François LeClerc, normando de
nacimiento, era un viejo conocido de los mares de la época. Había tomado parte
en numerosas expediciones a las Indias, donde había adquirido singular nombre y
prestigio. Su
apodo de Pata de Palo lo adquirió en 1549 mientras luchaba con
los ingleses en la batalla de Guernsey, donde perdió una de sus piernas y quedó
malherido en el brazo, a pesar de lo cual siguió al servicio del rey de
Francia, quien le
premió por sus servicios a la corona en 1551 concediéndole un privilegio de
nobleza. En 1553, el rey le dio la orden de emprender una expedición a las
Antillas, concediéndole el mando una flota real para que hiciera daño a las
posesiones españolas al otro lado del océano.
Corría el mes de Julio de 1553. La flota de
navíos franceses, compuestos por 6 navíos gruesos, cuatro pataches (una
embarcación ligera de guerra) y 800 hombres de desembarco (a lo que había que
sumarle la tripulación), capitaneados por el mencionado capitán François
LeClerc, volvía de las Antillas Españolas tras unos meses de pillaje en los que
nadie había podido hacerle frente. Su destino final era Francia, pero no quería
llegar a casa sin antes parar en las, por aquel entonces, ricas y florecientes
Islas Canarias, con el fin de hacer una buena presa final y volver a casa con
buen sabor de boca.
A la altura del cabo de Aguer, frente a las
actuales costas marroquíes, LeClerc descubrió una flota genovesa que navegaba
con las bodegas repletas de azúcar. Algunos navíos pudieron escapar de las
garras del francés, que huyeron regresando a Canarias, pero la mayor de las
naves, una enorme carraca, fue capturada con todo su cargamento. Este barco
vino a aumentar las fuerzas del corsario francés, pues era mayor que sus
galeones y estaba artillada con 30 magníficos cañones. Así, con las fuerzas
aumentadas, la flota enemiga giró en dirección a las islas, quizá en
persecución de los navíos mercantes huídos, presentándose primeramente frente a
las costas de Fuerteventura, en las que buscó abrigo, pero con el Puerto de La Luz, en Las Palmas, en mente.
El rumor popular había avisado de que el corsario francés venía en busca de
unas urcas flamencas, así que nadie se extrañó cuando una mañana apareció la
flota enemiga frente al puerto grancanario. Descubierto por las atalayas de La Isleta, todas las compañías
de la isla se congregaron en la caleta de Santa Catalina al mando de su capitán
General y su Gobernador de la
Isla. Sin embargo, los fuertes vientos reinantes impidieron el desembarco, pese al continuado esfuerzo de los
corsarios durante más de diez días.
Hartos, decidieron poner rumbo hacia Tenerife,
desembarcando primero en las cosas de Adeje, donde apenas consiguieron nada al
estar aquella zona muy despoblada, y posteriormente acechando el puerto de
Garachico, por aquel tiempo muy famoso por su riqueza y activo comercio. No
obstante, no se sabe muy bien por qué, los piratas ignoraron aquel puerto, y
tomaron rumbo noroeste, presentándose de improviso en la bahía de Santa Cruz de
La Palma.
El Ataque
Santa Cruz de La Palma era, por aquel entonces, una ciudad muy
rica y opulenta, y el
puerto preferido para el comercio con las Indias. Era
el tercer puerto en importancia del Imperio Español y parada obligada de todo barco
mercante que se preciara. Sus vinos y azúcares le habían dado singular fama y
renombre, viéndose muy pronto poblada por ricos comerciantes de Flandes,
Portugal y Francia, y su puerto estaba concurridísimo de navíos flamencos y
genoveses.
Lamentablemente, la ciudad se encontraba indefensa,
pues más allá de la pequeña torre de San Miguel, que protegía el desembarcadero
del puerto, el resto de la costa se encontraba abierta a un posible desembarco,
fácil de realizar por los extremos de la bahía.
El viernes 21 de Julio de 1553, hacia el mediodía, la armada francesa de LeClerc se presentó
ante la bahía de Santa Cruz de La
Palma en son de guerra, disparando sus cañones. Los palmeros acudieron al puerto con
sus armas, aunque confiados de que en el peor de los casos, aquellos piratas
iban a la captura de las urcas y carabelas cargadas de azúcar que había venido
huyendo desde el cabo de Aguer y que había buscado refugio en el puerto
palmero.
Cuál fue sus sorpresa cuando vieron a los piratas
llenar las lanchas de desembarco de numerosa infantería cubierta de morrión y coselete, y
llevando arcabuces y lanzas. Las barcas, protegidas por los disparos de la
flota, y llevando como general a Jacques de Sores, despiadado segundo de
LeClerc, sorprendieron a los defensores con una rara maniobra, torciendo su
rumbo cuando se acercaban al embarcadero donde estaban los isleños apostados y
dirigiéndose al extremo noreste de la población, en la actual Explanada, cerca
del Barco de La Virgen,
o barrio del Cabo por aquel entonces.
La maniobra y posterior desembarco y toma de puntos estratégicos, todo realizado con gran rapidez, dejaba ver que los franceses estaban asesorados por un buen conocedor del terreno, que no era otro que un comerciante francés cuyo nombre se ignora y que había residido por largo tiempo en la ciudad.
La maniobra y posterior desembarco y toma de puntos estratégicos, todo realizado con gran rapidez, dejaba ver que los franceses estaban asesorados por un buen conocedor del terreno, que no era otro que un comerciante francés cuyo nombre se ignora y que había residido por largo tiempo en la ciudad.
Los 300 arcabuceros y 200 piqueros apenas
encontraron resistencia por parte de los palmeros. Desordenados y confusos, faltos de un
jefe militar que les llevase a la lucha y gobernados por un letrado inexperto,
el Licenciado Arguijo (Que para que se hagan una idea de este personaje, del
comandante Jacques de Sores solo atinó a decir “que era un hombre muy valiente
y diestro”). cada cual se buscó la vida por su cuenta, mirando por sus
propiedades y bienes lo mejor que pudieron. La evacuación de la ciudad fue un
completo desastre, y fueron cautivas muchas familias de la primera nobleza de
la isla.
En apenas media hora Santa Cruz de La Palma había pasado a manos de los soldados franceses, comandados por un François LeClerc que nunca quiso bajar de su barco, desde donde se dedicó a dictar las órdenes del saqueo y destrucción de la ciudad.
En apenas media hora Santa Cruz de La Palma había pasado a manos de los soldados franceses, comandados por un François LeClerc que nunca quiso bajar de su barco, desde donde se dedicó a dictar las órdenes del saqueo y destrucción de la ciudad.
Dicha destrucción fue llevada a
cabo por Sores con su pericia acostumbrada. No hubo casa que no sintiese su
garra, en especial las casas de Dios, las cuales profanó sin despeinarse, pues
Jacques de Sores era un ferviente hugonote y tenía un especial odio a lo
católico. Pronto las columnas de humo se elevaron sobre las que hasta hacía
unos instantes eran magníficas casas de mercaderes y suntuosas iglesias y
edificios civiles. La iglesia del Salvador, los conventos, ermitas, Casas Consistoriales,
casa del Adelantado, archivos públicos y un buen número de casas particulares
fueron pasto de las llamas.
Los siguientes días los emplearon los soldados en registrar casa por casa, con
la idea de que el pillaje aumentase sin descanso. La riqueza de La Palma era famosa por aquel
entonces, y sus moradores apenas pudieron cargar con alguna alhaja de valor en
su huída al monte. El montante total de las pérdidas, entre edificios, dinero y
joyas, se calcula en torno a los 800.000 ducados de la época. Una salvajada, si
me permiten la expresión.
El Licenciado Arguijo, pasados los días,
estableció su cuartel general en Tazacorte y envió apremiantes demandas de
auxilio al gobernador de Tenerife, sin decidirse por su cuenta a realizar un
contraataque con los hombres que había reunido al otro lado de la isla, entre
huidos y habitantes de otras partes de la isla, por, entre otras cosas, los
ruegos de los familiares de los cautivos que temían represalias hacia los
suyos. Por su parte, los franceses no tenían intención de abandonar la ciudad salvo que
pagaran un rescate por ella,
que habían valorado en 30.000 ducados. Por supuesto, Arguijo no era capaz
de reunir tan elevada suma, por lo que decidió ni tan siquiera contestar a
LeClerc y Sores.
Llegaron a juntarse un grupo de 1000 hombres en Tazacorte dispuestos a iniciar el ataque a Santa Cruz de La Palma, pero fueron detenidos y obligados a dispersarse por el teniente local hasta que no fueran liberadas diversas familias locales.
Llegaron a juntarse un grupo de 1000 hombres en Tazacorte dispuestos a iniciar el ataque a Santa Cruz de La Palma, pero fueron detenidos y obligados a dispersarse por el teniente local hasta que no fueran liberadas diversas familias locales.
La expulsión de los Franceses. ¿Verdad o Leyenda?
Y aquí es donde la historia gana encanto, cuando
llega la hora de que los franceses se marchen de la ciudad que han reducido a
cenizas. La versión oficial dice que el 30 de Julio, con el ofrecimiento de
5.000 ducados que habían reunido las familias pudientes refugiadas en
Tazacorte, y confiado Jacques de Sores en que había agotado los recursos y
posibilidades de la isla, decidió abandonarla con sus hombres, no sin antes
prender fuego a lo poco que quedaba en pie. Se embarcaron hacia rumbo
desconocido, con las bodegas llenas del botín capturado y llevándose cautivas a
numerosas familias isleñas.
Hasta aquí la versión oficial. Pero la tradición oral tiene una mejor, con tintes de leyenda, que a los palmeros nos gusta creer, y es la siguiente:
Hasta aquí la versión oficial. Pero la tradición oral tiene una mejor, con tintes de leyenda, que a los palmeros nos gusta creer, y es la siguiente:
En Garafía, teniendo noticias de la invasión
francesa, se unieron un grupo de vecinos capitaneados por Baltasar Martín,
pastor local de gran altura y valentía, que los llevó a través del camino de la
cumbre hasta la capital. Baltasar Martín tenía un lema: “La bala pasa, pero
el palo envasa”, dando a entender que la bala puede esquivarse, pero que
el golpe contundente siempre acierta. Y vaya si acertó. Los piratas franceses, embriagados
por el vino y en pleno éxtasis del saqueo, se vieron sorprendidos por un ejército de
rudos garafianos a los que se habían sumado parte de los capitalinos huidos.
Los arcabuces, lentos de cargar, poco pudieron hacer contra las lanzas
pastoriles y los garrotes de los locales que arremetieron contra ellos. Los
invasores, desconcertados y asustados, huyeron como pudieron hacia las lanchas
de desembarco y desde ellas a los navíos, para no volver jamás a las costas
palmeras.
El célebre Baltasar Martín, perdida la
característica montera y ensangrentado por la refriega, se dirigió entonces al
convento de San Francisco, con el fin de dar gracias a La Virgen de Los Dolores por
el triunfo logrado. Pero cual fue su desgracia cuando, desde lo alto del tejado
del convento, un fraile, confundiéndolo con un francés que tras la derrota
trataba de acogerse a sagrado, le acertó con un ladrillazo en la cabeza, matándolo en el acto.
Así moría el héroe local que había expulsado a
los piratas: De un ladrillazo confundido.
Verdad o leyenda, la tradición popular dice que
el caudillo garafiano descansa en la misma puerta del convento que nunca logró
traspasar, y son muchos los rincones de la isla que recuerdan a este personaje,
real o ficticio, en forma de calles, plazas e incluso estatuas.
Esta es la historia del primer ataque pirata a
Santa Cruz de La
Palma. Posteriormente, la ciudad se recuperó y volvió a su
esplendor anterior, y el recuerdo de la masacre obligó a los gobernadores a
construir múltiples defensas a lo largo de la costa santacrucera en años
venideros, que sirvieron para defenderse e incluso humillar otros ataques
enemigos, como el de Francis Drake en 1585, pero esa, palmerófilos míos, es
otra historia.
Fuente: Adaptación libre del relato de Antonio
Rumeu de Armas en Canarias y El Atlántico, Piratería y ataques navales.
(Tomado de:
file:///C:/Documents%20and%20Settings/Edu/Escritorio/El%20Ataque%20pirata%20de%20Pata%20de%20Palo%20a%20Santa%20Cruz%20de%20La%20Palma%20_%20La%20Palma%20Mola.htm)
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