Cuando llegan los calores
fuertes en verano, en la mayoría de los pueblos canarios empiezan las fiestas.
También en los barrios de los pueblos grandes, cuando hay fiestas, se engalanan
las calles, se hacen arcos con hojas de palmera, se ponen banderitas de papel y
se colocan bombillos de colores alrededor de la plazoletilla en donde se
celebran las verbenas.
La noche anterior al santo,
es preceptivo el espectáculo pirotécnico con los fueguillos, pero sin duda
alguna, el día más esperado es el de la fiesta principal en honor del santo o
la patrona. Desde por la mañanita una orquesta toca la diana y el repique de
campanas y los estampidos de los voladores despiertan a todo el vecindario.
Cuando sale la imagen del santo después de la misa, las tracas de voladores
asustan a los más chicos, ladran los perros y revolotean en el cielo las
palomas. Los padres y las madres con sus hijos, luciendo sus mejores galas,
esperan en el borde de la calle hasta que salen las autoridades, el cura, el
santo o la santa y después, toda la gente a la que ellos mismos se unirán para
seguir el recorrido procesional de costumbre. A los chiquillos es lo que menos
les gusta. Quizás porque no comprenden el rito y la liturgia del seguimiento de
la procesión.
Lo que más les gusta a los
pequeños -sin duda ese es el verdadero placer de sentirse en fiestas- es,
comprar un cartucho de turrones en los puestos turroneros, chupar un cucurucho
de helado fresquito y darle la lata a los viejos para que compren una pelota de
colorines de goma con una sopladera dentro y un elástico por fuera.
Otros, sin embargo, se
conforman con pedir una pita de plástico y armar bulla con ella.
Algunos sólo tienen ojos
para mirar los puestos de golosinas: manises garapiñados, turrones, algodón de
azúcar, roscas y otras chucherías. También los hay que cogen una perreta porque quieren una sopladera grande.
Sí, de esas que tiene el hombre de las sopladeras, en la punta de un palo de
junco, como los palos de los voladores, pero más fuertes.
Manolín, el de Maruquita la
de la esquina, cogió una parecida a dos cuando, en la fiesta de su barrio, le
dijo a su madre que le diera los cuartos para comprarse una sopladera grande y
que parecía una enorme pera. La madre le dio un esperrío y el muchacho se
asustó.
-¡Quita pallí!.¡Una
sopladera, ahora!. ¡Antojadizo!.¡Malcriao!. ¡Un soplamoco es lo que te voy a
dar!. Humm... Manolín se quedó medio sorimbao durante todo el día de fiesta.
De la magua que tenía se le
quitaron las ganas de ir a jugar con los primos del campo que llegaron la noche
anterior para ver los fueguillos. Se pasó todo el día en la terrera jugando con
una camioneta vieja de madera descolorida y oyendo el eco de los altavoces
radiando canciones que se dedicaban los novios y las novias del barrio.
El abuelo de Manolín, el de
Maruquita la de la esquina, se fijó en su nietillo y, como el que no quiere la
cosa, se acercó al muchacho:
- ¿Qué te pasa, Manolín?.
- Oh, que mi madre no me da
las perras para comprar una sopladera, de las que tiene el hombre abajo –dijo
desconsolado el chico.
El abuelo sacó la petaca
que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón, como haciendo que iba a sacar
picadura, desamarró un pañuelo y cogiendo ocho duros sueltos se los dio al
nieto.
-Toma, para que te compres una sopladera y con lo que
sobre, vas al puestillo de los mantecados y te compras un molde de helado
grande. Disfruta hoy que es la
fiesta.
Manolín cogió las perras y
salió como un volador. Sus primos y amigos le vieron correr como un loco por la
cuesta pabajo. Ni siquiera se fijó en ellos. Se fue derechito al puesto que
tenía el hombre de las sopladeras y se compró una muy preciosa. Manolín,
haciéndole caso a su abuelo, -era un chico noble y obediente- se pasó por el
carrillo de los helados y se compró un mantecado y, mientras se lo lambiaba
para que no se derritiera, iba echándole un ojo a la sopladera. Como si
quisiera hablar con ella. ¡Estaba tan privado!.
Por la tarde-noche, desde
su casa en el risco, se oían los ecos yendo y viniendo de la musiquilla de la
verbena, abajo en la plazoletilla que hay al lado de la iglesia.
Antes de que sus tíos y
primos fueran llegando a casa, Manolín ya estaba en su cuarto.
Se acostó lueguito aquel
día y enseguida se quedó dormido. De su mano, por fuera de la cama, pendía un
hijo y, en la punta, la sopladera grande cerca del techo del cuarto. Era
encarnada y azul y tenía la forma de una pera gigante.
De pronto, la sopladera se
puso en movimiento y levantó a Manolín de la cama.
Al principio se asustó un lambiaba
pisquillo, pero al golpe, Manolín le fue cogiendo el gustillo a la cosa. Vio
que la sopladera se agitaba, como si quisiera echarse fuera de la habitación y
de la casa. Ya era de noche cerrada y apenas se veían unas cuantas luces abajo
en los alrededores de la plaza. Manolín remontó el vuelo, mejor dicho, la
sopladera. El, lo único que hacía era decir: - No, por ahí no, sino por aquí. Y
la sopladera cogía rumbo.
-Vamos a ver los perros de la Plaza de Santa Ana. Acto
seguido ya estaban planeando sobre las cabezas de las zoopiedras de la plaza
mayor. Luego se le antojó ir al paseo de las Alcaravaneras para ver los
barquillos de turismo y las lanchas motoras. Lo más que le encantó de la visita
al puerto, fueron las maniobras que hicieron los botes de vela latina. Como si
quisieran hacer una demostración para que Manolín los viera. Después se fueron
a Las Canteras y allí vieron una cantidad del demonio de turistas, la mayoría
de ellos rubios y coloraos como cangrejos de estar al solajero todo el día. Cuando estaban en el muelle fueron a ver los
trabajos de estiba y el frío de los congeladores gigantes de los japoneses.
Volando, volando, se fueron
a ver un entrenamiento de la
Unión Deportiva en el Estadio de Ciudad Jardín. Como quiera
que Manolín le iba cogiendo el gustillo al vuelo, se marcharon a ver el resto
de la isla. Se fueron a la cumbre, a Tejeda, pararon un ratillo en el mirador y
vieron los burros que hay allí para sacarse la foto los turistas que vienen a la
isla. Se subió a la punta arriba del Roque Nublo y también del Bentaiga. Sintió
el friíllo en los cachetes y notó que los tenía calientes a pesar del chirote y
comprendió entonces por qué los niños del campo tienen los cachetes encarnados.
De allí fueron al sur, a Maspalomas, a las dunas y volaron rastrerito cerca de
la arena y pasaron por el enorme Faro. No tenía muchas ganas y no fueron a los
pueblos nuevos que hay para los turistas en la zona del sur. Le daba un poco de
pena, porque no había muchos canarios sino extranjeros. De repente le entró
ganas de ver los aviones y se fueron derecho a Gando al aeropuerto.
-Ñoooo!. ¡Qué grandes!
–dijo Manolín, viendo los aviones al tiempo que jalaba del hilo a la sopladera
para que se acercara un poco más a ellos para poder verlos bien. El, también
quiso volar y le dio por elevarse con la sopladera. Arriba, arriba, arriba,
hasta que sintió como un temor y dándole un tirón que da miedo al hilo de la
sopladera, dijo:
-Vámonos. Otro día seguimos
con el viaje. –Acuérdate –le dijo a la sopladera que tenemos que recorrer todos
los pueblos de las islas. Iremos a Tenerife a ver al gran Teide; volaremos a
Lanzarote y Fuerteventura y pasaremos por La Graciosa.
Echaremos unos lances y con
lo que se pesque comemos allí mismo. Tenemos que ver la Caldera de Taburiente,
iremos a echarle un vistazo al Teneguía. También veremos los Bosques de La Gomera y pasaremos por El
Hierro a ver cómo están los lagartos grandes. Volaremos rasito, rasito, en
encima de las aguas del océano a ver si somos los primeros en encontrar la Non Trubada –San
Borondón-. En fin... estoy cansado. Es mejor regresar que ya por hoy ha estado
bueno. Otro día seguimos el viaje, ¿Vale?. Y le tiró un beso volado a la
sopladera con la mano que tenía libre.
En la casa de Manolín, el
de Maruquita la de la esquina, nadie durmió aquella noche.
Todos estuvieron pendientes
de Manolín. La fiebre no se le quitaba ni por nada del mundo. Tenía casi
siempre los treinta y nueve y seis décimas. El médico dijo que le pusieran
paños de agua y vinagre en la frente, que eso era bueno –dijo el galeno cuando
ya se marchaba de la casa. Hasta el abuelo de Manolín intervino en la atención
y preparó un brebaje que era más amargo que la puñeta y, cogiendole la cabeza
se la levantó un pisquillo y se lo dio a beber. El chiquillo pareció reanimarse
después que el brebaje preparado por el viejo le pasó por el gaznate y se le
empezó a bajar la fiebre.
El abuelo le meció los
pelos y picándole un ojo, le dijo
-¿Eh, Manolín?, Anoche te
divertiste un rato, ¿Verdad que sí?
El chiquillo no dijo nada.
Miró al techo y vio una sopladera con el hilo suelto meneándose como un
rabillo. Con el rabillo parecía que le hacía regañizas. Manolín
le tiro un beso y le picó
señas. La fiebre se le fue bajando y el niño se quedó dormido.
Aquel día, todos quedaron
más tranquilos en la casa de Manolín, el de Maruquita la de la esquina.
Jesús
Guerra. Cuentos infantiles
Narraciones
Canarias. Primera edición 1998.
Edición
especial año 2005/Infonortedigital
Glosario E.P.G.R.
Sopladera=Globo
Cuartos=Dineros
Perreta=Enfado
Esperrío=Grito
Sorimbao=Turbación del ánimo.
Como un volador=Disparado
Lambiaba=Chupaba
Pisquillo=Pedacito
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