domingo, 5 de enero de 2014

CORSO AMERICANO MERODEA POR LA COLONIA CANARIA




Eduardo Pedro García Rodríguez
1824. La Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife* elevó al Monarca de España una extensa súplica, con el objeto de que fueran restitui­dos a las islas Canarias los privilegios y exenciones que disfrutaron desde su Conquista hasta 1808. El documento contó, desde sus primeros mo­mentos, con la simpatía de numerosas instituciones y autoridades del Ar­chipiélago, pues, de algún modo, venía a resumir las aspiraciones de tirios y tróyanos o, al menos, se presentaba como una esperanza o un nostálgico recuerdo de los ''buenos viejos tiempos" en que circulaban las mercaderías, gracias a la cobertura del Monopolio indiano, y los vinos encontraban excelente acogida en los puertos de Norteamérica.

Pero la "revolución liberal", en su afán uniformizador, había acaba­do por trastornar un modelo que había funcionado desde tiempos remotos. Sin embargo, la solicitud de la Económica tinerfeña también recogía, entre sus quejas y lamentos, una breve descripción de la realidad del país:
"A estos privilegios y franquicias que ya no bastaban para impedir la emigración, es a lo que estas islas debieron su población española en un tiempo en que el descubrimiento del nuevo inundo abría aquel rico conti­nente a cuantos dejaban la patria por mejorar de fortuna; y a esta población laboriosa y desgraciada es a la que debe vuestra Corona no sólo la defensa y conservación de este punto importante, sino también muchos servicios de sangre y de dinero: servicios que si la historia y mil documentos, no los trajesen a la memoria se harían apenas creíbles de una colonia lejana y pobre, sin fábricas y sin minas, escasa de mantenimientos y de comercio, sugeta a temblores y bolcanes; y a todos los estragos del hambre y aun de la sed; y cuyas comunicaciones corta a su antojo cualquier pirata sin recelo de oposición de dentro o de fuera del país como se está verificando casi de continuo con harto quebranto de los naturales y forasteros desde la insurrec­ción de América".
En efecto, desde mediados de la década de 1810 y hasta algunos años después de que la Sociedad de patricios laguneros elevara su memorial de agravios al Deseado, el Archipiélago Canario se vio asediado por un autén­tico enjambre de corsarios insurgentes que procedían de las agitadas colo­nias españolas del Nuevo Mundo.

El corso era una actividad perfectamente legal, y mediante ella, la América rebelde extendía la guerra por todo el hemisferio, sembraba la intranquilidad en los puertos peninsulares del Atlántico y del Mediterráneo, obtenía información sobre los planes del enemigo a través de la confiscación de la correspondencia oficial, producía graves daños en el comercio y en el transporte marítimo y, como colofón, consolidaba su prestigio político y diplomático en las cancillerías de numerosos países "neutrales". Era un capítulo de la guerra naval, al que algunos historiadores franceses han dado en denominar estrategia de los accesorios.

Otros testimonios contemporáneos redundan en lo que acabamos de decir realidad, estando a la gran distancia de doscientas y cincuenta leguas; que no puede ni debe por tanto para ser bien gobernada serlo en el concepto de tal. porque en muchas cosas más bien participa de la naturaleza de una provincia americana que de una europea".
Francisco María de León no omitirá, como sabemos, algunas refe­rencia- a "la frecuencia con que se presentaban en nuestras costas los corsario insurgente? de la América, que tanto hostilizaron nuestro comercio". Pero no solo en 1819, sino también en 1827 continuaban "plagados aún los mare- de corsario- insurgente".

Adema-, en su Informe inédito sobre el comercio, redactado en 1830. puede leerse '':
"será justo que se obligue a los buques de La Palma, destinados a la carrera de la América, a descargar precisamente en el Puerto de Santa Cruz, exponiéndolos, como ha sucedido repetidas veces, a que transbordados sus efectos a buques del país, sean presa de los corsarios insurgentes y que se hayan perdido tantas fortunas y el fruto de tantos años de sudores de estos naturales?".
En La Palma, precisamente, dejaron los corsarios otra huella, dife­rente y sutil, en el recuerdo popular: un apodo. Antonio Lemos y Smalley, en sus Costumbres populares de la isla de La Palma (1846), realiza una curiosa composición de "nombretes" palmeros:
"'Hay en sus costas pescadores que en barcas y canoas carenadas por calafates con sus cañas-secas y carnada de ventrechas cogen cabrillas, dorados, chicharros, chopas, meros, picudas, salemos, pulpos y morenas. Aunque temérnosos por las balandras y tartanas de moros e insurgentes quienes con gorras coloradas, chafalotes y fusiles a fuer de verdugos matan \ pillan'.

Ahora bien, aparte de los indicios que acabamos de esbozar, es bien cierto que existe una valiosa documentación conservada en numerosos archivos locales, nacionales e internacionales, fragmentaria en ocasiones pero, también, original y contundente en algunos casos. Ello sin olvidarlas interesantes aportaciones bibliográficas que, en páginas sucesivas, tendre­mos la ocasión de comentar. (Manuel de Paz-Sánchez, 1994).

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