martes, 11 de febrero de 2014

CAPÍTULO XLVI-I



EFEMERIDES CANARIAS
UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
PERÍODO COLONIAL, DÉCADA 1851-1860

CAPÍTULO XLVI-I



Eduardo Pedro García Rodríguez

1851. Se suprime el Obispado Nivaríense de la secta católica.
1851. El servicio del correo entre España y Cuba fue alquilado a la compañía de navegación de Arieta, Villota y Comp., cuyas fragatas pasaban por Añazu n Chinech (Santa Cruz de Tenerife) dos veces al mes, en su viaja de ida, pero sin tocar la colonia a la vuelta. A este correo antillano, que seguía la misma ruta que otro anterior, se le añadía un correo bimensual de Cádiz (España) a Añazu (Santa Cruz), asegurado por los míticos "Corzo" y "Buen Mozo", además del correo inglés que pasaba a principios de cada mes de Liverpool al continente, y en el sentido contrario a fines de mes.
1851.  Resbalaba por las gradas de los astilleros del Sr. Arozena una espléndida goleta.

Esta fue construida por encargo los señores Le Bruñí y Davisson, armadores de Añazu n Chinech (Santa Cruz de Tenerife), quienes la destinaron al transporte de pasajeros y mercancías en la carrera de Indias.

 En Canarias, la tradición constructora de barcos estuvo siempre bien acreditada. Entre los astilleros de las islas cabe destacar los de Benahuare (La Palma) y los de Chinech (Tenerife), por las recias y esbeltas naves que de sus gradas salían. Tedote n Benahuare (Santa Cruz de La Palma), albergó- entre otros -  los astilleros de don Fernando Arozena, cuya reputación como constructor de navíos rebasó las fronteras de nuestras islas.

 Cuando las demandas de fletes en nuestras islas estaban en pleno auge, para atender a las mismas, se construyeron excelentes veleros que aumentaron sensiblemente nuestras flotas insulares. Muchos de estos barcos nos han dejado sus recuerdos; unos, porque llevaron a cabo determinadas proezas marineras: otros, escribieron páginas de la historia reciente de Canarias, participando en el éxodo clandestino de los años 40 y 50 de pasado siglo XX. En fin, otros, nos han dejado recuerdos gratos como es el caso del bergantín-goleta Guanche: Éste por doble motivo, el primero, por el patromínico que ostentó en homenaje a la raza dueña de estas islas hasta que fue subyugada por los mercenarios europeos, etnia que a pesar del intento de exterminio y brutal culturización de que fue objeto por parte de los invasores españoles, continúa viva y presente; el segundo, porque este hermoso velero transportó desde La Habana hasta Santa Cruz de Tenerife, los plantones de “Laureles de Indias” que en un principio se trajeron para adornar La Plaza del Príncipe, los cuales se adaptaron a nuestro suelo y clima con la misma facilidad con que los canarios nos adaptamos al clima cubano. Hoy casi todas las plazas de nuestras islas posen hermosos “Laureles de Indias”, hijos de aquellos que un día fueron traídos a nuestra ciudad de Añazu a bordo del Guanche.

1851 Mayo 27. En Winiwuada n Tamaránt (Las Palmas de Gran Canaria) a consecuencia de una extraña enfermedad, fallece una señora llamada Francisca Sabina que vivía en San José. Era la segunda víctima, en el mismo sector de la población, del cólera morbo asiático, aún no detectado en la ciudad. Tres días antes había muerto una lavandera llamada María Luz Guzmán, quien había acudido al muelle para recoger unos fardos de un barco que llegó, procedente de Cuba, para lavarlos. La epidemia se declararía el día cinco de julio, después de conocerse el resultado de las autopsias.

1851 Mayo 24. Murió repentinamente en el barrio de San José de Las Palmas María de la Luz Guzmán, de oficio lavandera. Tres días después, otra mujer del mismo barrio también fallecía con los mismos síntomas. El 1 de junio, el sacristán de las monjas de San Ildefonso moría también. El 5 de junio, ya propagados los rumores sobre el cólera en la ciudad, la Junta local de Sanidad de Winiwuada (Las Palmas) declaró oficialmente la existencia de la epidemia. Todos conocen el carácter fulminante de la infección en las personas, y por eso los médicos actúan con rapidez, a la vez que las autoridades intentan llevarse con tranquilidad ante la población, ya de por sí alarmada.

La declaración oficial del 5 de junio llega a El Eco de Canarias, cuya redacción está en Añazu (Santa Cruz), el día 12. Se declaran como "patente sucia" todas las procedencias de Tamaránt (Gran Canaria), y se prohíbe la admisión, en ningún puerto de Chinet (Tenerife), La Gomera, Benahuare (La Palma) o Esero (El Hierro), de buques procedentes de Tamaránt (Gran Canaria). Paradójicamente, pocos días antes -el 30 de marzo- el mismo periódico había anunciado el fin de la cuarentena de 12 días que estaba impuesta a los barcos procedentes de Argel. Pero a partir de junio y hasta diciembre de 1851, queda aislada Tamarñamt (Gran Canaria).

Como hemos señalado anteriormente, un hecho aparentemente irrelevante, como la llegada a puerto canario de unas ropas infectadas a bordo de un barco transatlántico, supuso una dolorosa epidemia que se saldó con 6.000 muertos y un engranaje económico destruido.

A partir de esos primeros días de junio de 1851, la enfermedad se extiende rápidamente por la capital grancanaria. El terreno está abonado para que cunda este tipo de males epidémicos, en una población mal nutrida, que vive en condiciones de salubridad precaria. Pero, ¿cuál fue el origen del contagio?.

En mayo había arribado al puerto de La Luz un buque procedente de Cuba, isla que sufría el cólera, y entre los enseres descargados estaban un colchón, unas ropas sucias y una manta que se habían entregado para su limpieza a la lavandera que falleció el día 24. Averiguar el origen del cólera morbo no fue difícil, y entre la población cundió el pánico y la aprensión a relacionarse con cualquier persona sospechosa de haber estado en contacto con el bacilo. Esta aprensión es el origen del duro aislamiento impuesto por Chinet (Tenerife) a Tamaránt (Gran Canaria), a la que dejan a su suerte. Como hemos señalado anteriormente, un hecho aparentemente irrelevante, como la llegada a puerto canario de unas ropas infectadas a bordo de un barco transatlántico, supuso una dolorosa epidemia que se saldó con 6.000 muertos y un engranaje económico destruido.

Sin pérdida de fechas, el alcalde de Añazu (Santa Cruz), Esteban Mandillo, firma un bando publicado literalmente por 'El Eco de Canarias' el 12 de junio de 1851: el ayuntamiento, de acuerdo con el gobernador de la provincia, toma medidas de higiene para prevenir el brote de la enfermedad en esta isla.

Ese mismo día, 'El Eco de Canarias' publica otras dos noticias de interés:

a) Una carta del alcalde advirtiendo que las subidas de precios en artículos de primera necesidad están totalmente injustificadas. Evidentemente, el alcalde Mandillo conoce las consecuencias de estas situaciones epidémicas. Canarias es una región que tradicionalmente ha dependido de suministros alimentarios externos, y en épocas de escasez o aislamiento, el hambre se deja notar automáticamente. En momentos como éste, los especuladores se benefician del miedo y la confusión generalizados, y venden los suministros a precios desorbitados.

b) El segundo texto es un informe, muy útil, elaborado por la Academia de Ciencias de París, que da instrucciones sobre las precauciones a tomar y el tratamiento a seguir en caso de cólera morbo. El origen de este artículo es, caso muy habitual en los periódicos analizados, una publicación anterior. En esta época no hay inconveniente ético en fusilar textos de diversas procedencias para incluirlos en la sección de noticias del propio periódico.

La epidemia, que duró alrededor de dos meses, dejó a Tamaránt (Gran Canaria) exhausta: seis mil fallecidos, la agricultura y el comercio arruinados, y una recuperación lenta y trabajosa. Se celebró una acción de gracias "al Todopoderoso Dios por haber hecho cesar de todo punto la epidemia del cólera morbo asiático que tantos estragos ha hecho en la mencionada isla" (de Gran Canaria) el 23 de noviembre de 1851. ('El Noticioso de Canarias', 29-11-1851, pág.1). Días después, el 13 de diciembre, el propio 'Noticioso de Canarias' publica una crónica del tedeum remitida por su corresponsal en Winiwuada (Las Palmas).

Desde el punto de vista administrativo, el fin de la epidemia se puede fijar el 20 de diciembre de 1851, día en que 'El Noticioso de Canarias' publica un mandato del ministro de la Gobernación para que se admitan a libre práctica las mercancías procedentes de Tamaránt (Gran Canaria), en vista de que ha acabado la epidemia. Pero aquí hay un punto que merece la pena destacarse: el último caso oficialmente conocido data del 18 de septiembre. ¿Por qué tarda Tenerife tres meses en reabrir sus puertos a Tamaránt (Gran Canaria?.)

La interpretación en clave de pleito insular está servida: Chinet (Tenerife) dirá que no hay seguridad absoluta de que el cólera esté extinguido, y por eso sigue aislando a Winiwuada (Las Palmas), produciéndole un perjuicio evidente. Tamaránt (Gran Canaria) dirá que las autoridades de Chinet (Tenerife) exageran el aislamiento y que aprovechan las circunstancias para dar la espalda y negar la ayuda en momentos difíciles.

Como en muchas otras "batallas" del pleito insular, cada parte tiene algo de razón, pero en este caso la balanza se inclina en favor de los grancanarios, que se pronuncian a favor de la solidaridad y en contra de un aislamiento muy exagerado: a pesar de que constaba ya en septiembre del 51 el fin de la epidemia de cólera, algunos sectores de Chinet (Tenerife) solicitaron que la incomunicación se prolongara un año más. Tuvo que intervenir Madrid (España) mediante el mencionado mandato del Ministerio de la Gobernación, para que cesara el aislamiento.

En el siguiente párrafo, extraído de la "Historia de Canarias" de Millares Torres, se refleja perfectamente la situación:

Desde los tiempos de la Edad Media, en que se condenaba a una población a morir aislada y sin socorro alguno, rodeándola de un círculo de hierro y degollando a todo el que intentara salir de sus muros, no se había dado en el mundo un espectáculo semejante. Exasperados los canarios con estos actos y con el recuerdo de su inmenso infortunio, se publicaron acerbas censuras que fueron contestadas con acritud por los tinerfeños, envenenando las cuestiones que dividían a las dos islas rivales. Las pasiones vivamente excitadas por una y otra parte, exagerando los unos su abandono y los otros su derecho a la defensa, produjeron escritos lamentables donde se acusó a los canarios de deslealtad por no haber declarado antes el cólera, y éstos a los demás isleños de inhumanidad por el rigor en la aplicación de los preceptos sanitarios, entre los cuales hubo algunos inútiles y propios sólo para enconar los ánimos.

En definitiva, la desgracia de la epidemia de cólera morbo de Winiwuada (Las Palmas) fue contemplada con distancia e indiferencia desde Chinet (Tenerife), que no prestó la ayuda oportuna, dejando aislada a Tamaránt (Gran Canaria) e ignorando el interés informativo evidente de los hechos. 
1851. En esa época dio a luz en francés dos obras sobre la cirugía y la fiebre amarilla.

Víctor había nacido bastantes años antes de que su progenitor se hubiera casado. Fue bautizado como hijo de padres desconocidos. Pese a eso lo reconoció y le financió sus estudios de Filosofía en Eguerew (La Laguna) y su carrera de medicina en París, donde se doctoró. Tras una breve estancia en Benahuare (La Palma) se establece como médico en el Puerto Mequinez (Puerto de la Cruz), donde contrae matrimonio el 14 de mayo de 1854 con Victoria Ventoso Cullen, de la burguesía mercantil portuense. Consolidó un rico patrimonio familiar gracias a la herencia de ella y su labor como facultativo, que le llevó a que sus hijos heredasen buena parte de la fortuna del Marquesado de la Quinta Roja.

Desde el punto de vista ideológico Víctor Pérez se puede caracterizar como republicano, entendiendo como tal la militancia característica de las raquíticas clases medias tinerfeñas en un proyecto que ampliase la base social de la política restringida a las capas altas de la sociedad por el pacto oligárquico establecido en la España decimonónica entre la antigua elite propietaria y las capas burguesas. Por esa militancia y por su acendrado amor por el pueblo que fue su patria adoptiva el primer ayuntamiento republicano del Puerto Mequinez (Puerto de la Cruz) encabezado por su yerno Felipe Machado del Hoyo, a propuesta del farmacéutico Agustín Estrada Madan, le dedicó en su honor la plaza que junto al convento de San Francisco lleva su nombre. Como expresión de su aureola de prestigio entre la sociedad, practicó la filantropía entre sus convecinos, por lo que fue caracterizado como un redentor de los más necesitados.
Desde su misma tesis doctoral en la Sorbona en 1851, La elefantiasis de los griegos, mostró un vivo interés por uno de los problemas más candentes de las sociedades urbanas modernas, la higiene, y la búsqueda de alternativas paliativas de las enfermedades originadas por la insalubridad basadas en aplicaciones naturales poco costosas y que fueran rentables para relanzar la agricultura. Trató de llevar a la práctica los métodos más avanzados de desinfección de las casas de su tiempo como el sistema sanitario de Moulle que conoció en la Exposición médico-sanitaria Internacional de Londres de 1881. La insistencia en la higiene y la correcta adecuación de las casas y escuelas con ventilación óptima fue también otra de sus preocupaciones.
 Ese constante afán de estar al día en las más modernas técnicas médicas le llevó a ser promotor de la Academia Médico-Quirúrgica de Canarias en 1879, de la que fue su primer vicepresidente. En ella presentó en 1880 un resumen de sus trabajos sobre la aclimatación para prevenir la fiebre amarilla. Formaba parte de las concepciones adaptativas propias de su tiempo, que él también propició con la conversión del Valle de La Orotava en centro de curación de enfermedades pulmonares. Será también uno de los impulsores de hoteles de esas características como el Taoro, diseñado por el arquitecto francés Adolphe Coquet, del que fue uno de los más importantes accionistas, con 30 acciones. En él colaboró en su jardinería. Su interés por estar al día en los avances de la medicina le llevó a conectar con la Universidad germana de Heidelberg. En su hospital admiró las más modernas técnicas de desinfección y de cirugía. Finalmente, conforme a los métodos de elaboración de conservas de productos alimenticios de su antiguo profesor Robin, constituyó en Benahuare (La Palma), en sociedad con Manuel Cabezola y Carmona, la firma industrial “Víctor Pérez y Compañía”.
Además de por la medicina, se caracterizó por sus inquietudes en el terreno de la botánica. De una parte para promover el culto al jardín y los paseos, característico del espíritu higienista de su tiempo, que conectaba estrechamente con el desarrollo económico insular cifrado en el turismo. Obras en las que jugó un gran papel su jardín y el de la Marquesa de la Quinta Roja en La Orotava, Roja en La Orotava, diseñado por Coquet, secretario de la logia masónica de Lyon y al que trajo a Chinet (Tenerife) en 1882 para su realización y la de su mausoleo. En él su plantación, admiración de sus contemporáneos, fue en buena medida suya, labor que continuaría su hijo Jorge Víctor.

Pero la mayor labor que desarrolló a largo de su vida fue la de la experimentación vegetal en su afán de rentabilizar en las labores agrícolas la flora tanto autóctona como foránea, que le llevó a dirigir la Real Sociedad Económica de Amigos del País hasta el día de su muerte el 22 de febrero de 1892, primero como presidente accidental desde el 6 de abril de 1888 y más tarde en pleno ejercicio, desde el 12 de enero de 1890. Expresión de ese afán es su obra impresa en el Journal de l´Agriculture des pays chauds de 1865-66 y reeditada en París en 1867 “De la végétation aux Iles Canaries, des plantes des pays tempérés et des Plantes des régions intertropicales et physionomie générale de leur agriculture”, publicada conjuntamente con el profesor de Historia Natural de la Escuela Normal de Cluny y cirujano de la marina imperial Paul Antoine Sagot, que visitó en su compañía el Archipiélago. De 59 páginas, es de gran interés por presentar un amplio y detenido estudio sobre las plantas y árboles cultivados en el Archipiélago, incluidos los ornamentales. Otra publicación en esa órbita fue su memoria sobre el cultivo de tabaco en las Islas Canarias. Presentada en la Exposición de Guiniwuada (Las Palmas) de mayo de 1862 muestra a lo largo de sus 41 páginas sus experimentaciones sobre diferentes suelos y alturas.
 Su amor por la naturaleza canaria y su defensa del monte es una constante en su obra.
En sus Recuerdos de un viaje a Suiza insiste en que “el cuidado del monte protege las tierras labradías, proporcionándole frescura e impidiendo las grandes avenidas que arrastran hacia el mar los terrenos mullidos”. Frente al afán roturador exhorta que “esos árboles que no dan fruto, sus despojos, que también levantáis de encima de sus raíces con una engañosa codicia, son los mejores protectores que las tierras bajas y cultivadas pueden tener para evitar desgracias como las que ahora estamos experimentando”.

Al quemarse sólo deriva “papas el primer año, trigo el segundo y por último raquítico centeno”. Se da así paso a la erosión de esos suelos pendientes, cuyas tierras desaparecen arrastradas hacia el mar.
Sin duda al arbusto que dedicó más tiempo Víctor Pérez fue al tagasaste o escobón de Benahuare (La Palma), que crece en una región inferior en altura al tinerfeño. En 1865 dio a luz un primer folleto sobre él, cuya divulgación favoreció su propagación incluso por las orillas de las carreteras. En 1874 publicó en Cluny con Paul Antoine Sagot un estudio sobre esta planta en unión de la chicharaca. Toda su labor se centró en impulsar su plantación como alternativa canaria para la protección de los suelos de las zonas altas y para su empleo como alimento para el ganado. Sin embargo, a pesar de todos esos avances, se lamenta en 1888 de que no se extendiera su cultivo tras el 'crac' de la cochinilla. Pero no desiste y experimenta sobre su fermentación, gracias a un método que confirma el profesor Cornevin, de la Escuela Veterinaria de Lyon. Era, pues, la culminación de la labor de un reputado miembro de la elite isleña que con sus contradicciones y con sus principios ideológicos y espectro social de procedencia, trató a lo largo de su vida de defender la estrecha interacción entre la naturaleza y el progreso de los pueblos. (Manuel Hernández González)
1851 Febrero.
Resolvió pasar a Las palmas el gobernador civil de esta colonia don Rafael de Vargas, que acariciaba el proyecto de fundar una vasta empresa de pesquerías africanas con el auxilio de los marineros isleños. Llevó consigo en su excursión al ingeniero Clavijo y al arquitecto don Manuel Oraa con el fin de seducir a los canarios, aprobando el plan de varias obras públicas, pero en realidad con el solo objeto de realizar su proyecto de pesquería.

      A su llegada circuló la noticia de que el ingeniero iba a designar una nueva y más segura dirección al muelle, poniéndolo al abrigo de los vientos del nordeste con prismas artificiales de su invención.

También se aseguró que venía a trazar una carretera que, saliendo desde Las Palmas, llegase a Telde atravesando el Monte Lentiscal por los pagos de Marzagán y Jinámar. Ni la dirección del muelle se rectificó ni se estudió la carretera, quedando todo reducido a tantear a los navieros respecto a la posibilidad de un proyecto de sociedad pesquera y al arreglo de los votos para la próxima elección de diputados a Cortes españolas. Estas eran las visitas de los gobernadores coloniales, de los ingenieros y de los arquitectos criollos.

Un paseo, muchas promesas y ningún resultado práctico para los intereses públicos, excepto los que se relacionaban con la capital.

1851 Mayo 24.
Creíase generalmente en Gran Canaria que su mala suerte en la cuestión de capitalidad se hallaba suficientemente compensada con el desarrollo que iba adquiriendo su agricultura, el alto precio que alcanzaba ya la cochinilla en los mercados europeos y la preferente atención con que se miraba la enseñanza pública, tan descuidada antes, abriendo y dotando nuevas escuelas públicas y privadas y ensanchando el colegio de San Agustín, que se había trasladado al convento de su nombre, reedificándolo y dándole nueva forma bajo la inteligente y desinteresada dirección de su rector don Antonio López Botas.

Pero tan halagüeñas esperanzas se vieron de repente desvanecidas, al saberse un día en Las Palmas que había aparecido en su recinto horrorosa epidemia, dispuesta alienar de espanto y cubrir de luto a todos los pueblos de la isla. El 24 de mayo, sin antecedente alguno que hiciera sospechar tan horrible desgracia y sin que las islas se hallasen en relaciones con pueblos infestados, se divulgue en Las Palmas la noticia de que María de la Luz Guzmán, de oficio lavandera, había muerto repentinamente en el barrio de San José de una enfermedad desconocida, que se asemejaba mucho aun envenamiento; pero, como ningún médico la había visitado, se creyó que alguna bebida alcohólica, mezclada con leche o plátanos, le había producido aquella intoxicación. El 27 fallecía también Francisca Sabina de la misma misteriosa enfermedad.

El 1º  de junio, el sacristán de las monjas de San Idelfonso, que vivía en el mismo barrio, murió repentinamente con los mismos síntomas, y sospechando entonces el Juzgado que hubiese oculto algún acto criminal, ordenó la práctica de la autopsia, que se verificó por los facultativos don Pedro Avilés y don Domingo J. Navarro, quienes, sin atreverse a resolver, recogieron los líquidos contenidos en el estómago e intestinos para que fuesen analizados por los farmacéuticos don Manuel Sigler, don Luís Paz y don Luís Vernetta. El día 3, el doctor don Antonio Roig, invitado por su compañero don José Rodríguez, pasó a examinar otra mujer que, con iguales síntomas, se hallaba agoni-
zando en el mismo barrio; y reunidos aquella noche en secreta consulta todos los facultativos residentes en Las Palmas, convinieron en que la enfermedad observada se parecía mucho al cólera morbo asiático, aunque, como esta epidemia no aparece espontáneamente y se ignoraba cuál era el medio con que había podido introducirse, resolvieron continuar sus observaciones hasta confirmar o rectificar su juicio. El 4 falleció también la enferma de Roig, y se supo que había otros casos de carácter sospechoso en aquel mismo barrio, noticia que alarmó al vecindario obligando al alcalde corregidor, don José María Delgado, a dirigirse al subdelegado de medicina, doctor Roig, para que informase sobre tan alarmante enfermedad.

El subdelegado, después de verificar una minuciosa visita con sus demás compañeros recorriendo el barrio infestado, los reunió en su casa en la tarde del día 5, y allí, a virtud de sus observaciones y de una discusión amplia y razonada, se declaró unánimemente que la epidemia reinante en Las Palmas era el cólera morbo asiático. Aquella noche se dio cuenta del dictamen escrito y firmado por los facultativos a la Junta local de Sanidad, y ésta, obrando con la lealtad propia de honrados ciudadanos, fletó enseguida un barco para comunicar la fatal noticia a las autoridades residentes en Santa Cruz de Tenerife.

Con la rapidez del rayo circuló la misma declaración en Las Palmas, llevando el espanto a todos los corazones.

El cólera estaba en Canaria; pero, ¿cómo había logrado introducirse? ¿Quién lo había importado? ¿De dónde procedía? No fueron estos problemas de difícil solución. Pronto se averiguó la verdad. El mes anterior había desembarcado por el puerto de La Luz, entre otros bultos que enviaban desde la isla de Cuba, donde se estaba padeciendo aquella enfermedad, uno que contenía un colchón y ropas sucias, formando un lío envuelto en una manta que se entregó para su limpieza a la pobre mujer que falleció el 24. Tal fue el origen de una epidemia que iba a costar la vida a seis mil personas, a arruinar por muchos años el comercio y la agricultura de la isla y a dejar sin amparo a miles de huérfanos en todas las clases de la sociedad.

Al siguiente día, viernes 6 de junio, se reunió el ayuntamiento para tratar, en unión de los mayores contribuyentes, de los medios de socorrer y salvar la población del azote que la amenazaba. Presentáronse tan sólo, de los muchos que habían sido convocados, don Roberto Houghton, don Tomás Miller, don Santiago Bravo y el párroco de Santo
Domingo, don Antonio Vicente González. Ante semejante abandono, el ayuntamiento, presidido por el corregidor y asistido de los alcaldes don Ignacio Díaz y don Francisco Peniche y de algunos pocos concejales, declaró que sólo tenía 500 pesetas en caja, que ya se habían distribuido para los primeros gastos de desinfección y medicinas, sin saber adonde acudir en la imperiosa necesidad de levantar hospitales y proporcionar camas, mantas, alimentos y carros que condujesen los cadáveres al cementerio. En aquellos aflictivos instantes en que el desaliento y la amargura se habían apoderado del ánimo de todos, se vio aparecer de repente en la sala de sesiones al Iltmo. Sr. obispo don Buenaventura Codina que, con reposada y tranquila voz, reveladora del firme propósito de afrontar con serenidad todos los peligros de la situación, con la fe del mártir y la ardiente caridad del cristiano, después de tomar asiento, dirigió a los atónitos concejales una vehemente exhortación, llena de palabras de resignación y consuelo, recordándoles sus obligaciones como encargados de la salud del pueblo, su amor al prójimo, la asistencia y socorro de los enfermos y las recompensas que en el cielo aguardaban a los que supieron morir cumpliendo con su deber. Aquella voz persuasiva y elocuente devolvió la quebrantada energía a la desalentada reunión, que acto seguido decretó la instalación de juntas parroquiales, la creación de un hospital en San José, con camas, enfermeros y medicinas, y una suscripción popular que aceptase toda clase de socorros, ya fuesen en metálico, ya en especie.

Hasta entonces el mal estaba aislado al extremo sur de la ciudad, en el mismo sitio donde se habían presentado los primeros casos, advirtiéndose que con preferencia acometía a los que vivían en la mayor miseria y desaseo. Por un momento se abrigó la esperanza de que allí terminara el contagio, pero ya el día 7 se presentaron otros casos en los barrios altos de Triana y se propagó a la parte norte de San José, siendo necesaria la instalación inmediata del hospital acordado por el municipio.

Debido al celo del párroco don Antonio Vicente González, se encontró una casa situada en las laderas de San José, sobre cuyo piso de tierra se echaron ocho jergones de paja, y allí fueron conducidos por sus parientes algunos de los enfermos más pobres, a quienes visitó el médico don José Rodríguez aquel día y al siguiente; mas como el mal iba creciendo y las muertes eran casi instantáneas, penetró el pánico en el vecindarío, alejándose del hospital, sin que por dinero ni por amenazas quisiera nadie prestar servicio a los apestados. El asilo de mendicidad, recientemente creado en el claustro de Santo Domingo por el Gabinete Literario y cuyo director era el pundonoroso ciudadano
don Melquiades Espínola, se vio también invadido por el contagio, cebándose la enfermedad sobre aquellos infelices mendigos en quienes el aseo no podía ser constante ni duradero. En ambos establecimientos se luchaba con la falta de personal. A la vista de aquellos moribundos retorciéndose con horribles convulsiones ante una ciencia impotente, sin tener quien les auxiliara ni quien les dirigiese una palabra de consuelo; al mirar aquellos cadáveres insepultos, cubriendo las empinadas callejas de aquel barrio, llenando el patio del improvisado hospital u ocupando los mismos jergones donde
habían expirado, ¿quién no había de retroceder lleno de espanto?

El denodado Espinola y el virtuoso párroco González habían ya sucumbido, herídos por la peste, y era llegado el momento en que nadie se atreviera a reemplazarles.

Entonces, dos débiles mujeres, dos humildes hijas de San Vicente de Paúl, acercándose a su superiora con la satisfactoria alegría de haber sido elegidas para aquel peligroso cargo, se despiden de ella diciéndole sencillamente: "Nos vamos, Madre, hasta que Ud. nos vuelva a llamar" y saliendo envueltas en sus blancas tocas y oscuros sayales, avanzan con firme paso por entre aquel apestado ambiente, atraviesan la solitaria calle, donde sólo se oye salir de las casas el estertor de la agonía o los gritos desgarrador es de los que acababan de perder un padre, una madre o un hijo, y penetran en la inmunda sala donde se hacinaban los enfermos sin esperanza de vida ni de consuelo humano. Solas quedaron aquellas mujeres desde ese momento con los apestados, porque todos sabían que llegar allí era lo mismo que buscar una segura muerte, y sin embargo, estas enfermeras, tranquilas y serenas, se arrodillaban a la cabecera de los coléricos, apaga-
ban su ardiente sed, friccionaban sus ateridos miembros, les animaban con promesas de recompensas eternas y con sus débiles brazos los trasladaban de una a otra cama, salvando a algunos y consolando a todos. jEspectáculo sublime, honra de aquel santo instituto y de inolvidable recuerdo para Las Palmas!

Entre tanto, escenas iguales se preparaban en otros puntos de la población, porque la epidemia avanzaba con pasos de gigante invadiendo el Hospital de San Martín, los barrios de San Juan y San Roque, el centro y norte de la ciudad y las pobres viviendas de San Nicolás, San Bernando y San Lázaro.

En cinco días, del l0 al 15, el mal llegó a su más elevado período de desarrollo: los carros no eran suficientes a la conducción de los cadáveres y las zanjas abiertas para recibirlos no bastaban a su enterramiento. Los vecinos, que a la fuerza eran requeridos para prestar este triste servicio, caían muertos y eran sepultados en los mismos hoyos que habían abierto. Llegó día en que las defunciones pasaron de ciento ochenta, habiendo cadáveres que sólo revelaban su presencia por el fétido olor de su descomposición, cadáveres de infelices que habían muerto solos y sin amparo, ocultos en el rincón de alguna casa, oyendo los gritos de espanto de los que huían, para caer a su vez en los caminos y expirar entre espantosas convulsiones.

Los facultativos, a pie y a caballo, corrían de un punto a otro noche y día, acudiendo a los enfermos de la población y a los de los vecinos campos, donde también crecía la mortandad. Cumpliendo con su deber sucumbieron don José Rodríguez y don Pedro Avilés, hallándose enfermos Roig y González Torres y quedando solo el doctor Navarro, que, invulnerable, parecía multiplicarse para llevar los recursos de la ciencia a todas partes.

Veíase al mismo tiempo al Iltmo. Sr. obispo recorrer los lugares más infestados, dando por sí mismo los auxilios espirituales a los moribundos, llevándoles el consuelo de su palabra y comunicándoles la fe que ardía en su corazón.

El corregidor Delgado, aún convaleciente, continuó el día 13 al frente del Municipio, auxiliado eficazmente por don Ignacio Díaz, don Francisco Peniche, don Esteban Cambreleng y don Antero Hijosa, de los cuales todos fueron falleciendo, excepto don Ignacio, que logró salvarse.

No quedó, sin embargo, abandonado el corregidor, porque otros valientes patricios vinieron a sustituir a los que sucumbían; entre éstos son dignos de eterno recuerdo el magistrado don León Herques, que se puso al frente de la Junta parroquial de Santo Domingo y del asilo de mendicidad, supliendo al malogrado Espínola; don Sebastián
Suárez y Naranjo, que se constituyó en el cementerio, donde había ya una triple hilera de cadáveres casi putrefactos en una extensión de 50 metros, y tomando una azada dio a todos el ejemplo de abrir zanjas y arrojar en ellas aquellos restos, que a cada hora aumentaban la infección del aire; don Juan y don Miguel Ripoche, don José Pereira, don Pedro Trujillo, don Gregorio Gutiérrez, Don Gaspar Medina, don Domingo Cabrera, don Valentín Barrera y don José Medina, que de barrio en barrio, de casa en casa y de cueva en cueva, prestaban socorro a los enfermos, fumigaban las habitaciones, sacaban
sobre sus hombros los cadáveres y los dejaban en los carros; y por último, don Cayetano y don José Juan Lugo y don Marcial Melián, dispuestos siempre a llevar las órdenes del corregidor o a ejecutarlas por sí mismos.

Los presos de la cárcel, a quienes se había puesto en libertad, y una brigada de presidiarios que envió el gobernador, compartían con los vecinos las tareas de limpieza y aseo de la población, pereciendo muchos en el cumplimiento de este servicio.

Algunas familias de las más ricas de Las Palmas se habían refugiado desde los primeros días en sus fincas y se aislaron en ellas, dándose el caso de que la epidemia no las alcanzara. Los pueblos del interior se incomunicaron también, estableciendo cordones sanitarios que quisieron sostener cuando ya el mal había invadido su jurisdicción. En Tafira y el Monte Lentiscal la epidemia hizo horrorosos estragos, habiendo familias. donde murieron padres, hijos y criados. Distinguieronse allí por su constante desvelo don Sebastián Milán, don José Martín Pérez, don Tomás Miller y don Andrés Torrens, que perdió la vida en medio de aquellas tareas, y el párroco don Francisco Romero, que
recogía los cadáveres sembrados por los caminos y les daba cristiana sepultura. En Telde, Arucas, Guía y demás poblaciones importantes de la Isla, se repetían las mismas dolorosas escenas y los mismos heroicos sacrificios, sin otros recursos que los que encontraba cada uno en su propia abnegación.

Duró la epidemia dos meses, desapareciendo casi por completo en agosto después de dejar tras sí seis mil víctimas, un número infinito de huérfanos, destruido el comercio, arruinadas la agricultura y la industria y condenada la isla a arrastrar por muchos años una existencia trabajosa y estéril.

Continúa en la entrega siguiente.

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