“Muchos años después, frente
al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar
aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Cuando
por los setenta y pico leí ese arranque de los 100 años más llenos de gente y
soledad de la literatura tuve, forzosamente, que acordarme de mi propio padre
en aquel remoto día de finales de los cuarenta en que, aún de pantalón corto y
tirantes, me mandó a buscar el hielo a la fábrica de gasesosas que Olsen tenía
en la calle Herradores de aquel Macondo que era La Laguna de entonces. Mi
madre había padecido años antes un principio de tuberculosis, enfermedad reina
en la Canarias
hambrienta y miserable de la postguerra española, y le recetaron penicilina,
droga milagrosa y casi desconocida en Canarias. La “picilina” se le compraba a
los cambuyoneros que la cambiaban por ron y tabacos a los chonis de los barcos
ingleses. El milagroso polvo blanquecino venía en pequeños frasquitos de tapas
de goma y se disolvía con agua destilada que se inyectaba al frasco con
jeringuilla y se extraía luego en varias dosis. Ese intervalo entre dosis era
el que necesitaba el hielo para guardarse y, que yo supiera, en toda aquella
Aguere/Macondo aún no habían llegado las neveras a los hogares aunque, por
ejemplo, el Hotel Aguere tenía una General Electrical –también del cambullón-
para sus acomodados huéspedes. Por eso fui aquella mañana, y las siguientes, a
buscar las barras de hielo que fabricaba Olsen, que traía en un saco a través
del cual quemaba al ratito de tener la barra cogida y que luego, en casa, se
guardaba dentro de paños en una bañera de cinc para conservar los frasquitos y
para disfrute mío y de algún vecino, como José Manuel y Antoñito Barreto, que
alcanzábamos a chupar pedazos de aquella maravilla gélida y quemona.
Hoy es Gabo la noticia. Hay
empeñados en decir que Gabriel García Márquez ha muerto. No es verdad. Las
personas como él no mueren, como no mueren sus personajes aunque se haya visto
obligado a matar al coronel Aureliano Buendía mientras meaba y Prudencio
Aguilar venga, jodelón, a cada rato después de morir. Gabo, una vez más ha
cambiado de residencia como confirma un telegrama llegado desde Aracataca con
sello de urgencia. Una vez más, y sin que hayan mediado esta vez gringos
altaneros o gusaneras afincadas en el latino Niuyor, Gabo se ha marchado de
México ayudado de algún misterioso invento suministrado por Melquiades, pero no
se ha ido a Barcelona ni a Cartagena de Indias. Se ha ido a las estrellas, a
esas estrellas que desde Canarias se ven siempre verdes. En una de ellas andan,
juntos y revueltos, una pléyade de interesantes criaturas que se acercan a
saludar al nuevo habitante. Allí, por un gran mar que ocupa un pico entero de
la estrella, cerca de la costa, navega Ulises, disputando el mando del barco a
Simbad y a Akab, mientras que Vasco intenta arranchar en esa agua a su propio
barco para navegar proa a Os Lusiadas, sorteando la Atlántida
canario-catalana soñada por Mossen Cinto. Navegando mar adentro va el capitán
Nemo, llevando a Jhon Silver el Largo de cocinero, en su Nautilus en busca de
unas islas descubiertas por Gulliver en que se cree que moran Robinson y
Viernes, mientras Santiago –cubano sí, pero de padre mahorero- arrastra hacia su
poblado isleño, luchando con feroces tiburones, el gran pez espada atado al
estribor de su barca.
En la orilla de la otra
punta de la estrella charlan, en griego antiguo por supuesto, Edipo y Antígona,
al tiempo que en una cochambrosa escalera de un antiguo chalet cercano a la
playa donde están varados los Argonautas, Carlos Argentino Danieri, cansado ya
de Beatriz Elena Viterbo y de oír las fementidas interpretaciones sobre el
poder que comparten Tirano Banderas y El Señor Presidente, se dedica a observar
las averiguaciones de Sherlock Holmes sobre el asesino Rodrión Romanóvich
Raskólnikov, entreverando esos descubrimientos con la fascinación que le
produce ver las transformaciones sutiles que va experimentando Gregorio Samsa.
Como nuevo huesped de honor salen a recibirlo el príncipe de Dinamarca de
mano de Desdémona, el moro de Venecia, D. Quijote con Sancho y Amadís de
Gaula y una cohorte de mujeres encabezadas por Fortunata y Jacinta abrazadas
con Ursula Iguarán. Cerrando la comitiva, bailando pausadamente al son de la
zarabanda que tocan Diez Negritos, caminan unas pocas putas tristes.
¿Quién es capaz de aseverar que
Gabo ha muerto? Los moradores de esa estrella verde no mueren nuca. ¿Cómo,
pues, van a morir sus creadores?
Francisco Javier González
Gomera a 19 de abril de 2014
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