agrícolas un trabajo enorme, por supuesto en nombre del esfuerzo
nacional. No habrá modernización de la agricultura, no habrá plan de
desarrollo, no habrá iniciativas porque las iniciativas, que implican un mínimo
de riesgos producen pánico en esos medios y desorientan a la burguesía rural
vacilante, prudente, que se sumerge cada vez más en los circuitos creados por
el colonialismo. En esas regiones, las iniciativas se deben al gobierno. Es el
gobierno quien las ordena, las alimenta, las financia. La burguesía agrícola se
niega a correr el menor riesgo. Es contraria al azar, a la aventura. No quiere
trabajar sobre la arena. Exige solidez, rapidez. Los beneficios que se embolsa,
enormes si se tiene en cuenta el ingreso nacional, no son reinvertidos. El
atesoramiento en el colchón domina la psicología de esos propietarios rurales.
Algunas veces, sobre todo en los años que siguen a la independencia, la
burguesía no vacila en confiar a los bancos extranjeros los beneficios que
obtiene en el territorio nacional. Por otra parte, importantes sumas son
utilizadas en gastos de aparato, en automóviles, en mansiones, caracterizados
por los economistas como típicos de la burguesía subdesarrollada.
Hemos dicho que la burguesía
colonizada que llega al poder emplea
su agresividad de
clase para acaparar
los puestos detentados antes por
los extranjeros. Inmediatamente después de la independencia tropieza, en
efecto, con las secuelas humanas del colonialismo: abogados, comerciantes, propietarios
rurales, médicos, funcionarios superiores. Va
a combatir implacablemente a
esa gente "que insulta la dignidad nacional". Esgrime enérgicamente
las ideas de
nacionalización de los cuadros, de africanización de los
cuadros. En realidad, su actitud va a teñirse cada vez más de racismo.
Brutalmente, plantea al gobierno un problema preciso: necesitamos esos puestos.
Y no disminuirá su malhumor, sino cuando los haya ocupado en su totalidad.
Por su parte, el proletariado de
las ciudades, la masa de desempleados, los pequeños artesanos, los que suelen
llamarse los pequeños oficios, se unen a esa actitud nacionalista, pero hay que
hacerles justicia: no hacen sino calcar su actitud de la actitud burguesa. Si
la burguesía nacional entra en competencia con los europeos, los artesanos y
los pequeños oficios desencadenan la lucha contra los africanos no nacionales.
En Costa de Marfil, son los motines propiamente racistas contra los dahomeyanos
o los naturales del Volta.
Los dahomeyanos y
los voltianos que ocupaban importantes sectores en el
pequeño negocio son objeto, inmediatamente después de la independencia, de
manifestaciones de hostilidad por parte de los indígenas de Costa de Marfil.
Del nacionalismo hemos pasado
al ultranacionalismo, al chauvinismo, al racismo. Se exige la
partida de esos extranjeros, se queman sus tiendas, se destruyen sus puestos,
se les lincha y, efectivamente, el gobierno de Costa de Marfil los insta a
partir, para complacer a los nacionales. En Senegal, son las manifestaciones
antisudanesas las que harán decir a Mamadou- Dia: "En verdad el pueblo
senegalés no ha adoptado la mística de Mali sino por apego a sus dirigentes. Su
adhesión a Mali no tiene otro valor que la de un nuevo acto de fe en la
política de esos últimos. El territorio senegalés no estaba menos vivo, tanto
más cuanto que la presencia sudanesa en Dakar se manifestaba con demasiada
indiscreción para hacerlo olvidar. Es este hecho lo que explica que, lejos de
suscitar lamentaciones, el final de la Federación haya sido acogido por las masas
populares con alivio y que en ninguna parte se haya manifestado una opinión
tendiente a mantenerla." 13
Mientras que ciertas capas del pueblo senegalés aprovechan
la ocasión, que les ofrecen sus propios dirigentes para desembarazarse de
los sudaneses que
les molestan, sea
en el sector comercial o en el de
la administración, los congoleños, que asistían sin creerlo a la partida en
masa de los belgas, deciden presionar a los senegaleses instalados en
Leopoldville y en Elizabethville para que se vayan.
Como se ve, el mecanismo es
idéntico en los dos tipos de fenómenos.
Si los europeos
limitan la voracidad
de los intelectuales y de la
burguesía de los negocios de la joven nación, para la masa popular de las
ciudades la competencia está representada principalmente por los africanos de
una nación distinta. En Costa de Marfil son, los dahomeyanos, en Ghana, los
nigerianos, en Senegal, los sudaneses.
Cuando la exigencia de
negrificación o arabización de los cuadros planteada por la burguesía no
procede de una empresa auténtica de nacionalización, sino que corresponde
simplemente al deseo de confiar a la burguesía el poder detentado hasta
entonces por el
extranjero, las masas
plantean en su
nivel la misma reivindicación, pero
restringiendo a los
límites territoriales la noción de negro o de árabe. Entre las
afirmaciones obrantes sobre la unidad del Continente y ese comportamiento
inspirado a las
masas por los
cuadros, pueden describirse múltiples actitudes. Asistimos a
un ir y venir permanente entre la unidad africana, que se desvanece cada vez
más, y la vuelta desesperante al chauvinismo más odioso, al más arisco.
"Por el
lado senegalés, los
dirigentes que han
sido los principales teóricos de la unificación
africana y que, en más de una ocasión, han sacrificado sus organizaciones
políticas locales y sus posiciones personales
a esta idea
tienen, de buena
fe es verdad, innegables
responsabilidades. Su error, nuestro error, ha sido, con pretexto de luchar con
la balcanización, de no tomar en consideración ese hecho precolonial, que es el
territorialismo. Nuestro error ha sido no haber prestado suficiente atención en
nuestros análisis a ese
fenómeno, fruto del
colonialismo, pero también hecho
sociológico que una teoría sobre la unidad, por loable o simpática que sea, no
puede abolir. Nos hemos dejado seducir por el espejismo de la elaboración más
satisfactoria para el espíritu y, tomando nuestro ideal como una realidad,
hemos creído que bastaba condenar el territorialismo y su producto
natural, el micro-nacionalismo, para
suprimirlos y asegurar
el éxito de nuestra quimérica empresa."14.
Del chauvinismo senegalés al tribalismo
uluf la distancia noes muy grande. Y, en realidad, dondequiera que la burguesía
nacional por su comportamiento mezquino y la imprecisión de sus posiciones
doctrinales no ha
podido lograr ilustrar
a la totalidad del pueblo,
plantear los problemas principalmente en función del pueblo, dondequiera que
esa burguesía nacional se ha mostrado incapaz de dilatar suficientemente su
visión del mundo, asistimos a un reflujo hacia las posiciones tribalistas;
asistimos, airados, al triunfo exacerbado de las diferencias raciales. Como la
única consigna de la burguesía es: hay que sustituir a los extranjeros, y en
todos los sectores se apresura a hacerse justicia y tomar sus lugares, los
demás nacionales, menos elevados — choferes
de taxi, vendedores callejeros,
limpiabotas— van a exigir
igualmente que los
dahomeyanos se vayan
a su país
o, yendo más lejos, que los fulbés y los peules vuelvan a su selva o a
sus montañas.
En esta perspectiva hay que
interpretar el hecho de que, enlos jóvenes países independientes, triunfe aquí
y allá el federalismo. El dominio colonial ha privilegiado, como se sabe, a
ciertas regiones. La economía de la colonia no está integrada a la totalidad de
la nación. Siempre está dispuesta en relaciones de complemento con las
diferentes metrópolis. El colonialismo no explota casi nunca la totalidad del
país. Se contenta con algunos recursos naturales que extrae y exporta a las
industrias metropolitanas, permitiendo así una relativa riqueza por sectores
mientras el resto de la colonia continúa, si no lo ahonda, su subdesarrollo y
su miseria.
Después de la independencia, los
nacionales que habitan las regiones prósperas toman conciencia de su suerte y
por un reflejo visceral y primario
se niegan a
alimentar al resto
de los nacionales. Las regiones
ricas en cacahuate cacao, diamantes, se destacan frente al panorama vacío
constituido por el resto de lanación. Los nacionales de esas regiones observan
con odio a los otros, en quienes descubren la envidia, el apetito, impulsos
homicidas. Las viejas rivalidades anticoloniales, los viejos odios
interraciales resucitan. Los balubas se niegan a alimentar a los luluas.
Katanga se constituye en Estado y Albert Kalondji se hace coronar rey del sur
de Kasai.
La unidad africana, fórmula vaga
a la que los hombres y mujeres de África se habían ligado emocionalmente y cuyo
valor funcional consistía en presionar terriblemente al colonialismo,
revela su verdadero
rostro y se
desmenuza en regionalismos dentro de una misma realidad
nacional. La burguesía nacional, como piensa sólo en sus intereses inmediatos,
como no ve más allá de sus
narices, se muestra
incapaz de realizar
la simple unidad nacional,
incapaz de edificar
a la nación
sobre bases sólidas y fecundas.
El frente nacional que había hecho retroceder al colonialismo se desintegra y
consuma su derrota.
Esta lucha implacable que libran
las razas y las tribus, esa preocupación agresiva por ocupar los puestos que
han quedado libres por la marcha del extranjero van a dar origen igualmente, a
competencias religiosas. En el campo y en la selva, las pequeñas sectas, las
religiones locales, los cultos morabíticos vuelven a cobrar vitalidad y
reiniciarán el ciclo de las excomuniones. En las grandes ciudades, en el nivel
de los cuadros administrativos, asistiremos a la confrontación entre las dos
grandes religiones reveladas: islamismo y catolicismo.
El colonialismo, que se tambaleó
frente al nacimiento de la unidad africana, recupera sus dimensiones y trata ahora
de quebrantar esa voluntad utilizando todas las debilidades del
movimiento. El colonialismo
va a movilizar
a los pueblos africanos revelándoles la existencia
de rivalidades "espirituales". En Senegal, es el periódico África
Nueva, que cada semana destilará
odio hacia el
Islam y los
árabes. Los libaneses,
que poseen en la costa occidental la mayoría del pequeño comercio, son
señalados a la vindicta nacional. Los misioneros recuerdan oportunamente a las
masas que grandes imperios negros, mucho antes de la llegada del colonialismo
europeo, habían sido destruidos por la invasión árabe. No se vacila en afirmar
que fue la ocupación árabe
la que preparó
el camino al
colonialismo europeo; se habla de imperialismo árabe y se denuncia al
imperialismo cultural del Islam. Los musulmanes son apartados generalmente dé
los puestos de dirección. En otras regiones se produce el fenómeno inverso y
los indígenas cristianizados son señalados como enemigos objetivos y
conscientes de la independencia nacional.
El colonialismo utiliza
desvergonzadamente todos sus hilos, feliz
de enfrentar entre
sí a los
africanos que ayer
se habían ligado contra él. La
noche de San Bartolomé resucita en ciertos espíritus y el colonialismo se burla
por lo bajo cuando escucha las magníficas declaraciones sobre la unidad
africana. Dentro de una misma nación, la religión divide al pueblo y enfrenta
entre sí a las comunidades espirituales mantenidas y fortalecidas por el
colonialismo y sus instrumentos. Fenómenos totalmente inesperados irrumpen aquí
y allá. En países con predominio católico o protestante, las minorías
musulmanas demuestran una devoción inusitada. Las fiestas islámicas son
estimuladas, la religión musulmana se defiende del absolutismo violento de la
religión católica. Algunos sacerdotes afirman entonces que si esos individuos
no están contentos, pueden irse a El Cairo. Algunas veces, el protestantismo
norteamericano transporta a territorio africano sus prejuicios anticatólicos y
fomenta a través de la religión las rivalidades tribales.
En el plano continental, esta
tensión religiosa puede revestir la forma del racismo más vulgar. Se divide al
África en una parte blanca y una parte negra. Los términos sustitutos de:
África del Sur o al norte del Sahara no logran disimular ese racismo latente.
Aquí se afirma que el África Blanca tiene una tradición cultural milenaria, que
es mediterránea, que prolonga a Europa, que participa de la cultura
grecolatina. Se concibe al África Negra como una región inerte, brutal, no
civilizada... salvaje. Allá se escuchan todo el día reflexiones odiosas sobre
violaciones de mujeres, sobre la poligamia, sobre el supuesto desprecio de los
árabes por el sexo femenino. Todas estas reflexiones recuerdan por su
agresividad las que se han descrito tan frecuentemente como propias del colono.
La burguesía nacional de cada una de esas dos grandes regiones, que ha
asimilado hasta las raíces más podridas del pensamiento colonialista, sustituye
a los europeos y establece en el Continente una filosofía racista terriblemente
perjudicial para el
futuro de África.
Por su pereza
y su mimetismo favorece la
implantación y el fortalecimiento del racismo que caracterizaba a la etapa
colonial. No es sorprendente así, en un país que se dice africano, escuchar
reflexiones racistas y comprobar la existencia de comportamientos paternalistas
que dejan la impresión amarga de que uno se encuentra en París, en Bruselas o
en Londres.
En ciertas
regiones de África
los balidos paternalistas respecto de los negros, la idea
obscena tomada de la cultura occidental de que el negro es impermeable a la
lógica y a las ciencias reinan en toda su desnudez. Inclusive algunas veces se
tiene la ocasión de comprobar que las minorías negras se encuentran confinadas
en una semiesclavitud que
justifica esa especie de circunspección, de desconfianza, que los países
del África Negra sienten por los países del África Blanca. No es raro que un
ciudadano del África Negra, al visitar una gran ciudad del África Blanca, se
oiga llamar "negro" por los niños o sea tratado como
"negrito" por los funcionarios.
No, desgraciadamente no es raro
que los estudiantes del África Negra inscritos en colegios establecidos al
norte del Sahara escuchen preguntas de sus compañeros de colegio acerca de si
hay casas en su país, si conocen la electricidad, si en su familia practican la
antropofagia. No, desgraciadamente no es raro que en ciertas regiones al norte
del Sahara, africanos procedentes de países situados al sur del Sahara se
encuentren con individuos que les pidan "llevarlos a cualquier parte donde
haya negras". Igualmente, en algunos Estados jóvenes del África Negra
parlamentarios y ministros afirman seriamente que el peligro no está en una
nueva ocupación de su país por el colonialismo, sino en la eventual invasión de
"los árabes vándalos del Norte".
Como se
ve, las limitaciones de
la burguesía no
se manifiestan únicamente en
el plano económico.
Después de llegar al poder en
nombre de un nacionalismo mezquino, en nombre
de la raza,
la burguesía, a
pesar de hermosas declaraciones formales totalmente
desprovistas de contenido, manejando con absoluta irresponsabilidad frases
salidas directamente de los tratados de moral o de filosofía política de Europa,
va a dar prueba de su incapacidad para hacer triunfar un catecismo humanista
mínimo. La burguesía, cuando es fuerte, cuando dispone el mundo en función de
su poder, no vacila en afirmar ideas democráticas con pretensión universitaria.
Esa burguesía, sólida económicamente, necesita condiciones excepcionales para
no respetar su ideología humanista. La burguesía occidental,
aunque fundamentalmente racista, consigue casi siempre disfrazar ese
racismo multiplicando los matices, lo que le permite conservar intacta su
proclamación de la eminente dignidad humana.
La burguesía occidental ha
levantado suficientes barreras y alambradas para no temer realmente la
competencia de aquellos a quienes explota y desprecia. El racismo burgués
occidental respecto del negro y del bicot es un racismo de desprecio; es un
racismo empequeñecedor. Pero la ideología burguesa, que proclama una igualdad
esencial entre los hombres, se las arregla para permanecer lógicamente consigo
misma invitando a los subhombres a humanizarse por medio del tipo de humanidad
occidental que ella encarna.
El racismo de la joven burguesía
nacional es un racismo defensivo, un racismo basado en el miedo. No difiere
esencialmente del vulgar tribalismo, es decir, de las rivalidades entre çofs o
sectas. Es comprensible que los observadores internacionales perspicaces no
hayan tomado en serio las grandes parrafadas sobre la unidad africana. Es que
el número de grietas perceptibles a simple vista es tal que se presiente claramente
que tendrán que resolverse todas esas contradicciones antes de que pueda sonar
la hora de la unidad.
Los pueblos africanos se han
descubierto recientemente y han decidido, en nombre del Continente, pesar de
manera radical sobre el régimen colonial. Pero las burguesías nacionalistas que
se apresuran, región tras región, a entablar su propia lucha y a crear un
sistema nacional de explotación, multiplican los obstáculos para la realización
de esa "utopía". Las burguesías nacionales, perfectamente conscientes
de sus objetivos están decididas a cerrar el camino a esa unidad, a ese
esfuerzo coordinado de doscientos cincuenta millones de hombres por vencer al
mismo tiempo la
ignorancia, el hambre
y la inhumanidad. Por eso es
necesario saber que la unidad africana no puede hacerse, sino bajo el impulso y
la dirección de los pueblos, es decir, descartando los intereses de la
burguesía.
En el plano interior y en el
marco institucional, la burguesía nacional va a demostrar igualmente su
incapacidad. En cierto número de países subdesarrollados, el juego
parlamentario es fundamentalmente falseado.
Económicamente impotente, sin poder
crear relaciones sociales
coherentes, fundadas en el
principio de su
dominio como clase,
la burguesía escoge
la solución que le parece más fácil, la del partido único. No posee
todavía esa buena conciencia y esa tranquilidad que sólo el poder económico y
el dominio del sistema estatal podrían conferirle. No crea un Estado que dé
seguridades al ciudadano sino que lo inquieta.
El Estado que,
por su robustez y al mismo tiempo por su discreción debería
dar confianza, desarmar,
adormecer, se impone al
contrario espectacularmente, se exhibe, maltrata, molesta, haciendo ver al
ciudadano que está en peligro permanente.
El partido único
es la forma
moderna de la dictadura burguesa sin máscara, sin
afeites, sin escrúpulos, cínica.
Esta dictadura, es un hecho, no
va muy lejos. No deja de segregar su propia contradicción. Como la burguesía no
tiene los medios económicos para asegurar su dominio y distribuir algunas
migajas a todo el país; como, además, está ocupada en llenarse los bolsillos lo
más rápidamente posible, pero también lo más prosaicamente, el país se sumerge
más en el marasmo. Y para esconder ese marasmo, para disfrazar esa regresión,
para asegurar y darse pretextos de enorgullecerse, a la burguesía no le queda
más recurso que elevar en la capital grandiosos edificios, hacer lo que se
llama gastos de ostentación.
La burguesía nacional
vuelve la espalda
cada vez más al
interior, a las realidades del país baldío y mira hacia la antigua metrópoli,
hacia los capitalistas extranjeros que buscan sus servicios. Como no comparte
sus beneficios con el pueblo y no le permite aprovechar las prebendas que le
otorgan las grandes compañías
extranjeras, va a
descubrir la necesidad
de un dirigente popular
al que corresponderá el
doble papel de estabilizar al régimen y perpetuar el
dominio de la burguesía. La dictadura
burguesa de los países subdesarrollados obtiene su solidez de
la existencia de
un dirigente. En
los países desarrollados, como
se sabe, la dictadura burguesa es el producto del poder económico de la
burguesía. En los países subdesarrollados, por el contrario, el líder
representa la fuerza moral al abrigo
de la cual
la burguesía desguarnecida y desmedrada de la joven nación decide
enriquecerse.
El pueblo que, durante años, le
ha visto u oído hablar; que de lejos, en una especie de sueño, ha seguido las
relaciones del dirigente con la potencia
colonial, otorga espontáneamente su
confianza a ese patriota. Antes de la independencia, el dirigente encamaba en
general las aspiraciones del pueblo: independencia, libertades políticas,
dignidad nacional. Pero, después de la independencia, lejos de encarnar
concretamente las necesidades del pueblo, lejos de convertirse en el promotor
de la verdadera dignidad del pueblo, el dirigente va a revelar su función
íntima: ser el presidente general de la sociedad de usufructuarios impacientes
de disfrutar, que constituye la burguesía nacional.
A pesar de su frecuente
honestidad y a pesar de sus sinceras declaraciones, el dirigente es
objetivamente el defensor decidido de los intereses, ahora conjugados, de la
burguesía nacional y de las antiguas compañías coloniales. Su honestidad, que
era un puro estado de ánimo, se desvanece progresivamente. El contacto con las
masas es tan irreal que el dirigente llega a convencerse de que se quiere
atentar contra su autoridad y que se ponen en duda los servicios que prestó a
la patria. El dirigente juzga duramente la ingratitud de las masas y se sitúa
cada día un poco más resueltamente en el campo de los explotadores. Se
transforma entonces, con conocimiento de causa, en cómplice de la nueva
burguesía que se mueve en la corrupción y el disfrute.
Los circuitos
económicos del joven
Estado se hunden irreversiblemente en la estructura
neocolonialista. La economía nacional, antes protegida, es ahora literalmente
dirigida. El presupuesto se alimenta de
préstamos y donaciones. Cada trimestre, los mismos jefes de Estado o las
delegaciones gubernamentales se dirigen a las antiguas metrópolis o a otros países,
a caza de capitales.
La antigua potencia colonial
multiplica las exigencias, acumula concesiones y garantías, tomando cada vez
menos precauciones para disfrazar la sujeción en que mantiene al poder
nacional. El pueblo se estanca lamentablemente en una miseria insoportable y
poco a poco pierde conciencia de la traición incalificable de sus dirigentes.
Esa conciencia es tanto más aguda cuanto que la burguesía es incapaz de
constituirse en clase. La distribución de las riquezas que organiza no se
distingue en sectores múltiples, no es escalonada, no se jerarquiza por
semitonos. La nueva casta es tanto más insultante y repulsiva cuanto que la
inmensa mayoría, las nueve décimas partes de la población siguen muriéndose de
hambre. El enriquecimiento escandaloso, rápido, implacable de esa casta va
acompañado de un despertar decisivo del pueblo, de una toma de conciencia
prometedora de violencias futuras. La casta burguesa, esa parte de la nación
que suma a sus ganancias la totalidad de las riquezas del país, por una especie
de lógica, por lo demás inesperada, va a formular sobre los demás negros o los
demás árabes juicios peyorativos que recuerdan en más de un concepto la
doctrina racista de los antiguos representantes de la potencia colonial. Es a
la vez la miseria del pueblo, el enriquecimiento desordenado de la casta
burguesa, su desprecio por el resto de la nación lo que va a endurecer las
ideas y las actitudes.
Continua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario