lunes, 28 de abril de 2014

EFEMERIDES CANARIAS





UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: DECADA 1911-1920



CAPITULO III




Eduardo Pedro Garcia Rodríguez


1911 febrero 24.
Los servicios marítimos regulares entre las Islas Canarias, con extensión a la costa del continente (África,) convocados por real decreto de 24 de febrero de 1911, fueron adjudicados a la Compañía de Vapores Interinsulares Canarios, en abril de ese mismo año.
Esta empresa había sido legalmente constituida el 24 de septiembre de 1888 en Las Palmas de Gran Canaria, precisamente para optar a un nuevo concurso que pretendía establecer una serie de líneas de correos marítimos interinsulares con buques de vapor.
Los esfuerzos y el apoyo del ministro de la Gobernación, el criollo canario Fernando León y Castillo, se concentraron en ese empeño, pues no en vano era un perfecto conocedor de lo deficiente del servicio de comunicaciones hasta entonces. . (Juan Carlos Díaz Lorenzo, 1989)
1911 febrero 24.
En el pliego de condiciones para la concesión del transporte marítimo interinsular en el Archipiélago Canario, de se exigía por parte de la metrópoli al adjudicatario que estuviera en posesión de tres vapores de 1.000 toneladas cada uno y otros tres de 500 toneladas. De inmediato se ordenó la construcción de los seis buques en astilleros británicos y todos fueron entregados y puestos en servicio en el primer semestre de 1912, siendo bautizados con los nombres de "Viera y Clavijo" (2°), "León y Castillo" (2°), "La Palma", "Fuerteventura", "Lanzarote" y "Gomera-Hierro". La incorporación cronológica de los nuevos buques fue la siguiente: * "Viera y Clavijo": Salió de Liverpool con destino a Las Palmas de Gran Canaria el 15 de febrero de 1912 y, después de permanecer en ese puerto casi un mes, el 17 de marzo siguiente arribó por primera vez a Santa Cruz de Tenerife, celebrándose una recepción a bordo. El día 26 fondeó por primera vez en La Estaca (El Hierro). "León y Castillo": Llegó a Las Palmas el 25 de marzo, procedente de Middlebrough y procedió a pintar su casco. El 1 de abril estuvo en Santa Cruz de Tenerife por primera vez, procedente de Santa Cruz de La Palma."Gomera-Hierro": Al igual que el "León y Castillo", su arribada al puertode Las Palmas se produjo el 25 de marzo y también procedió a pintar elcasco. El 2 de abril inició viaje con escalas en los puertos de Los Abrigos, LosCristianos, Adeje y Guía de Isora. "Lanzarote": Procedente de Las Palmas, arribó a Santa Cruz de Tene­rife el 5 de abril, con ocho pasajeros, regresando al puerto de procedencia."La Palma": El 5 de mayo arribó, en su primera escala, al puerto deSanta Cruz de Tenerife, procedente de Las Palmas."Fuerteventura": Fue entregado a la Compañía de Vapores Interinsula­res Canarios en abril y, en los primeros días de mayo, comenzó su servicio marítimo.
Estos seis vapores situaron a los servicios interinsulares en un nivel fran­camente inimaginable unos pocos años antes.
La Primera Guerra Mundial incidió de forma negativa sobre el servicio de los seis buques como consecuencia de la falta de carbón. Por esta razón y por real orden del Ministerio de Fomento, de 23 de junio de 1916, se autorizaba a la Compañía de Vapores Interinsulares Canarios a reducir dos de las seis expediciones mensuales de la línea principal y tres de las seis de la comercial.
La naviera canaria-inglesa continuó la prestación de los servicios de correos ma­rítimos que le habían sido adjudicados hasta el año 1921, en que se convocó nuevo concurso por real decreto de 11 de noviembre del mismo año, presen­tando proposiciones la propia Compañía de Vapores Interinsulares y Compa­ñía Trasmediterránea. . (Juan Carlos Díaz Lorenzo, 1989)
1911 Marzo 27.
Como consecuencia del desarrollo del tráfico interinsular surgió la necesidad de aumentar las comunicaciones así como el tonelaje de los buques, y se anunció el concurso de 27 de Marzo de 1911, en que de nuevo la Compañía de Vapores Correos Interinsulares se hizo con la adjudicación.
En el pliego de condiciones del contrato se exigía al adjudicatario que estuviera en posesión de tres vapores de 1.100 toneladas de desplazamiento cada uno y otros tres de 550 toneladas, con el fin de realizar seis expediciones mensuales a los puertos del itinerario principal y otras seis expediciones a los puertos de segundo orden, así como una expedición mensual a la colonia de Río de Oro.
Para cumplir las condiciones del contrato, la Compañía de Vapores Correos Interinsulares Canarios ordenó la construcción de los seis buques en astilleros británicos. Los tres más grandes fueron bautizados con los nombres de Viera y Clavijo, León y Castillo, y La Palma y los más pequeños con los de Gomera-Hierro, Lanzarote y Fuerteventura.
El Gomera-Hierro fue encargado a los astilleros ingleses Caledon S. B. & E. Co. Ltd. y se construyó en la factoría de Dundee siendo la construcción número 225 de los mencionados astilleros.
El buque fue botado el 22 de enero de 1912 y el 8 de marzo de ese año fue entregado a sus propietarios, la Compañía de Vapores Interinsulares Canarios, siendo el primer “playero” que se entregaba.
El día 16 de marzo, junto al León y Castillo, arribó por primera vez a Canarias, concretamente al puerto de La Luz, en medio de una gran expectación. Después ambos entraron en varadero para pintar sus cascos.
El 1 de abril siguiente llegó a Santa Cruz de Tenerife y horas después fue despachado para Porís de Abona, El Médano, Los Abrigos,Los Cristianos, Adeje, Guía de Isora, Vallehermoso y Valle Gran Rey.
En septiembre de 1919 trajo desde Las Palmas al puerto de Santa Cruz de Tenerife los equipos para iniciar el reflotamiento del vapor Westburn, hundido en agua de Anaga.


Año tras año enlazó las islas en su misión de buque-correo, hasta que en 1929, tras la adquisición del vapor yugoslavo Vojvodina, que fue rebautizado Hierro, el Gomera-Hierro pasó a llamarse simplemente Gomera.
En 1930, Don Emilio Ley, Jefe de la Casa Elder en Canarias y Director de la compañía, y Don Juan March, siguiendo las indicaciones del Gobierno, negociaron el traspaso de la concesión de servicios marítimos a la Compañía Trasmediterránea. En el mes de junio se resolvió definitivamente la absorción de la Compañía de Vapores Correos Interinsulares Canarios, pasando a manos de Trasmediterránea todas las posesiones e instalaciones que tenía la Compañía en todos los puertos Canarios y en la costa africana, la flota de barcos y el personal. El vapor Gomera navegó a partir de entonces con la contraseña de la Trasmediterránea.
Al igual que el resto de los correillos, durante la guerra civil española, fue militarizado y prestó servicios sin mayor relevancia histórica y así permaneció, sin salir del dominio de las aguas interinsulares, hasta el final de la contienda.
En 1950 acudió en auxilio del mercante italiano Lauzano, que había embarrancado en la costa africana entre Cabo Blanco y Villa Cisneros y recogió a varios de sus tripulantes.

En 1951 abordó al motovelero Bella Lucía, cuando navegaba en la derrota de Fuerteventura.

En 1965 sufrió un serio percance que finalmente originó el final de su vida marinera tras cincuenta y tres años de navegación en sus cuadernas. En la noche del 19 de enero, en uno de sus viajes regulares entre Las Palmas, Lanzarote, La Güera y Port Etienne, embarrancó en un banco de arena a unas ocho millas al sur de El Aaiún. La situación se hizo realmente angustiosa y su llamada de socorro fue captada por la Estación Costera.
La motonave Ciudad de Teruel y el pesquero Juan y Matilde acudieron en su auxilio, siendo este último el primero en llegar al lugar del siniestro, aunque no se pudo acercar al buque siniestrado ya que éste permanecía con las luces apagadas por avería en la instalación eléctrica. Al amanecer el Juan y Matilde pudo acercarse al Gomera y trasbordar a los 17 pasajeros que iban a bordo sin que se registraran incidentes.
Inicialmente cundió el pesimismo respecto al reflotamiento del Gomera pero con la ayuda del remolcador Pacific, que zarpó desde el puerto grancanario, el Gomera pudo ser reflotado apreciándose algunas vías de agua y una rotura de la junta del cheque principal de la caldera, situación en la que pudo regresar a Las Palmas, adonde arribó al amanecer del 21 de enero. La reparación del buque se estimó inviable y el Consejo de Administración de la Trasmediterránea acordó su venta, quedando desafectado del contrato de comunicaciones marítimas de soberanía y causó baja a todos los efectos por Orden del 27 de abril de 1965. En septiembre fue vendido para desguace al chatarrero J. Castillo, en Barcelona, siendo el primero de la serie de tres unidades de construcción inglesa, entradas en servicio en 1912, que causó baja.
1911 Mayo 14. El Ayuntamiento de Winiwuada n Tamaránt (Las Palmas de Gran Canaria) nombra, por aclamación, Hijos Adoptivos al español  Luís Morote, diputado por Tamareánt (Gran Canaria) en la Cortes de la metrópoli y al obispo de la secta católica Pérez Muñoz. Hijos predilectos ya lo eran los criollos Fernando León y Castillo, Benito Pérez Galdós y Leopoldo Matos Massieu.
1911 Mayo 18. En la sociedad Nueva Aurora se celebró un mitin en favor de la división de la provincia. Hicieron uso de la palabra Ambrosio Hurtado de Mendoza y Juan Bautista Melo. Días después lo haría Prudencio Morales en los salones de la Filarmónica.
1911 Abril 29. El título de Marqués de Arucas es concedido, por Real Decreto al criollo Ramón Madan y Uriondo Cambreleng y Duggi, Caballero Gran Cruz al Mérito Agrícola, por el rey español Alfonso XIII.  Ramón Madan, I Marqués de Arucas, era hijo de  Juan José Madan y Cambreleng, y de su segunda esposa, hermana de la primera, . Isabel de Uriondo y Duggi. El origen de este marquesado se remonta a 1859, fecha en la que el mayorazgo de Arucas es dividido en dos partes. Una de ellas, fue comprada por el  Alfonso Gourié Álvarez, y la otra por  Bruno González Castellano, padre de María del Rosario González y Fernández del Campo (quien heredaría todo el patrimonio).   María del Rosario casó con el tinerfeño  Ramón Madan y Uriondo, a quien, como indicábamos anteriormente, le sería concedido el marquesado en 1911.
Este matrimonio no dejó descendencia, con lo que el título pasó a su sobrina, y posteriormente, a una hija de ésta,  María del Carmen Fernández del Campo y Madan (casada en 1915 con  Felipe Massieu de la Rocha). El marquesado de Arucas ha sido ostentado desde el 25 de octubre de 1973 por la hija nacida de este matrimonio, Dña. Rosario Massieu y Fernández del Campo (casada con  Luís Benítez de Lugo y Ascanio, Marqués de la Florida), recientemente fallecida.
1911 mayo 10.
En Santa Cruz, una manifestación de señoras, encabezada por la esposa del alcalde, doña Robertina Dehesa de Martí y formada, según cálculos exaltados del gobernador civil Eulate, por unas diez mil mujeres, bajó ordenadamente desde el Ayuntamiento al Gobierno Civil. El mismo día, 10 de mayo, un millar de personas invadieron por segunda vez el diario El Tiempo, conocido por sus tendencias divisionistas, y destrozaron su redacción, maquinaria y talleres. En el ayuntamiento, el alcalde Martí Dehesa presentó su dimisión en señal de protesta contra la actitud del gobierno central. En una sesión tumultuosa, en que Patricio Estévanez parece haber llevado la voz cantante, se acordó otorgar al alcalde un voto de confianza; exigir la dimisión de todos los cargos de nombramiento real; dejar de diri­girse al gobierno en relación con el conflicto y dar por no recibida cualquier comunicación de éste al respecto; «que se abstenga la corpo­ración, mientras las circunstancias no le aconsejen otra cosa, de eje­cutar ni concurrir a ningún acto exterior oficial en que tenga que ponerse en contacto con cualquier entidad u organismo del Estado»; transformar en tres días de luto la fiesta de Santiago, si hasta entonces no se ha solucionado, o se ha solucionado negativamente, el problema de la unión provincial; y levantar la sesión en señal de protesta. La verdad es que tampoco hubo gran satisfacción en Las Palmas.
En las Cortes la discusión del proyecto fue larga y acalorada. Entre el proyecto inicial del gobierno, el dictamen de la comisión de la Cámara de los diputados, el de la Comisión del Congreso y las modificaciones admitidas durante la discusión del texto, la ley de organización administrativa de Canarias, conocida con el nombre de ley de Cabildos y promulgada el 11 de julio de 191 1, no se parece apenas con lo que en el principio se había pensado hacer. Era, sin embargo, la primera que no venía como un dictado desde arriba; hacía cuenta, en lo que había parecido posible, de los resul­tados de una información pública y, sobre todo, había pasado por una larga y dura discusión pública, en que cada uno de los intere­sados había podido expresar su opinión y defender sus intereses.
Los Cabildos insulares no salieron de repente de la mente del legislador, como Minerva del muslo de Júpiter. Había ya algunos años que se estaba hablando de su reposición, como de una solución posible del problema canario. Propuesta en las conclusiones de la asamblea celebrada en Santa Cruz, en mayo de 1908, en base a la ponencia de Ramón Gil Roldan, había sido recogida en el informe elaborado por el ayuntamiento de Santa Cruz para contestar al mi­nisterio de la Gobernación, y aprobado en su sesión de 6 de julio de 1910. En este informe se definía el Cabildo como una institución insular, con las atribuciones de la Diputación Provincial y compuesta de re­presentantes elegidos por sufragio directo a la vez que de vocales natos, designados por los ayuntamientos. Otros informes también hicieron suya esta proposición, insistiendo en la necesidad de conservar al mismo tiempo la Diputación, como garantía de la unidad canaria y de dar a los futuros Cabildos un estatuto fundamentalmente mu­nicipal, como ya lo había tenido en tiempos pasados A su vez, el dictamen de la Comisión de la Cámara recogió la sugerencia en esta última forma. El artículo 6 de su proyecto mantiene la Diputación Provincial, con su residencia en Santa Cruz, a la vez que crea un Cabildo en cada una de las siete islas. La misma Comisión experimentó muchas dificultades para sacar adelante su proyecto, que pretendía conciliar el presente con la tradición y el principio de unidad provincial con la autonomía insular. Como lo decía en la Comisión el diputado Luis Moróte, hablando por Las Palmas, «noso­tros partimos de un proyecto de división; vosotros estabais mante­niendo vuestro estado de posesión de unidad, y el Sr. Presidente del Consejo ha dicho: —Yo no soy divisionista ni antidivisionista: soy reformista». La opinión era tan dividida, que el dictamen sólo reunió cuatro votos, cuando necesitaba cinco: pudo pasar porque votó finalmente a su favor Moróte, muy a regañadientes y con la idea de que a lo menos se ganaba la autonomía local.
A pesar de todas las dificultades, la ley pasó: no tanto por ser la solución más equitativa de las pocas posible, como por haberla presentado el gobierno. Parece evidente, en efecto, que fueron pocos y acaso ninguno, los que comprendieron el exacto alcance de la re­forma. Ninguno, con la excepción de Canalejas en todo caso; porque es fácil observar, en su gran discurso pronunciado en las Cortes de 25 de junio de 1912. «Estamos abordando —decía— con las formas modestas de aplicación a una sola provincia española, el problema de la constitución de organismos que no se hallan establecidos en la ley fundamental del Estado, que representan un ascenso de la vida local a las más altas esferas de la autonomía, que significan una delegación de facultades tradicionales del Estado en cuerpos vivos de la naciona­lidad española, con consecuencias indeclinables para el presente y para el porvenir». En otros términos, la creación de los Cabildos en Canarias es la primera baza de una política descentralizadora y el primer paso hacia las autonomías regionales, que seguiría siendo el problema crucial de la política interior española a lo largo del siglo XX. Canarias venía de este modo a recuperar no sólo una parte de su tra­dicional libertad de acción, sino también su papel histórico, de banco de ensayo de las grandes reformas españolas.
Aquel discurso de Canalejas fue un gran discurso. Declaraba el primer ministro que se encontraba «obligado por una convicción y una necesidad, en una empresa en la cual comprometo la mayor responsabilidad que pueda comprometer un hombre político», aquélla que podía poner en tela de juicio su lealtad para con las leyes fun­damentales del Estado. El sabe que aquella ley no satisface a tirios ni a troyanos: pero «esto pudiera prevenir el ánimo sensato acerca de la posibilidad de que hayamos acertado con una fórmula racional, puesto que no satisface las pasiones y no llega a uno ni otro extremo» y porque esta reforma, más fundamental de lo que aparenta y más comprometedora para el porvenir nacional, «es quizá el único pro­yecto de ley ante el cual la Cámara no desea otra cosa que acertar y no se preocupa de ningún otro interés, puesto que sienta prece­dentes de una trascendencia enorme».
Sin embargo, esta trascendencia no ha sido captada por el Congreso y el jefe del gobierno no puede dejar de repetir su desen­gaño, al observar que el verdadero nudo del problema, cual era la reforma estructural del Estado, había pasado sin suscitar comentario alguno. No se ha levantado «ni una sola voz acerca del contenido fun­damental de este problema», que ha sido tratado como un interés menor, «como si fuera cuestión de una carretera, de una aldea, una contienda de villorrio, un asunto insignificante de carácter local».
En la Cámara, el debate suscita «curiosidad, pero no verdadero in­terés, en Canarias suscita pasiones, pero no verdadero debate», de modo que el legislador tiene que luchar con la «indiferencia de aquí, que es un grave daño para el problema y para el Gobierno, y la pasión de allá, que es un inmenso peligro para el Gobierno y para el archi­piélago». Esta falta de interés o, más exactamente, de exacta compren­sión del problema, explica también la salida del diputado Poggio en la misma sesión de la Cámara, al observar «la espantosa soledad en que se debate el problema de Canarias».
De todos modos, a partir de estas fechas los Cabildos existen, aunque no sepa nadie a qué van a corresponder y tengan que plas­mar laboriosamente su propio ser. En conformidad con las previ­siones de la nueva ley, el reglamento provisional de los Cabildos fue aprobado el 12 de octubre de 1912. Después de haberse procedido a las primeras elecciones de consejeros, se constituyó en Santa Cruz el Cabildo Insular de Tenerife, en 16 de marzo de 1913, siendo su primer presidente Eduardo Domínguez y Alfonso. Su falta de recursos era más o menos total. Concebido como un superayunta-miento, no podía contar, en ausencia de disposiciones legales ade­cuadas, sino con la buena voluntad de sus componentes y la indi­ferencia de los demás. Demasiadas instituciones y organismos habían aparecido y desaparecido hasta entonces, para que la opinión pública sintiese interés para unos Cabildos que, como reconocía el presi­dente del de Tenerife, a los siete meses de su constitución no tenían «a pesar de nuestros esfuerzos y trabajos, ni siquiera materia ni objeto positivo a que dedicar nuestra actividad, ni aun base oficial segura para calcular la cantidad de nuestras futuras obligaciones».
Durante el primer año de su vida, el Cabildo y su Comisión Per­manente se reunieron en el salón de actos del Ayuntamiento. Al año siguiente se alquiló una casa en la calle del Castillo. En 1920 se acordó fabricar un palacio propio, sólo en 24 de junio de 1933 se determinó definitivamente el solar y se encargaron los planos al arquitecto José E. Marrero. Subastada la obra en 20 de noviembre de 1934, por la cantidad de 2.354.938 pesetas, se empezaron los tra­bajos el 2 de enero siguiente. Se dudó mucho del destino de la planta baja, que se pensaba arrendar a algún café restaurante o a oficinas. Finalmente el edificio se terminó en 1940, verificándose el traslado de los servicios del Cabildo en sus nuevos locales entre el 9 y el 14 de septiembre.
La corporación era tan pobre en sus principios, que no tenía capacidad económica suficiente para comprar dos máquinas de es­cribir para su servicio, y tuvo que conformarse con tomarlas en arren­damiento. Para formar su escudo, se acordó consultar a los histo­riadores de más reputación en aquel momento, que lo eran Manuel de Ossuna y el presbítero José Rodríguez Moure; ambos especialistas contestaron que el más apropiado parecía ser el que había concedido a la isla de Tenerife doña Juana, por su real carta de 23 de marzo de 1510, y así se hizo. Para mayor satisfacción, el ministerio de la Gobernación concedió al Cabildo, por decreto de 26 de noviembre de 1919, el tratamiento de Excelencia. Tampoco tardó mucho en arreglarse la situación económica de la corporación: el Cabildo de Tenerife solicitó, de acuerdo con los demás Cabildos canarios, la resurrección del antiguo impuesto del haber del peso, que gravaba todas las mercancías que entraban en las islas o salían de ellas. La regulación, la cuantía y la repartición de este arbitrio ha sufrido variaciones que no son del caso. Tampoco es éste el lugar para dis­cutir la oportunidad de una contribución que, fijada con carácter transitorio y mantenida durante largo tiempo dentro de límites so­portables, constituye en realidad un gravamen que a veces se hace pesado, en una zona de depresión económica endémica y caracteri­zada. Lo cierto es que la existencia de este gravamen ha permitido al Cabildo Insular de Tenerife mantener una hacienda saneada, que ha hecho posible emprender obras, reformas y mejoras hasta entonces consideradas superiores al potencial económico insular.
Los Cabildos han hecho la prueba de su utilidad y eficacia; pero esta prueba no ha sido inmediata. Al principio, se les había recibido no sólo con indiferencia, sino también con desconfianza y animosidad.
Todavía en 1918 García Sanabria declaraba preferir la división en dos provincias a la de Cabildos, que dividía por siete. Más penetrante, Juan Maluquer había comprendido desde el primer momento que con la ley de Cabildos las islas Canarias ganan en descentraliza­ción, cada una por su parte, a la vez que pierden su personalidad co­rno archipiélago. En efecto, parece evidente que, por ser la división lo contrario de la unidad, esta última debía de sufrir alguna merma.
El legislador lo había comprendido también: es indudable que la conservación de la Diputación Provincial como órgano provincial representativo responde a esta inquietud. Así y todo, la Diputación no podía ser lo que hubiera debido ser, —en primer lugar porque nunca lo había sido y porque su existencia había sido en muchos aspectos una simple ficción legal. Además, el Cabildo la sustituía en la mayor parte de sus obligaciones y facultades, quedando con ello no sólo mermada, sino inutilizada su función. En fin, la articulación y el nivel de colaboración de ambos organismos quedaba mal definido, sin saberse si la Diputación quedaría como un super-Cabildo, o como una mancomunidad forzosa, o simple fósil y elemento decorativo. Desde el principio se había entrevisto su vacuidad y propuesto su supresión.
Una vez más, el problema era más grave y más arduo de lo que aparentaba. Con ser ahora evidente el carácter de superfluidad de la Diputación Provincial de Canarias, no era menos evidente que su desaparición arrastraría la inevitable división de la provincia, de cuya unidad seguía siendo el único garante local. No por nada la proposición de su supresión venía de un diputado de Gran Canaria, mientras Tenerife seguía empeñada en su conservación. El pleito insular no había terminado con la aparición de los Cabildos.
La discusión, que en realidad no había podido ser acallada en ningún momento, volvió a acalorarse en 1917-1918, cuando el gobierno liberal de Manuel García Prieto despierta nuevas esperanzas, por la atención y el favor con que parece acoger los nuevos brotes del regionalismo. Por esta misma razón, esta vez no se habla ya de unidad provincial, sino de regionalismo; pero todos saben que en realidad las dos voces encubren la misma solución política. La opinión de Las Palmas, en su conjunto, se opone al regionalismo canario, al que de­fiende y patrocina la política tinerfeña, porque sabe que «el regiona­lismo será siempre el pretexto para sostener la unidad de la provin­cia». Tienen razón, porque los políticos y la opinión hablan en Tenerife para exponer la tesis regionalista en términos de hegemonía y piensan demasiado en ella como en una buena solución del pro­blema de la capitalidad para Tenerife.
Los intentos de crear una conciencia regionalista en Canarias, o por lo menos una formación política dedicada al fomento del regio­nalismo, no dieron el resultado apetecido. Hubo un momento de ac­tividad en este sentido, con la creación de la Liga Regional, animada por Luis Rodríguez Figueroa y Manuel de Cámara (1918). Hubo también una Unión Regionalista, surgida la sombra del movimiento catalanista de Cambó y animada por Santiago García Sanabria y Juan Martí Dehesa. La efervescencia se prolongó durante varios años. A fines de 1920 se pudo establecer, por consenso de los Cabildos interesados, una Mancomunidad de Cabildos, para defender los in­tereses comunes, y principalmente el de los Puertos Francos. Con esta última formación se vaciaba casi totalmente de contenido la Diputación, pero no se modificaban apenas los datos del problema canario. La opinión seguía tan exactamente dividida como antes. Para los unos, no había más unidad administrativa posible que la de la isla, con su Cabildo, y con la asociación eventual de los Cabil­dos en una Mancomunidad libremente consentida: los que opinan así son los que antes se llamaban divisionistas o adversarios de la capitalidad de Santa Cruz, que todo era lo mismo. Para los otros, el archipiélago canario formaba un bloque o una unidad o una región, con la capital en Santa Cruz y con una cohesión y un sentido de soli­daridad a nivel del archipiélago, garantizados por la presencia de la Diputación y del gobernador civil: la organización de la región era opinable, mientras no lo eran las instituciones provinciales.
El nudo gordiano no podía ser cortado más que por la fuerza. Al instaurarse la dictadura de Primo de Rivera en 1923, el nuevo gobierno pudo introducir las reformas que se habían hecho necesa­rias, sin prestar atención a los deseos contradictorios de los interesa­dos. Lo hizo de una manera vacilante, que parece indicar que él mismo no tenía ninguna doctrina formada de antemano sobre el particular. No acertó, porque no se puede acertar donde no hay solución. Por lo menos, al cortar por lo sano, impuso una solución duradera, que parecía ser la mejor de todas las malas fórmulas entre las que se podía escoger.
El Estatuto Provincial, obra de José Calvo Sotelo, quien era entonces director general de Administración local, mantenía el hibridismo, porque conservaba la unidad provincial y la capital única, a la vez que suprimía la Diputación y fortalecía la personalidad de los Cabildos, sustituyendo al organismo desaparecido una manco­munidad de Cabildos obligatoria. Esta primera fase de las disposiciones autoritarias de la Dictadura es, por lo tanto, la de una descentrali­zación que no prescinde de la unidad. Pero luego, en 21 de septiembre de 1927, intervino el real decreto que dividió la provincia de Canarias en dos provincias distintas, y la mancomunidad única en dos man­comunidades diferentes. Esta situación, consagrada por la ley de Ré­gimen local de 16 de diciembre de 1950, es la que mayor estabilidad y mayor prosperidad relativa ha asegurado hasta ahora a la adminis­tración local en Canarias.
Sin embargo, las ventajas de la ley no son suficientes para ocul­tar su defecto: porque en realidad el pleito provincial no ha terminado tampoco con la nueva organización. Por un lado, la mentalidad colectiva no se ha amoldado a la situación así creada, con la deseable rapidez. El desarrollo económico de las últimas décadas y una polí­tica de signo diferente, caracterizada por una mayor tenacidad en la prosecución de sus objetivos, han transformado la ciudad de Las Palmas en un centro más importante que el de Santa Cruz, desde casi todos los puntos de vista que se suelen expresar estadísticamente. Esta supremacía numérica había caracterizado antes a la ciudad y al puerto de Santa Cruz, y había servido de argumento para retener la capitalidad del Archipiélago. Ahora Las Palmas ocupa el primer lugar y habla o cuando menos piensa en términos de hegemonía, exactamente tal y como se hablaba en Tenerife hace cien años. Ahora la idea de las regiones orgánicas encuentra mayores simpatías en Las Palmas que en Santa Cruz, donde piensan, como los grancanarios en 1918, que «el regionalismo será siempre el pretexto para sostener la unidad de la provincia» y para la instauración futura de una capital única en Las Palmas. Si se pudiese probar que estos supuestos no son exactos, no cambiaría nada, porque la mentalidad colectiva no parte de supuestos exactos, sino de fantasmas alimentados por impulsos subconscientes. El recelo no es el mejor motor de la colaboración, bien tenga bases reales o no las tenga.
Por otra parte, tratada desde el principio de manera errada, como un sistema centralista situado en una fuente exclusiva y monopolística del poder, la idea del regionalismo no ha hecho más que escasos progresos en Canarias. La misma mentalidad colectiva de que hablábamos siente y admite una identidad canaria, pero no adhiere a ella con la pasión que reserva a la isla y al lugar. El desarrollo compartimentado por las islas ha favorecido la creación de un sentimiento y casi de una devoción insular: el archipiélago no se siente con ver­dadero fervor estando uno en su casa, ni en otra isla que en la suya, sino cuando se encuentran los canarios fuera de sus islas y más bien como oposición frente a lo no canario. Esto es tan cierto, que incluso en las posiciones más atrevidas y menos realistas del canarismo inte­gral y del recién descubierto guanchismo, la toma de conciencia que se propone al sujeto canario no puede hacerse desde dentro, por el camino del descubrimiento de esencias interiores, sino invocando las provocaciones de fuera e inventando fantasmas. De momento, la existencia del canarismo se confunde en las mentes con su resistencia y, según el adagio político célebre, si la resistencia no existe, es pre­ciso inventarla. La conciencia de la unidad canaria no está perdida, sino extraviada. Si es ya algo, no es existencia ni resistencia, sino simple sentimiento de frustración, que quizá es lo peor.
Sea como fuese, la conciencia de una identidad canaria existe; el hecho de que se exprese mal, balbuceando, tergiversando o tomando prestados jergos extranjeros, es prueba que su definición sigue siendo difícil debido a su poca edad y a las malas condiciones de su desa­rrollo. En la medida en que existe, no es posible que encuentre satis­facciones inmediatas, en un ambiente en que la ley, los usos y más de siglo y medio de tensión se niegan a considerar el conjunto y dan la preferencia a los particularismos. Al fundar la vida colectiva de los canarios sobre la unidad básica de la isla, el legislador ha obedecido a una clara indicación de la geografía, del desarrollo histórico y de los sentimientos locales; pero ha dejado postergada la indicación no menos clara de otra realidad geográfica superior, de las exigencias de la economía y de otro sentimiento localista cuyo auge se hubiera podido prever.
Como la problemática de fondo subsiste, la opinión canaria, propensa a simplificar como todas las opiniones colectivas, no se ha hecho cargo de esta evolución de las cosas y, de una manera general, considera el asunto en los mismos términos de siempre: la unidad regional se reduce a la cuestión de la capitalidad única y ésta se adjudica, como en un encuentro pugilístico, al que resulta ser más fuerte y que, por lo tanto, defenderá después su título por la fuerza. Para la mayoría, el problema canario es una competición de campeo­nato. ¿La ciudad de Las Palmas tiene más habitantes que Santa Cruz? La dificultad tiene remedio: propuesta ya desde 1910, la unión de Santa Cruz con La Laguna será suficiente para oponerse a la «codiciada supremacía» de la ciudad grancanaria. Entonces Las Palmas se saca de la manga el triunfo que se llama Telde y el otro triunfo que se expresa en toneladas de mercancías, —y a Santa Cruz le corresponderá después inventarse otra respuesta. Mientras tanto, nadie parece haberse percatado de que la creación de una región canaria, de que se ha hablado mucho y se seguirá hablando, tampoco será una solución definitiva. En primer lugar, porque el problema de la capitalidad única seguirá entreteniendo los recelos y las tensio­nes, sea cual fuese la opción final, repitiéndose en los mismos tér­minos, o en términos inversos, las interminables disensiones del si­glo XIX En segundo lugar porque el mecanismo de los cambios es tal, que la instauración del regionalismo mermaría o inutilizaría las instituciones insulares, al igual que éstas habían inutilizado en su día las instituciones provinciales. En fin, porque la opinión canaria no ha asumido su canarismo o, cuando lo ha asumido, ha partido de bases igualmente equivocadas y que sólo pueden originar tensiones y disensiones de una clase diferente, pero no menores. Un equilibrio dialéctico entre las tendencias será siempre posible; pero es parti­cularmente difícil entre un regionalismo que se funda en la razón y unos particularismos y apegos tradicionales que expresan posiciones puramente sentimentales, máxime cuando ambas merecen el mismo respeto.”
(Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1978. t. III: 12o y ss.).

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