Eduardo
Pedro García Rodríguez
1824. La Real Sociedad
Económica de Amigos del País de Tenerife* elevó
al Monarca de España una extensa súplica, con el objeto de que fueran restituidos a las islas Canarias los privilegios y
exenciones que disfrutaron desde su
Conquista hasta 1808. El documento contó, desde sus primeros momentos, con la simpatía de numerosas instituciones
y autoridades del Archipiélago,
pues, de algún modo, venía a resumir las aspiraciones de tirios y tróyanos o, al menos, se presentaba como una
esperanza o un nostálgico recuerdo de
los ''buenos viejos tiempos" en que circulaban las mercaderías, gracias a la cobertura del Monopolio indiano, y los
vinos encontraban excelente acogida
en los puertos de Norteamérica.
Pero la
"revolución liberal", en su afán uniformizador, había acabado
por trastornar un modelo que había funcionado desde tiempos remotos. Sin
embargo, la solicitud de la
Económica tinerfeña también recogía, entre sus quejas y
lamentos, una breve descripción de la realidad del país:
"A
estos privilegios y franquicias que ya no bastaban para impedir la emigración,
es a lo que estas islas debieron su población española en un tiempo en que el
descubrimiento del nuevo inundo abría aquel rico continente
a cuantos dejaban la patria por mejorar de fortuna; y a esta población laboriosa
y desgraciada es a la que debe vuestra Corona no sólo la defensa y
conservación de este punto importante, sino también muchos servicios de sangre
y de dinero: servicios que si la historia y mil documentos, no los trajesen
a la memoria se harían apenas creíbles de una colonia lejana y pobre,
sin fábricas y sin minas, escasa de mantenimientos y
de comercio, sugeta a temblores y bolcanes; y a todos los
estragos del hambre y aun de la sed; y cuyas comunicaciones
corta a su antojo cualquier pirata sin recelo de oposición de dentro o de fuera
del país como se está verificando casi de continuo con
harto quebranto de los naturales y forasteros desde la insurrección
de América".
En efecto,
desde mediados de la década de 1810 y hasta algunos años después
de que la Sociedad
de patricios laguneros elevara su memorial de agravios al
Deseado, el Archipiélago Canario se vio asediado por un auténtico
enjambre de corsarios insurgentes que procedían de las agitadas colonias
españolas del Nuevo Mundo.
El corso era una actividad
perfectamente legal, y mediante ella, la América rebelde extendía la guerra por todo el
hemisferio, sembraba la intranquilidad en
los puertos peninsulares del Atlántico y del Mediterráneo, obtenía información sobre los planes del enemigo
a través de la confiscación de la
correspondencia oficial, producía graves daños en el comercio y en el transporte marítimo y, como colofón, consolidaba
su prestigio político y diplomático en las cancillerías de numerosos
países "neutrales". Era un capítulo
de la guerra naval, al que algunos historiadores franceses han dado en denominar estrategia de los accesorios.
Otros
testimonios contemporáneos redundan en lo que acabamos de decir realidad, estando a
la gran distancia de doscientas y cincuenta leguas; que no puede ni debe por tanto para ser bien gobernada serlo en el concepto
de tal. porque en muchas cosas más bien participa de la naturaleza de
una provincia americana que de una
europea".
Francisco
María de León no omitirá, como sabemos, algunas referencia- a
"la frecuencia con que se presentaban en nuestras costas los corsario
insurgente? de la América,
que tanto hostilizaron nuestro comercio". Pero no
solo en 1819, sino también en 1827 continuaban "plagados aún los mare-
de corsario- insurgente".
Adema-, en
su Informe inédito sobre el comercio, redactado en 1830. puede
leerse '':
"será
justo que se obligue a los buques de La Palma, destinados a la carrera de la América, a descargar
precisamente en el Puerto de Santa Cruz,
exponiéndolos, como ha sucedido repetidas veces, a que transbordados sus
efectos a buques del país, sean presa de los corsarios insurgentes y que se hayan perdido tantas fortunas y el fruto de
tantos años de sudores de estos naturales?".
En La Palma, precisamente, dejaron
los corsarios otra huella, diferente y
sutil, en el recuerdo popular: un apodo. Antonio Lemos y Smalley, en sus
Costumbres populares de la isla de La Palma (1846), realiza una curiosa composición
de "nombretes" palmeros:
"'Hay
en sus costas pescadores que en barcas y canoas carenadas
por calafates con sus cañas-secas
y carnada de ventrechas cogen cabrillas, dorados,
chicharros, chopas, meros, picudas, salemos, pulpos y morenas. Aunque
temérnosos por las balandras y tartanas de moros e insurgentes
quienes con gorras
coloradas, chafalotes y fusiles a fuer de verdugos matan \
pillan'.
Ahora bien, aparte de los indicios que
acabamos de esbozar, es bien cierto que existe una valiosa documentación
conservada en numerosos archivos locales,
nacionales e internacionales, fragmentaria en ocasiones pero, también, original y contundente en algunos
casos. Ello sin olvidarlas interesantes
aportaciones bibliográficas que, en páginas sucesivas, tendremos la ocasión de
comentar. (Manuel de Paz-Sánchez, 1994).
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