UNA HISTORIA
RESUMIDA DE CANARIAS
ÉPOCA COLONIAL: DECADA 1911-1920
CAPITULO III
Eduardo Pedro Garcia Rodríguez
1911 febrero 24.
Los servicios marítimos regulares entre las
Islas Canarias, con extensión a la costa
del continente (África,) convocados por real decreto de 24 de febrero de 1911, fueron
adjudicados a la Compañía
de Vapores Interinsulares Canarios, en abril
de ese mismo año.
Esta empresa había sido legalmente
constituida el 24 de septiembre de 1888 en Las Palmas de Gran Canaria,
precisamente para optar a un nuevo concurso que pretendía establecer una serie
de líneas de correos marítimos interinsulares
con buques de vapor.
Los esfuerzos y el
apoyo del ministro de la
Gobernación, el criollo canario Fernando León y Castillo, se concentraron en
ese empeño, pues no en vano era un perfecto conocedor de lo deficiente del
servicio de comunicaciones hasta entonces. . (Juan
Carlos Díaz Lorenzo, 1989)
1911 febrero 24.
En el pliego de condiciones para la concesión
del transporte marítimo interinsular en el Archipiélago Canario, de se exigía
por parte de la metrópoli al adjudicatario que estuviera en posesión de tres
vapores de 1.000 toneladas cada uno y otros
tres de 500 toneladas. De inmediato se ordenó la construcción de los seis buques en astilleros británicos y todos
fueron entregados y puestos en servicio
en el primer semestre de 1912, siendo bautizados con los nombres de "Viera y Clavijo" (2°), "León y
Castillo" (2°), "La
Palma", "Fuerteventura", "Lanzarote"
y "Gomera-Hierro". La
incorporación cronológica de los nuevos buques fue la siguiente: * "Viera y Clavijo": Salió de Liverpool
con destino a Las Palmas de Gran Canaria
el 15 de febrero de 1912 y, después de permanecer en ese puerto casi un
mes, el 17 de marzo siguiente arribó por primera vez a Santa Cruz de Tenerife, celebrándose una recepción a bordo. El
día 26 fondeó por primera vez en La
Estaca (El Hierro). "León y Castillo": Llegó
a Las Palmas el 25 de marzo, procedente de Middlebrough y procedió a pintar su
casco. El 1 de abril estuvo en Santa Cruz de
Tenerife por primera vez, procedente de Santa Cruz de La Palma."Gomera-Hierro":
Al igual que el "León y Castillo", su arribada al puertode Las Palmas se produjo el 25 de marzo y también
procedió a pintar elcasco. El 2 de abril inició viaje con escalas en los
puertos de Los Abrigos, LosCristianos, Adeje y Guía de Isora. "Lanzarote": Procedente de Las Palmas,
arribó a Santa Cruz de Tenerife el
5 de abril, con ocho pasajeros, regresando al puerto de procedencia."La
Palma": El 5 de mayo arribó, en su primera escala, al
puerto deSanta Cruz de Tenerife,
procedente de Las Palmas."Fuerteventura": Fue entregado a la Compañía de Vapores
Interinsulares Canarios en abril y, en los primeros días de mayo, comenzó su
servicio marítimo.
Estos seis vapores situaron a los servicios
interinsulares en un nivel francamente
inimaginable unos pocos años antes.
La Primera Guerra Mundial incidió de forma negativa sobre el
servicio de los seis buques como consecuencia de la falta de carbón. Por esta
razón y por real orden del Ministerio de
Fomento, de 23 de junio de 1916, se autorizaba a la Compañía de Vapores
Interinsulares Canarios a reducir dos de las
seis expediciones mensuales de la línea principal y tres de las seis de la
comercial.
La naviera
canaria-inglesa continuó la prestación de los servicios de correos marítimos
que le habían sido adjudicados hasta el año 1921, en que se convocó nuevo
concurso por real decreto de 11 de noviembre del mismo año, presentando
proposiciones la propia Compañía de Vapores Interinsulares y Compañía
Trasmediterránea. . (Juan Carlos Díaz Lorenzo, 1989)
1911 Marzo 27.
Como consecuencia
del desarrollo del tráfico interinsular surgió la necesidad de aumentar las
comunicaciones así como el tonelaje de los buques, y se anunció el concurso de
27 de Marzo de 1911, en que de nuevo la Compañía de Vapores Correos Interinsulares se
hizo con la adjudicación.
En el pliego de
condiciones del contrato se exigía al adjudicatario que estuviera en posesión
de tres vapores de 1.100 toneladas de desplazamiento cada uno y otros tres de
550 toneladas, con el fin de realizar seis expediciones mensuales a los puertos
del itinerario principal y otras seis expediciones a los puertos de segundo
orden, así como una expedición mensual a la colonia de Río de Oro.
Para cumplir las
condiciones del contrato, la
Compañía de Vapores Correos Interinsulares Canarios ordenó la
construcción de los seis buques en astilleros británicos. Los tres más grandes
fueron bautizados con los nombres de Viera y Clavijo, León y
Castillo, y La Palma
y los más pequeños con los de Gomera-Hierro, Lanzarote y Fuerteventura.
El Gomera-Hierro
fue encargado a los astilleros ingleses Caledon S. B. & E. Co. Ltd. y se
construyó en la factoría de Dundee siendo la construcción número 225 de los
mencionados astilleros.
El buque fue
botado el 22 de enero de 1912 y el 8 de marzo de ese año fue entregado a sus
propietarios, la Compañía
de Vapores Interinsulares Canarios, siendo el primer “playero” que se
entregaba.
El día 16 de marzo,
junto al León y Castillo, arribó por primera vez a Canarias,
concretamente al puerto de La Luz,
en medio de una gran expectación. Después ambos entraron en varadero para
pintar sus cascos.
El 1 de abril
siguiente llegó a Santa Cruz de Tenerife y horas después fue despachado para
Porís de Abona, El Médano, Los Abrigos,Los Cristianos, Adeje, Guía de Isora,
Vallehermoso y Valle Gran Rey.
En septiembre de
1919 trajo desde Las Palmas al puerto de Santa Cruz de Tenerife los equipos
para iniciar el reflotamiento del vapor Westburn, hundido en agua de
Anaga.
Año tras año
enlazó las islas en su misión de buque-correo, hasta que en 1929, tras la
adquisición del vapor yugoslavo Vojvodina, que fue rebautizado Hierro,
el Gomera-Hierro pasó a llamarse simplemente Gomera.
En 1930, Don
Emilio Ley, Jefe de la Casa
Elder en Canarias y Director de la compañía, y Don Juan
March, siguiendo las indicaciones del Gobierno, negociaron el traspaso de la
concesión de servicios marítimos a la Compañía
Trasmediterránea. En el mes de junio se resolvió
definitivamente la absorción de la
Compañía de Vapores Correos Interinsulares Canarios, pasando
a manos de Trasmediterránea todas las posesiones e instalaciones que tenía la Compañía en todos los
puertos Canarios y en la costa africana, la flota de barcos y el personal. El
vapor Gomera navegó a partir de
entonces con la contraseña de la Trasmediterránea.
Al igual que el
resto de los correillos, durante la guerra civil española, fue militarizado y
prestó servicios sin mayor relevancia histórica y así permaneció, sin salir del
dominio de las aguas interinsulares, hasta el final de la contienda.
En 1950 acudió en auxilio del mercante italiano Lauzano,
que había embarrancado en la costa africana entre Cabo Blanco y Villa Cisneros
y recogió a varios de sus tripulantes.
En 1951 abordó al motovelero Bella Lucía, cuando navegaba en la derrota de Fuerteventura.
En 1965 sufrió un serio percance que finalmente originó el final de su vida marinera tras cincuenta y tres años de navegación en sus cuadernas. En la noche del 19 de enero, en uno de sus viajes regulares entre Las Palmas, Lanzarote, La Güera y Port Etienne, embarrancó en un banco de arena a unas ocho millas al sur de El Aaiún. La situación se hizo realmente angustiosa y su llamada de socorro fue captada por la Estación Costera.
En 1951 abordó al motovelero Bella Lucía, cuando navegaba en la derrota de Fuerteventura.
En 1965 sufrió un serio percance que finalmente originó el final de su vida marinera tras cincuenta y tres años de navegación en sus cuadernas. En la noche del 19 de enero, en uno de sus viajes regulares entre Las Palmas, Lanzarote, La Güera y Port Etienne, embarrancó en un banco de arena a unas ocho millas al sur de El Aaiún. La situación se hizo realmente angustiosa y su llamada de socorro fue captada por la Estación Costera.
La motonave Ciudad
de Teruel y el pesquero Juan y Matilde acudieron en su auxilio,
siendo este último el primero en llegar al lugar del siniestro, aunque no se
pudo acercar al buque siniestrado ya que éste permanecía con las luces apagadas
por avería en la instalación eléctrica. Al amanecer el Juan y Matilde
pudo acercarse al Gomera y trasbordar a los 17 pasajeros que iban a
bordo sin que se registraran incidentes.
Inicialmente cundió el
pesimismo respecto al reflotamiento del Gomera pero con la ayuda del remolcador Pacific, que zarpó desde el
puerto grancanario, el Gomera
pudo ser reflotado apreciándose algunas vías de agua y una rotura de la junta
del cheque principal de la caldera, situación en la que pudo regresar a Las
Palmas, adonde arribó al amanecer del 21 de enero. La reparación del buque se
estimó inviable y el Consejo de Administración de la Trasmediterránea
acordó su venta, quedando desafectado del contrato de comunicaciones marítimas
de soberanía y causó baja a todos los efectos por Orden del 27 de abril de
1965. En septiembre fue vendido para desguace al chatarrero J. Castillo, en
Barcelona, siendo el primero de la serie de tres unidades de construcción
inglesa, entradas en servicio en 1912, que causó baja.
1911 Mayo 14. El Ayuntamiento de Winiwuada n Tamaránt (Las Palmas
de Gran Canaria) nombra, por aclamación, Hijos Adoptivos al español Luís Morote, diputado por Tamareánt (Gran
Canaria) en la Cortes
de la metrópoli y al obispo de la secta católica Pérez Muñoz. Hijos predilectos
ya lo eran los criollos Fernando León y Castillo, Benito Pérez Galdós y
Leopoldo Matos Massieu.
1911 Mayo 18. En la sociedad Nueva Aurora se celebró un mitin en
favor de la división de la provincia. Hicieron uso de la palabra Ambrosio
Hurtado de Mendoza y Juan Bautista Melo. Días después lo haría Prudencio
Morales en los salones de la
Filarmónica.
1911 Abril 29. El título de Marqués
de Arucas es concedido, por Real Decreto al criollo Ramón Madan y
Uriondo Cambreleng y Duggi, Caballero Gran Cruz al Mérito Agrícola, por el rey
español Alfonso XIII. Ramón Madan, I
Marqués de Arucas, era hijo de Juan José
Madan y Cambreleng, y de su segunda esposa, hermana de la primera, . Isabel de
Uriondo y Duggi. El origen de este marquesado se remonta a 1859, fecha en la
que el mayorazgo de Arucas es dividido en dos partes. Una de ellas, fue
comprada por el Alfonso Gourié Álvarez,
y la otra por Bruno González Castellano,
padre de María del Rosario González y Fernández del Campo (quien heredaría todo
el patrimonio). María del Rosario
casó con el tinerfeño Ramón Madan y
Uriondo, a quien, como indicábamos anteriormente, le sería concedido el
marquesado en 1911.
Este matrimonio no
dejó descendencia, con lo que el título pasó a su sobrina, y posteriormente, a
una hija de ésta, María del Carmen
Fernández del Campo y Madan (casada en 1915 con
Felipe Massieu de la
Rocha). El marquesado de Arucas ha sido ostentado desde el 25
de octubre de 1973 por la hija nacida de este matrimonio, Dña. Rosario Massieu
y Fernández del Campo (casada con Luís
Benítez de Lugo y Ascanio, Marqués de la Florida), recientemente fallecida.
1911 mayo 10.
En Santa Cruz, una manifestación de señoras,
encabezada por la esposa del alcalde, doña Robertina Dehesa de Martí y formada,
según cálculos exaltados del gobernador
civil Eulate, por unas diez mil
mujeres, bajó ordenadamente desde el Ayuntamiento al Gobierno Civil. El
mismo día, 10 de mayo, un millar de personas invadieron por segunda vez el diario El Tiempo, conocido por sus tendencias divisionistas,
y destrozaron su redacción, maquinaria y talleres. En el ayuntamiento, el
alcalde Martí Dehesa presentó su dimisión en señal
de protesta contra la actitud del gobierno central. En una sesión tumultuosa, en que Patricio Estévanez parece haber
llevado la voz cantante, se acordó
otorgar al alcalde un voto de confianza; exigir la dimisión de todos los cargos de nombramiento real; dejar de dirigirse
al gobierno en relación con el conflicto y dar por no recibida cualquier comunicación de éste al respecto; «que
se abstenga la corporación, mientras
las circunstancias no le aconsejen otra cosa, de ejecutar ni concurrir
a ningún acto exterior oficial en que tenga que ponerse en contacto con
cualquier entidad u organismo del Estado»; transformar
en tres días de luto la fiesta de Santiago, si hasta entonces no se ha
solucionado, o se ha solucionado negativamente, el problema de la unión provincial; y levantar la sesión en
señal de protesta. La verdad es que tampoco hubo gran satisfacción en Las
Palmas.
En las Cortes la
discusión del proyecto fue larga y acalorada. Entre el proyecto inicial del gobierno, el
dictamen de la comisión de la
Cámara de los diputados, el de la Comisión del Congreso y
las modificaciones admitidas durante la
discusión del texto, la ley de organización
administrativa de Canarias, conocida con el nombre de ley de Cabildos y promulgada el 11 de julio de 191
1, no se parece apenas con lo que en
el principio se había pensado hacer. Era, sin embargo, la primera que no
venía como un dictado desde arriba;
hacía cuenta, en lo que había parecido posible, de los resultados de
una información pública y, sobre todo, había pasado por una larga y dura
discusión pública, en que cada uno de los interesados había podido expresar su opinión y defender sus intereses.
Los Cabildos insulares no
salieron de repente de la mente del legislador, como Minerva del muslo de Júpiter. Había ya algunos años que se estaba hablando de su reposición, como
de una solución posible del problema
canario. Propuesta en las conclusiones de la asamblea celebrada en Santa Cruz,
en mayo de 1908, en base a la ponencia
de Ramón Gil Roldan, había sido recogida en el informe elaborado por el ayuntamiento de Santa Cruz para
contestar al ministerio de la Gobernación, y
aprobado en su sesión de 6 de julio de 1910. En este informe se definía el Cabildo como una institución insular, con
las atribuciones de la
Diputación Provincial y compuesta de representantes elegidos
por sufragio directo a la vez que de vocales natos, designados por los ayuntamientos. Otros informes también hicieron suya esta proposición, insistiendo en la necesidad
de conservar al mismo tiempo la Diputación, como
garantía de la unidad canaria y de dar
a los futuros Cabildos un estatuto fundamentalmente municipal, como ya
lo había tenido en tiempos pasados A su vez,
el dictamen de la Comisión
de la Cámara
recogió la sugerencia en esta última
forma. El artículo 6 de su proyecto mantiene la Diputación Provincial, con su residencia en Santa Cruz, a la vez que crea un Cabildo en
cada una de las siete islas. La misma Comisión experimentó muchas dificultades
para sacar adelante su proyecto, que
pretendía conciliar el presente con la tradición y el principio de unidad provincial con la autonomía insular. Como
lo decía en la Comisión el diputado Luis Moróte, hablando por Las Palmas,
«nosotros partimos de un
proyecto de división; vosotros estabais manteniendo vuestro estado de posesión de unidad, y el Sr. Presidente del Consejo ha dicho: —Yo no soy divisionista ni
antidivisionista: soy reformista». La opinión era tan dividida, que el
dictamen sólo reunió cuatro votos, cuando necesitaba cinco: pudo pasar porque
votó finalmente a su favor Moróte, muy a regañadientes y con la idea de que a lo menos se ganaba la autonomía
local.
A pesar de todas las
dificultades, la ley pasó: no tanto por ser la solución más equitativa de las pocas
posible, como por haberla presentado el
gobierno. Parece evidente, en efecto, que fueron pocos y acaso ninguno,
los que comprendieron el exacto alcance de la reforma. Ninguno, con la excepción de Canalejas en todo caso; porque es
fácil observar, en su gran discurso pronunciado en las Cortes de 25 de
junio de 1912. «Estamos abordando —decía— con las formas modestas de
aplicación a una sola provincia española, el problema de la constitución de organismos que no se hallan
establecidos en la ley fundamental
del Estado, que representan un ascenso de la vida local a las más altas
esferas de la autonomía, que significan una delegación de facultades tradicionales del Estado en cuerpos vivos de la nacionalidad española, con consecuencias indeclinables
para el presente y para el porvenir».
En otros términos, la creación de los Cabildos en Canarias es la primera baza de una política
descentralizadora y el primer paso
hacia las autonomías regionales, que seguiría siendo el problema crucial
de la política interior española a lo largo del siglo XX. Canarias
venía de este modo a recuperar no sólo una parte de su tradicional
libertad de acción, sino también su papel histórico, de banco de
ensayo de las grandes reformas españolas.
Aquel discurso de Canalejas fue un gran
discurso. Declaraba el primer ministro que se
encontraba «obligado por una convicción y una necesidad, en una empresa
en la cual comprometo la mayor responsabilidad que pueda comprometer un hombre
político», aquélla que podía poner en tela de juicio su lealtad para con las
leyes fundamentales del Estado. El sabe que
aquella ley no satisface a tirios ni a
troyanos: pero «esto pudiera prevenir el ánimo sensato acerca de la
posibilidad de que hayamos acertado con una fórmula racional, puesto que no
satisface las pasiones y no llega a uno ni otro extremo» y porque esta reforma,
más fundamental de lo que aparenta y más comprometedora
para el porvenir nacional, «es quizá el único proyecto de ley ante el cual la Cámara no desea otra cosa
que acertar y no se preocupa de
ningún otro interés, puesto que sienta precedentes de una trascendencia enorme».
Sin embargo, esta
trascendencia no ha sido captada por el Congreso y el jefe del gobierno no puede
dejar de repetir su desengaño, al observar
que el verdadero nudo del problema, cual era la reforma estructural del Estado, había pasado sin suscitar comentario alguno.
No se ha levantado «ni una sola voz acerca del contenido fundamental de este problema», que ha sido tratado
como un interés menor, «como si fuera cuestión de una carretera, de una
aldea, una contienda de villorrio, un asunto
insignificante de carácter local».
En la Cámara, el debate suscita «curiosidad, pero no
verdadero interés, en Canarias suscita pasiones, pero no verdadero debate», de
modo que el legislador tiene que luchar con
la «indiferencia de aquí, que es un
grave daño para el problema y para el Gobierno, y la pasión de allá, que es un inmenso peligro para el
Gobierno y para el archipiélago». Esta falta de interés o, más exactamente, de
exacta comprensión del problema,
explica también la salida del diputado Poggio en la misma sesión de la
Cámara, al observar «la espantosa soledad en que se debate el problema de Canarias».
De todos modos, a partir
de estas fechas los Cabildos existen, aunque no sepa nadie a qué van a corresponder
y tengan que plasmar laboriosamente su
propio ser. En conformidad con las previsiones de la nueva ley, el
reglamento provisional de los Cabildos fue aprobado
el 12 de octubre de 1912. Después de haberse procedido a las primeras
elecciones de consejeros, se constituyó en Santa Cruz el Cabildo Insular de
Tenerife, en 16 de marzo de 1913, siendo su primer
presidente Eduardo Domínguez y Alfonso. Su falta de recursos era más o menos total. Concebido como un
superayunta-miento, no podía contar, en ausencia de disposiciones legales adecuadas,
sino con la buena voluntad de sus componentes y la indiferencia de los demás.
Demasiadas instituciones y organismos habían aparecido
y desaparecido hasta entonces, para que la opinión pública sintiese interés para unos Cabildos que, como
reconocía el presidente del de Tenerife, a los siete meses de su
constitución no tenían «a pesar de nuestros esfuerzos y trabajos, ni siquiera
materia ni objeto positivo a que dedicar nuestra actividad, ni aun base oficial
segura para calcular la cantidad de nuestras futuras obligaciones».
Durante el primer año de su vida, el Cabildo
y su Comisión Permanente se reunieron en el
salón de actos del Ayuntamiento. Al año
siguiente se alquiló una casa en la calle del Castillo. En 1920 se acordó fabricar un palacio propio, sólo en 24
de junio de 1933 se determinó
definitivamente el solar y se encargaron los planos al arquitecto José E. Marrero. Subastada la obra en 20
de noviembre de 1934, por la cantidad
de 2.354.938 pesetas, se empezaron los trabajos el 2 de enero siguiente. Se dudó mucho del destino de la planta baja, que se pensaba arrendar a algún café
restaurante o a oficinas. Finalmente
el edificio se terminó en 1940, verificándose el traslado de los
servicios del Cabildo en sus nuevos locales entre el 9 y el 14 de septiembre.
La corporación era tan
pobre en sus principios, que no tenía capacidad económica suficiente para comprar
dos máquinas de escribir para su servicio,
y tuvo que conformarse con tomarlas en arrendamiento. Para formar su escudo,
se acordó consultar a los historiadores
de más reputación en aquel momento, que lo eran Manuel de Ossuna y el presbítero José Rodríguez Moure;
ambos especialistas contestaron que el más apropiado parecía ser el que
había concedido a la isla de Tenerife doña
Juana, por su real carta de 23 de marzo de 1510, y así se hizo. Para mayor satisfacción, el ministerio de la
Gobernación
concedió al Cabildo, por decreto de 26 de noviembre de 1919, el tratamiento de Excelencia. Tampoco
tardó mucho en arreglarse la
situación económica de la corporación: el Cabildo de Tenerife solicitó, de acuerdo con los demás Cabildos
canarios, la resurrección del antiguo impuesto del haber del peso, que
gravaba todas las mercancías que entraban en
las islas o salían de ellas. La
regulación, la cuantía y la repartición de este arbitrio ha sufrido variaciones que no son del caso. Tampoco es éste el
lugar para discutir la oportunidad de una contribución que, fijada con
carácter transitorio y mantenida
durante largo tiempo dentro de límites soportables, constituye en realidad un gravamen que a veces se hace pesado,
en una zona de depresión económica endémica y caracterizada. Lo cierto es que la existencia de este
gravamen ha permitido al Cabildo
Insular de Tenerife mantener una hacienda saneada, que ha hecho posible
emprender obras, reformas y mejoras hasta entonces
consideradas superiores al potencial económico insular.
Los Cabildos han hecho la
prueba de su utilidad y eficacia; pero esta prueba no ha sido inmediata. Al
principio, se les había recibido no sólo con indiferencia, sino también con
desconfianza y animosidad.
Todavía en 1918 García Sanabria declaraba
preferir la división en dos provincias a la
de Cabildos, que dividía por siete. Más penetrante, Juan Maluquer había comprendido desde el primer momento que con la ley de Cabildos las islas Canarias ganan
en descentralización, cada una por su
parte, a la vez que pierden su personalidad corno archipiélago. En efecto, parece evidente que, por ser la división lo contrario de la unidad, esta última debía de
sufrir alguna merma.
El legislador lo había comprendido también:
es indudable que la conservación de la Diputación Provincial
como órgano provincial representativo
responde a esta inquietud. Así y todo, la Diputación no podía ser lo que hubiera
debido ser, —en primer lugar porque nunca lo
había sido y porque su existencia había sido en muchos aspectos una simple ficción legal. Además, el
Cabildo la sustituía en la mayor parte
de sus obligaciones y facultades, quedando con ello no sólo mermada, sino inutilizada su función. En
fin, la articulación y el nivel de
colaboración de ambos organismos quedaba mal definido, sin saberse si la Diputación quedaría
como un super-Cabildo, o como una
mancomunidad forzosa, o simple fósil y elemento decorativo. Desde el principio se había entrevisto su vacuidad
y propuesto su supresión.
Una vez más, el problema era más grave y más
arduo de lo que aparentaba. Con ser ahora evidente el carácter de superfluidad
de la Diputación
Provincial de Canarias, no era menos evidente que su desaparición arrastraría la inevitable división
de la provincia, de cuya unidad
seguía siendo el único garante local. No por nada la proposición de su supresión venía de un diputado de
Gran Canaria, mientras Tenerife seguía
empeñada en su conservación. El pleito insular
no había terminado con la aparición de los Cabildos.
La discusión, que en realidad no había podido
ser acallada en ningún momento, volvió a acalorarse en 1917-1918, cuando el gobierno
liberal de Manuel García Prieto despierta nuevas esperanzas, por la atención y el favor con que parece acoger
los nuevos brotes del regionalismo. Por esta misma razón, esta vez no se habla
ya de unidad provincial, sino de
regionalismo; pero todos saben que en realidad las dos voces encubren la
misma solución política. La opinión de Las Palmas,
en su conjunto, se opone al regionalismo canario, al que defiende y patrocina
la política tinerfeña, porque sabe que «el regionalismo será siempre el pretexto para sostener la
unidad de la provincia». Tienen razón, porque los políticos y la
opinión hablan en Tenerife para exponer la tesis regionalista en términos de
hegemonía y piensan demasiado en ella como en
una buena solución del problema de la
capitalidad para Tenerife.
Los intentos de crear
una conciencia regionalista en Canarias, o por lo menos una formación política
dedicada al fomento del regionalismo, no
dieron el resultado apetecido. Hubo un momento de actividad en este sentido, con la creación de la Liga Regional,
animada por Luis Rodríguez Figueroa y
Manuel de Cámara (1918). Hubo también una Unión Regionalista, surgida la
sombra del movimiento catalanista de Cambó y
animada por Santiago García Sanabria y Juan
Martí Dehesa. La efervescencia se prolongó durante varios años. A fines de 1920
se pudo establecer, por consenso de los Cabildos interesados, una Mancomunidad de Cabildos, para defender los intereses comunes, y principalmente el de los
Puertos Francos. Con esta última
formación se vaciaba casi totalmente de contenido la Diputación, pero no se
modificaban apenas los datos del problema canario. La opinión seguía tan exactamente dividida como antes. Para los unos, no había más unidad administrativa
posible que la de la isla, con su Cabildo, y con la asociación eventual
de los Cabildos en una Mancomunidad
libremente consentida: los que opinan así
son los que antes se llamaban divisionistas o adversarios de la capitalidad de Santa Cruz, que todo era lo mismo.
Para los otros, el archipiélago
canario formaba un bloque o una unidad o una región, con la capital en
Santa Cruz y con una cohesión y un sentido de solidaridad a nivel del archipiélago, garantizados por la presencia de la Diputación y del
gobernador civil: la organización de la región era opinable, mientras no lo eran las instituciones provinciales.
El nudo gordiano no
podía ser cortado más que por la fuerza. Al instaurarse la dictadura de Primo de
Rivera en 1923, el nuevo gobierno pudo introducir las reformas que se habían
hecho necesarias, sin prestar atención a
los deseos contradictorios de los interesados. Lo hizo de una manera vacilante, que parece indicar que él mismo no
tenía ninguna doctrina formada de antemano sobre el particular. No acertó, porque no se puede acertar donde no hay
solución. Por lo menos, al cortar por
lo sano, impuso una solución duradera, que parecía ser la mejor de todas las malas fórmulas entre las que se podía escoger.
El Estatuto Provincial, obra de José Calvo
Sotelo, quien era entonces director general
de Administración local, mantenía el hibridismo, porque conservaba la
unidad provincial y la capital única, a la
vez que suprimía la
Diputación y fortalecía la personalidad de los Cabildos, sustituyendo al organismo
desaparecido una mancomunidad de Cabildos obligatoria. Esta primera
fase de las disposiciones autoritarias de la Dictadura es, por lo
tanto, la de una descentralización que no
prescinde de la unidad. Pero luego, en 21 de septiembre de 1927, intervino el
real decreto que dividió la provincia de Canarias en dos provincias
distintas, y la mancomunidad única en dos mancomunidades
diferentes. Esta situación, consagrada por la ley de Régimen local de
16 de diciembre de 1950, es la que mayor estabilidad y mayor prosperidad relativa ha asegurado hasta ahora a la administración local en Canarias.
Sin embargo, las
ventajas de la ley no son suficientes para ocultar su defecto: porque en realidad el pleito
provincial no ha terminado tampoco con la
nueva organización. Por un lado, la mentalidad colectiva no se ha
amoldado a la situación así creada, con la deseable rapidez. El desarrollo económico de las últimas décadas y una política de signo diferente, caracterizada por una
mayor tenacidad en la prosecución de
sus objetivos, han transformado la ciudad de Las Palmas en un centro más importante que el de Santa Cruz, desde casi todos los puntos de vista que se suelen expresar
estadísticamente. Esta supremacía
numérica había caracterizado antes a la ciudad y al puerto de Santa Cruz, y había servido de argumento para retener la capitalidad del Archipiélago. Ahora Las Palmas
ocupa el primer lugar y habla o
cuando menos piensa en términos de hegemonía, exactamente tal y como se hablaba
en Tenerife hace cien años. Ahora la idea de las regiones orgánicas
encuentra mayores simpatías en Las Palmas que
en Santa Cruz, donde piensan, como los grancanarios en 1918, que «el regionalismo será siempre el
pretexto para sostener la unidad de la provincia» y para la instauración
futura de una capital única en Las Palmas. Si se pudiese probar que estos
supuestos no son exactos, no cambiaría nada,
porque la mentalidad colectiva no parte de supuestos exactos, sino de fantasmas
alimentados por impulsos subconscientes. El
recelo no es el mejor motor de la colaboración, bien tenga bases reales o no las tenga.
Por otra parte, tratada
desde el principio de manera errada, como un sistema centralista situado en una
fuente exclusiva y monopolística del poder,
la idea del regionalismo no ha hecho más que escasos progresos en Canarias. La misma mentalidad colectiva de que hablábamos siente y admite una identidad
canaria, pero no adhiere a ella con la pasión que reserva a la isla y al
lugar. El desarrollo compartimentado por las
islas ha favorecido la creación de un sentimiento y casi de una devoción insular: el archipiélago no
se siente con verdadero fervor
estando uno en su casa, ni en otra isla que en la suya, sino cuando se encuentran los canarios fuera de
sus islas y más bien como oposición frente a lo no canario. Esto es tan cierto,
que incluso en las posiciones más
atrevidas y menos realistas del canarismo integral y del recién descubierto guanchismo, la toma de conciencia que se
propone al sujeto canario no puede hacerse desde dentro, por el camino del descubrimiento de esencias
interiores, sino invocando las
provocaciones de fuera e inventando fantasmas. De momento, la existencia
del canarismo se confunde en las mentes con su resistencia y, según el adagio político célebre, si la
resistencia no existe, es preciso
inventarla. La conciencia de la unidad canaria no está perdida, sino
extraviada. Si es ya algo, no es existencia ni resistencia, sino simple sentimiento de frustración, que quizá es lo
peor.
Sea como fuese, la
conciencia de una identidad canaria existe; el hecho de que se exprese mal, balbuceando,
tergiversando o tomando prestados jergos extranjeros, es prueba que su
definición sigue siendo difícil debido a su
poca edad y a las malas condiciones de su desarrollo. En la medida en que existe, no es posible que encuentre satisfacciones
inmediatas, en un ambiente en que la ley, los usos y más de siglo y medio de tensión se niegan a considerar
el conjunto y dan la preferencia a los
particularismos. Al fundar la vida colectiva de los canarios sobre la unidad básica de la isla, el
legislador ha obedecido a una clara
indicación de la geografía, del desarrollo histórico y de los sentimientos locales; pero ha dejado postergada
la indicación no menos clara de otra
realidad geográfica superior, de las exigencias de la economía y de otro sentimiento localista cuyo auge se hubiera podido prever.
Como la problemática de fondo subsiste, la
opinión canaria, propensa a simplificar como
todas las opiniones colectivas, no se ha hecho cargo de esta evolución
de las cosas y, de una manera general, considera el asunto en los mismos
términos de siempre: la unidad regional se
reduce a la cuestión de la capitalidad única y ésta se adjudica, como en un encuentro pugilístico, al que
resulta ser más fuerte y que, por lo tanto, defenderá después su título
por la fuerza. Para la mayoría, el problema
canario es una competición de campeonato.
¿La ciudad de Las Palmas tiene más habitantes que Santa Cruz? La dificultad
tiene remedio: propuesta ya desde 1910, la unión de Santa Cruz con La
Laguna será suficiente para oponerse a la «codiciada supremacía» de la ciudad
grancanaria. Entonces Las Palmas se
saca de la manga el triunfo que se llama Telde y el otro triunfo que se expresa en toneladas de
mercancías, —y a Santa Cruz le
corresponderá después inventarse otra respuesta. Mientras tanto, nadie parece haberse percatado de que la
creación de una región canaria, de
que se ha hablado mucho y se seguirá hablando, tampoco será una solución definitiva. En primer lugar,
porque el problema de la capitalidad
única seguirá entreteniendo los recelos y las tensiones, sea cual fuese
la opción final, repitiéndose en los mismos términos, o en términos inversos, las interminables disensiones del siglo XIX En segundo
lugar porque el mecanismo de los cambios es tal, que la instauración del
regionalismo mermaría o inutilizaría las instituciones
insulares, al igual que éstas habían inutilizado en su día las instituciones
provinciales. En fin, porque la opinión canaria no ha asumido su
canarismo o, cuando lo ha asumido, ha partido de bases igualmente
equivocadas y que sólo pueden originar tensiones y disensiones de una clase diferente, pero no
menores. Un equilibrio dialéctico entre las
tendencias será siempre posible; pero es particularmente difícil entre un regionalismo que se funda en la razón y unos particularismos y apegos tradicionales que
expresan posiciones puramente
sentimentales, máxime cuando ambas merecen el mismo respeto.”
(Alejandro Ciuranescu,
Historia de Santa Cruz, 1978. t. III: 12o y ss.).
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